Star Wars: Los últimos Jedi. "Star Wars: The Last Jedi" 2017, Rian Johnson

Resulta curioso comprobar cómo hace tiempo las series de televisión imitaban al cine y, ahora, son las películas las que imitan a las series de televisión. El desarrollo de las sagas, las precuelas o los spin-off no son más que fórmulas heredadas de los formatos domésticos (primero las novelas por entregas, después los seriales radiofónicos y más tarde los televisivos), hasta llegar al presente que ofrecen las grandes producciones de Hollywood: una sucesión más o menos larga de películas mimetizadas unas de otras, que tratan de repetir sus aciertos para un público obediente a la consigna del "más vale lo malo conocido." Así, títulos como Harry Potter, El señor de los anillos (y sucedáneos), Piratas del Caribe, Misión imposible o la ristra de super-héroes que pueblan las pantallas, no hacen sino perpetuar hasta el infinito sus posibilidades narrativas mediante la elasticidad de las tramas y el ascenso de personajes de la categoría secundaria a la principal.
Algo así lleva sucediendo con Star Wars desde su inicio, hace ya cuatro décadas, bajo la coartada de su condición de space opera. Los protagonistas de entonces aparecen ahora envejecidos, han tenido vástagos que reproducen sus mismos clichés en argumentos que admiten ligeras variaciones según evolucionan los consumidores (léase el público). Así, en Star Wars: Los últimos Jedi vemos cómo aumenta la cuota racial, el número de mujeres crece en la pantalla a la vez que adoptan una actitud activa, y se administran los ingredientes necesarios para contentar a los espectadores de todas las edades. En suma, una fórmula perfecta que sigue funcionando sin deparar sorpresas ni asumir más riesgos que los económicos.
Es probable que los adeptos no coincidan con ésta última frase. Aducirán que, en este caso, el director y guionista Rian Johnson ha potenciado el humor y desmitificado algunos elementos característicos de la serie (la máscara del antagonista, la autoridad de la princesa, el sable láser que se arroja con desinterés), como quien cuestiona unos versículos de la Biblia. Y es que es difícil mantener la equidistancia respecto al fenómeno Star Wars y no posicionarse en el extremo de los fans o los haters. Es tal la magnitud de la campaña de promoción que acompaña a la película y las expectativas que se generan a su alrededor, que cuesta valorar el resultado libre de condicionantes externos. E internos, claro que sí. Porque todo el mundo tiene alguna historia relacionada con Star Wars, ya que forma parte de la memoria colectiva de tres generaciones que han crecido bajo el influjo de la franquicia creada por George Lucas.
Por lo tanto, es imposible concitar las miradas de los creyentes y los profanos cuando se trata de evaluar el octavo título de la saga, aunque sí hay concordancia en algunos aspectos. En lo positivo: la hábil planificación de Johnson, el sentido del espectáculo, la simplificación de la trama y sus connotaciones políticas, y el desarrollo de algunos personajes que han crecido respecto a la anterior entrega (en especial los de Rey, Kylo Ren y Poe Dameron). En lo negativo: las concesiones al público infantil (los porgs de la isla donde habita Luke Skywalker), la función demasiado práctica que cumplen determinados personajes y la ausencia de síntesis que no discrimina entre lo importante y lo superficial, alargando el metraje de manera innecesaria. Todos estos puntos parecen tan evidentes que apenas se pueden objetar, pero afortunadamente los seguidores de Star Wars (ya aplaudan o abucheen las novedades) representan sólo una parte del público, por lo que conviene observar la película libre de mitomanías y exaltamientos para valorarla como lo que es, un fabuloso pastiche de leyendas medievales ambientadas en una galaxia muy lejana, repleto de aventura, comedia y género bélico, que el director presenta de manera barroca y desproporcionada con tal de conseguir el entretenimiento. Un entretenimiento en el que conviene no profundizar demasiado para no detectar las fallas del film, que saltan a la vista en cuanto se agudiza la mirada y se trata de aplicar la lógica a algo que, en realidad, no debería preponderarla. Al fin y al cabo, se trata de un divertimento de ciencia ficción. Nada más ni nada menos. Cuando por fin se apacigüe el ruido mediático y las redes sociales se ocupen de otras cosas, lo que quedará es la presencia de Adam Driver, la fotogenia de Daisy Ridley y el carisma de Oscar Isaac. En definitiva, el elemento humano una vez más.

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Suburbicon. 2017, George Clooney

Una de las dificultades que entraña la realización de cualquier película es encontrar la coherencia entre el argumento y el tono de la narración, entre lo que se cuenta y cómo se cuenta. Por eso la atmósfera que transmite un film es determinante a la hora de medir el resultado, es lo que otorga credibilidad a ojos del espectador. Da igual que se trate de ciencia ficción, terror o comedia... cualquier película se vuelve veraz si consigue encontrar la medida justa del relato y transmitir la emoción adecuada. El cementerio de las buenas ideas está repleto de películas que incurrieron en el exceso y en el defecto de sus propuestas, de ahí que los grandes cineastas tengan en la mirada una balanza con la que mantener el equilibrio de la ficción.
Pero además hay películas cuyo tono viene definido desde el guión, y el reto que deben asumir es el de trasladar el espíritu de la letra a la pantalla. Es el caso de Suburbicon, largometraje de George Clooney quien, después de haber protagonizado cuatro títulos de los hermanos Coen, esta vez se encarga de dirigir un texto firmado por los dos genios de Minnesota. Al contrario de otros guiones de los Coen que no fueron también dirigidos por ellos (Invencible, El puente de los espías), Suburbicon sí contiene las señas de identidad de sus autores, es más, estas señas aparecen magnificadas hasta rozar el esperpento. No en vano, la película es producto de la camaradería establecida durante los últimos años entre Clooney, los Coen y actores como Matt Damon y Oscar Isaac. Magníficos intérpretes a los que se suma entre otros Julianne Moore, soberbia como siempre, completando una galería de personajes excesivos que, no obstante, resultan creíbles gracias al sentido de la medida que exhibe todo el reparto.
Al igual que otras creaciones de los Coen como Sangre fácil, Fargo o El hombre que nunca estuvo allí, Suburbicon narra las insospechadas consecuencias de un crimen que en principio parecía perfecto, en una mezcla que aúna la sátira social y el género negro. La película comienza presentando el lugar donde sucede la acción, la idílica población de Suburbicon, diseñada como un paraíso para la clase media blanca que propugna los valores del american way of life. La paz de esta aparente Arcadia se ve alterada cuando una familia negra se traslada a vivir al vecindario, lo que sirve como detonante para que aflore la miseria moral de una nación que todavía no había asumido la lucha en favor de los derechos civiles. El contexto social en el que se enmarca el film encubre el drama personal de una pareja de cuñados que recurre al asesinato para afianzar su relación, hasta el punto de que ambos acontecimientos se mezclan en el mismo clima de tensión y violencia.
Los Coen conducen el guión tomando todas las curvas posibles y evitando los atajos, hasta alcanzar el desenlace que parece encaminado a un callejón si salida. Al final, cuando la historia está a punto de estrellarse, Suburbicon hace visible su elaboradísima coherencia interna gracias al temple de Clooney como director y a los rasgos de estilo que adopta. Por ejemplo, el de condimentar cada escena con la música de Alexandre Desplat, evocando los sonidos del cine de los años cincuenta y la entrañable artificiosidad que caracterizaba muchas de sus producciones. A continuación, una de las composiciones incluidas en la banda sonora que, como lo demás elementos de la película, tiene el sabor de los caramelos envenenados y la suavidad de un puñetazo. Que la disfruten:

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El inspector de hierro. "Les misérables" 1952, Lewis Milestone

