Pleasantville. 1998, Gary Ross

Después de haber ganado notoriedad como guionista en las comedias Big y Dave, presidente por un día, Gary Ross debuta en la dirección siguiendo la misma fórmula narrativa que las anteriores: un personaje corriente se ve envuelto por causas fortuitas en una situación excepcional, de la que saldrá reforzado tras numerosos contratiempos. Este esquema también se repite en Pleasantville, expandiendo los conflictos personales a toda una comunidad que sirve, a su vez, como alegoría de la sociedad norteamericana. Es lo bueno que tienen las fábulas, su capacidad de trascender los marcos temporales y geográficos para que cualquiera pueda sentirse aludido por la moraleja. La actual América ultraconservadora y en blanco y negro de Donald Trump se materializa en las imágenes de Pleasantville como una admonición o una profecía autocumplida, dos décadas más tarde de su estreno.
El guión de Pleasantville, firmado por el propio Ross, activa los resortes de la comedia inteligente y los engrasa con dosis de crítica y de conciencia. Propone una relectura de las bondades del New Deal propagadas por Capra, Vidor o A. Wellman, a través de la forma y del argumento. Pleasantville narra las aventuras de dos hermanos de diferente carácter que, por una circunstancia mágica (al igual que en Big), son transportados al mundo ficticio de una teleserie de los años cincuenta. En ese entorno lleno de convenciones deberán pasar desapercibidos hasta su regreso a la realidad, por obra de un dios vengativo y caprichoso que adopta la forma de un anciano técnico reparador de televisores. De esta manera queda también servida la lectura religiosa, no en vano, una de las chicas que se descarrían comete un acto de transgresión al ofrecer al protagonista la manzana recién tomada de un árbol.
Un gran acierto de la película es trasladar estos contenidos al aspecto estético, ilustrando la dicotomía entre lo real y lo ficticio, o entre la autonomía y el servilismo, por medio de la imagen en color y en blanco y negro. Este recurso, empleado ya desde El mago de Oz, es desarrollado por Ross con clarividencia, ya que permite visualizar de manera inequívoca la evolución de los personajes según el tono de su piel. Todo gracias a las técnicas de postproducción y a la labor de John Lindley, director de fotografía que firma un trabajo elaborado y de gran belleza.
Pleasantville deposita buena parte de sus méritos en el extenso reparto coral, producto de un casting perfecto que incluye a Tobey Maguire y Resse Witherspoon interpretando a los hermanos protagonistas, y a Joan Allen, William H. Macy, Jeff Daniels o J. T. Walsh entre muchos otros, como vecinos del pueblo ideal. Todos los actores se muestran compactos y refuerzan la unidad en el tono del film, un escollo que Gary Ross resuelve con brillantez.
En suma, Pleasantville supone uno de los debuts más llamativos de los años noventa, una película que bajo su apariencia amable y ligera esconde cargas de profundidad que merecen ser tenidas en cuenta. A continuación y como curiosidad, el videoclip que dirigió Paul Thomas Anderson de la canción Across the universe, incluida dentro de la banda sonora de Pleasantville. El original de los Beatles es adaptado por la cantante Fiona Apple en esta pequeña maravilla audiovisual filmada en el mismo set de rodaje de la película. Que la disfruten:

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El techo del mundo. "Tout en haut du monde" 2015, Rémi Chayé

