El otro lado de la esperanza. "Toivon tuolla puolen" 2017, Aki Kaurismäki

Basta ver un par de imágenes de cualquiera de sus películas para reconocer el cine de Aki Kaurismäki. El ritmo calmado, la paleta de colores, la música rock y esos personajes que acompañan su laconismo con una copa o un cigarro no dejan lugar a dudas: el estilo del director finés es tan peculiar como reconocible. A lo largo de veinte largometrajes realizados en más de treinta y cinco años de carrera, Kaurismäki ha desarrollado una obra coherente y dotada de carácter que tiene continuidad en El otro lado de la esperanza. Una película que aborda un tema tan actual como el de la inmigración y las dificultades que encuentran los refugiados para obtener asilo en la Europa de las fronteras blindadas.
El guión se bifurca en dos narraciones que avanzan en paralelo hasta converger en un mismo rincón de la ciudad de Helsinki. Dos historias protagonizadas cada una por un personaje de distinta procedencia, Khaled y Wikhström. El primero huye de la guerra en Siria, donde ha perdido a todos sus familiares salvo la hermana a la que busca a través del continente. El segundo es un maduro vendedor de camisas que rompe con su anodina vida para reconvertirse en hostelero. Ambos combaten la decepción con voluntad, entereza y ese característico humor finlandés de tintes absurdos y derrotistas que Kaurismäki domina como un virtuoso. Por eso además de contar historias, su cine muestra actitudes ante la vida, formas de sobreponerse a la soledad y al pesimismo mediante la solidaridad, la concordia y otras hermosas palabras que el director despoja de toda sensiblería.
Las películas de Kaurismäki son directas, no contienen trucos ni retórica. Lo que provoca que algunos las puedan considerar demasiado nórdicas y faltas de emoción cuando, en realidad, se parecen más a la vida que cualquier otra producción convencional. Al igual que en el cine de Bresson, Ozu o Jarmusch, en las películas de Kaurismäki el tiempo transcurre de manera diferente a lo acostumbrado, hay espacios para el silencio, conversaciones que parecen no llegar a ninguna parte, ausencia de clímax... Tal y como sucede en la realidad, aunque (y esto es lo fascinante) no se trata en absoluto de cine realista. Al contrario, sus films son tan estilizados que suelen catalogarse "de autor", y sus claves narrativas y visuales se identifican de inmediato en la pantalla. Títulos como La chica de la fábrica de cerillas, Nubes pasajeras o El Havre tienen algo primitivo que las emparenta con un cine que ya no se hace pero que, como todo buen cine, no pertenece a ninguna época ni a ningún lugar.
Como es inevitable, El otro lado de la esperanza cuenta con el trabajo de Timo Salminen, quien vuelve a recrear las tonalidades de Edward Hopper a través de la fotografía y a impregnar cada secuencia con ese aire de tristeza colorista que tan bien define a los personajes. Criaturas interpretadas entre otros por el actor debutante Sherwan Haji y por Sakari Kuosmanen, un habitual del cine de Kaurismäki. Esta fauna melancólica pasea sus rostros por las imágenes del film soñando con lugares que siempre son mejores. En una de las escenas, la actriz Kati Outinen anima a su compañero Kuosmanen a abrir el restaurante: Es un negocio rentable. La gente bebe si los tiempos son malos, y aún más si las cosas van bien. Esta frase describe a la perfección el cine de Kaurismäki, repleto de humor y pesadumbre, oscuridad y color, disparate y reflexión. Kaurismäki en estado puro.

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La chica desconocida. "La fille inconnue" 2016, Jean-Pierre y Luc Dardenne