Conviene acercarse con cautela a películas como El inspector de hierro. El peso de las grandes obras literarias puede ser una carga si se pretende la comparación con su versión cinematográfica, así como el respeto que infunden algunos autores. Y aquí se trata nada menos que de Los miserables de Victor Hugo, una novela que ha sido trasladada a la pantalla en multitud de ocasiones con desigual fortuna.
En 1952, el estudio 20th Century Fox decidió encargar el reto a Lewis Milestone, sin duda la opción más acertada. El director poseía la solvencia y la seguridad necesarias para acometer un proyecto de semejante envergadura, siendo plenamente consciente de que toda adaptación literaria implica una traición al original. El guionista Richard Murphy logró sintetizar la intensa vida de Jean Valjean en tres actos bien diferenciados que se suceden a un ritmo vertiginoso. La acción, el drama y el romance se amalgaman en apenas cien minutos de puro cine que Milestone dirige con mano maestra. Su habilidad consiste en explotar todos los elementos del relato con una gran economía de medios, a través de la sugestión de los recursos formales y la plasticidad estética.
Basta ver la primera escena de la película, en la que se condena al protagonista en el juicio, para apreciar la influencia expresionista que se mantendrá durante todo el metraje. Las angulaciones de cámara, los movimientos dentro y fuera del plano y el dominio de la puesta en escena muestran a un cineasta en plenitud de facultades, que cuenta con la gran aportación en la fotografía de Joseph LaShelle para elaborar estilizados contrastes de luces y sombras. Sirva como ejemplo el desenlace en medio de las barricadas de un París construido en estudio: unas pequeñas fogatas son magnificadas por efecto de la iluminación para dar la sensación de que las calles están ardiendo. Hay muchos detalles como éste a lo largo de la película, además de ingeniosas elipsis y aciertos de montaje que vuelven a probar la versatilidad de Milestone como cineasta todoterreno... y como buen director de actores.
El extenso reparto de El inspector de hierro está lleno de nombres que, si bien no son grandes estrellas, cumplen a la perfección con sus personajes. La corpulencia y la expresividad de Michael Rennie resultan idóneas para dar vida al protagonista, un Jean Valjean creíble que se enfrenta al antagonista interpretado por Robert Newton, actor que borda los papeles de carácter como el inspector de policía Etienne Javert. Les acompañan Debra Paget, Edmund Gwenn o Sylvia Sidney entre muchos otros, todos ellos magníficos en un elenco compacto y elegido con acierto.
Para redondear el conjunto, cabe destacar la dirección artística de J. Russell Spencer, en uno de sus últimos trabajos, en colaboración con Lyle R. Wheeler, toda una leyenda del gremio. Grandes profesionales que suman sus habilidades al film y que ayudan a convertir El inspector de hierro en una película imperecedera, rebosante de emoción y belleza. Una obra de la que no es posible apartar los ojos mientras dura y que después se perpetúa en el recuerdo.

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Coco. 2017, Lee Unkrich y Adrián Molina

En 1944, Walt Disney quiso captar a la audiencia latinoamericana con Los tres caballeros, una película ambientada en diferentes países del sur del continente que alcanzaba resultados irregulares. El metraje alternaba episodios estimables con souvenirs para turistas, incurriendo en uno de los errores característicos de las producciones provenientes de Hollywood: la mirada distante que refleja estereotipos y cierta actitud de condescendencia, que se queda en la superficie de las cosas. Casi setenta años después, el mismo estudio y su compañía subsidiaria Pixar retoman la incursión en tierras mexicanas para elaborar Coco, una película que logra conjugar el tipismo y la idiosincrasia del país, la piel y también la entraña.
Planteada como un deslumbrante homenaje a la cultura y las tradiciones de México, Coco está dirigida por Lee Unkrich, uno de los pesos pesados de Pixar, cuyo nombre está asociado a títulos como Monstruos S.A, Buscando a Nemo o Toy Story 2 y 3. Le acompaña Adrián Molina, a su vez guionista e ilustrador experimentado, en un tándem capaz de imprimir emoción y energía al conjunto.
Como es frecuente desde hace tres décadas, las capacidades del estudio se imponen sobre el personalismo de los directores y, en el caso de Coco, los méritos vuelven a traducirse en términos narrativos y estéticos. El ritmo es constante y fluido, los personajes están magníficamente perfilados, los diálogos suenan veraces... cada elemento del relato funciona a la perfección y cobra vida mediante una animación bella en lo visual y virtuosa en lo técnico. En definitiva, las señas de identidad de Pixar que, una vez más, vuelve a facturar una película inolvidable.
Mención aparte merece la banda sonora, con partitura del ya habitual Michael Giacchino y canciones compuestas por Kristen Anderson-Lopez y Germaine Franco. Y es que la música tiene una gran incidencia en el argumento del film, es la vía por la que se canalizan los sentimientos de los personajes y su razón de ser, lo que convierte a Coco en un espectáculo total que logra mantener al público con los ojos bien abiertos y el corazón encogido. En suma, un nuevo jalón que se añade a la larga cadena de éxitos de Pixar y que supone, además, la más bella reivindicación a favor de un país agraviado por las políticas de Trump. Lo mejor es que esta defensa de la cultura mexicana es fácilmente adaptable a cualquier otro rincón del mundo, por eso Coco trasciende los límites de sus escenarios y de su tiempo para ocupar un puesto dentro del mejor cine de animación de los últimos años.
A continuación, el cortometraje que Unkrich y Molina realizaron con el protagonismo de uno de los personajes de Coco, y que los directores se plantearon como un anexo para la promoción de la película. Son apenas dos minutos de divertimento con el título de Dante's lunch. Que lo disfruten:

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El proyecto de la bruja de Blair. "The Blair witch project" 1999, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez

Cada nueva época surge como una respuesta a la anterior. Un buen ejemplo fueron los años noventa, que en el ámbito cultural contrapusieron el hedonismo y la hipertecnificación de la década de los ochenta con una mayor autenticidad y crudeza, lo que en términos musicales se tradujo en la eclosión del estilo grunge y del fenómeno unplugged. El cine también se vio arrastrado por estas corrientes, mediante la pujanza del cine independiente y la hibridación de géneros y formatos. El paradigma es El proyecto de la bruja de Blair, una película de ficción que simula ser un documental y que ha pasado a la historia por ser una de las producciones más rentables jamás filmadas.
Aunque la idea nació como ejercicio de prácticas en una escuela de cine, los jóvenes debutantes Daniel Myrick y Eduardo Sánchez consiguieron estrenar su película en salas de todo el mundo gracias a su determinación y a una estrategia promocional que aprovechaba las nuevas posibilidades que ofrecía internet. Las cifras siguen llamando la atención todavía hoy: ocho días de rodaje, tres actores que ejercían también como técnicos, veintidós mil quinientos dólares de presupuesto... en definitiva, un film amateur que obtuvo un éxito descomunal recurriendo a cuestiones muy básicas.
Para empezar, la gran inteligencia de convertir la austeridad en el motivo del argumento, que a estas alturas es de sobra conocido: tres estudiantes de cine se adentran en un bosque para rodar un documental sobre una antigua leyenda local que incluye asesinatos, desapariciones y la figura de una bruja que aún despierta suspicacias entre los vecinos del lugar. El material filmado con una cámara de 16 mm. y una videocámara es encontrado un año después de la extraña desaparición de los tres chicos, inaugurando la técnica del found footage dentro del género de terror. Por lo tanto, la carencia de calidad de la imagen y el sonido es lo que confiere realismo a El proyecto de la bruja de Blair y lo que da sentido al conjunto.
Otro acierto por parte de Myrick y Sánchez es haber empleado los recursos tradicionales del cuento clásico: la malvada bruja, el bosque lúgubre, la casa enigmática... y sobre todo, la oscuridad como elemento que siempre ha suscitado el miedo y como escenario de todo lo posible y lo imposible. Lejos de la sanguinolencia y de los derroches violentos que saturan el género, El proyecto de la bruja de Blair infunde un terror que se adentra en lo psicológico y que juega en todo momento con las expectativas del público. Una vez más, se demuestra que lo que sucede en la imaginación del espectador tiene mayor fuerza que lo que se revela en la pantalla, por eso no hay mayor efecto especial que la imaginación estimulada con los resortes adecuados.
Bien es verdad que el guión a partir del segundo acto tiende a la reiteración (por otro lado, una de las herramientas narrativas habituales para suscitar temor) y que el desenlace puede defraudar a una parte de la audiencia, pero nadie puede negar a El proyecto de la bruja de Blair el haber abierto camino a un buen número de películas como Rec, Paranormal activity, The tunnelLa cueva... En definitiva, se trata de una de las operas primas más llamativas de los noventa, que puede ser contemplada como revitalizadora del género, como experimento cinematográfico y como ingenio de marketing.

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Verano 1993. "Estiu 1993" 2017, Carla Simón

Lo dejó escrito Rilke: "La única patria del hombre es la infancia". Será por eso que desde que Chaplin dirigió su primer largometraje en 1921 con El chico, ha habido una buena cantidad de cineastas nóveles que han situado sus películas en ese terreno fascinante e inabarcable que es la niñez. Truffaut, Tarkovski, Erice, Panahi, Satyajit Ray... La joven directora catalana Carla Simón se suma a la lista de los debutantes que han empleado la memoria y la experiencia propia como materia prima de sus relatos iniciáticos. Al igual que ellos, Simón arroja una mirada realista y muy personal, que gana profundidad en cuanto a que retrata un episodio de su biografía.
Verano 1993 narra la historia de Frida, una niña huérfana que emprende una nueva vida al ser acogida por sus tíos en la casa que éstos tienen en La Garrocha gerundense. Simón resuelve la dificultad de abordar un tema tan delicado como es el duelo infantil sin recurrir a la evidencia ni a los estereotipos. En Verano 1993 no hay lugar para elegías o lágrimas en primer plano, pero sí para la observación del comportamiento humano y de la naturaleza, como un paisaje en el que se reconocen las figuras con detalle. Así, las imágenes en las que Frida deambula por el campo, juega con su hermana o mira divertirse a los demás niños, cuentan en realidad mucho más de lo que sugiere su aparente sencillez. Son el reflejo íntimo de sus inquietudes, a través de la mirada limpia y siempre misteriosa de una niña de seis años. Por lo tanto, Simón firma una película sugerente en la que tienen el mismo peso lo que aparece y lo que se omite en la pantalla, lo que se dice y lo que se calla.
¿Es por todo esto Verano 1993 una película complicada? De ninguna manera. Nada tiene que ver con Sueño y silencio, por ejemplo, en la que Jaime Rosales describía otro proceso de duelo, esta vez de unos padres respecto a su hija. Verano 1993 está liberada de toda carga intelectual y de la condición de film d'auteur, aplicando la cercanía y la cotidianidad. Simón aprovecha al máximo la verosimilitud que aportan los actores Bruna Cusí y David Verdaguer, interpretando a los padres adoptivos, y la frescura de la protagonista Laia Artigas, en quien se sustenta buena parte de la película. Los ojos de Frida son los ojos del público, en su actitud todos podemos identificar gestos del pasado. Por eso Verano 1993 tiene un alcance que sobrepasa fronteras y calendarios, sin necesidad de edulcorar la tragedia con bonitos planos, diálogos solemnes o músicas emotivas.
Habrá que permanecer muy atentos al camino que tiene por delante Carla Simón, quien en su opera prima ha sido capaz de elaborar una de las películas más delicadas y fascinantes del reciente cine español.

