La vida por delante. 1958, Fernando Fernán Gómez

Fernando Fernán Gómez consideraba La vida por delante como su primera película estimable, la que dejaba traslucir antes que ninguna otra rasgos de su personalidad. También fue su primer éxito, debido en buena parte a su capacidad para retratar la realidad social de la época. Aunque los tiempos eran más propicios al drama, Fernán Gómez empleó las herramientas de la comedia para crear un divertimento que, por un lado, bebía de las fuentes norteamericanas (Preston Sturges, Mitchell Leisen) y por otro lado, de las italianas (Vittorio De Sica, Mario Monicelli). Influencias que probablemente el director tuviese en cuenta, aunque el resultado sea netamente español. Para bien y para mal.
Para bien porque la película reporta sensaciones agradables que tratan de no ofender a nadie, mediante gags ingeniosos y diálogos ágiles. Para mal porque La vida por delante es fiel a la hora de reflejas las miserias de un país acostumbrado a la precariedad y con años de involución acumulada. Fernán Gómez supo nadar entre dos aguas y presentar un entretenimiento perfecto, gracias a una puesta en escena sencilla pero eficaz, una pareja de protagonistas con química y una galería de personajes secundarios que depara algunos de los mejores momentos del film.
El guión relata las dificultades de dos enamorados que acaban de licenciarse y tratan de participar en las convenciones habituales: encontrar trabajo, comprar una casa, fundar una familia... las barreras que irán encontrando por el camino conforman una trama que cuenta con varias sorpresas de signo narrativo. Hay diálogos directos con el espectador, dichos a cámara, montajes en paralelo con acciones que se complementan, e incluso una escena vista desde diferentes puntos de vista... uno de ellos tartamudeado. Así que más allá del humor y la ligereza, se denota la voluntad del autor por narrar las cosas de forma distinta, rompiendo con la apatía predominante en el cine de entonces.
La vida por delante es una película de personajes, y Fernán Gómez les saca el máximo partido en su triple faceta de escritor, director y actor. Su encarnación del eterno aspirante a abogado es cercana y risueña, lo mismo que la de su pareja en la pantalla Analía Gadé. Ambos dejan la impronta de su carácter y se rodean por un plantel de actores fundamentales de nuestro cine como José Isbert, Rafaela Aparicio y Manuel Alexandre. Cómicos de raza con los que es difícil compartir una escena, porque enseguida dejan de ser secundarios y se erigen como creadores de momentos únicos y de frases precisas.
Ver ahora La vida por delante supone regresar al pasado de un país que en muchas cosas ha cambiado y en otras sigue igual: la dificultad de acceder a una vivienda digna, la precariedad del mercado laboral, la incorporación de la mujer al trabajo... son aspectos que conectan al público de ayer y de hoy. La película tuvo tanto éxito que propició una continuación, La vida alrededor, dedicada como ésta a unir comedia y costumbrismo, sátira y retrato social. En suma, un film para entender mejor este extraño país en el que vivimos.
A continuación, el documental que TVE realizó en 2007 a partir de numerosas declaraciones de Fernando Fernán Gómez. Una ocasión impagable para volver a paladear el verbo fluido y el pensamiento libre de un artista único, irrepetible:

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El año más violento. "A most violent year" 2014, J.C. Chandor