El cine de los hermanos Dardenne está poblado por héroes anónimos. No de los que ganan guerras y medallas, sino de aquellos que se enfrentan a los combates más feroces que puedan librarse, que son contra la realidad. En este batallón militan mujeres armadas de coraje como Rosetta, Lorna, Samantha en El niño de la bicicleta, Sandra en Dos días, una noche... y a las que se suma Jenny en La chica desconocida. Una joven médico que una noche, después de haber cerrado el consultorio, recibe una llamada que decide no atender. Las consecuencias de esa acción la comprometerán hasta el punto de poner en peligro su integridad física y mental.
Los Dardenne emplean esta trama para poner en evidencia las flaquezas del supuesto estado del bienestar, un sistema que protege a los consumidores al tiempo que descuida a los colectivos más vulnerables. Al contrario que otras producciones de contenido social, el cine de los Dardenne no eleva su denuncia con estridencias ni maniqueísmos, sino guardando la distancia adecuada para que el mensaje llegue al público de forma nítida y libre de interferencias. Algunos pueden considerar este cine como frío y falto de emoción. Probablemente no hayan visitado antes un comedor social, un juzgado de oficio o una oficina de desempleo, lugares donde nunca se escucha música de violines ni hay filtros que estilicen la luz. Jean-Pierre y Luc Dardenne son coherentes y respetuosos con aquello que retratan, los dramas cotidianos de personas que suelen aparecer en los medios de comunicación sin nombre ni apellidos, apenas unos dígitos que engordan las estadísticas. En este afán de verismo y naturalidad, los cineastas eligen temas que puedan concernir de manera inmediata al espectador: el valor del compromiso, la reparación de las injusticias, la solidaridad al fin y al cabo.
Para establecer la conexión necesaria con el patio de butacas, los Dardenne se valen de intérpretes cuyo talento saben desarrollar al máximo. En La chica desconocida, Adèle Haenel es mucho más que una buena actriz, es una aliada y el rostro que humaniza la ética y la conciencia de los directores belgas. Con una gran economía de recursos expresivos, Haenel es capaz de traslucir las inquietudes de los directores a través de su mirada clara y directa, aplicando la contención que comparten sus compañeros de reparto. Una vez más, entre ellos se encuentra Olivier Gourmet, actor al que se ha visto crecer en las películas de los Dardenne durante las últimas tres décadas.
Los directores continúan fieles a un estilo basado en la austeridad formal, con predominio de planos medios y movimientos de cámara que siguen a los actores. La lente de los Dardenne se sitúa siempre a la altura de los ojos de los personajes, y suele evitar los momentos dramáticos más impactantes. Por ejemplo: si se produce una muerte o una persecución, se muestran los inicios y las consecuencias de las mismas, omitiendo las partes susceptibles de ser clasificadas como cine de género. Es decir, que se queda fuera todo aquello que pueda romper el tono hiperrealista generado durante el metraje por los directores. No se trata de cine documental ni de falso reportaje, sino de cine que trata de involucrar al espectador de manera concisa y honesta, sin recurrir a trucos narrativos ni a artificios de la técnica.
Además de todo esto, La chica desconocida es una alabanza al oficio de la medicina y a la implicación de cualquier profesional en el desempeño de su labor. Al principio de la película, Jenny advierte a su compañero: "No dejes que los sentimientos interfieran en el trabajo". Pronto ella misma verá cómo sus convicciones se tambalean a causa de un suceso inesperado. Como es habitual, el cine de los Dardenne invita a la reflexión y al debate, prolongando su eco más allá de la sala. Es cine pertinente y necesario, un magnífico film que guarda cohesión con el resto de la obra de los dos hermanos, quienes mantienen intacta su capacidad de señalar las grietas de un modelo por las que se cuelan los derechos de los más desfavorecidos.
A continuación, una breve pero jugosa entrevista a Luc Dardenne, cortesía del Festival de Cine de Lima, en la que desvela algunas de las claves del trabajo que realiza junto a su hermano Jean-Pierre. Los aprendices de cineastas pueden tomar apuntes:

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La tortuga roja. "La tortue rouge" 2016, Michael Dudok de Wit