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El autor. 2017, Manuel Martín Cuenca

Película tras película, Manuel Martín Cuenca se va consolidando como uno de los cineastas más interesantes y personales del panorama español. En compañía de Alejandro Hernández vuelve a adaptar una novela, esta vez El móvil de Javier Cercas, para construir un elaborado ejercicio meta-narrativo que rinde tributo al propio arte de contar historias.
El autor sigue las evoluciones del empleado de una notaría que sueña con convertirse en escritor. Pero no un escritor de best sellers, como es el caso de su exitosa mujer, sino un auténtico autor, capaz de reflejar la realidad de lo que le rodea incluso aunque tenga que espiar a sus vecinos y manipular sus vidas para transformarlos en personajes de su novela. A pesar de que la película presenta abundantes rincones oscuros de la condición humana, éstos aparecen barnizados por una doble capa de ironía y acidez, fijando el tono del relato. Además, El autor cuenta con multitud de giros dramáticos que hacen avanzar la acción por caminos inesperados, lo que mantiene el interés del público. Todo gracias a un guión inteligente y preciso como el mecanismo de un reloj, que se mueve al compás de los actores.
El reparto está integrado por nombres consagrados como Antonio de la Torre y María León, intérpretes foráneos como Adriana Paz, y actores poco conocidos entre los que destaca la presencia emotiva y rotunda de Adelfa Calvo. Hay otros más y todos cumplen a la perfección con sus personajes pero, sobre todo, El autor es una lección magistral del protagonista Javier Gutiérrez. Su encarnación es matizada y precisa, sostiene el entramado argumental y contiene tanta verdad que traspasa la pantalla de manera directa. En pocas palabras: una exhibición de virtuosismo que hace crecer la película hasta cotas bien altas.
Martín Cuenca también se muestra inspirado a la hora de elaborar la puesta en escena, mediante recursos que estimulan la imaginación del espectador (las sombras de los vecinos en el patio), que definen a los personajes (la escena del karaoke) o que acompañan sus sentimientos (la conversación al atardecer en el puente). En suma, El autor es un film brillante con una gran capacidad de fascinación, y uno de esos felices ejemplos en los que la escritura, la dirección y la interpretación se cohesionan hasta lograr la rara alquimia de convertir lo complejo en sencillo y el detalle en algo esencial.
A continuación, unas palabras del director a propósito de su experiencia como formador de cineastas en ciernes, con algunos consejos y agudas reflexiones:

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After. 2009, Alberto Rodríguez

El cuarto largometraje de Alberto Rodríguez supone la consolidación del equipo que forma junto al guionista Rafael Cobos, el director de fotografía Alex Catalán y el músico Julio de la Rosa. Una cuadrilla perfectamente engrasada y capaz de facturar películas tan notables como After, crónica desgarradora de una generación insatisfecha.
El film retrata los encuentros y desencuentros de tres antiguos amigos a lo largo de una noche inacabable. El guión se divide en tres partes que toman como protagonista a cada uno de ellos, por lo que se muestran algunas situaciones repetidas pero desde diferentes puntos de vista. Además, estos segmentos están prologados por escenas que definen a los personajes, de manera que el espectador va completando la información como las piezas de un mosaico que se encajan según avanza el metraje. Este recurso no es nuevo, lo han empleado antes cineastas como Kurosawa, Tarantino, Iñárritu y otros malabaristas de historias. Un reto que también asumen Cobos y Rodríguez desde el texto y la planificación, con buenos resultados gracias a la coherencia entre el tono del relato y su puesta en imágenes. Y eso que los riesgos eran ciertos: After podría haber terminado siendo indefinida o dispersa pero, en lugar de eso, se trata de una película compacta que propone reflexiones tan pesimistas como lúcidas. La más certera ficción sobre la crisis de la mediana edad.
Como era de esperar, la labor de los actores es fundamental para que After adopte su propia personalidad y no se parezca a ningún otro film. El trío formado por Tristán Ulloa, Guillermo Toledo y la debutante Blanca Romero define a la perfección el carácter de los personajes y les insuflan humanidad y verismo, dos cualidades difíciles de conjugar con el tono exaltado que domina el film. Ellos lo consiguen encarnando con eficacia a los protagonistas, seres heridos que buscan cubrir sus carencias en mitad de una noche en la se revelan como nunca antes. En suma, After es una muestra de las habilidades de Alberto Rodríguez como cineasta imaginativo y con pulso, una película fascinante y dolorosa cuya huella permanece tiempo después de haberse visto.

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El cielo sobre Berlín. "Der himmel über Berlin" 1987, Wim Wenders

A finales de los años ochenta, Wim Wenders era considerado una de las figuras más importantes del reciente cine europeo, un autor en plenitud de facultades que, a pesar del reconocimiento obtenido, mantenía las ganas de seguir probándose a sí mismo. Después de una temporada sin rodar en Alemania, Wenders regresó a su país natal para filmar un homenaje a la ciudad de Berlín con forma de cuento metafísico.
El cielo sobre Berlín es el retrato urbano y social de una capital con las heridas todavía abiertas por la guerra. Wenders vuelve a contar con el escritor Peter Hankle para elaborar un guión de alto contenido literario, repleto de monólogos interiores y de analogías entre el pasado y el presente germanos poco antes de la caída del muro.
La película retrata el oficio de los ángeles y su relación con los humanos en las calles de Berlín. Damiel, el ángel encarnado por Bruno Ganz, escruta los pensamientos de aquellos que precisan ser velados: gente insatisfecha, potenciales suicidas, almas atormentadas... hasta que un día se enamora de una trapecista de circo, lo que hará replantearse su condición sobrenatural. Wenders cuenta esta hermosa historia de forma muy visual y buscando la trascendencia en los ángulos y movimientos de cámara, constantes durante todo el metraje. Más que un efecto o un adorno, el dinamismo de la imagen traslada al espectador la sensación de ingravidez que sienten los ángeles protagonistas, una cinética reforzada por la iluminación y la profundidad de campo de la fotografía. Henri Alekan realiza un trabajo portentoso, de gran detalle y belleza, que define la identidad del film.
Además de la elocuencia visual, El cielo sobre Berlín exhibe también una gran riqueza en el aspecto sonoro, pues es generosa en el verbo y en la música. Los coros y las instrumentaciones de cuerda compuestas por Jürgen Knieper imprimen gravedad en la historia, pero Wenders escapa de lo solemne incorporando canciones interpretadas en directo por artistas como Nick Cave. Este diálogo entre tradición y modernidad, blanco y negro y color, fantasía y realidad... supone la esencia misma de la película. Es polimórfica y multidimensional, como la propia ciudad de Berlín, como la carrera de un director tan inquieto como Wim Wenders. Es difícil contar más de El cielo sobre Berlín sin desvelar su misterio, un ejercicio creativo que se entronca con el cine de Alain Resnais, Michelangelo Antonioni o Terrence Malick. En pocas palabras: una obra de arte.