¿Se puede conservar la integridad en medio de un nido de víboras? El año más violento trata de responder esta pregunta como lo haría un sabio: sin dar lecciones de moralidad ni consejos huecos. Es de agradecer, pues el argumento gira en torno a la guerra sucia que practican las empresas por subir en el escalafón comercial. Una historia de conspiraciones, amenazas y acuerdos situada en el Nueva York de 1981, un año en el que los índices de criminalidad subieron como la espuma.
Abel Morales es un joven arribista que lucha contra viento y marea por mantener intacta la ilusión del sueño americano, un emprendedor de origen hispano encarnado por Oscar Isaac. Está casado con la hija de un antiguo mafioso, interpretada por Jessica Chastain. Juntos tienen que librar una carrera contrarreloj por solventar una deuda y descubrir a los saboteadores que pretenden hundir su negocio de combustibles. Con estos mimbres, hay varias formas de abordar la trama: desde el estilo solemne y operístico de Coppola al nervio confesional de Scorsese, pasando por las florituras de De Palma o el cinismo de los hermanos Coen. En su tercer largometraje como director, J.C. Chandor opta por la frialdad y el distanciamiento para no interferir en la percepción del público. Lo que no significa que falte la emoción. Se trata de una emoción contenida, que siempre está a punto de estallar y convierte el visionado de El año más violento en un ejercicio magnético, tenso.
Chandor despliega diferentes hilos dramáticos que se van enredando según avanza la narración. Una madeja en la que cada nudo resulta decisivo y se extiende por los oscuros pasillos del thriller y el cine negro. El guión contiene empresarios que se comportan como hampones y empleados que pagan el precio de su inocencia, una galería de personajes bien construidos y bien interpretados cuya finalidad no queda clara al principio, pero que poco a poco se va desvelando. En el centro, la pareja protagonista representada por Isaac y Chastain. Una vez más vuelven a demostrar ser dos de los actores más capacitados de su generación, ambos definen con pocos trazos el carácter y las motivaciones de sus personajes. Chandor aprovecha este talento para engrandecer la película y dotarla de profundidad, cuidando también la estética fría del invierno en Nueva York y la recreación de una época muy determinada.
En definitiva, El año más violento supone la confirmación de J.C. Chandor como un cineasta atento y serio, capaz de retratar situaciones dolorosas sin recurrir a golpes de efecto. Un autor al que seguir la pista y una película que tiene la rara virtud de transmitir desasosiego desde la mesura, la austeridad dramática y el trabajo de dos actores en estado de gracia.

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Don't drink the water. 1994, Woody Allen

A principios de los años noventa, Woody Allen era una fábrica de elaborar genialidades: Sombras y nieblaMaridos y mujeres, Misterioso asesinato en Manhattan... el mismo año que estrenaba Balas sobre Broadway tuvo tiempo de adaptar para la televisión una de sus obras de teatro más celebradas, Don't drink the water. Una película tan digna como las demás, cuya condición de telefilm impidió que se viese en pantalla grande. Y eso que en los créditos figuran los colaboradores habituales de Allen por aquel entonces: Carlo Di Palma en la fotografía, Susan E. Morse en el montaje, además de estrellas del cine y la televisión como Michael J. Fox y Mayim Bialik. Se trata por lo tanto de un producto de calidad, que injustamente nunca vio la luz en las carteleras.
Sin ocultar en ningún momento su origen teatral, Don't drink the water remite directamente al cine de Ernst Lubitsch y Billy Wilder. El ritmo acelerado, las situaciones equívocas, los personajes que entran y salen... hay un regusto añejo que sobrevuela la película y que es uno de sus principales encantos. Un homenaje a la comedia clásica y al vodevil que Allen demuestra conocer como nadie.
El guión respeta la unidad de tiempo y de lugar propia del teatro. La acción transcurre en plena Guerra Fría, en el interior de una embajada de los Estados Unidos situada más allá del telón de acero. La sustitución del embajador por su hijo incompetente coincide con el asilo de la familia Hollander, paradigma de los defectos de la sociedad norteamericana. A ellos se une un jeque árabe y sus numerosas esposas, además de un párroco con afición por la magia que lleva más de un lustro refugiado. Semejante fauna solo puede provocar un sinfín de momentos humorísticos narrados a velocidad de vértigo. Allen se encuentra en plena forma, y lo demuestra mediante diálogos que se atropellan unos con otros en un derroche de ingenio. Él mismo se reserva uno de los papeles protagonistas, representando su característico personaje del mequetrefe hipocondríaco y fatalista, caricatura del judío norteamericano de clase media.
El director mantiene el tono adecuado durante todo el metraje, aportando velocidad a los gags y prescindiendo en muchas escenas del trípode, para rodar cámara en mano. Este recurso visual añade dinamismo y potencia el nervio que ya de por sí contiene el texto. Don't drink the water se desarrolla a lo largo de noventa minutos de pura comedia, gracias a un guión trabajado hasta el detalle, una dirección eficaz y un grupo de actores entregados. En suma, una recomendación segura para los admiradores del cineasta neoyorquino y para todos aquellos que disfrutan con el humor inteligente.
A continuación, unas declaraciones de Woody Allen cortesía del canal TCM, en las que desgrana aspectos de su personalidad relacionados con el cine. Que lo disfruten:

