LA CRÓNICA FRANCESA. "The French Dispatch (of the Liberty Kansas Evening Sun)" 2021, Wes Anderson

Era cuestión de tiempo que Wes Anderson hiciera una película ambientada en Francia. El director ha fijado allí su residencia desde hace años y una parte de su acervo cultural proviene del país galo, sin embargo, la Francia de Anderson es como los demás emplazamientos de su filmografía: irreal, idealizado, fabuloso. ¿Quién quiere conocer el mundo de verdad pudiendo visitar el universo fantástico de Wes Anderson? La crónica francesa contiene fragmentos de guías de viaje, postales históricas y un sinfín de material narrativo y gráfico que se acumula durante el metraje, hasta el punto de que resulta imposible asimilarlo por completo.

La idea consiste en estructurar el argumento a modo de revista con diferentes apartados: un obituario, un viaje guiado y tres artículos de fondo. Cada uno narrado por un periodista perteneciente a la redacción de The French Dispatch, publicación inspirada en el New Yorker del siglo pasado. Ya se sabe: portadas con ilustraciones bonitas, reportajes de fondo y calidad literaria. Estos conceptos convertidos en película son la esencia de La crónica francesa. Wes Anderson recarga más todavía si cabe el habitual estilo barroco de sus películas mediante la suma de elementos dentro de la imagen, jugando con los movimientos de cámara, la profundidad de campo y el montaje para abarcar múltiples acciones y personajes. Los dos ojos del espectador no son suficientes para seguir al detalle todo lo que muestra la pantalla a velocidad de vértigo, generando una sensación que puede fascinar a unos y fatigar a otros. El cine de Anderson no engaña a nadie, proporciona a sus seguidores lo que ellos esperan y propone nuevas experiencias: en este caso, la división por capítulos independientes sin continuidad, los cuadros vivientes en determinadas situaciones de conjunto y la mezcla de tamaños de encuadre y otros recursos visuales (color/blanco y negro, imagen real/animación, cine/teatro...) Lo mismo sucede con el relato, que divaga de manera deliberada y adopta la forma de un laberinto para seguir no solo las tramas principales sino también sus alrededores, muchas veces bajo la consigna del capricho y el placer de contar.

En este sentido, La crónica francesa exhibe una libertad al alcance de pocos cineastas. Wes Anderson engorda su propio imaginario hasta límites exagerados, ya que la película fuerza en todo momento su vocación por la desmesura sin que ello merme la sensibilidad y el calado que subyace en algunas escenas de modo menos evidente. Es fácil quedarse en la superficie y dejarse deslumbrar por la estética manierista y los fuegos artificiales del director, pero quien se moleste en ir un poco más allá para ahondar en la poesía que late en el film, encontrará perlas de gran valor. Valgan los ejemplos del diálogo del cocinero japonés tras haber descubierto el sabor del veneno, o la elipsis en la que el joven personaje de Moses Rosenthaler le da el relevo al mayor, interpretado por Benicio del Toro.

Junto al actor puertorriqueño hay un larguísimo reparto con nombres habituales del director (Bill Murray, Owen Wilson, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand...) y otros que se añaden a la familia (Timothée Chalamet, Jeffrey Wright, Steve Park...) todos a medio camino entre la caricatura y la representación de ciertos personajes-tipo propios de la cultura europea (el revolucionario de universidad, el artista bohemio atormentado, el cronista sórdido de la realidad) casi siempre próximos al cartoon.

Otros colaboradores frecuentes de Anderson son el director de fotografía Robert D. Yeoman, el músico Alexandre Desplat, la diseñadora de vestuario Milena Canonero y el diseñador de producción de Adam Stockhausen, personas con gran responsabilidad en la identidad del film y cuyo trabajo contribuye a reforzar el genio del autor. La crónica francesa derrocha creatividad y belleza sin abandonar nunca la comedia característica de Wes Anderson, ya que el humor y el delirio son el disfraz perfecto para soterrar la melancolía y la rabia que poseen los personajes. Es evidente que la película podría ser mucho más sencilla, que podría tener menos planos y que estos podrían ser más naturales y menos estilizados... pero entonces no sería de Wes Anderson. El director imprime su sello con intensidad en cada cosa que hace, y La crónica francesa no es una excepción.