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Los comensales. 2016, Sergio Villanueva

Hay diversas formas de hacer un documental acerca del mundo de la interpretación. La más convencional es colocar a una o varias personas frente a la cámara para que presten su testimonio, elaborando un discurso que se ilustra con imágenes de archivo o grabadas para el momento. El realizador debutante Sergio Villanueva huye de este formato heredado de la televisión y ofrece una propuesta mucho más original y cercana al cine de ficción. Elige a dos actrices y tres actores de la misma generación y los sienta en torno a una mesa al aire libre, para que hablen mientras disfrutan de la comida. El entorno es bonito, los comensales son fotogénicos y la conversación fluye de manera agradable... A primera vista, podría ser la escena de cualquier comedia campestre. Pero más allá del tono amable que domina la narración, el tema principal es la realidad de los  intérpretes profesionales que luchan por ganarse la vida en un país gobernado por gestores hostiles al arte y la cultura. Lo mejor es que Villanueva no cae en la letanía plañidera ni en el victivismo, sino que recoge una charla serena cargada de reflexiones y de experiencias. Lo peor son sus limitaciones a la hora de visualizar tantas palabras, porque se nota que tiene miedo de aburrir al espectador y, para contrarrestar este riesgo, le da por mover la cámara de manera arbitraria. No es necesario. El torrente verbal es suficiente para suscitar el interés, el pensamiento e incluso a veces la emoción. Una emoción que tampoco precisa de músicas que la subrayen, como hace Villanueva en determinadas secuencias (el recuerdo del padre de Peris-Mencheta).
Los comensales a los que alude el título son Silvia Abascal, Sergio Peris-Mencheta, Juan Diego Botto, Quique Fernández y Denise Despeyroux. Todos artistas con trayectorias en el teatro y con opiniones que se van completando unas a otras, en un mosaico de voces en el que cada cual desempeña su propio rol. En suma, una película que dista de ser perfecta pero que resulta indispensable para los aspirantes a actores y todos aquellos interesados en el proceloso oficio de la interpretación.

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Una chica vuelve a casa sola de noche. "A girl walks home alone at night" 2014, Ana Lily Amirpour

El primer largometraje de Ana Lily Amirpour sigue, uno por uno, los pasos básicos del manual del cine independiente. Con plena conciencia de su identidad y los nombres de referencia bien identificados: la contemplación y el ritmo pausado de Jim Jarmusch, los momentos musicales de Xavier Dolan, las imágenes ralentizadas de Wong Kar-Wai, los personajes silenciosos y atormentados de Aki Kaurismäki, los reflejos en las lentes de Paul Thomas Anderson... Una chica vuelve a casa sola de noche contiene un muestrario de las películas de autor que han marcado las últimas tres décadas y, además, exhibe su propia idiosincrasia, su naturaleza de rara avis.
El argumento de esta producción estadounidense hablada en iraní es sumamente sencillo y retrata las relaciones entre algunos de los personajes que pueblan las calles de Ciudad Mala: un jardinero con ganas de cambiar de vida, su padre drogadicto, una veterana prostituta, un muchacho vagabundo, una niña rica... el nexo común entre todos ellos es la figura de una joven vampiro que, contradiciendo sus tendencias homicidas, una noche se enamora de un mortal por quien tendrá que replantear su futuro. Semejante galería de criaturas es expuesta por Amirpour con austeridad y sin forzar los extremos, en una extraña convivencia de naturalismo narrativo y estilización visual. Como si la directora quisiese contener la retórica del film mediante la parquedad del relato.
De esta manera, Amirpour realiza un ejercicio de manierismo cinematográfico, haciendo hincapié en la sugestión de unas imágenes que juegan en todo momento con el foco y el encuadre. Lo más importante de Una chica vuelve a casa sola de noche es su particular estética en blanco y negro, de imágenes muy contrastadas, que buscan siempre la sugestión y relegan la historia a un segundo plano. Amirpour vindica el estilo sobre todo lo demás, una opción legítima que puede irritar a los espectadores incautos. Y es que no hay nada predecible en esta película que bebe, a su vez, de fuentes variadas, convirtiendo las influencias en novedades y lo que en un principio parecía una extravagancia para snobs, en un oscuro cuento sobre la moral y el amor como redención.

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Pleasantville. 1998, Gary Ross

Después de haber ganado notoriedad como guionista en las comedias Big y Dave, presidente por un día, Gary Ross debuta en la dirección siguiendo la misma fórmula narrativa que las anteriores: un personaje corriente se ve envuelto por causas fortuitas en una situación excepcional, de la que saldrá reforzado tras numerosos contratiempos. Este esquema también se repite en Pleasantville, expandiendo los conflictos personales a toda una comunidad que sirve, a su vez, como alegoría de la sociedad norteamericana. Es lo bueno que tienen las fábulas, su capacidad de trascender los marcos temporales y geográficos para que cualquiera pueda sentirse aludido por la moraleja. La actual América ultraconservadora y en blanco y negro de Donald Trump se materializa en las imágenes de Pleasantville como una admonición o una profecía autocumplida, dos décadas más tarde de su estreno.
El guión de Pleasantville, firmado por el propio Ross, activa los resortes de la comedia inteligente y los engrasa con dosis de crítica y de conciencia. Propone una relectura de las bondades del New Deal propagadas por Capra, Vidor o A. Wellman, a través de la forma y del argumento. Pleasantville narra las aventuras de dos hermanos de diferente carácter que, por una circunstancia mágica (al igual que en Big), son transportados al mundo ficticio de una teleserie de los años cincuenta. En ese entorno lleno de convenciones deberán pasar desapercibidos hasta su regreso a la realidad, por obra de un dios vengativo y caprichoso que adopta la forma de un anciano técnico reparador de televisores. De esta manera queda también servida la lectura religiosa, no en vano, una de las chicas que se descarrían comete un acto de transgresión al ofrecer al protagonista la manzana recién tomada de un árbol.
Un gran acierto de la película es trasladar estos contenidos al aspecto estético, ilustrando la dicotomía entre lo real y lo ficticio, o entre la autonomía y el servilismo, por medio de la imagen en color y en blanco y negro. Este recurso, empleado ya desde El mago de Oz, es desarrollado por Ross con clarividencia, ya que permite visualizar de manera inequívoca la evolución de los personajes según el tono de su piel. Todo gracias a las técnicas de postproducción y a la labor de John Lindley, director de fotografía que firma un trabajo elaborado y de gran belleza.
Pleasantville deposita buena parte de sus méritos en el extenso reparto coral, producto de un casting perfecto que incluye a Tobey Maguire y Resse Witherspoon interpretando a los hermanos protagonistas, y a Joan Allen, William H. Macy, Jeff Daniels o J. T. Walsh entre muchos otros, como vecinos del pueblo ideal. Todos los actores se muestran compactos y refuerzan la unidad en el tono del film, un escollo que Gary Ross resuelve con brillantez.
En suma, Pleasantville supone uno de los debuts más llamativos de los años noventa, una película que bajo su apariencia amable y ligera esconde cargas de profundidad que merecen ser tenidas en cuenta. A continuación y como curiosidad, el videoclip que dirigió Paul Thomas Anderson de la canción Across the universe, incluida dentro de la banda sonora de Pleasantville. El original de los Beatles es adaptado por la cantante Fiona Apple en esta pequeña maravilla audiovisual filmada en el mismo set de rodaje de la película. Que la disfruten:

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El techo del mundo. "Tout en haut du monde" 2015, Rémi Chayé

Tras haber adquirido experiencia trabajando en los departamentos de animación de diferentes producciones europeas de gran calidad, Rémi Chayé afronta la dirección de su primer largometraje con El techo del mundo. Una película que cuenta con los atributos más destacados de la cinematografía francesa: un guión trabajado, capaz de satisfacer a públicos de todas las edades, y unos dibujos con estilo propio, que no tratan de emular las omnipresentes referencias de Disney y Pixar. Pero los logros de esta opera prima van mucho más allá.
Para empezar, el tono y el desarrollo argumental de El techo del mundo destilan clasicismo por los cuatro costados. Los espíritus literarios de Conrad, London o Stevenson son convocados en un relato de apenas ochenta minutos rebosantes de emoción y aventura, en los que la acción se comprime dejando también espacio para el sentimiento. El guión es un prodigio de síntesis narrativa a la antigua usanza: presentación inmediata de los personajes, alternancia de escenas dinámicas con otras más reflexivas, concisión en el relato e incidencia de los escenarios sobre cada una de las situaciones.
Lo mismo puede decirse del aspecto visual del film. Las imágenes de El techo del mundo son de una belleza sencilla y directa, acaso la más rara de las bellezas. Los dibujos prescinden de líneas que delimitan los colores y definen las figuras, de sombreados innecesarios y de volumen en las formas. Es una animación muy cercana a la ilustración, que otorga gran importancia a la cromatología y al diseño estético. Un verdadero placer para los ojos.
En suma, El techo del mundo es una propuesta muy estimulante, una joya casi perfecta. Lo único que debe lamentarse es su banda sonora, vulgar en ideas y en ejecución, que no está a la altura del conjunto. Por lo demás, no cabe duda de que el director Rémi Chayé ha conseguido hacer una de las películas de aventuras más perfectas de los últimos tiempos, no sólo en lo que se refiere a la animación, sino a cualquier otra producción que se pueda ver en las pantallas.