Tras haber adquirido experiencia trabajando en los departamentos de animación de diferentes producciones europeas de gran calidad, Rémi Chayé afronta la dirección de su primer largometraje con El techo del mundo. Una película que cuenta con los atributos más destacados de la cinematografía francesa: un guión trabajado, capaz de satisfacer a públicos de todas las edades, y unos dibujos con estilo propio, que no tratan de emular las omnipresentes referencias de Disney y Pixar. Pero los logros de esta opera prima van mucho más allá.
Para empezar, el tono y el desarrollo argumental de El techo del mundo destilan clasicismo por los cuatro costados. Los espíritus literarios de Conrad, London o Stevenson son convocados en un relato de apenas ochenta minutos rebosantes de emoción y aventura, en los que la acción se comprime dejando también espacio para el sentimiento. El guión es un prodigio de síntesis narrativa a la antigua usanza: presentación inmediata de los personajes, alternancia de escenas dinámicas con otras más reflexivas, concisión en el relato e incidencia de los escenarios sobre cada una de las situaciones.
Lo mismo puede decirse del aspecto visual del film. Las imágenes de El techo del mundo son de una belleza sencilla y directa, acaso la más rara de las bellezas. Los dibujos prescinden de líneas que delimitan los colores y definen las figuras, de sombreados innecesarios y de volumen en las formas. Es una animación muy cercana a la ilustración, que otorga gran importancia a la cromatología y al diseño estético. Un verdadero placer para los ojos.
En suma, El techo del mundo es una propuesta muy estimulante, una joya casi perfecta. Lo único que debe lamentarse es su banda sonora, vulgar en ideas y en ejecución, que no está a la altura del conjunto. Por lo demás, no cabe duda de que el director Rémi Chayé ha conseguido hacer una de las películas de aventuras más perfectas de los últimos tiempos, no sólo en lo que se refiere a la animación, sino a cualquier otra producción que se pueda ver en las pantallas.

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Sunset song. 2015, Terence Davies

Si hay una cualidad que define el cine de Terence Davies, al menos durante los últimos años, es su vinculación al universo femenino a través de contenidos literarios. Después de adaptar a autores como John Kennedy Toole, Edith Wharton y Terence Rattigan, el director británico traduce en imágenes la novela Sunset song, escrita en 1932 por Lewis Grassic Gibbon. Todo un emblema de las letras escocesas que plantea cuestiones por las que Davies siempre se ha sentido interesado: las desigualdades de género, la condición social y la incidencia del entorno en el devenir de los personajes.
La película sigue los pasos de Chris Guthrie, una joven crecida en el seno de una familia sometida a la tiranía del padre (al igual que sucedía en Voces distantes, opera prima del director). El primer acto expone sin concesiones la perversión del patriarcado, encarnada con rotundidad y fiereza por el gran actor Peter Mullan. En el segundo acto llega la parte más plácida del film, cuando la anterior figura masculina es sustituida por un joven pretendiente que se convertirá en marido (interpretado por Kevin Guthrie). El romance se interrumpe en el tercer acto, cuando los hombres marchan al frente de la 1ª Guerra Mundial y regresan años después con la vida deshecha. Al final el círculo se cierra, el soldado se convierte en el padre y se reproduce la misma tragedia del principio, pero con diferentes caras. En medio de todo este ciclón de emociones está la heroína de Sunset song, a quien da vida Agyness Deyn, con una interpretación precisa y calculada para no exceder el drama que ya de por sí contiene la historia. Su mirada limpia es siempre introspectiva, calla más de lo que dice, y es la ventana por la que el espectador puede asomarse a su intimidad y carácter.
Todo este material narrativo se refleja en la pantalla con la belleza y la retórica habituales del director. Davies mueve la cámara con suavidad, al compás de los personajes encuadrados en 70 mm. y con referencias pictóricas tanto en la luz como en la composición. El director de fotografía Michael McDonough evoca los cuadros de Millet para los exteriores y de Vermeer para los interiores, además de otros artistas escoceses como David Wilkie (el baile de la boda en el granero) o Joseph Farquharson (los paisajes invernales). Las imágenes de Sunset song expresan con gran plasticidad el costumbrismo rural de la época y la tradición conservadora que envuelve a los personajes, criaturas que Terence Davies observa con la distancia necesaria para que la tragedia no asfixie el relato.
A continuación, una escena que muestra el dominio de Davies en la planificación y el movimiento interno y externo de la imagen, una de las especialidades del cineasta. Los aspirantes a director pueden tomar apuntes:
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Bajo la arena. "Under sandet" 2015, Martin Zandvliet

