Todos los hombres del presidente. "All the president's men" 1976, Alan J. Pakula

Alan J. Pakula conoció su mejor momento durante la década de los setenta, cuando los grandes estudios de Hollywood eran capaces de plantear cuestiones incómodas sin menospreciar al público mayoritario. Era la época de Cowboy de medianoche, Taxi driver, Network, Apocalypse now... y una larga lista de títulos que deja en evidencia el conservadurismo y la reiteración que se impuso en el cine desde los años ochenta hasta nuestros días. Un claro ejemplo de aquella voluntad de denuncia es Todos los hombres del presidente, crónica periodística del caso Watergate a través de dos reporteros del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, autores del libro en el que se basa el film.
La película narra el proceso mediante el cual estos redactores anónimos logran destapar uno de los mayores escándalos políticos de la historia reciente de los Estados Unidos, hasta el punto de forzar la salida del gobierno del presidente Richard Nixon. No hay que olvidar que la producción de la película es inmediatamente posterior a los hechos, cuando la tormenta social todavía no ha amainado. Semejante proyecto puede salir adelante gracias al empuje de Robert Redford, icono progresista que ejerce como productor y protagonista del film junto al reputado Dustin Hoffman. Ambas estrellas se encuentran en su mejor etapa y extraen el máximo partido de sus personajes, todo un reto si se tiene en cuenta que la mayoría de las escenas se desarrollan mediante llamadas telefónicas y conversaciones para recabar datos.
Pakula no se conforma con recrear los sucesos reales, sino que realiza además un alegato en favor de los valores del periodismo, en consonancia con otros títulos como El cuarto poder, Buenas noches y buena suerte o Spotlight. La diferencia que establece Todos los hombres del presidente es que deja de lado el elemento humano y se centra en la información que sostiene el caso, lo que hace que su visionado resulte árido para los espectadores ajenos al tema. Es necesario acercarse a esta película con nociones previas y con interés, de lo contrario, se corre el riesgo de desfallecer fatigado por la enorme cantidad de datos, nombres y demás detalles. Una vez superado este requisito, el disfrute está garantizado.
El guión de William Goldman mantiene el ritmo gracias a su inteligente mezcla de drama, comedia y suspense. Como es natural, los diálogos adquieren relevancia y permiten que ilustres secundarios como Jason Robards o Jack Warden tengan oportunidad de lucirse, ya que se trata de una película con un amplio reparto coral. Otro de los atractivos del film reside en la recreación de ambientes y en la variedad de decorados (desde la redacción del periódico hasta las viviendas de los interrogados), con un enfoque naturalista reforzado por el asesoramiento de los propios Woodward y Bernstein, quienes se implicaron en la elaboración del film.
En definitiva, Todos los hombres del presidente supone una referencia inevitable cuando se establece la relación entre el cine, la política y el periodismo. Una película que no se puede disociar de sus circunstancias coyunturales y que retrata el período más dulce de Alan J. Pakula como director y de Redford y Hoffman como intérpretes. Tres artistas comprometidos que entonces pensaban que el cine podía cambiar las cosas.
A continuación, un extracto de la banda sonora compuesta por David Shire. Música de instrumentación sencilla pero con una gran capacidad envolvente. Relájense y disfruten:

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Cómo ser John Malkovich. "Being John Malkovich" 1999, Spike Jonze