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Sunset song. 2015, Terence Davies

Si hay una cualidad que define el cine de Terence Davies, al menos durante los últimos años, es su vinculación al universo femenino a través de contenidos literarios. Después de adaptar a autores como John Kennedy Toole, Edith Wharton y Terence Rattigan, el director británico traduce en imágenes la novela Sunset song, escrita en 1932 por Lewis Grassic Gibbon. Todo un emblema de las letras escocesas que plantea cuestiones por las que Davies siempre se ha sentido interesado: las desigualdades de género, la condición social y la incidencia del entorno en el devenir de los personajes.
La película sigue los pasos de Chris Guthrie, una joven crecida en el seno de una familia sometida a la tiranía del padre (al igual que sucedía en Voces distantes, opera prima del director). El primer acto expone sin concesiones la perversión del patriarcado, encarnada con rotundidad y fiereza por el gran actor Peter Mullan. En el segundo acto llega la parte más plácida del film, cuando la anterior figura masculina es sustituida por un joven pretendiente que se convertirá en marido (interpretado por Kevin Guthrie). El romance se interrumpe en el tercer acto, cuando los hombres marchan al frente de la 1ª Guerra Mundial y regresan años después con la vida deshecha. Al final el círculo se cierra, el soldado se convierte en el padre y se reproduce la misma tragedia del principio, pero con diferentes caras. En medio de todo este ciclón de emociones está la heroína de Sunset song, a quien da vida Agyness Deyn, con una interpretación precisa y calculada para no exceder el drama que ya de por sí contiene la historia. Su mirada limpia es siempre introspectiva, calla más de lo que dice, y es la ventana por la que el espectador puede asomarse a su intimidad y carácter.
Todo este material narrativo se refleja en la pantalla con la belleza y la retórica habituales del director. Davies mueve la cámara con suavidad, al compás de los personajes encuadrados en 70 mm. y con referencias pictóricas tanto en la luz como en la composición. El director de fotografía Michael McDonough evoca los cuadros de Millet para los exteriores y de Vermeer para los interiores, además de otros artistas escoceses como David Wilkie (el baile de la boda en el granero) o Joseph Farquharson (los paisajes invernales). Las imágenes de Sunset song expresan con gran plasticidad el costumbrismo rural de la época y la tradición conservadora que envuelve a los personajes, criaturas que Terence Davies observa con la distancia necesaria para que la tragedia no asfixie el relato.
A continuación, una escena que muestra el dominio de Davies en la planificación y el movimiento interno y externo de la imagen, una de las especialidades del cineasta. Los aspirantes a director pueden tomar apuntes:
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Bajo la arena. "Under sandet" 2015, Martin Zandvliet

Los buenos narradores saben que para contar una historia no es necesario acudir a los escenarios importantes ni a los grandes personajes. Muchas veces, el peso emocional se esconde en la trastienda de lo que se cuenta habitualmente. Esto sucede en Bajo la arena, un drama ambientado en las playas de Dinamarca al término de la 2ª Guerra Mundial, donde un grupo de jóvenes soldados alemanes son obligados a desenterrar las miles de minas que dejó allí el ejército nazi en previsión de un posible desembarco aliado. El director Martin Zandvliet construye con este pequeño relato un inventario de los horrores de la guerra desde una perspectiva íntima, muy ligada a los personajes.
La película adopta el tono de narración clásica que corresponde a la época y a los acontecimientos que se representan, centrando el foco de la cámara en los paisajes naturales y en los personajes. La belleza de las localizaciones contrasta con el peligro que se oculta bajo la superficie, esa arena a la que alude el título, elemento que Zandvliet aprovecha para dilatar la tensión y el drama. El propio director firma un guión que conjuga la recreación histórica con la denuncia antibelicista, la tragedia personal con la del contexto.
Como es de esperar, la película otorga una gran importancia al perfil de los personajes y a los actores que les dan vida. Un plantel que congrega a debutantes y profesionales, todos alrededor de la presencia casi constante de Roland Møller. Su interpretación es matizada y muy completa, capaz de abarcar un arco expresivo que va del gesto violento a la introspección, según lo requiere cada escena. Bajo la arena pone en imágenes los conflictos internos y externos de los personajes de manera bella, que no es lo mismo que complaciente, buscando la plasticidad visual y la evocación del pasado a través de los recursos propios de la fotografía (la luz, el color, la profundidad de campo).
El tercer largometraje de Zandvliet luce bien sus medios técnicos y artísticos, puntales de la cinematografía danesa, y aprovecha hasta la última corona de esta producción sencilla en apariencia pero de hondo calado, como conviene a toda fábula. Y es que Bajo la arena tiene la virtud de trascender los márgenes temporales y territoriales de la ficción, para expandir su moraleja hasta los públicos de cualquier latitud sin que el contenido pierda fuerza por el camino.

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Blade Runner 2049. 2017, Denis Villeneuve

Sobre el papel, la idea de hacer una continuación de Blade Runner parecía una locura, un proyecto abocado al fracaso. La película que Ridley Scott dirigió en 1982 ha alcanzado con el paso de los años la categoría de clásico contemporáneo, marcando el punto de madurez del género de la ciencia ficción. Su narrativa y estética siguen ejerciendo influencia todavía hoy, por eso la tarea encomendada a Denis Villeneuve contaba con todos los requisitos para formar parte de la Operación Nostalgia, consistente en aliviar las crisis de edad de los espectadores con "treintaymuchos" y "cincuentaytantos" años mediante el consumo de recuerdos prefabricados (léanse remakesreboots o derivados) y así sentirse jóvenes otra vez, al menos durante el tiempo que dura la película. De ahí las recuperaciones de Star Wars, Alien, los superhéroes de Marvel y DC, Stranger things, Cuentos asombrosos...
Pero Villeneuve no es un director que acate las servidumbres del mercado. La prueba es que Blade Runner 2049 tiene entidad propia, sin que esto signifique traicionar el espíritu del original. Al contrario, el cineasta canadiense realiza un sentido homenaje al film de Scott, recuperando algunos de los personajes (Deckard, Rachel, Gaff) y dando eco a la novela de partida de Philip K. Dick. La película no practica la mímesis ni opta por fórmulas fáciles, mantiene un tempo pausado durante sus ciento sesenta minutos de metraje y un discurso que, al igual que su antecesora, invita a la reflexión. A pesar de las semejanzas y las diferencias, conviene valorar los dos Blade Runner de forma independiente, ya que los autores y las épocas son distintas.
La primera conclusión tras ver Blade Runner 2049 es el acierto de haber situado a Villeneuve tras la cámara. Apenas un año después de La llegada, su primera incursión en el drama de ciencia ficción-trascendental, el cineasta logra imprimir su personalidad incluso en una producción de gran calibre como es Blade Runner 2049, con un elenco de rostros célebres y una legión de adeptos al film de Scott que no perdonan los sacrilegios. Villeneuve dosifica con inteligencia la acción y los diálogos, manteniendo la atención del público en todo momento y creando la atmósfera adecuada para cada escena. Su dominio de la puesta en escena brilla tanto en los grandes decorados como en los pequeños, siempre con la reveladora aportación en la fotografía de Roger Deakins. La riqueza plástica de las imágenes y la minuciosa iluminación son mucho más que un envoltorio estético, son la materialización de las ideas complejas que contiene el film. Hampton Fancher, quien ya participó en el texto del primer Blade Runner, escribe junto a Michael Green un guión que adopta tintes shakesperianos. La dimensión familiar en torno al protagonista encarnado por Ryan Gosling refuerza el conflicto de lo artificial y lo humano, sumado a los cuestionamientos del poder y a los peligros del desarrollo irresponsable y de la tecnologización de las relaciones personales.
Otro de los rasgos de carácter de Blade Runner 2049 es su banda sonora, compuesta por el tándem formado por Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch, cuyo trabajo contiene evocaciones a Vangelis mediante sonidos etéreos y ambientaciones de cuerda que cobran ritmo con las percusiones en las escenas de acción. La música, al igual que los demás elementos de la película, está medida para provocar una sensación inmediata en el espectador, es la víscera de una película muy cerebral y premeditadamente fría. Porque el futuro que presenta Villeneuve sigue siendo aséptico y deshumanizado, transmite una sensación gélida que traspasa la pantalla y define el tono del film. Esto afecta también a la interpretación de los actores. El personaje encarnado por Ryan Gosling se beneficia de la habitual parquedad expresiva del actor, muy bien acompañado por Robin Wright, Ana de Armas, Jared Leto y Sylvia Hoeks, entre otros. La aparición en el tercer acto de Harrison Ford, protagonista del primer Blade Runner, supone una inyección de emociones y tiende un puente directo entre ambas películas. Es entonces cuando el milagro se concreta, el pasado y el presente se fusionan y Blade Runner 2049 entra en un terreno que sobrepasa lo cinematográfico. Se trata de una obra trascendente, llamada a perdurar y que sitúa a Denis Villeneuve como uno de los autores más destacados de nuestros días. En definitiva, Cine con letras mayúsculas que merece ser observado, escrutado y, sobre todo, disfrutado.