Han tenido que transcurrir nada menos que dieciséis años para que Michael Dudok de Wit acometa su primer largometraje, después de haber alcanzado el éxito con los cortometrajes de animación El monje y el pezPadre e hija. El director holandés no tenía prisa. De hecho, fue el veterano Hayao Miyazaki quien a través del estudio Ghibli promovió este proyecto atípico, marcado por la excepcionalidad. No podía ser de otro modo.
La tortuga roja retoma y expande algunas de las claves del universo de Dudok de Wit: ausencia de diálogos, espíritu lírico y síntesis tanto en la forma como en el argumento. La película cuenta la historia de un náufrago que ha sobrevivido a una tormenta en alta mar. Arrastrado por la marea, recala en una isla donde sólo encuentra compañía en la fauna local y en una enorme tortuga roja que le impide marchar. Hasta que un día, la relación del hombre con el animal se transformará por arte de magia, dando lugar a una nueva vida. El espectador apenas conoce nada del personaje: su nombre, oficio, procedencia... por lo que la naturaleza se convierte en protagonista del relato. El mar, el paisaje o la vegetación adoptan entidad propia, son mucho más que el escenario donde sucede la acción. Además, Dudok de Wit tiene una especial habilidad para mezclar los elementos reales con los imaginarios, situando entre ambos términos la esencia narrativa de La tortuga roja. Un hermoso cuento plagado de símbolos y alegorías que, lejos de encriptar el guión, lo simplifican. Así, el vuelo de las aves en el cielo señala la falta de libertad del náufrago, y su soledad se acrecienta en medio de la noche plagada de estrellas. Pueden parecer metáforas fáciles, pero en realidad estas imágenes contienen la profundidad del mejor poema porque rechazan la solemnidad y el artificio de otras obras más ambiciosas pero menos elaboradas.
Por lo tanto, no hay mensajes subrayados en La tortuga roja que suplan la carencia de palabras entre los personajes. Tampoco hay evidencias en el empleo de los recursos de la animación. Aunque Dudok de Wit continúa expresándose a través de dibujos sencillos, con líneas claras y escasos movimientos de encuadre, el autor amplía los detalles y la paleta de colores respecto a sus anteriores trabajos, lo que convierte la pantalla en un lienzo de emocionante belleza. Las sonoridades de cuerda creadas por Laurent Perez del Mar ayudan a amplificar estas evocaciones y la identidad de una película que es, en realidad, una obra de arte capaz de estimular los sentidos del público y que exige su implicación. A La tortuga roja no le valen los espectadores pasivos ni la contemplación ociosa. Y esto es más de lo que muchas películas pueden decir.

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El viajante. "Forushande" 2016, Asghar Farhadi

Tal vez deban pasar algunos años, y aún sea pronto para medir la magnitud de un director como Asghar Farhadi. Sus películas poseen una identidad muy reconocible que cuenta con el favor del público, la admiración de la crítica y el reconocimiento de los festivales. Y todo esto con apenas cuarenta y cinco años y trabajando en Irán, un país con fuertes restricciones políticas y morales. El truco es fácil, se llama talento. Farhadi no despliega el virtuosismo de otros cineastas ni sus películas buscan arreglar el mundo, pero cuenta con esa capacidad casi milagrosa de estremecer al espectador de cualquier latitud hablándole de cosas que podrían afectarle mañana mismo.
Al igual que en A propósito de Elly o de Nader y Simin, una separación, El viajante describe la ruptura de lo cotidiano a causa de una situación excepcional. Emad y Rana son un matrimonio con inquietudes culturales y proyectos en el horizonte. Después de verse forzados a cambiar de piso, son sorprendidos por un incidente que alterará sus vidas y pondrá en riesgo su relación. Como es habitual en el cine de Faradhi, se trata de un drama íntimo que reflexiona sobre las circunstancias sociales que se viven en Irán, no mediante arengas ni panfletos (las autoridades no lo permitirían), sino de manera subrepticia, ocultando su denuncia entre los fotogramas del film.
Para alcanzar este reto es necesario un guión inteligente y la seguridad de unos inversores comprometidos con el proyecto. Faradhi cuenta con capital francés y con un texto preciso como un mecanismo de relojería, tanto en la evolución dramática de los personajes, como en la escritura de los diálogos y en el planteamiento realista de los acontecimientos. Ésta es la gran virtud del autor: hacer que todo en la película esté cubierto por una gruesa capa de realidad en la que es muy fácil reconocerse, da igual la procedencia y el bagaje del espectador.
Un buen guión es importante, pero no basta. Es forzoso saber traducirlo en imágenes, algo que Faradhi resuelve mediante una puesta en escena que domina los espacios a ambos lados de la cámara: lo que entra y lo que no entra en el encuadre, el on y el off, estimulando siempre la intuición del público. Por lo tanto, El viajante acierta en el aspecto narrativo y en el técnico, pero donde la película se hace fuerte de verdad y coloca a Faradhi en la categoría de los grandes cineastas de nuestro tiempo, es en su capacidad de retratar los dilemas humanos. Una condición que no se aprende en ninguna escuela de cine ni tras muchos años de carrera. Sencillamente, es algo que se tiene o no se tiene. Y Faradhi lo tiene. Su herramienta para expresarlo son los actores, un elenco fiel de impresionantes intérpretes que el director va intercambiando a lo largo de sus películas según el perfil de los personajes. La pareja protagonista de El viajante está encarnada por Shahab Hosseini y Taraneh Alidoosti, bien arropada por sus compañeros de reparto, en un trabajo que atraviesa la pantalla y se clava en la conciencia del público.
El viajante puede ser vista de manera independiente o como un eslabón dentro de la filmografía de Faradhi, una trayectoria coherente y fiel a los principios del director. Con un discurso más accesible que Kiarostami o Panahi, Faradhi es tal vez el más occidental de los directores iraníes en su concepción del tempo narrativo y del lenguaje visual. En El viajante vuelve a demostrar la sabiduría que posee como contador de historias capaces de permanecer alojadas en la memoria. Es cine perdurable, cine necesario y cine que nos enseña más de nosotros mismos.