Cuesta creer que un director primerizo fuese capaz de convencer a un gran estudio como Universal de llevar a cabo Cómo ser John Malkovich. Y eso que Spike Jonze no era el único debutante en este proyecto, ya que Charlie Kaufman también se estrenaba como guionista de cine después de haber escrito durante años para la televisión. O tal vez fue la inexperiencia y la capacidad de riesgo de estos dos novatos lo que permitió que semejante propuesta saliese adelante, algo que trasciende la hazaña para alcanzar la categoría del milagro.
Jonze traslada la libertad creativa que adquirió realizando videoclips y cortometrajes a una producción cinematográfica con generoso presupuesto y actores reconocidos. A primera vista, todo parece fruto de un chispazo de ingenio, de una ocurrencia. Pero vista en detalle, la película es una lúcida reflexión sobre la condición humana y el juego de representaciones que dicta el comportamiento predominante. La sinopsis es puro surrealismo: un titiritero en crisis descubre la entrada oculta que da acceso a la mente del actor John Malkovich. Este no es el principal suceso, sino la vía que le permitirá transformar su vida y alcanzar los anhelos que hasta entonces le han sido negados. A su alrededor hay una esposa infeliz, un jefe lascivo, una compañera inalcanzable y una excéntrica galería de personajes que proyectan, cada uno a su manera, las frustraciones del protagonista.
Con estas características, Cómo ser John Malkovich podría incluirse dentro del amplio saco de las películas de autor-cine de culto-obras con mensaje. Hubo otros directores que recorrieron ese camino iniciático durante aquella misma época: Christopher Nolan en Memento o David Fincher en El club de la lucha. Eran fábulas oscuras que inventariaban las incertidumbres del final de siglo, y a las que Jonze incorpora el humor negrísimo propio de Kaufman y un mayor recorrido fantástico. Los espectadores desprevenidos corren el riesgo de quedarse sólo en la superficie y juzgar el resultado como una extravagancia, pero en realidad se trata de una obra contundente en su concepción y en su acabado.
La dirección de Jonze es inspirada e impecable, y consigue que las dificultades del guión parezcan fáciles (sirva como ejemplo el sorprendente flashback del chimpancé). Pero el autor no está solo, sabe rodearse de artistas que refuerzan sus virtudes como Carter Burwell y Lance Acord, quienes a través de la música y la fotografía construyen la atmósfera irreal y melancólica que envuelve el film. Ambos volverán a colaborar con el director en siguientes largometrajes, ayudándole a conformar su estilo. Mención aparte merecen los actores, un nutrido elenco poblado por John Cusack, Cameron Diaz, Chaterine Keener y el propio Jonn Malkovich, entre otros. Este último interpreta una divertida caricatura de sí mismo, en un acto de valentía del que participan sus compañeros.
En resumen, Cómo ser John Malkovich es una de las más estimulantes operas primas filmadas en las últimas décadas, la puesta de largo en común de un director inclasificable y de un guionista único. Hoy por hoy, Spike Jonze y Charlie Kaufman continúan activando bombas de profundidad desde el interior del sistema de Hollywood, y creando obras fascinantes que interpelan al espectador a ejercitar la imaginación y el cerebro. Sin duda, el mejor antídoto contra la conformidad que invade la mayoría de las salas de cine.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Carter Burwell y que condensa el estilo característico del autor: instrumentos de cuerda que aportan solemnidad y sentimiento, economía de recursos expresivos y crescendo dramático. Relájense y disfruten:

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María (y los demás). 2016, Nely Reguera

La familia es uno de los temas predilectos de los directores españoles que debutan en el cine. Hay infinidad de nombres que lo demuestran, desde Bardem, Gutiérrez Aragón, Armendáriz, Médem o León de Aranoa, hasta los más recientes de Mar Coll, Lara Izagirre o Miguel del Arco. La barcelonesa Nely Reguera se incorpora a esta lista con María (y los demás), una visión crítica y descarnada de la institución.
El guión sigue los pasos de María, una treintañera que sujeta las riendas de la familia ante la ausencia de la madre y la enfermedad del padre. Todo cambia el día en que éste último anuncia su compromiso con una enfermera que amenaza con derrumbar la realidad construida por María con esfuerzo. Una rutina cargada de medicamentos, comidas y decisiones, que han postergado los cuidados que la protagonista se debe a sí misma. La película no fija solamente una fotografía de conjunto, sino que elabora el retrato certero de las inquietudes que atenazan a las mujeres como María, aquellas a las que todos preguntan cuándo van a emparejarse y fundar una familia.
Reguera firma su opera prima cuidando la  narración y depositando una gran responsabilidad en los actores. Algunos como José Ángel Egido y Pablo Derqui ya habían trabajado antes con la directora, mientras que otros como Vito Sanz o Julián Villagrán descubren nuevas vías de expresión y flanquean, todos a una, la labor de Bárbara Lennie. La actriz que pone rostro a María demuestra estar en un gran momento de madurez profesional, volcando en su personaje una variedad de recursos interpretativos que insufla vida a la película. Pocas actrices como ella congregan la naturalidad, la fotogenia y el dominio frente a la cámara. Lennie es más que María, es la película en sí misma, un valor que la directora potencia y que eleva el resultado sobre la mayoría de las primeras obras. Consciente de los elementos artísticos que tiene en escena, Reguera no distrae la atención del espectador con complicados movimientos de cámara o una planificación demasiado elaborada. Al contrario, hay una intención de hacerse invisible y de no interferir en la comunicación directa que se establece entre los actores y el público. Reguera lo consigue mediante una dirección sencilla pero efectiva, con algunos destellos de creatividad como la secuencia en la cual la protagonista fantasea con el éxito literario. Aitor Echevarría se hace cargo de la fotografía, todo un ejemplo de naturalismo aplicado a la luz, y Nico Casal de la música, con una partitura breve pero de enorme belleza.
En suma, María (y los demás) es una película que pone en relieve sus capacidades y que descubre a Nely Reguera como una cineasta a la que seguir la pista. Pero sobre todo, es la confirmación de que Bárbara Lennie es una de las actrices más dotadas de su generación, capaz de expandir su talento por cada rincón del encuadre. Ella le pone mirada y voz a muchas mujeres que, al igual que María, están destinadas a cambiar el rumbo de sus vidas, más allá de las imposiciones que dicta la costumbre. Una invitación a reaccionar y dar un paso adelante.