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Los odiosos ocho. "The hateful eight" 2015, Quentin Tarantino

Sobrepasada la cincuentena y con ocho largometrajes a sus espaldas, Quentin Tarantino continúa siendo el enfant terrible de Hollywood. Si bien desde su primera película vio reconocido su talento, también fue acusado de sádico y de exhibir una violencia gratuita que prendió durante los años noventa en nuevos cineastas como Danny Boyle, Guy Ritchie o Eli Roth. Una ilustre cuadrilla con gusto por la hemoglobina que se quedó en la superficie de lo que Tarantino proponía: una reconversión de los géneros menos respetados (el terror, el cine de artes marciales, la serie B, la blaxploitation) y su filtración por las referencias clásicas (Samuel Fuller, Sergio Leone, Sam Peckinpah, John Huston). La fórmula consiste en unir el underground con los viejos iconoclastas, introducir la cultura pop en el panteón del cine. Hace falta tener una visión muy amplia y una total ausencia de prejuicios para acometer este mestizaje con éxito, virtudes que Tarantino ha demostrado a lo largo de más de dos décadas de trabajo. En lugar de apaciguarse con los años, su cine ha ido estilizando sus tempranos impulsos y añadiendo madera al fuego. Prueba de ello es Los odiosos ocho.
Se trata de la segunda incursión del director en el western transcurridos tres años desde Django desencadenado. Si entonces eran fundamentales el contexto y la situación histórica, esta vez Tarantino elabora una pieza de cámara con un número limitado de personajes en unos pocos escenarios, algo parecido a lo que practicó en Reservoir dogs. Curiosamente, el último film de Tarantino es el que más se asemeja al primero, estableciendo un círculo perfecto que engloba una filmografía compacta y coherente. De alguna manera, Los odiosos ocho es Reservoir dogs en el Oeste: una reunión de tipos duros atrapados en una situación que solo se resolverá con sangre. La diferencia es que la opera prima de Tarantino se solventaba en cien minutos, y ésta, en casi ciento setenta. ¿Qué ha pasado mientras tanto? Pues una Palma de Oro, dos Oscar, una vitrina llena de premios y un público fiel que aguarda cada nueva película como la iluminación de un profeta. Tarantino tiene un enorme talento y lo sabe. Pocos escriben como él, pocos dirigen con su destreza y pocos, muy pocos, son conscientes de ello. Hasta el punto de que parece que con cada nueva película se está probando a sí mismo, forzando sus propios límites para demostrar que sigue en forma. Los diálogos que escribe cada vez son más prolijos, sus personajes ganan en hondura, la planificación es más sofisticada... el colmo es haber recuperado para Los odiosos ocho un formato de imagen obsoleto desde hacía medio siglo, el Ultra Panavision de 70 milímetros.