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Animales nocturnos. "Nocturnal animals" 2016, Tom Ford

Una historia violenta y triste. Así define la protagonista de Animales nocturnos la novela homónima que aparece en el film, y eso es lo que se ve en la pantalla: violencia, tristeza y otras oscuridades de la condición humana. En su segundo largometraje como director, Tom Ford continúa revistiendo con su depurado estilo el vacío existencial de unos personajes que parecen tenerlo todo.
La película comienza en la galería de arte donde Susan acaba de inaugurar una exposición que cuestiona los imperativos estéticos y la cultura de la imagen (atención a la secuencia de títulos de crédito, una verdadera pieza de videoarte). Es una mujer rica y aburrida, a la manera de las heroínas de Henry James o Scott Fitzgerald. Un día recibe un paquete inesperado que contiene la novela escrita por Edward, su primer marido. Al abrirlo, Susan se hace sangre por accidente: a partir de entonces el dolor se propagará durante todas las páginas, porque el texto exorciza los fantasmas del pasado en común de la pareja. Animales nocturnos es un drama con profundidad psicológica que añade elementos de thriller y plantea cuestiones muy interesantes acerca del poder y los roles de género. Reflexiones presentes ya en la novela Tres noches, de Austin Wright, en la cual se basa el film. Ford asume la adaptación del texto en un ejercicio de meta-narración que establece, en principio, dos líneas argumentales separadas: por un lado la "ficción literaria", y por otro la "realidad" de los protagonistas, aunque muy pronto ambos relatos empezarán a cruzarse mediante flashbacks y alegorías visuales.
Que un guión de esta complejidad adquiera consistencia y no termine por dispersarse se debe, en buena medida, a la implicación de los actores. Y no cabe imaginar un casting más acertado y con más talento que el de Animales nocturnos. La pareja protagonista formada por Amy Adams y Jake Gyllenhaal dan un recital interpretativo, dotando a sus personajes de una amplitud de matices que van de la vulnerabilidad a la entereza. El actor Michael Shannon ejerce como elemento de contraste y vuelve a bordar su caracterización de hombre parco y recio del Oeste. Los tres conforman un triángulo fascinante y bien dispuesto en la pantalla, a modo de tablero de juego en el que Ford despliega su elaboradísima estrategia. Cada encuadre, cada posicionamiento de cámara responde a una puesta en escena que no tiene que ver sólo con lo formal. Gracias al trabajo fotográfico de Seamus McGarvey, la estética y el contenido están íntimamente ligados, con una paleta de colores que define el carácter de los personajes y un tratamiento de la luz que modela la atmósfera de las escenas. Para completar el conjunto, la banda sonora de Abel Korzeniowski potencia el alcance emocional de la historia y da eco a las criaturas nocturnas del título, mediante poderosos arreglos de cuerda y evocaciones de piano.
En suma, Animales nocturnos supone un despliegue de riesgo controlado, una bomba siempre a punto de estallar bajo la mirada atenta de Tom Ford. El cineasta obtiene aquí su consagración como autor capaz de interpelar de manera directa al público y de crear mundos difíciles de habitar, pero ante los que resulta imposible no sentirse atraído. Como el impulso que atrae las polillas a la luz antes de caer achicharradas.

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