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Los exiliados románticos. 2015, Jonás Trueba

En el año 2013, Jonás Trueba dio un golpe de timón a su carrera con Los ilusos, una de las películas más frescas, inspiradas y libres del reciente cine español. Si entonces evocaba los espíritus de Godard y Truffaut, en su tercer film toma a Rohmer como referente dando continuidad a su anterior trabajo. Los exiliados románticos vuelve a reinterpretar la nouvelle vague sin perder por ello su identidad, incluso aunque la mayoría del metraje transcurre en tierras francesas.
Tal y como anuncia su cartel, Los exiliados románticos es una película "dirigida sobre la marcha", que obedece a un acto creativo de improvisación. Trueba monta en una furgoneta a tres jóvenes actores y los empareja, durante el recorrido, con tres actrices de distintas nacionalidades. Sin guión, con una cámara de fotos y un presupuesto mínimo, la película atrapa lo cotidiano a través de interpretaciones naturalistas y de diálogos que parecen surgir de forma espontánea. Por supuesto, hay una base narrativa y una coherencia en el relato, puestas en imágenes con pulcritud. Porque en contra de lo cabría esperar, la película no está filmada con cámara en mano ni simula el amateurismo de otras películas que buscan la inmediatez en la imperfección. Los exiliados románticos no necesita recurrir a estos trucos, es honesta desde su propio planteamiento, convierte a los que participan en ella en co-autores e invita al espectador a reconocerse en alguno de los personajes. Y todo ello en apenas setenta minutos de duración.
Dibujada con trazo impresionista, esta peculiar road movie trata, en última instancia, sobre la amistad. De manera sencilla y directa, Trueba introduce la realidad en el film por medio de las diferentes personalidades de sus actores, Vito Sanz, Francesco Carril y Luis E. Parés, quienes se muestran transparentes frente a la cámara. Los dos primeros ya habían trabajado antes con Trueba, y es fácil adivinar que la camaradería que les une se transmite al resto del equipo. Una confianza que no se puede obtener con efectos especiales, pero sí con afectos, a los que se suma Miren Iza y la música de su banda Tulsa. La propia cantante aparece en varias escenas haciendo de sí misma y completando este juego de representaciones que podría no terminar nunca. Porque Los exiliados románticos es una película que, lejos de finalizar, se expande como la realidad una vez que acaban los títulos de crédito y se encienden las luces de la sala.

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Donkeyote. 2016, Chico Pereira