A continuación, el cortometraje animado dirigido por Anderson con las ilustraciones del artista español Javi Aznarez y la interpretación musical de Jarvis Cocker. Relájense y disfruten: 

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EL BUEN PATRÓN. 2021, Fernando León de Aranoa

Después de haber viajado en la ficción a la guerra de los Balcanes o a la Colombia del narcotráfico, Fernando León recupera la actualidad española en El buen patrón. Una película que supone, además, su regreso a la tragicomedia de costumbres que le dio prestigio dos décadas atrás en títulos como Barrio y Los lunes al sol. León escribe, produce y filma una sátira en la que retoma uno de sus temas predilectos, el empleo, pero en esta ocasión cambia de perspectiva y adopta el punto de vista de quien se sitúa en un escalafón por encima de los trabajadores.

La película comienza con el discurso del jefe de una compañía de básculas. Las palabras pronunciadas sobre una plataforma le colocan en posición de superioridad física respecto al personal de la fábrica, en contra del mensaje que pretende transmitir: "Todos estamos juntos en esto, somos una familia..." Esta idea será repetida a lo largo del metraje. No es casualidad que los términos patrón y padre compartan la misma raíz latina, algo que el director aprovecha para retratar las prácticas laborales asociadas al comportamiento humano, los niveles de jerarquía y los mecanismos del poder.

El buen patrón construye su armazón narrativo en torno a la figura del protagonista, interpretado por Javier Bardem en su tercer encuentro con León de Aranoa. El actor adapta sus recursos expresivos al tono de parodia mordaz que predomina en el film, desplegando un catálogo de gestos y tics que moldean al personaje de Julio Blanco, fácil de reconocer por cualquier espectador con experiencia en la empresa privada. Bardem resulta genial y excesivo, sin perder por ello ni un ápice de credibilidad. Lo mismo se puede decir de sus compañeros de reparto: Manolo Solo, Almudena Amor, Sonia Almarcha, Óscar de la Fuente y muchos más, todos igual de eficaces y precisos. La habilidad de Fernando León para los diálogos queda reforzada por este conjunto de rostros que representan, cada uno a su manera pero siempre en sintonía, un amplio abanico de actitudes y caracteres.

En una película como El buen patrón, el reparto no está al servicio del director sino que se establece una alianza creativa que va en favor del conjunto. Así, León de Aranoa planifica las escenas teniendo en cuenta la relación de los personajes con la cámara (por ejemplo, en el travelling circular que acompaña el movimiento de Bardem en una de sus elocuciones) y el significado de los elementos que componen la imagen (el muro fraccionado al fondo de los personajes de Bardem y Solo mientras cenan, como símbolo de su separación). Se trata de conceptos más o menos sutiles que aportan profundidad a la película e ilustran la destreza discreta de León de Aranoa como cineasta, rodeado de un equipo que aporta coherencia: Pau Esteve Birba es responsable del realismo de la fotografía, y Zeltia Montes de la música vivaz que apunta el humor de muchas situaciones.

En definitiva, hay que celebrar que Fernando León haya recobrado el interés por ser cronista de un país extraño y fascinante como es España. Al igual que otros trabajos del autor, El buen patrón quedará como testimonio para la posteridad de ciertas dinámicas empresariales que disfrazan la explotación de progreso.

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EL PASADO. "Le passé" 2013, Asghar Farhadi

Después de una década y cinco largometrajes filmados en su país de origen, Asghar Farhadi sale de Irán con su primer Oscar recién obtenido y se traslada hasta Francia para realizar El pasado. Una película que conserva los rasgos principales de su estilo: una historia de gran intensidad dramática, con giros inesperados que van desvelando informaciones relevantes para los personajes. Esta fórmula, que se ha mantenido inalterable desde el inicio de la filmografía del director, se vuelve en esta ocasión más compleja y barroca respecto a otros títulos, lo cual provoca que el impacto resulte algo menos contundente. Pero El pasado sigue generando emociones a flor de piel y un apasionante estudio de la psicología de los personajes, que son el verdadero motor del film. Hasta el punto de que la elección de los actores es esencial para hacer creíble la tragedia íntima que viven los protagonistas.