Pero Tarantino no está solo, y su seguridad se refrenda con la compañía de los mejores profesionales. Robert Richardson sabe traducir en imágenes el universo de luces y sombras del director, a través de una fotografía que aprovecha las posibilidades de los decorados, de gran belleza visual. Su labor reviste de clasicismo y solemnidad las gamberradas de Tarantino, generando un contraste fascinante. También está Ennio Morricone, quien con casi noventa años recupera las sonoridades del spaghetti western y las traslada hasta los paisajes nevados de Wyoming. Y por supuesto, los actores. Un elenco con caras conocidas por el director (Samuel L. Jackson, Kurt Russell y dos de los perros de Reservoir dogs, Michael Madsen y Tim Roth), y otros que se incorporan a la plantilla (Bruce Dern, Channing Tatum, Demián Bichir). Entre estos últimos cabe destacar las interpretaciones memorables de Jennifer Jason Leigh y Walton Goggins, capaces de modelar dos personajes antológicos. Los demás perfiles están perfectamente ajustados a su cometido en el guión, como las piezas de un engranaje que hace girar la maquinaria del film: cazadores de recompensas, bandidos, asesinos, antiguos militares... una fauna que se incorpora al universo basto y salvaje de Quentin Tarantino.
Los odiosos ocho es cine de personajes, pero también de objetos. Una puerta que no cierra, unas esposas, una taza de café, una carta firmada por Lincoln... tienen gran importancia en el desarrollo de la acción, otorgando una utilidad dramática a los elementos materiales, que trascienden así su condición de atrezzo. La secuencia en la que Jason Leigh toca la guitarra mientras la cámara va cambiando de foco para mostrar, en el fondo de la habitación, cómo unos personajes se sirven café, es un prodigio de suspense cinematográfico. Una escena que evoca a Hitchcock y que evidencia el nexo que une a Tarantino con el cine clásico.
La sensación que provoca Los odiosos ocho es la de asistir a dos películas diferentes pero complementarias. La primera de ellas tiene un enorme poso literario (hay incluso una separación por capítulos), respira clasicismo y deposita en el tiempo narrativo la tensión dramática. Predomina el verbo sobre la acción. Los personajes se van presentando según aparecen sin que quede del todo clara su verdadera motivación, en un juego narrativo que a veces se acerca al cine negro, otras veces al thriller, a la comedia y al western canónico. Tarantino demuestra aquí su versatilidad y su cinefilia enciclopédica. Es muy difícil para el espectador no sentirse fascinado durante las dos primeras horas de metraje por el cine pulcro y contundente del director, como si éste quisiera embelesar al público antes de zarandearlo. Entonces llega la segunda película, mucho más impredecible y violenta, un auténtico festín de sangre donde cualquier cosa puede pasar, y pasa. Tarantino exhibe aquí su lado más agresivo, la acción gana protagonismo mientras el público se divide entre la diversión y el espanto. Por eso, los admiradores del cineasta encontrarán en Los odiosos ocho numerosos motivos de regocijo. Es el homenaje que Tarantino se brinda a sí mismo, en un derroche de libertad que pocos autores pueden permitirse.
A continuación, un recorrido breve por algunas de las referencias visuales que atraviesan la filmografía de Quentin Tarantino. La mejor señal de que una dieta rica en celuloide provoca una digestión apasionada, emocionante:

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B. 2015, David Ilundain

El nombre de Luis Bárcenas está ligado a la historia reciente de nuestro país, a sus rincones más oscuros. Apresado por cometer delitos fiscales y evasión de capitales como tesorero del Partido Popular, su caso ejemplifica muchos de los males de un sistema político carcomido por la corrupción. El mismo sistema que le situó en un puesto de responsabilidad dentro del gobierno, que trató de exculparle cuando las evidencias hicieron saltar las alarmas, y que finalmente le dio la espalda cuando el inculpado se convirtió en acusado y después en culpable. El aquelarre oficiado por el juez Ruz terminó con una condena que exculpaba a los altos cargos del PP y que el dramaturgo Jordi Casanovas llevó a las tablas en el año 2014. Aquel modelo de teatro documental estaba representado por dos únicos actores, Pedro Casablanc y Manolo Solo, en un escenario minimalista que reproducía fielmente la sesión en la que Bárcenas reconocía la existencia de una contabilidad B dentro del partido.
Apenas unos meses después de la puesta en escena de la obra, el debutante David Ilundain recurre a la financiación por crowdfunding para trasladar al cine el libreto original, conservando los mismos actores y la austeridad formal del teatro. ¿Se trata de un nuevo ejemplo de dramaturgia filmada? Ilundain hace esfuerzos por evitarlo, revistiendo la película con una estética cuidada que busca el realismo, a veces incluso demasiado. Porque los movimientos y los titubeos deliberados de la cámara para dar sensación de verismo e inmediatez, en ocasiones resultan evidentes. Es el simulacro de la realidad convertido en retórica, en fingimiento... lo último que se puede permitir una película con una vocación de crónica tan marcada como B. Pero no es en la técnica donde se apoya el film, sino en el prodigioso trabajo de los actores.
Casablanc y Solo logran a proeza de dotar de humanidad a dos personajes de gran alcance mediático. Ellos son Bárcenas y Ruz, en sus gestos y en sus palabras, más allá de si reproducen con mayor o menor fidelidad a sus referentes. Lo son porque el espectador así se convence de ello, y porque las interpretaciones de ambos traslucen el aliento de la verosimilitud. Sobre sus voces y sus miradas avanza el film con paso firme, manteniendo en todo momento el interés, a pesar de la dialéctica abultada. Es el espectáculo de la realidad, una realidad nauseabunda e hiriente, de la que el público no se puede abstraer. Eso es lo mejor de B, que cumple su objetivo de informar y entretener a partes iguales, que relata con nervio una situación ante la que no cerrar los ojos. El triste documento de una época triste.
Es una lástima que con tantas virtudes, esta película no pueda trascender en el tiempo. Está demasiado atada al aquí y al ahora, no se detiene en explicar los antecedentes ni las consecuencias de lo que cuenta su ajustado metraje. Una parquedad narrativa que dificulta su entendimiento fuera de nuestras fronteras. Resultará complicada también para el público español dentro de unos años, cuando la larga lista de los nombres citados pase a formar parte de los libros de historia. David Ilundain adopta actitud de notario y prescinde del contexto y de los detalles humanos que aligeren la trama (la responsabilidad del juez recién incorporado a la Audiencia Nacional, la relación de Bárcenas con su esposa, las concentraciones de protesta en la misma puerta del juzgado...) El director se limita a dejar constancia de los hechos, ni más ni menos. Una decisión que aleja a B de esas otras películas de ficción periodística como Todos los hombres del presidenteBuenas noches y buena suerteEl desafío: Frost contra Nixon... arropadas por grandes estrellas y presupuestos importantes. El hecho de que B haya conseguido completar la financiación necesaria por parte de sus mecenas y que se haya estrenado en unas pocas salas no sin obstáculos, es una proeza que debe reconocerse. Un acto de valentía que dignifica el maltrecho oficio del cine en nuestro país.  

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Los niños lobo. "Ôkami kodomo no Ame to Yuki" 2012, Mamoru Hosoda