Los buenos narradores saben que para contar una historia no es necesario acudir a los escenarios importantes ni a los grandes personajes. Muchas veces, el peso emocional se esconde en la trastienda de lo que se cuenta habitualmente. Esto sucede en Bajo la arena, un drama ambientado en las playas de Dinamarca al término de la 2ª Guerra Mundial, donde un grupo de jóvenes soldados alemanes son obligados a desenterrar las miles de minas que dejó allí el ejército nazi en previsión de un posible desembarco aliado. El director Martin Zandvliet construye con este pequeño relato un inventario de los horrores de la guerra desde una perspectiva íntima, muy ligada a los personajes.
La película adopta el tono de narración clásica que corresponde a la época y a los acontecimientos que se representan, centrando el foco de la cámara en los paisajes naturales y en los personajes. La belleza de las localizaciones contrasta con el peligro que se oculta bajo la superficie, esa arena a la que alude el título, elemento que Zandvliet aprovecha para dilatar la tensión y el drama. El propio director firma un guión que conjuga la recreación histórica con la denuncia antibelicista, la tragedia personal con la del contexto.
Como es de esperar, la película otorga una gran importancia al perfil de los personajes y a los actores que les dan vida. Un plantel que congrega a debutantes y profesionales, todos alrededor de la presencia casi constante de Roland Møller. Su interpretación es matizada y muy completa, capaz de abarcar un arco expresivo que va del gesto violento a la introspección, según lo requiere cada escena. Bajo la arena pone en imágenes los conflictos internos y externos de los personajes de manera bella, que no es lo mismo que complaciente, buscando la plasticidad visual y la evocación del pasado a través de los recursos propios de la fotografía (la luz, el color, la profundidad de campo).
El tercer largometraje de Zandvliet luce bien sus medios técnicos y artísticos, puntales de la cinematografía danesa, y aprovecha hasta la última corona de esta producción sencilla en apariencia pero de hondo calado, como conviene a toda fábula. Y es que Bajo la arena tiene la virtud de trascender los márgenes temporales y territoriales de la ficción, para expandir su moraleja hasta los públicos de cualquier latitud sin que el contenido pierda fuerza por el camino.

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Blade Runner 2049. 2017, Denis Villeneuve