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El rey de la comedia. "The king of comedy" 1982, Martin Scorsese

En 1982, el nombre de Martin Scorsese era uno de los más valorados dentro del conocido como nuevo Hollywood. Una generación de cineastas que incluía los nombres de Spielberg, Coppola, Lucas o De Palma, entre los cuales Scorsese representaba la mezcla perfecta del revisionismo clásico y el cine de autor, la calidad y el riesgo. Con la complicidad del actor Robert De Niro había creado obras tan importantes como Malas calles, Taxi driver, New York, New York y Toro salvaje, películas graves, rotundas y con afán de trascendencia. Sin embargo, a principios de aquella década Scorsese hizo una breve incursión en la comedia con dos películas más pequeñas y discretas, pero que resultaron igualmente certeras: El rey de la comedia y ¡Jo, qué noche!
La primera de ellas es una sátira acerca del mundo del espectáculo y de la fama como aspiración profesional, con un discurso crítico que todavía hoy continúa vigente. El rey de la comedia narra las peripecias de Rupert Pupkin, un ingenuo aspirante a humorista obsesionado con alcanzar el mismo reconocimiento que su ídolo, el veterano Jerry Langford. A pesar de que se trata de su único guión en solitario, Paul D. Zimmerman logra exponer con lucidez e ironía las miserias de la meritocracia y de la cultura estadounidense, esa misma que defiende la igualdad de oportunidades y los quince minutos de gloria que reivindicaba Warhol.
Como es habitual, Scorsese desarrolla la narración con el vigor y el nervio que siempre imprime en el montaje Thelma Schoonmaker, sumado a la imaginativa puesta en escena y a la labor de unos actores entregados. De Niro despliega sus portentosas habilidades para la comedia junto a un buen número de intérpretes carismáticos entre los que destaca Jerry Lewis, figura referencial dentro del género, que se aparta aquí del histrionismo y de los excesos acostumbrados. Su representación como rey de la comedia a punto de perder el trono es matizada y serena, en contraposición al gesto desbordante de De Niro. Por eso hay algo de relevo generacional y de traspaso de poderes que Scorsese deja traslucir en la película y que supone uno de sus mayores aciertos.
Aparte de los logros técnicos, inherentes a la filmografía del director, está la capacidad de Scorsese para convertir lo que en un principio parece una ingeniosa fábula al estilo de Juan Nadie o Un rostro en la multitud, en una ácida diatriba que esconde en su desenlace una moraleja semejante a la de Taxi driver: No importa lo que hayas hecho, sino la percepción que se tiene de ti.
En definitiva, El rey de la comedia es una de las películas menos conocidas de Martin Scorsese que debe ser recuperada por su condición de rara avis, un enérgico divertimento que logra suscitar la reflexión y que muestra las capacidades del director en su mejor época. A continuación, un delicioso vídeo-ensayo cortesía del colectivo Filmscalpel, acerca de la importancia de la mirada en el cine de Scorsese. Échenle un vistazo:

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El ruido y la furia. "The sound and the fury" 1959, Martin Ritt

Segunda adaptación a la pantalla de una obra de William Faulkner por parte de Martin Ritt, tras el éxito de El largo y cálido verano. Apenas un año después, el director se enfrenta a la complejidad de traducir en términos cinematográficos la novela El ruido y la furia, repitiendo con algunos de los que participaron en la anterior película: el productor Jerry Wald, el compositor Alex North, los directores artísticos Maurice Ransford y Lyle R. Wheeler, y la actriz Joanne Woodward. Todos ellos tienen gran responsabilidad en el resultado de este drama sureño y tremendo.
El guión desgrana los infortunios de la familia Compson, cuyos miembros cuentan con un amplio historial de desgracias: alcoholismo, discapacidad mental, sumisión, abandono, despotismo... cada personaje lleva su complejo a cuestas y lo carga contra los demás, en una enfermiza relación de odio y dependencia. Conviene advertir al espectador para que la acumulación de bilis no termine por saturarle, ya que El ruido y la furia corre el riesgo del exceso, siempre a punto de reportar una lágrima o un puñetazo. El imponente clasicismo de Ritt y su elegancia en la puesta en escena consiguen dar solidez a lo que, en otras manos, hubiese podido naufragar en lo grotesco o en el sentimentalismo.
Además de los aciertos como narrador, Ritt destaca en su faceta de director de actores: Yul Brynner, Margaret Leighton, Jack Warden y el resto del reparto componen magníficamente sus personajes, con una mención especial para Woodward en su tercera colaboración junto al director. La actriz resuelve con sensibilidad e inteligencia las dificultades que plantea su encarnación de Quentin, la joven díscola de la familia. Su naturalidad permite que el peso literario de Faulkner se aligere en la pantalla y que los diálogos suenen veraces, huyendo del artificio que suele provocar la reverencia a una obra original de estas características.
Uno de los principales aciertos de Ritt consiste en el retrato que hace de ese sur cargado de tradiciones donde todavía resuenan los ecos de la Gran Depresión (la película adelanta los hechos respecto a la novela), construyendo un escenario propicio para la fatalidad y las pasiones. El ruido y la furia está revestida de un ambiente decadente que Charles G. Clarke ilumina con belleza en formato cinemascope, aprovechando las localizaciones naturales y los decorados de estudio. En suma, se trata de una película que hará las delicias de los amantes del melodrama, y que demuestra las habilidades de Martin Ritt como cineasta y de Joanne Woodward como actriz irrepetible.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por Alex North. Al igual que en otros títulos como Un tranvía llamado deseo o El largo y cálido verano, el músico estadounidense emplea las sonoridades del jazz no sólo para situar la época, sino como recurso expresivo que unas veces se presenta de manera sutil y otras dramática. Relájense y disfruten:

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Money Monster. 2016, Jodie Foster

Después de unos inicios prometedores en la década de los noventa, la carrera como directora de Jodie Foster fue aminorando hasta el punto de sumar tan solo cuatro títulos en veinticinco años. El último es Money Monster, película que trata de recrear el espíritu contestatario de algunos iconos de los setenta como Network o Tarde de perros, cuando la conciencia crítica se mezclaba con el espectáculo y el público tenía la posibilidad de entretenerse y reflexionar al mismo tiempo. Esto mismo pretende Foster, alimentar el debate en torno a las grandes empresas que controlan el sistema financiero y la connivencia de los medios de comunicación. Pero en lugar de elaborar un panfleto, Foster recurre a la sátira para hacer más digerible la bilis que contiene el relato.
Los personajes trabajan en un programa de televisión que disecciona la actualidad económica: son el presentador, la realizadora, el encargado de la producción, los cámaras y demás técnicos... todos ven su rutina alterada cuando, en mitad de una grabación, irrumpe en el plató un inversor armado y furioso tras haber atendido un mal consejo. Las relaciones que se establecen entre los miembros de la plantilla y entre las personas del interior y el exterior del edificio conducen la narración con pulso firme y un vertiginoso sentido del ritmo. Money Monster exhibe una retórica que acumula movimientos y posiciones de cámara, multiplicadas en el montaje, precisamente para adoptar ese mismo lenguaje televisivo que la película pone en tela de juicio. Foster aplica la idea de que antes de atacar al enemigo hay que conocerlo bien, y en este caso los enemigos son la banalidad y el artificio de los que hacen gala los mass media.
Por eso más que un actor al servicio de una directora, George Clooney es el cómplice de su progresismo militante. El intérprete se ajusta como un guante al personaje del showman cínico, explotando sus recursos para la comedia con el respaldo de Julia Roberts, Jack O'Connell y el resto del reparto. Money Monster muestra la cara y la cruz de la condición humana, a veces de forma un tanto pedagógica, lo que la hace accesible a un público más amplio del que suele acceder a los films de Costa-Gavras, Mike Leigh o Ken Loach, por poner ejemplos de cineastas comprometidos.
En suma, Money Monster es un relato vibrante y lleno de energía que da buena cuenta de las aptitudes para la dirección de Jodie Foster, una mujer con cosas que decir y que sabe decirlas con palabras claras. Esta película engrosa ya el testimonio que el cine está dejando desde hace algunos años sobre los desmanes de la crisis, un inventario de errores políticos y financieros que deberá ser revisado con el tiempo para evitar su repetición. Una vez más, el cine como testigo y notario de su época.