Ellos son Bérénice Bejo, Ali Mosaffa, Tahar Rahim y Pauline Burlet, quienes resuelven las dificultades de sus papeles con gran dominio de los recursos interpretativos. La precisión que demuestran frente a la cámara se corresponde con la misma que practica Farhadi detrás de ella, en un diálogo generoso y atento entre el director y los actores. Dada la importancia de los diálogos y los gestos que no contienen palabras pero son igual de elocuentes, esta relación simétrica condiciona la película y la lleva a buen puerto, a pesar de los riesgos que asume en su desarrollo.

Estos riesgos tienen que ver con el manejo de la información que Farhadi va diseminando a lo largo del relato. Cada personaje, por secundario que pueda parecer en un principio, abre un acceso en el laberinto que envuelve la trama. Todos tienen algo que aportar y que ocultar a los demás, lo que hace que el espectador difícilmente se pueda anticipar a los acontecimientos o guarde expectativas acerca de lo que está viendo. Así, la historia en el primer acto sobre el reencuentro de un matrimonio roto, se convierte en el segundo acto en la difícil relación de una hija con sus padres, hasta derivar en el tercer acto en la tragedia de un hombre atormentado por las circunstancias que indujeron al estado de coma de su mujer. Para que el público no se pierda en medio de este embrollo narrativo, Farhadi opta por un lenguaje cinematográfico eficaz y directo, que pone atención a la expresión de los actores y otorga gran importancia a los escenarios, casi siempre interiores domésticos. Más que cercanía, la película debe transmitir sensación de intromisión en la intimidad de los personajes, algo que logra gracias a los elementos que integran la puesta en escena: la fotografía, la dirección artística, el vestuario, la planificación... todo juega en favor de El pasado y adquiere consistencia en el montaje.

En suma, Asghar Farhadi afina aquí sus recursos como cineasta y, si bien no alcanza por ello su mejor título, al menos logra elaborar un drama que estruja los sentimientos desde las primeras escenas y no los suelta hasta el final, en un plano secuencia que es un derroche de virtuosismo. Solo la llegada de los títulos de crédito permite recuperar el aliento robado durante más de dos horas que se sufren y disfrutan a partes iguales.

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EL ROCK DE LA CÁRCEL. "Jailhouse Rock" 1957, Richard Thorpe

Tercer largometraje elaborado por y para el lucimiento de su estrella principal, Elvis Presley, quien sigue la estela de otros músicos exitosos de la época bifurcando sus pasos en el cine. Una trayectoria que abarca una treintena de títulos entre los que destaca El rock de la cárcel, película que desvela las glorias y las miserias del mundo del espectáculo.

El guionista Guy Trosper actualiza el argumento de Ha nacido una estrella y escribe una versión encubierta, más cándida que su antecesora, que Richard Thorpe dirige con su habitual eficacia. Aunque se trata de un producto destinado a movilizar a la legión de fans de Elvis, El rock de la cárcel mantiene la dignidad durante todo el metraje y contiene algunas escenas memorables, como el número musical que da nombre al film. Las canciones no abundan en la trama y están siempre justificadas dentro de la narración, algo poco habitual en estos casos. Thorpe no se conforma con realizar una simple promoción del artista que tiene entre manos y cuida la evolución dramática y los personajes que rodean al protagonista.

Es evidente que Elvis no es un buen actor, pero incluso sus limitaciones interpretativas se convierten en un aliciente, porque refuerzan el encanto y la ingenuidad propias del carácter de su personaje. Un chico con aspiraciones de éxito cuyo ímpetu le trae problemas y que conoce muchos de los sinsabores que afectaron al mismo Elvis: el origen humilde, el peregrinaje por los despachos de los productores, el despegue en la radio, los contratos abusivos y el engaño del manager... de alguna manera, es como si el cantante estuviese contando su historia disfrazada de ficción, lo cual otorga una resonancia especial a la película.