Sobre el papel, la idea de hacer una continuación de Blade Runner parecía una locura, un proyecto abocado al fracaso. La película que Ridley Scott dirigió en 1982 ha alcanzado con el paso de los años la categoría de clásico contemporáneo, marcando el punto de madurez del género de la ciencia ficción. Su narrativa y estética siguen ejerciendo influencia todavía hoy, por eso la tarea encomendada a Denis Villeneuve contaba con todos los requisitos para formar parte de la Operación Nostalgia, consistente en aliviar las crisis de edad de los espectadores con "treintaymuchos" y "cincuentaytantos" años mediante el consumo de recuerdos prefabricados (léanse remakesreboots o derivados) y así sentirse jóvenes otra vez, al menos durante el tiempo que dura la película. De ahí las recuperaciones de Star Wars, Alien, los superhéroes de Marvel y DC, Stranger things, Cuentos asombrosos...
Pero Villeneuve no es un director que acate las servidumbres del mercado. La prueba es que Blade Runner 2049 tiene entidad propia, sin que esto signifique traicionar el espíritu del original. Al contrario, el cineasta canadiense realiza un sentido homenaje al film de Scott, recuperando algunos de los personajes (Deckard, Rachel, Gaff) y dando eco a la novela de partida de Philip K. Dick. La película no practica la mímesis ni opta por fórmulas fáciles, mantiene un tempo pausado durante sus ciento sesenta minutos de metraje y un discurso que, al igual que su antecesora, invita a la reflexión. A pesar de las semejanzas y las diferencias, conviene valorar los dos Blade Runner de forma independiente, ya que los autores y las épocas son distintas.
La primera conclusión tras ver Blade Runner 2049 es el acierto de haber situado a Villeneuve tras la cámara. Apenas un año después de La llegada, su primera incursión en el drama de ciencia ficción-trascendental, el cineasta logra imprimir su personalidad incluso en una producción de gran calibre como es Blade Runner 2049, con un elenco de rostros célebres y una legión de adeptos al film de Scott que no perdonan los sacrilegios. Villeneuve dosifica con inteligencia la acción y los diálogos, manteniendo la atención del público en todo momento y creando la atmósfera adecuada para cada escena. Su dominio de la puesta en escena brilla tanto en los grandes decorados como en los pequeños, siempre con la reveladora aportación en la fotografía de Roger Deakins. La riqueza plástica de las imágenes y la minuciosa iluminación son mucho más que un envoltorio estético, son la materialización de las ideas complejas que contiene el film. Hampton Fancher, quien ya participó en el texto del primer Blade Runner, escribe junto a Michael Green un guión que adopta tintes shakesperianos. La dimensión familiar en torno al protagonista encarnado por Ryan Gosling refuerza el conflicto de lo artificial y lo humano, sumado a los cuestionamientos del poder y a los peligros del desarrollo irresponsable y de la tecnologización de las relaciones personales.
Otro de los rasgos de carácter de Blade Runner 2049 es su banda sonora, compuesta por el tándem formado por Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch, cuyo trabajo contiene evocaciones a Vangelis mediante sonidos etéreos y ambientaciones de cuerda que cobran ritmo con las percusiones en las escenas de acción. La música, al igual que los demás elementos de la película, está medida para provocar una sensación inmediata en el espectador, es la víscera de una película muy cerebral y premeditadamente fría. Porque el futuro que presenta Villeneuve sigue siendo aséptico y deshumanizado, transmite una sensación gélida que traspasa la pantalla y define el tono del film. Esto afecta también a la interpretación de los actores. El personaje encarnado por Ryan Gosling se beneficia de la habitual parquedad expresiva del actor, muy bien acompañado por Robin Wright, Ana de Armas, Jared Leto y Sylvia Hoeks, entre otros. La aparición en el tercer acto de Harrison Ford, protagonista del primer Blade Runner, supone una inyección de emociones y tiende un puente directo entre ambas películas. Es entonces cuando el milagro se concreta, el pasado y el presente se fusionan y Blade Runner 2049 entra en un terreno que sobrepasa lo cinematográfico. Se trata de una obra trascendente, llamada a perdurar y que sitúa a Denis Villeneuve como uno de los autores más destacados de nuestros días. En definitiva, Cine con letras mayúsculas que merece ser observado, escrutado y, sobre todo, disfrutado.

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El rey de la comedia. "The king of comedy" 1982, Martin Scorsese

En 1982, el nombre de Martin Scorsese era uno de los más valorados dentro del conocido como nuevo Hollywood. Una generación de cineastas que incluía los nombres de Spielberg, Coppola, Lucas o De Palma, entre los cuales Scorsese representaba la mezcla perfecta del revisionismo clásico y el cine de autor, la calidad y el riesgo. Con la complicidad del actor Robert De Niro había creado obras tan importantes como Malas calles, Taxi driver, New York, New York y Toro salvaje, películas graves, rotundas y con afán de trascendencia. Sin embargo, a principios de aquella década Scorsese hizo una breve incursión en la comedia con dos películas más pequeñas y discretas, pero que resultaron igualmente certeras: El rey de la comedia y ¡Jo, qué noche!
La primera de ellas es una sátira acerca del mundo del espectáculo y de la fama como aspiración profesional, con un discurso crítico que todavía hoy continúa vigente. El rey de la comedia narra las peripecias de Rupert Pupkin, un ingenuo aspirante a humorista obsesionado con alcanzar el mismo reconocimiento que su ídolo, el veterano Jerry Langford. A pesar de que se trata de su único guión en solitario, Paul D. Zimmerman logra exponer con lucidez e ironía las miserias de la meritocracia y de la cultura estadounidense, esa misma que defiende la igualdad de oportunidades y los quince minutos de gloria que reivindicaba Warhol.
Como es habitual, Scorsese desarrolla la narración con el vigor y el nervio que siempre imprime en el montaje Thelma Schoonmaker, sumado a la imaginativa puesta en escena y a la labor de unos actores entregados. De Niro despliega sus portentosas habilidades para la comedia junto a un buen número de intérpretes carismáticos entre los que destaca Jerry Lewis, figura referencial dentro del género, que se aparta aquí del histrionismo y de los excesos acostumbrados. Su representación como rey de la comedia a punto de perder el trono es matizada y serena, en contraposición al gesto desbordante de De Niro. Por eso hay algo de relevo generacional y de traspaso de poderes que Scorsese deja traslucir en la película y que supone uno de sus mayores aciertos.
Aparte de los logros técnicos, inherentes a la filmografía del director, está la capacidad de Scorsese para convertir lo que en un principio parece una ingeniosa fábula al estilo de Juan Nadie o Un rostro en la multitud, en una ácida diatriba que esconde en su desenlace una moraleja semejante a la de Taxi driver: No importa lo que hayas hecho, sino la percepción que se tiene de ti.
En definitiva, El rey de la comedia es una de las películas menos conocidas de Martin Scorsese que debe ser recuperada por su condición de rara avis, un enérgico divertimento que logra suscitar la reflexión y que muestra las capacidades del director en su mejor época. A continuación, un delicioso vídeo-ensayo cortesía del colectivo Filmscalpel, acerca de la importancia de la mirada en el cine de Scorsese. Échenle un vistazo:

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El ruido y la furia. "The sound and the fury" 1959, Martin Ritt

Segunda adaptación a la pantalla de una obra de William Faulkner por parte de Martin Ritt, tras el éxito de El largo y cálido verano. Apenas un año después, el director se enfrenta a la complejidad de traducir en términos cinematográficos la novela El ruido y la furia, repitiendo con algunos de los que participaron en la anterior película: el productor Jerry Wald, el compositor Alex North, los directores artísticos Maurice Ransford y Lyle R. Wheeler, y la actriz Joanne Woodward. Todos ellos tienen gran responsabilidad en el resultado de este drama sureño y tremendo.
El guión desgrana los infortunios de la familia Compson, cuyos miembros cuentan con un amplio historial de desgracias: alcoholismo, discapacidad mental, sumisión, abandono, despotismo... cada personaje lleva su complejo a cuestas y lo carga contra los demás, en una enfermiza relación de odio y dependencia. Conviene advertir al espectador para que la acumulación de bilis no termine por saturarle, ya que El ruido y la furia corre el riesgo del exceso, siempre a punto de reportar una lágrima o un puñetazo. El imponente clasicismo de Ritt y su elegancia en la puesta en escena consiguen dar solidez a lo que, en otras manos, hubiese podido naufragar en lo grotesco o en el sentimentalismo.
Además de los aciertos como narrador, Ritt destaca en su faceta de director de actores: Yul Brynner, Margaret Leighton, Jack Warden y el resto del reparto componen magníficamente sus personajes, con una mención especial para Woodward en su tercera colaboración junto al director. La actriz resuelve con sensibilidad e inteligencia las dificultades que plantea su encarnación de Quentin, la joven díscola de la familia. Su naturalidad permite que el peso literario de Faulkner se aligere en la pantalla y que los diálogos suenen veraces, huyendo del artificio que suele provocar la reverencia a una obra original de estas características.
Uno de los principales aciertos de Ritt consiste en el retrato que hace de ese sur cargado de tradiciones donde todavía resuenan los ecos de la Gran Depresión (la película adelanta los hechos respecto a la novela), construyendo un escenario propicio para la fatalidad y las pasiones. El ruido y la furia está revestida de un ambiente decadente que Charles G. Clarke ilumina con belleza en formato cinemascope, aprovechando las localizaciones naturales y los decorados de estudio. En suma, se trata de una película que hará las delicias de los amantes del melodrama, y que demuestra las habilidades de Martin Ritt como cineasta y de Joanne Woodward como actriz irrepetible.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por Alex North. Al igual que en otros títulos como Un tranvía llamado deseo o El largo y cálido verano, el músico estadounidense emplea las sonoridades del jazz no sólo para situar la época, sino como recurso expresivo que unas veces se presenta de manera sutil y otras dramática. Relájense y disfruten:

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