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Zodiac. 2007, David Fincher

Doce años después de obtener el éxito internacional con Seven, el director David Fincher recupera el tema del asesino en serie en una película que rinde homenaje a títulos como Todos los hombres del presidente, Network, Serpico, The French Connection... Películas que se estrenaron cuando Fincher era niño y que introducían la controversia y el film d'auteur entre los oropeles del espectáculo. Zodiac rememora aquel espíritu inquieto, cuya libertad y frescura quedan aquí amortiguadas por el afán de perfección del cineasta. Su sexto largometraje exhibe la genialidad desde el primer plano, la producción es impecable, la técnica es virtuosa, los actores son brillantes... todos los detalles parecen tan meditados que, vista en su conjunto, Zodiac adolece de cierta visceralidad y emoción, como si el derroche de talento eliminase el factor sorpresa que requiere cualquier thriller.
Tal vez este sea el punto más llamativo de la película. Porque al contrario que en la mayoría de argumentos del mismo género, Zodiac no se centra en la huida del criminal sino en la obsesión de la búsqueda, en la dependencia que crea el perseguido respecto a sus perseguidores. El guión adapta el libro de Robert Graysmith, basado a su vez en el caso real del asesino conocido como Zodiac. A lo largo de dos décadas, la policía y los periodistas del San Francisco Chronicle trataron de desvelar su identidad y de darle caza siguiendo el rastro de sus crímenes y de las cartas manuscritas que el propio homicida enviaba a los medios. Graysmith es también uno de los protagonistas del relato, ya que trabajaba por aquel entonces en el periódico y buena parte de la película está contada bajo su punto de vista. El actor Jake Gyllenhaal le pone rostro en otra de sus deslumbrantes interpretaciones, bien acompañado por Mark Ruffalo, Robert Downey Jr, Chloë Sevigny y un largo elenco de actores que, ya sea en una sola escena o en varias, completan el perfil de sus personajes.
Además de los actores, Fincher se rodea de regios profesionales que dan brillo a Zodiac: Harris Savides, con quien repite en la fotografía después de The game y, en un entrañable guiño al pasado, incorpora la música David Shire en la selección de canciones que suenan en el film. Así pues, si Zodiac cuenta con todos los ingredientes para ser una gran película... ¿qué le impide serlo finalmente? La exhaustividad del director quien, por mantenerse fiel a los acontecimientos, desarrolla una historia prolija y sobrecargada de información, que incluso puede resultar extenuante. Fincher es tan meticuloso que es capaz de alargar el metraje trazando líneas narrativas que en ocasiones no van a ninguna parte y, después de dos horas y media de duración, resolver el desenlace mediante rótulos en la pantalla. Con razón puede haber espectadores que terminen decepcionados tras ver incumplidas sus expectativas. Sin duda esperaban otra película. Y es que, al final, no se trata de verificar quién es Zodiac ni cómo será atrapado, sino hasta dónde llegará la constancia de sus perseguidores. Ni David Fincher ni el guionista James Vanderbilt dejan esto claro en el planteamiento, por lo que una parte del público puede sentirse defraudada al concluir el tercer acto. Es una pena, porque Zodiac podía haber sido una película de peso si no fuese por la falta de concreción en el texto y por las dificultades de Fincher para delimitar las líneas esenciales de la historia. Algo que enmendará en posteriores trabajos como La red social o Perdida.
A continuación, uno de los temas musicales compuestos por David Shire que se incluyen en la banda sonora. Las notas de piano representan al personaje de Graysmith, mientras que el inquietante fondo de cuerdas sugiere la amenaza de Zodiac, en una melodía que alcanza la belleza y la expresividad con pocos elementos. Relájense y disfruten:

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Midnight special. 2016, Jeff Nichols

Jeff Nichols parece estar siempre a la búsqueda de una película y de un estilo. Sus cinco largometrajes hasta la fecha guardan grandes diferencias y, sin embargo, hay un hilo conductor que los une. Una constante que tiene que ver con la indefensión del ser humano ante circunstancias que no controla y que condicionan su vida, ya sea por motivos legales (Mud, Loving), familiares (Shotgun stories), por trastornos de la personalidad (Take shelter) o por fenómenos sobrenaturales (Midnight special). En esta última, Nichols vuelve a demostrar sus habilidades como director, pero no tanto como guionista.
La película contiene diversos elementos de elevado peso dramático, en torno a la figura de un niño con cualidades excepcionales: una secta religiosa que le utiliza como vehículo de su fanatismo, una madre de la que fue separado, un padre que trata de enmendar los errores cometidos, un científico que intenta descifrar la verdad, unos agentes de la ley implacables... tal vez demasiados ingredientes para un desarrollo tan ceñido. El resultado es una película dispersa, que deja cabos sueltos y que no termina de concretar la acumulación de propuestas argumentales. Es una lástima, porque la trama daba como para establecer una alegoría acerca del american way of life  (la espera de un mesías redentor, la psicosis como forma de mantener el orden, el combate entre las creencias y los hechos), todo ello empleando componentes de la cultura popular como el cómic, y después de un prometedor primer acto.
En su afán por andar caminos nuevos, Nichols se ha adentrado en un terreno abrupto perfectamente asfaltado por su equipo artístico y técnico, pero que finalmente deja baches al descubierto. Porque analizados de manera individual, la película posee detalles de gran calidad: la planificación, el montaje, la fotografía o la interpretación de los actores merecen palabras de elogio. Otra cosa es contemplar el conjunto desde la distancia, donde se aprecia que esas mismas piezas no se engarzan, que no hay unidad entre ellas. Y aquí el único responsable es Jeff Nichols. Hay actores desaprovechados (Sam Sephard) y otros cuyos personajes no progresan durante el relato, a pesar de sus esfuerzos (Kirsten Dunst, Adam Driver). Tan solo Joel Edgerton y el incondicional Michael Shannon pueden aprovechar, a fuerza de carisma, las posibilidades necesarias para crecer en la pantalla.
En resumen, es probable que Midnight special peque de un exceso de ambición y que el director se maneje mejor en historias más pequeñas y menos corales que ésta. Futuros títulos darán cuenta de ello. En cualquier caso, habrá que observar este film como un intento fallido de Jeff Nichols por expandir sus horizontes y adentrarse en otros géneros, un ligero tropiezo en una carrera exigente e inquieta.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por David Wingo. Una vez más, el músico y el director vuelven a trabajar juntos para reforzar uno de los aspectos más destacables del cine de Nichols, que es la creación de atmósferas. Relájense y disfruten:

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La reconquista. 2016, Jonás Trueba

Con el nombre de Los Ilusos Films, el cineasta Jonás Trueba ha creado un modelo para producir y distribuir películas que admite pocas comparaciones, al menos en España. Se trata de largometrajes (tres hasta la fecha) con un marcado espíritu independiente, de bajo presupuesto y filmados con un equipo artístico y técnico estable, que mezcla a principiantes con profesionales entregados a la causa. En un inicio, eran películas que se distribuían de manera ambulante y cuya exhibición acompañaba el propio Trueba y su guerrilla ilusa, un sistema más cercano a la industria musical que a la cinematográfica. No obstante, las circunstancias han evolucionado según se recababa el apoyo de otras entidades y los festivales iban adquiriendo interés.
Así, el "estilo iluso" podría definirse como naturalista, de clara influencia europea y con una presencia importante de la palabra. En sus dos primeras películas, Los ilusos y Los exiliados románticos, hay una apuesta por la improvisación, lo que no significa que La reconquista haya perdido frescura e inmediatez respecto a las anteriores, sencillamente es más meditada e íntima, menos coral pero igualmente cercana... aunque en breves ocasiones roce la afectación. Este es el riesgo que corre Trueba cuando carga el peso literario del guión y los actores deben hablar sin impostar sus palabras. Itsaso Arana y Francesco Carril resuelven el reto y ponen el rostro adulto a Manuela y Olmo, la pareja que aparece representada durante dos momentos separados de sus vidas. Ambos bloques se distinguen bien en el metraje, tienen escenarios, actores y actitudes distintas, casi como si fuesen dos películas independientes, pero que mantienen entre sí un constante diálogo. La primera sucede en la actualidad y narra la reconquista a la que se refiere el título, el acercamiento recobrado por los antiguos amantes a lo largo de una noche en Madrid. La segunda parte retrocede hasta el periodo de la adolescencia, quince años antes, cuando ensayaban ese amor eterno que termina por diluirse entre canciones y cartas manuscritas.
La reconquista adopta un tono de comedia melancólica que va progresando a medida que se afianza el vínculo entre los personajes, con escenas que espantan la solemnidad (el baile) o que llaman a la introspección (las canciones de Rafael Berrio). Y es que las películas de Trueba contienen una cualidad musical que trasciende el paisaje sonoro, son parte de la acción y del argumento... sin ser películas musicales. Las canciones de Berrio juegan aquí un papel a veces narrativo y a veces dramático, como si diesen eco a la voz interior de los protagonistas. Además, el cantautor donostiarra interpreta un trasunto de sí mismo, en una aparición breve pero inolvidable. Tanto los actores adultos como los adolescentes representan con convicción sus papeles, hasta el punto de que parecen incorporar vivencias y expresiones propias más allá de lo que dicta el guión.
De la misma manera que el relato se va transformando, cambian también las propiedades cromáticas y la planificación, precisa en cuanto a encuadres y movimientos de cámara. Jonás Trueba ha hecho una película más racional que las precedentes y al mismo tiempo más emotiva, un hermoso ejercicio de libertad cinematográfica que guarda cargas de profundidad bajo su apariencia simple y liviana, y que sitúa a su autor entre los nombres a tener en cuenta dentro del actual panorama español.