En conjunto, se puede decir que El rock de la cárcel no posee ningún elemento demasiado llamativo: la fotografía en blanco y negro es algo uniforme y aséptica, la planificación rehúye los alardes y busca la funcionalidad, y los actores no van más allá de la mera corrección. Sin embargo, tampoco hay nada que falle y consigue mantener la atención en todo momento, llegando a proporcionar una sensación gozosa por su estética de los años cincuenta y su sencilla parábola moralista de caídas y ascensos. Los admiradores de Elvis Presley tienen una cita obligada con esta película que contiene material suficiente para alimentar su mitomanía. El resto del público disfrutará también con este entretenimiento delicioso e intrascendente, que alcanza cotas más altas que otras películas de argumento semejante con mucha mayor ambición.

A continuación, Elvis Presley en toda su esencia interpretando Jailhouse Rock, la secuencia musical por la que siempre será recordada esta película. Suban el volumen y prepárense para rugir:

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EL CAMINO. 1963, Ana Mariscal

La primera adaptación al cine de una novela de Miguel Delibes es también de las más acertadas de cuantas han venido después. Hoy puede parecer fácil hacer una buena película (o al menos una interesante) con el rico material literario que contiene
El camino, sin embargo, en 1963 el universo de Delibes estaba por explorar y las claves de su narrativa no estaban todavía tan asimiladas. Entonces había lecturas por descifrar y personajes a los que acercarse de manera novedosa, casi intuitiva. Ana Mariscal emprende esta tarea abarcando los márgenes entre los que se movía el escritor vallisoletano: por un lado el costumbrismo y la tradición del argumento, y por otro lado la mirada que presencia los acontecimientos desde el presente, con afán de progreso. Un punto de vista que concita la denuncia y el reconocimiento a partes iguales, que no se explaya en el rencor de los tiempos oscuros y se muestra humanista, reconciliadora.

Este es el espíritu que atraviesa El camino y que le costó a la directora el menoscabo de los poderes oficiales relacionados con la industria. Mariscal no endulza el retrato de la España rural ni cae en convenciones amables, el pueblo castellano que sirve de escenario no es ese paraíso folclórico de las producciones de Cifesa. Aquí hay padres alcohólicos, niños que defecan en las vías del tren, beatas empeñadas en interrumpir los escarceos de los amantes, inocentes que mueren... y sin embargo, se trata de un film que contiene grandes dosis de sensibilidad y belleza. Mariscal resuelve el reto de conjugar el drama y la comedia midiendo con precisión el tono de cada escena y su repercusión en el conjunto, un mosaico lleno de momentos y personajes que vienen y van, en una evolución constante.

Así, el guion adopta una estructura episódica que acumula situaciones que se van conectado unas con otras, hasta alcanzar el desenlace. Aunque suceden situaciones bondadosas y terribles, nunca se hace hincapié en la lírica ni en la tragedia, lo cual demuestra la destreza de la directora para dar credibilidad a lo que relata primero en el papel, al traducir el texto original en secuencias, y luego frente a la cámara, al convertirlo en imágenes. El camino luce una técnica impecable y una cuidada fotografía en blanco y negro obra de Valentín Javier, compañero profesional y personal de Mariscal con quien fundaría Bosco Films, la productora que alberga sus proyectos comunes.

Pero si hay algo que denota que detrás de la cámara hay una actriz, además de una directora, es el trabajo interpretativo del extenso reparto de El camino. Los nombres de Julia Caba Alba, Maribel Martín, Joaquín Roa, José Orjas, Maruchi Fresno... y un largo etcétera, acompañan a los tres jóvenes protagonistas que ponen cara al Mochuelo, el Moñigo y el Tiñoso. Todos ellos ajustados y precisos, capaces de dar vida al amplio abanico de caracteres que pueblan la película y obligan a la directora a emplear un lenguaje visual muy dinámico: los encuadres cambian de escala en el mismo plano, o establecen relaciones de correspondencia en el montaje, con composiciones siempre armónicas y compensadas... dicho de otro modo: Mariscal logra una planificación fluida que equilibra el estímulo de la palabra con el de la imagen.