Transcurrido un lustro desde la realización de El invierno de Pablo, el director Chico Pereira afronta su segundo largometraje y elige de nuevo a un hombre maduro como personaje central del relato. Esta vez la implicación es mayor si cabe, porque además ese hombre es su tío, y muchas de las situaciones que aparecen en la pantalla son el reflejo de experiencias compartidas hace años: las noches al raso en el paisaje andaluz, la relación con los familiares, con el entorno, con los animales... Se trata de un documental, pero que adquiere la categoría de ficción por la manera en la que se presentan los hechos y por las referencias cinematográficas y literarias.
El argumento de Donkeyote contiene elementos de drama, comedia y western, además de las reminiscencias cervantinas a las que alude el título. Manolo encarna a un moderno Don Quijote, que aprende inglés a duras penas mientras sueña con un viaje imposible a los Estados Unidos. Su objetivo es seguir la Ruta de las Lágrimas, la misma que recorrieron los indios Cherokee en su desplazamiento forzado del Este al Oeste del país. Los molinos de viento son ahora turbinas eólicas, hay carreteras en lugar de caminos y el caballo Rocinante responde al nombre de Gorrión, un burro tan terco como su dueño, a los que se suma la pastora alemana Zafrana. Con semejante elenco, está claro que Donkeyote no es una película como las demás ni un documental al uso.
Para empezar, está el diálogo entre las imágenes y la narración. Hay una línea estética muy elaborada que conjuga bien con la frescura y la inmediatez que requieren la trama, un buen combinado de reflexión y sentimiento. La lente de la cámara fija sus límites en el enfoque, planteando una dualidad que distingue la figura del contexto, así como los diferentes puntos de vista. Unas veces es Manolo quien gobierna la subjetividad del relato, otras veces es Gorrión, y otras veces es el propio director, cuya voz incluso interviene en una de las escenas rompiendo la cuarta pared cinematográfica. De esta manera, Donkeyote no solo establece vínculos con los personajes sino también con el público, atento a las evoluciones de cuanto sucede en la pantalla.
Y todo ello sin trucos ni concesiones al espectador. Tampoco banda sonora, pues no hay otra música que la diegética. Pereira firma una película de apariencia sencilla que guarda, bajo su impecable factura técnica, un arsenal de ideas no aptas para mentes perezosas. Es cine de autor asequible a todas las audiencias, un cruce de caminos perfecto donde se congregan John Ford, David Lynch, Víctor Erice y Terrence Malick. En suma, cine capaz de concitar diversas sensibilidades por medio de pequeños instantes cotidianos.

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¿Quién llama a mi puerta? "Who's that knocking at my door" 1967, Martin Scorsese

En 1967, Martin Scorsese era un joven prometedor que ya impartía clases en la escuela de cine en la que se acababa de licenciar y que contaba en su haber con un par de intrépidos cortometrajes. Tenía veinticinco años y la imperiosa necesidad de afrontar su primera película, aunque careciese de medios y tuviera que pedir favores a todo el mundo. Por ejemplo, a dos de sus compañeros de estudios: Harvey Keytel y Thelma Schoonmaker. El primero como actor y la segunda como montadora, se embarcaron en un proyecto que trataba de capturar el día a día de un pequeño grupo de jóvenes sin futuro en el barrio neoyorquino de Little Italy. Una situación que Scorsese conocía bien, ya que formaba parte de su paisaje cotidiano y que quiso retratar apelando al espíritu de la nouvelle vague y de John Cassavetes, dos de sus grandes influencias en aquella época.
Sorprende descubrir que en ¿Quién llama a mi puerta? aparecen ya algunos de los principales rasgos de estilo del director. En términos cinematográficos, está la incorporación de canciones en el argumento, el dinamismo del montaje y de la cámara, y las interpretaciones intensas. Mientras que en el aspecto narrativo, están los personajes que buscan definir su identidad, los paisajes urbanos y el tratamiento de la violencia. Se podría decir que con esta película, Scorsese firma una inmejorable carta de presentación y tiende los raíles por los que circulará su obra en adelante.
Las imágenes del film exhiben orgullosas su condición de opera prima: contienen inmediatez y nervio, transmiten la urgencia por expresarse dentro de la austeridad del 16 mm. en blanco y negro. Para ello, Scorsese no elabora un guión convencional con planteamiento, nudo y desenlace, sino que intercala saltos en el tiempo, incorpora secuencias musicales, emplea ralentizados, montajes paralelos... en suma, un buen número de herramientas que, en manos de otro director, hubieran podido resultar injustificadas o superficiales, pero que Scorsese desarrolla con plena coherencia.
Lo mejor que se puede decir de ¿Quién llama a mi puerta? es que, detrás de cada una de las escenas del film, se percibe a un equipo entregado y consciente de estar haciendo algo distinto. Martin Scorsese era entonces un artista impetuoso, igual que hoy, pero sin el cálculo que se adquiere con la experiencia. Visto en perspectiva, el debut del director se antoja como uno de los trabajos más estimulantes, innovadores y libres de su filmografía. Lo que es decir mucho.
Para muestra, un botón. La escena en la que la pandilla de amigos se reúne para expandir su arsenal de testosterona italoamericana. Un momento hipnótico que, medio siglo después, sigue conservando toda su fuerza:

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