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El confidente. "The friends of Eddie Coyle" 1973, Peter Yates

Peter Yates es conocido sobre todo por sus películas de género negro y policíaco, entre las que destacan El gran robo, Bullit y Un diamante al rojo vivo. Títulos muy enclavados en su tiempo y que demuestran la capacidad del director británico para filmar escenas de acción y tejer tramas de cierta complejidad dramática. A principios de los años setenta vive su más fructífero periodo, cuando decide adaptar la novela de George V. Higgins Los amigos de Eddie Coyle. En contra de lo que pueda parecer al primer vistazo, El confidente no es uno más de los tantos thrillers de robos que se filmaron en aquella época, en realidad, contiene suficientes diferencias como para ser considerado una excepción, casi una rareza dentro del género.
Para empezar, El confidente exhibe una austeridad impropia del thriller norteamericano, tanto en lo narrativo como en lo formal. Yates se acerca mucho más al polar francés, con referencias al cine de Melville y Bresson en cuanto a la economía de recursos expresivos y a la frialdad del tono. Los personajes cuentan con la información justa para que el espectador no sienta empatía por ellos, negando cualquier posible identificación. El punto de vista es, por lo tanto, siempre objetivo. Éstas parecen ser las pautas seguidas por el director británico a la hora de contar una historia en la que se establece una línea muy fina que separa ambos lados de la ley. Policías, delincuentes y, en medio, el confidente que da título al film, interpretado por un veterano Robert Mitchum. El actor representa con su imponente físico el desgaste de una generación que da paso a otra nueva, una camada que cambia las pistolas por las metralletas y los códigos de honor por el dinero fácil. En torno a Mitchum se congregan Peter Boyle, Richard Jordan y otros intérpretes poco conocidos pero igualmente eficaces.
Uno de los aspectos más destacables del film es su verosimilitud, a veces rayana en el documental. Bien sea a través de la fotografía, capaz de atrapar la luz grisácea del invierno bostoniano, o de los decorados, carentes de toda estilización, El confidente es escrupulosa a la hora de retratar acciones como los robos o diálogos en parques, cafeterías, aparcamientos... Tal vez ahí resida también su punto débil. Yates abusa de las conversaciones para hacer avanzar el relato, dejando de lado las escenas más dinámicas, como si buscase el prestigio de convertirse en autor mediante el verbo, en vez de la carne. El resultado es una película original y con algunos momentos fascinantes, pero que se antoja demasiado gélida en su conjunto. Hasta el punto de que el primer acto se vuelve confuso debido a la morosidad del guionista y productor Paul Monash, tan sintético que cuesta identificar el rol de cada personaje y sus motivaciones. Es verdad que El confidente va creciendo según avanza, hasta desembocar en un desenlace de intensidad controlada, pero surge la duda al imaginar qué clase de película hubiese sido en otras manos. No obstante, merece ser tenida en cuenta por su voluntad de alejarse de las convenciones y por la atmósfera cenicienta que transmiten sus imágenes.
A continuación, un extracto de la banda sonora compuesta por Dave Grusin e ilustrada con escenas del film. El músico traslada a la pantalla el espíritu de los setenta con sonoridades del funk y el free jazz. Relájense y disfruten:

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Raíces profundas. "Shane" 1953, George Stevens

A medida que pasaban los años, la filmografía de George Stevens fue evolucionando de las comedias ligeras de la década de los treinta hasta las grandes producciones de los cincuenta, una intensa carrera en la que el director se reveló como uno de los grandes retratistas de eso que la propaganda designaba como "la identidad norteamericana". El cine de Stevens muestra personajes que buscan la independencia personal frente a las imposiciones del sistema, la libertad en contra de las adversidades... Bien sean bailarines, abogados, periodistas, soldados o vaqueros, todos ellos exhiben una voluntad inquebrantable que les permite reflotar sus sueños del naufragio de una sociedad imperfecta. Raíces profundas es un magnífico ejemplo, protowestern que la publicidad de su día vendió como "la historia más grande del Oeste jamás filmada". Algo de verdad había en esta exageración.
Stevens retomó algunas de las contantes del género y las depuró hasta otorgarles su propia entidad, dándoles carta de aval. No en vano, el estudio Paramount contrató a A.B. Guthrie Jr, novelista e historiador especializado en relatos del Oeste, para escribir el que fue su primer guión a partir de un planteamiento del también experto Jack Schaefer, asegurando de antemano la credibilidad y la consistencia narrativa. Raíces profundas marca el decálogo que servirá de inspiración a muchos films venideros. Para empezar, el protagonista está identificado con la figura del forastero cuyo pasado permanece oculto hasta que la irrupción de la violencia desvela sus manos manchadas de sangre, una especie de mito errante que Clint Eastwood llenó de tinieblas en El jinete pálido o Sin perdón. Su nombre es Shane y da el título original a la película. Es acogido por una voluntariosa familia de campesinos cuya mujer le amará en silencio, una idea con la que John Ford inicia Centauros del desierto. Ésta y otras familias de la zona se ven amenazadas por un conflicto de lindes que les enfrenta a un poderoso cacique ansioso por expulsarles, al igual que sucede en Lanza rota, La pradera sin ley u Horizontes de grandeza. Como buen narrador, Stevens se muestra hábil a la hora de ir acumulando la tensión y de contener la violencia hasta que la requiere el relato, planteando a su vez interesantes cuestiones acerca del uso de las armas.
Todos estos elementos ya habían sido desarrollados antes en otros grandes westerns, lo que hizo Stevens fue estilizarlos y fijarlos para siempre en el imaginario colectivo, convertirlos en mitología. Para ello es necesario una puesta en escena acorde a las exigencias de la trama. Raíces profundas no sólo desarrolla las posibilidades dramáticas del guión sino que las engrandece, ofreciendo un espectáculo que une la épica con la intimidad, el ensalzamiento de los valores comunitarios con los conflictos individuales. Es esta capacidad de representar el paisaje y su detalle lo que hace que el film resulte imperecedero, gracias también a la interpretación de los actores y al trabajo de los equipos artístico y técnico. Alan Ladd hace lo que mejor sabe: prestar su físico al personaje protagonista y contribuir, sin grandes alardes, a materializar la leyenda de Shane en la pantalla. Algo parecido a lo que logran sus oponentes Jack Palance y Ben Johnson, respaldados por  nombres como Elisha Cook Jr. y Jean Arthur, en su último papel para el cine. Un reparto coral en el que vuelve a destacar la presencia de Van Heflin, intérprete que siempre marca la diferencia y realiza la labor más convincente del film.
En el apartado visual cabe señalar la fotografía de Loyal Griggs, capaz de iluminar con precisión los interiores y las secuencias nocturnas, el montaje de William Hornbeck y Tom McAdoo, y la planificación de Stevens, cuyo impecable clasicismo en ocasiones se ve sorprendido por destellos de originalidad (como la escena del entierro de Torrey, que de manera premonitoria concluye con un movimiento de cámara panorámico hasta el saloon del pueblo donde se decidirá el desenlace). La cuidada estética de Raíces profundas se traslada también al sonido, empleado con inteligencia para provocar emociones (el aullido de un perro certificando la muerte, el eco del diálogo final o las buenas noches de la familia tras las puertas de los dormitorios). En suma, pruebas del talento de George Stevens como cineasta ya que, al igual que otras veces, asume la dirección y la producción de la película con el mismo entusiasmo. Raíces profundas es, sin duda, una obra de referencia, una película icónica que ha fascinado a varias generaciones de espectadores.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por Victor Young. El músico imprime en la partitura el aliento épico que exige la historia, endulzado por la belleza de la melodía. Relájense y disfruten:

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El niño y la bestia. "Bakemono no Ko" 2015, Mamoru Hosoda

La primera sensación que se tiene ante El niño y la bestia es la de estar asistiendo a momentos y situaciones ya vistas antes. Porque la trama parte de elementos conocidos: el niño que abandona de manera fortuita el mundo real y se adentra en una dimensión fantástica, la relación entre el maestro y el aprendiz, el combate del bien contra el mal... y sin embargo, todo parece nuevo. El logro del director Mamoru Hosoda consiste en desarrollar un argumento clásico de manera fresca y novedosa, gracias a su inventiva visual y al tono que imprime en la narración.
El niño y la bestia es una película de género fantástico con grandes dosis de acción y de humor, que se suma a los anteriores aciertos del estudio Chizu y corrobora a Hosoda como uno de los principales talentos de la animación japonesa. Al igual que en Los niños lobo, el director vuelve plantear una trama de conflictos familiares que mezcla a personas con animales, cambiando la intimidad y la melancolía por el espectáculo y la aventura. El niño y la bestia presenta un contundente divertimento para todas las edades que da opciones a la reflexión sin caer en el aleccionamiento, un film que consigue sorprender por su destreza técnica y el manejo de los recursos de la ficción.
Como es habitual en el cine Hosoda, el componente estético va ganando peso a medida que avanza el relato hasta concluir en un clímax impactante, siempre al borde del exceso. Por suerte, el cineasta sabe dar una coartada argumental a todo este aparataje y filtra entre los fotogramas la oportuna moraleja acerca de la madurez y la asunción de responsabilidades. En suma, El niño y la bestia es un fascinante regalo para los ojos que depara dos horas de emoción y entretenimiento, una joya de la animación que gustará por igual a aficionados y profanos del anime.

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