Por estos motivos, hay que situar El camino en un lugar preeminente dentro de los relatos iniciáticos en entornos campestres que existen en el cine español (El espíritu de la colmena, Secretos del corazón, La lengua de las mariposas y tantos otros). Ana Mariscal consigue uno de los mejores títulos de su filmografía gracias a su habilidad para trenzar historias en apariencia pequeñas, en las que la anécdota adquiere la misma importancia que los hechos relevantes y los personajes se erigen como elemento principal. Algo semejante a la vida, con el aliciente de que aquí la palabra Fin invita al espectador a completar la ficción con su propia experiencia y a comparar sus recuerdos de infancia con lo que revela la pantalla.

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MAIXABEL. 2021, Icíar Bollaín

En los últimos cuarenta años, el cine ha reflejado el conflicto vasco de diversas maneras. Ya sea recreando situaciones determinadas (La fuga de Segovia, Yoyes), como vistiendo géneros (Días contados, El lobo) o mediante historias tangenciales (Sombras en una batalla, La soledad). Toda una filmografía poblada por directores que tratan de abarcar la magnitud del drama, conscientes de estar hurgando en heridas todavía abiertas. Ahora que se cumplen diez años desde que la organización terrorista ETA anunciase "el cese definitivo de la actividad armada", parece que ha llegado el momento de hacer películas con la complejidad que el tema requiere. Al menos este es el propósito de Icíar Bollaín, quien se atreve a abordar la cuestión desde la perspectiva de las víctimas. Un atrevimiento que tiene que ver con la dificultad de no caer en la condescendencia ni abusar de la sensibilidad, ya que la condición de víctima es amplia e incluso ambigua (también afecta de modo indirecto a los compañeros de partido y a los familiares del victimario, entre otros).

Icíar Bollaín e Isa Campo escriben el guion basándose en la peripecia vital de Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, gobernador civil de Guipúzcoa de 1994 a 1996 que fue asesinado por un comando que operaba en Donosti. La labor de documentación llevada a cabo en la producción de la película es ardua y precisa, lo cual no enfría el resultado: Maixabel despliega un torrente de emociones que golpea al espectador sin ceder al sentimentalismo ni a la lágrima fácil. Bollaín es consciente de lo delicado del asunto y ejercita su sentido de la mesura con rigor y respeto por las personas a las que se alude en la trama, mediante una planificación sobria que busca la eficacia narrativa y evita la superficialidad. No obstante, el montaje recurre a algunos recursos sonoros (los disparos y el timbre del teléfono que se recrean en la memoria de los protagonistas para anticipar la tensión de ciertos momentos) que tienen como fin exteriorizar pensamientos. Aún así, el lenguaje cinematográfico empleado por la directora con la complicidad de Javier Agirre Erauso en la fotografía es naturalista y captura la luz y la atmósfera de los escenarios reales de San Sebastián. El equipo de filmación ha rodado en los mismos emplazamientos donde sucedieron los hechos, y eso dota a la película de una verdad que atraviesa la pantalla.

Pero la apuesta de Maixabel está en el reparto de actores, ya que ellos dan credibilidad a las acciones y los diálogos capaces de sostener el conjunto. Las escenas de conversaciones son las más importantes y depositan una gran responsabilidad en las interpretaciones de Blanca Portillo, Luis Tosar, Urko Olazabal, María Cerezuela y Tamara Canosa, entre otros. Todos magníficos, inspirados, concisos y un sinfín de adjetivos más para abarcar el paisaje humano donde se concitan gestos y reacciones expresadas con la sabiduría de los buenos profesionales. Solo por esto merece la pena asomarse al abismo de este film que deja un nudo en la garganta y que recupera lo mejor de su directora, Icíar Bollaín.

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