Con el paso de los años, el nombre de Mamoru Hosoda se ha convertido en una referencia inapenable dentro del anime japonés. Películas como Las chica que saltaba a través del tiempo y Summer wars le consolidaron durante la pasada década como un autor imaginativo y exigente, un creador de universos complejos con la rara habilidad de hacerlos accesibles al gran público. Una vez más, la fórmula consiste en mezclar tradición y modernidad, leyendas ancestrales y ciencia ficción. Los niños lobo es un buen ejemplo.
Producida por el estudio Chizu, creación reciente del propio director en colaboración con la prestigiosa compañía Madhouse, Los niños lobo supone un compendio de las bondades del cine animado con denominación de origen nipona. Algo así como un completo libro de estilo en el que se congregan una técnica depurada, un contenido trascendente y una voluntad de emocionar al espectador por los medios más naturales. Sin efectismos ni grandilocuencias que distraigan del relato.
Hosoda narra la historia de una joven que se enamora de un compañero de universidad, un chico misterioso y distante que guarda un secreto. Es un hombre lobo. Pronto, la chica deberá hacer frente sola a la crianza de dos pequeños licántropos fruto del amor de la pareja. La protagonista representa a una madre coraje que lucha con abnegación por convertir en normal una situación imposible, y aquí es donde surge la paradoja, pues en este marco excepcional se cuela la realidad cercana, reconocible. Más allá de la fantasía y de la fabulación, Los niños lobo es un retrato conciso de la madurez y de la capacidad de superación para afrontar los problemas y salir adelante.
La película pone especial atención en los detalles y en la recreación de atmósferas. Así, la brisa del viento, el reflejo en un charco, la luz que se filtra a través de la ventana... explican tanto como los diálogos. Hosoda construye la historia de fuera adentro, permitiendo que las condiciones del entorno identifiquen el carácter de los personajes. El director vuelve relevante cada pliego del film, dotándolo de un hechizo que emerge cuando menos se espera. Por eso en Los niños lobo hay una película visible que se materializa en imágenes y otra subterránea, que se intuye, de la misma importancia que la primera. Es cine profundo, sí, pero sin ascetismos de ninguna clase. Al contrario: prima la sencillez y la expresión directa.
Uno de los aspectos más llamativos es el estético. El contraste habitual de la animación japonesa entre los fondos pictóricos y los personajes esquemáticos alcanza su cenit en Los niños lobo, hasta el punto de que algunos rasgos llegan a desaparecer. Rostros apenas esbozados y siluetas monocromas se cruzan por decorados elaboradísimos de gran belleza visual, dos lenguajes que lejos de contradecirse, se completan generando un diálogo fascinante. Hay elipsis (la de las aulas del colegio) y juegos ópticos (la transformación tras la cortina) que confirman a Hosoda como un artista virtuoso, un director con vocación humanista y alma de poeta. Por eso, más que una película, Los niños lobo es una experiencia que merece la pena tener. Una rara joya para públicos de todas las edades.
A continuación, uno de los temas musicales compuestos por Takagi Masakatsu que suenan en el film. Una delicia sinfónica con evocaciones a la infancia y la naturaleza, que acompaña a la perfección las peripecias de los personajes. Relájense y disfruten:

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Polar Express. 2004, Robert Zemeckis

Tras veinticinco años de carrera y un buen número de éxitos, Robert Zemeckis realiza su primera película de animación adaptando un cuento de Chris Van Allsburg. Las ilustraciones originales sirven como base para crear un suntuoso espectáculo que emplea la técnica de la captura de movimiento, desarrollada a principios de la década del 2000.
El reciente invento permite a Zemeckis dotar a los personajes de un hiperrealismo que a veces resulta grotesco, casi fantasmal. Es la copia casi exacta de la realidad, y en ese "casi" está el problema. Porque los personajes reproducen el gesto exacto del actor y sus movimientos, pero carecen de vida en la mirada, como los ojos de una criatura disecada. En ocasiones, demasiado realismo puede parecer irreal. Un simulacro.
¿Por qué sustituir entonces al actor de carne y hueso por su imagen animada? La respuesta es sencilla: rodar Polar Express con imagen real hubiese disparado los costes de producción. Y es que el pequeño cuento de apenas treinta páginas se convierte en una película de cien minutos a base de complejas escenas de acción y de una exhibición de cinética aplicada. Zemeckis recupera la energía de Regreso al futuro y ¿Quién engañó a Roger Rabbit? sin abandonar por ello la emotividad que requiere el relato. La historia narra el viaje en tren de un niño que comienza a poner en duda la magia de la navidad, un periplo que le llevará desde la misma puerta de su casa hasta la morada de Papá Noel en el Polo Norte. El revisor del tren y otros tres de los personajes han sido generados sobre la interpretación de Tom Hanks, actor con el que Zemeckis repite tras trabajar en Forrest Gump y Náufrago.
La película pone especial esmero en la recreación de los decorados y en el diseño artístico, de gran belleza visual. Una atmósfera realzada por la partitura de Alan Silvestri, fiel colaborador del director, que sabe trasladar todo el espíritu del cuento a la música y las canciones que suenan en el film. En suma, Polar Express supone un entrañable divertimento para grandes y pequeños, cuya tecnificada animación corre el peligro de quedar pronto obsoleta.

