LA INTEGRIDAD DE JOSEPH CHAMBERS "The integrity of Joseph Chambers" 2022, Robert Machoian

Dos años después de haber estrenado El asesinato de dos amantes, Robert Machoian continúa cuestionando el modelo tradicional de masculinidad en La integridad de Joseph Chambers. Las similitudes no son solo temáticas, ya que la película prosigue el estilo visual y el tono de la narración depurado y minimalista tan característico del director, quien vuelve a realizar un ejercicio de concreción parecido al de las parábolas antiguas en cuanto a la economía de personajes y escenarios... además de la enseñanza moral, que conviene no desvelar de antemano.

El cine de Mochaian aspira a un carácter íntimo que viene sugerido ya desde la génesis del proyecto, por la austeridad de medios que no es una limitación, sino un acicate que favorece la síntesis de ideas. El mismo director asume también la producción y se rodea de profesionales con los que ha trabajado antes: el actor Clayne Crawford, el músico William Ryan Fritch, el diseñador de sonido Peter Albrechtsen o el director de fotografía Oscar Ignacio Jiménez son algunos de ellos.

El guion, escrito por el propio Mochaian, tiene como protagonista a un vendedor de seguros y padre de familia que proviene de un entorno urbano y ahora vive en una pequeña localidad del estado de Alabama. La trama comienza la mañana en la que decide pasar una jornada de caza en el bosque, por primera vez en solitario, para demostrar su hombría. La presentación del personaje se produce mientras repite frente al espejo el diálogo de una película de Clint Eastwood, epítome de la virilidad, al tiempo que se rasura la barba a excepción del bigote, lo cual exterioriza una transformación que ya está en marcha en su interior. Los símbolos están presentes desde el principio y se van diseminando a lo largo del metraje de modo natural, sin didactismos ni subrayados. Todo cuanto desarrolla el director está definido por la sobriedad sin que esto empobrezca el resultado, al contrario: La integridad de Joseph Chambers posee un fascinante sentido del misterio que se expresa en los detalles, en la inacción (de la primera parte) y en el silencio.

Un silencio que se refiere solo a la escasez de conversaciones, porque uno de los aspectos más elaborados del film es el sonido. El paisaje agreste que rodea al personaje principal ofrece muchas posibilidades para dotar el sonido de expresividad, a veces con intenciones descriptivas y otras veces añadiendo una dimensión dramática que tampoco resulta evidente. La fotografía contribuye a remarcar el realismo del conjunto, puesto que hay una evolución de la luz muy matizada desde el amanecer hasta la noche que permite que el espectador perciba el transcurso del tiempo en cada secuencia.

Así pues, la concordancia entre el relato y la puesta en escena es precisa, casi milimétrica, por parte de Machoian. La planificación es más dinámica que en su anterior film y contiene movimientos de cámara que acompañan la acción y sitúan a las figuras en el espacio, una relación de proporciones que transmite sensaciones de inquietud, parsimonia, seguridad, desconcierto... en suma, todo aquello que hace que la historia avance con el ritmo y las motivaciones adecuadas, gracias sobremanera a la interpretación de Crawford. En suma, La integridad de Joseph Chambers es también la integridad de Robert Machoian, un autor capaz de lograr mucho con los mínimos recursos y que ocupa un lugar destacado dentro del actual cine independiente.

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CINE-OJO "Kinoglaz" 1924, Dziga Vértov

El nombre de Dziga Vértov ocupa un lugar destacado dentro de las primeras vanguardias cinematográficas que se desarrollaron durante los años veinte del siglo pasado. Sus aportaciones y las de otros coetáneos rusos como Kuleshov o Eisenstein fueron decisivas en la renovación del lenguaje audiovisual, en especial en lo tocante al montaje, que ellos cambiaron de significado añadiendo una dimensión teórica y práctica que continúa vigente hasta hoy.

De esta manera fue fluyendo una corriente de pensamiento que, en el caso de Vértov, provenía de sus experiencias con la realidad y con el punto de vista, pues se había curtido realizando un buen número de pequeños documentales informativos al servicio del estado. Cuando por fin decide embarcarse en un proyecto de largometraje, Vértov emprende un tránsito de lo objetivo a lo subjetivo, pasa del cine-verdad al cine-ojo. Con este último término se define su contribución más importante al medio, referida a la captación de momentos reales que adquieren una cualidad artística por el modo en que son filmados y se interrelacionan en el metraje.