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El puente de los espías. "Bridge of spies" 2015, Steven Spielberg

Si hay un director en activo cuya filmografía conserve un cordón umbilical con el cine clásico, ese es Steven Spielberg. En sus películas pervive el rigor de John Ford, la mirada de David Lean y el espíritu de Frank Capra, con los que comparte además el talento para la narración. Como a Howard Hawks, a Spielberg le gustan las historias de profesionales, su cine es la reivindicación del oficio: el arqueólogo Indiana Jones, el jefe de policía de Tiburón, el agente del FBI de Atrápame si puedes, el empresario de La lista de Schlinder… hombres firmes que luchan contra las adversidades por una causa que creen justa. El propio Spielberg convierte cada uno de sus films en una proclamación del oficio de cineasta. Buena prueba de todo esto está en El puente de los espías.
La película comienza con la rutina de un espía ruso en el Nueva York de los años cincuenta. Rudolf Abel pasa las jornadas pintando cuadros, manejando información confidencial y descifrando códigos, hasta que un buen día es apresado por los servicios de inteligencia norteamericanos. La ingrata tarea de su defensa en un juicio que es en realidad una farsa recae sobre James Donovan, un escrupuloso abogado que se dedica a las pólizas de seguros. Pronto se establece entre los dos una relación de complicidad que les pondrá en apuros frente a sus respectivos bandos, confrontados por la Guerra Fría. Ambos son profesionales obedientes que se reconocen entre sí y que mantienen, pese a las vicisitudes, un código ético basado en la honestidad. A partir de aquí, la película se expande por multitud de ramificaciones en un guión escrito por Matt Charman y los hermanos Coen, basado en hechos reales.
El puente de los espías sostiene la emoción durante todo el metraje, además de reflejar el drama de una época convulsa sin eludir por ello los toques de comedia necesarios para aliviar la tensión. En ocasiones parece una película de otra época. Spielberg es un buen conocedor del cine de género y sabe cómo emplear las herramientas narrativas para conservar el interés del espectador. Hay una historia principal, que conduce la trama, y otras pequeñas historias invisibles que sujetan el armazón narrativo: la relación secreta entre la hija del abogado y su joven ayudante, los temores del espía soviético a las represalias en su país, la incertidumbre de los pilotos militares ante una importante misión… son apuntes a pie de página, subtramas que aparecen como afluentes para fortalecer el cauce del guión y completar el conjunto. El puente de los espías es una película prolija, cargada de información, que no resulta en ningún momento confusa ni extenuante. Al contrario, las escenas se suceden con fluidez gracias también a la impecable factura técnica.
Los esfuerzos de la producción se ven reflejados en la pantalla con agudeza y sabiduría gracias al trabajo fotográfico de Janusz Kaminski, fiel colaborador de Spielberg durante más de veinte años. Las imágenes del film destilan el aroma de otros tiempos, la paleta de colores, la luz difuminada... son el envoltorio perfecto para una película que no busca la belleza ornamental, sino la contundencia visual. Otro tanto se puede decir del sonido. Al cuidado diseño acústico se añade el hecho de que por segunda vez en una película de Spielberg, John Williams no se haga cargo de la banda sonora (la primera fue El color púrpura). Esta labor corresponde al compositor Thomas Newman, creador de una música de gran evocación y expresividad.
En el elenco de El puente de los espías se encuentra Tom Hanks, actor con el que Spielberg ha demostrado en otras ocasiones tener una enorme sintonía, y Mark Rylance, artista británico vinculado al teatro que compone aquí un personaje inolvidable. Su encarnación del espía soviético es matizada y concisa, y se engrandece al compartir escena con el talento de Hanks. La relación entre ambos proporciona algunos de los mejores momentos en una película ajustada como un mecanismo de relojería, inteligente y emocionante a partes iguales. Una prueba más de la capacidad de Steven Spielberg para crear cine sólido y grande, resistente al paso del tiempo.

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