Así, la película Cine-ojo toma su nombre del movimiento que lo inspiró. Es la presentación de un modelo de hacer cine en el que la mirada es fundamental, mediante la visión del autor que capta los acontecimientos y la contemplación del público que los traduce en ideas. También en ideología. Porque se trata de cine de propaganda que canta las bondades del sistema comunista en general y del cooperativismo en particular, con un marcado carácter didáctico que busca el adoctrinamiento, sobre todo en la primera parte. En la segunda parte, la película tiende hacia la crónica social, con un retrato de los marginados (enfermos, drogadictos, sin hogar) no exento de sensacionalismo. Cine-ojo está dividida en breves capítulos en torno a "lo nuevo y lo viejo", con intertítulos que guían la narración y que poseen el valor estético característico de los diseños del periodo soviético.

Con una mezcla de espontaneidad y reflexión, Cine-ojo resuelve la eterna dicotomía entre lo popular y lo artístico, entre la verdad y su representación. Vértov consigue dirigirse a las masas con un producto de contenido intelectual (si bien en ocasiones resulta algo ingenuo) que luce formas muy elaboradas, teniendo en cuenta las condiciones de inmediatez y de naturalidad con las que se ha filmado. Nada más comenzar, un rótulo anuncia que es "la primera película de no-ficción, sin guion, sin actores y fuera de los decorados", lo cual siempre es cuestionable, aunque nadie puede negar la voluntad de innovar y de ruptura respecto a los cánones establecidos. Después de haber tomado las imágenes en crudo, Vértov las cocina en la moviola empleando numerosos trucos ópticos que eran novedad en aquel momento, como la inversión del tiempo y el ralentizado, utilizados en exceso en algunas escenas. Además hay animaciones y otros recursos que juegan con la posibilidad del sonido, como la secuencia final de la instalación de la antena de radio... es la técnica puesta a disposición del relato en esta obra capital de la cinematografía, capaz de inspirar a creadores como Godard, Riefenstahl, Berliner, Val del Omar y muchos otros directores que han experimentado con la semiótica y las posibilidades expresivas del cine, y que han encontrado en Dziga Vértov un referente. 

A continuación se puede ver Cine-ojo en condiciones aceptables:

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LAS CINÉPHILAS. 2017, María Álvarez

En su primer largometraje documental, María Álvarez comienza a sentar las bases de sus trabajos posteriores en torno a las personas mayores y su relación con la expresión artística. Tal y como se indica en el título, Las cinéphilas hace referencia a la devoción que sienten por el cine seis mujeres maduras repartidas en tres países distintos: España, Uruguay y Argentina. Este último define la nacionalidad de la directora, quien realiza una película sencilla y cercana, un homenaje al público que asiste a las salas buscando distintas formas de evadir la realidad. Así, una de las mujeres quiere distraerse, otra obtener erudición, otra llenar compulsivamente su tiempo... todas ellas combaten la soledad y se asoman al mundo desde la butaca, con esa mezcla de fascinación y de introspección tan característica de los espectadores entregados a que les cuenten historias mediante imágenes.

El guion escrito por Álvarez sigue a las protagonistas en su día a día saltando de un escenario a otro, sin más orden que el que dicta la narración. Por eso al principio cuesta ubicarse en cada uno de los territorios, hasta que se entiende la intención de unir las afinidades de Las cinéphilas y los puntos en común, en lugar de recalcar sus diferencias. Las ciudades de Madrid, Montevideo y Buenos Aires marcan el devenir cotidiano de las protagonistas en su vínculo de complicidad con la directora, también encargada de llevar la cámara, producir el film y montarlo. Se trata de un proyecto pequeño que se hace grande según avanza y concreta su finalidad: mostrar a una generación de aficionadas que agotan sus últimos años embebidas por el cine, ajenas a las plataformas digitales y a las pantallas pequeñas que les aíslan en el hogar. El hecho de que todas sean mayores y sean mujeres dota al conjunto de una lectura social y política, una vindicación de la vida más allá de los márgenes productivos y un reconocimiento del género como elemento activo que dinamiza los espacios de cultura.

Las cinéphilas contiene menciones a Rossellini, Kurosawa, Truffaut, Malick y otros cineastas, si bien lo importante reside en la experiencia del público, más que en los detalles concretos. Álvarez completa con pequeñas pinceladas un paisaje impresionista que no pretende la excelencia técnica, de hecho, un mejor acabado estético tal vez hubiese aumentado la calidad del resultado... por ejemplo, apenas hay variaciones de luz y de atmósfera en las tres localizaciones internacionales, como si las funciones de las pequeñas cámaras de filmación eliminaran las distinciones geográficas y uniformaran las cualidades del plano. Aquí sí, la austeridad de medios juega en contra del lenguaje visual, aunque en todo lo demás, María Álvarez cumple sus propósitos con creces. Las cinéphilas proporciona el placer de los regalos inesperados y discretos, aquellos que se reciben sin altisonancias ni emociones forzadas y cuyo impacto se amplifica en la memoria.

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EL IMPERIO DE LA LUZ "Empire of light" 2022, Sam Mendes

No es casualidad que, en los últimos años, directores tan dispares como Spielberg, Tarantino, Chazelle o Pan Nalin hayan hecho sus particulares tributos al cine en forma de películas. Al fin y al cabo, la experiencia que acumulan como espectadores antecede a su condición de creadores, se han curtido en las salas y saben de sobra lo que es un rollo de celuloide, el ruido del proyector, las sesiones continuas... al igual que Sam Mendes, quien contribuye a este recuento de nostalgias con El imperio de la luz.

Y eso que las características del proyecto invitan a ponerse alerta. Se trata del primer guion original escrito por Mendes en toda su carrera, lo cual presupone un componente más íntimo que sus anteriores trabajos, más personal. Además hay elementos suficientes para hacer temer un derroche de sentimentalismo almibarado: el escenario de un antiguo cine en la costa sur de Inglaterra, los años ochenta, una mujer que sale de una quiebra emocional, la posibilidad de un nuevo amor, la lucha por los derechos sociales... el drama regado de cinefilia está servido en un bonito envoltorio de época y, sin embargo, nada llega al exceso, cada pieza del conjunto está medida hasta rozar la austeridad, si bien El imperio de la luz encaja en los parámetros del cine comercial de género. El rasgo que predomina es la corrección tanto en la forma como en el relato, por eso cada escena de la película busca la evolución narrativa y no la sorpresa, la lógica se impone a lo inesperado. Lo cual no resta interés: había diferentes opciones de abordar una historia como esta y Mendes elige el comedimiento. Mejor eso que el extremo contrario, mucho más habitual en títulos similares a El imperio de la luz.

Al tono general de mesura contribuye la interpretación de los actores, con Olivia Colman a la cabeza. La actriz se muestra plena de matices y es capaz de construir un personaje complejo a partir de comportamientos cotidianos que se van deteriorando según avanza la acción, con un abanico de reacciones de gran amplitud que van desde la introspección hasta el desbordamiento. La acompañan ilustres nombres británicos como Colin Firth y Toby Jones, además del menos conocido Micheal Ward, quien resuelve el difícil reto de dar la réplica a Colman.

También el lenguaje visual empleado por el director resulta contenido. Después del ejercicio de estilo que supuso 1917 y de pasar por la factoría industrial del agente 007, Mendes regresa a la pulcritud y la concisión de su cine de aromas clásicos (Camino a la perdición, Revolutionary Road) a la vez que practica la expresión propia. Hay una gran fluidez en la planificación de El imperio de la luz, todas las escenas están articuladas en torno al personaje protagonista ya sea por presencia o por ausencia, con un predominio de los planos abiertos y de conjunto muy poco frecuente en las pantallas actuales. Mendes sabe que el espacio que habitan los personajes termina por definirles, y más en este caso, cuando el escenario del cine Empire juega un papel tan importante en la trama. La fotografía de Roger Deakins recrea el pasado mediante la luz y el color sin ser artificial ni manierista, aportando el carácter adecuado a una ficción muy localizada en emplazamientos reales. El ciclo temporal que recorre la película tiene su traslación en las imágenes y a través de fragmentos literarios a los que hacen referencia los personajes en determinados momentos, evocaciones a T.S. Eliot y Philip Larkin que subrayan un lirismo no forzado, como todo cuanto sucede en el film. Esto es lo mejor que se puede decir de una película que hubiera podido caer con facilidad en la sensiblería y la autoindulgencia y que ofrece, en cambio, una discreta oda a las emociones calladas, a las miradas de los actores, a sus movimientos y a los lugares que ocupan. Es imposible contemplar el cine Empire y no sentir el temblor de la pérdida, el espejismo de algo que ya no volverá más que en los recuerdos del público de cierta edad.

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EL CARNAVAL DE LAS ALMAS. "Carnival of souls" 1962, Herk Harvey

Muchas veces, el origen de las películas es tan variado como incierto. Las hay que surgen de una idea o de una escena en concreto, de un acontecimiento histórico, de un personaje particular. El carnaval de las almas tiene como punto de partida un lugar que Herk Harvey encontró a su paso por Utah, un parque de atracciones cerrado que ofrecía posibilidades como escenario para una historia de terror. Harvey trabajaba haciendo vídeos educativos y buscaba la oportunidad de hacer su primer largometraje de ficción, inspirado por una obra escrita para la radio por Lucille Fletcher, que él mismo produciría con muchas libertades y poco presupuesto. En total serían tres semanas de filmación con actores no profesionales (él entre ellos) y un equipo que poseía más voluntad que experiencia. El resultado es una de las películas de culto por excelencia, un clásico de la serie B que ha influido a diversos cineastas haciendo verdad el dicho de que, en ocasiones, menos es más.

Y eso que El carnaval de las almas está lejos de ser perfecta... pero ahí reside su encanto, en su condición de obra amateur que asume riesgos que el propio director no controla y trata de resolver con imaginación, atrevimiento y cierta ingenuidad. John Clifford, colaborador del director en sus audiovisuales pedagógicos, es el encargado de mezclar en el guion los elementos narrativos tomados de distintas fuentes: el texto de Fletcher, la localización en Utah, la novela gótica norteamericana del siglo XIX, el expresionismo europeo. Una amalgama que funciona contra todo pronóstico, a pesar de la falta de experiencia de Clifford o tal vez gracias a ella. Puede que al conjunto le falte coherencia y robustez, ya que plantea incógnitas que solo resuelve la voluntariedad del espectador y que se bifurcan en un doble argumento: el evidente que se trasluce en las imágenes y el que se dilucida en la mente del público. La unión de ambos podría resumirse como el drama de una mujer interpretada por Candace Hilligoss, que se resiste a ingresar en el mundo de los muertos, quienes la reclaman después de haber sufrido un accidente de coche. En ese tránsito, su corporeidad se manifiesta ante determinadas personas mientras que en otros momentos desaparece, como una luz que se apaga progresivamente y sin remedio. La "carencia de alma" de la mujer explica su desapego por los seres vivos, incluido el hombre que muestra interés por acostarse con ella en la pensión donde conviven, lo que suma al conflicto sobrenatural un debate interno sobre sexualidad (la negación del físico) y sobre religión (la negación del espíritu).

Todas estas cuestiones alcanzan su representación estética en el trabajo conjunto de Herk Harvey y otro de sus compañeros habituales, Maurice Prather. El director de fotografía realiza también aquí su única incursión en el largometraje, sacando el máximo provecho de la escasez de recursos técnicos. El carnaval de las almas exhibe un poderoso influjo visual, resultado de aunar referencias al expresionismo mediante angulaciones de plano y fuertes contrastes de luz y sombra (además de trucos ópticos algo añejos) y cierto aire de documental informativo, reforzado por la decisión de filmar en blanco y negro. Es difícil permanecer ajeno a escenas tan potentes como la de la protagonista saliendo del río, o sus desconexiones con las personas del entorno que dejan de percibir su presencia. Sin embargo, estos aciertos no evitan determinados errores de montaje y excesos como el uso del zoom, que terminan por empobrecer el resultado. Los actores tampoco están a la altura de la complejidad que exige el proyecto, cuya estrechez de medios es a la vez una debilidad y un aliciente, porque hay otros aspectos que ganan a causa de la austeridad. Uno de ellos es la música, tocada en mayor parte con un órgano de iglesia capaz de contribuir al enrarecimiento de la atmósfera general.

En suma, El carnaval de las almas es una joya que ha ido adquiriendo brillo con los años, una de esas raras excepciones que otorgan a determinados autores el marchamo de malditos, al igual que sucedió con Charles Laughton y La noche del cazador o Dalton Trumbo y Johnny cogió su fusil. El fracaso y la incomprensión hicieron que Herk Harvey no volviese a dirigir cine, si bien sus ambiciones eran mucho más discretas que las de los anteriores citados. Él se conformaba con que su película pudiera rellenar los programas dobles de las pequeñas salas de barrio, por eso recortó el metraje hasta dejarlo en apenas ochenta minutos. Por fortuna, la película fue rescatada en décadas posteriores y hoy es reivindicada como uno de los iconos más genuinos del género de terror, un ejemplo de que se puede trascender desde la más absoluta independencia.

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EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA "Triangle of sadness" 2022, Ruben Östlund

Un lustro después de haber dirigido The Square, Ruben Östlund sigue caminando en el terreno de la sátira con determinación y paso firme. No puede ser de otro modo: la sátira es un género que no admite sutilezas ni equidistancias, dentro de su naturaleza está la provocación. En El triángulo de la tristeza, Östlund se despacha a gusto contra las clases dominantes y la cultura del postureo, estableciendo un combate social que se libra en alta mar, a bordo de un crucero de lujo.

La película está dividida en tres segmentos que van de lo individual a lo colectivo, de la historia de una pareja de jóvenes modelos al retrato de una comunidad cuyo orden jerárquico se invierte a causa de un imprevisto. O al menos eso es lo que parece, porque en realidad todo cuanto sucede en el guion está regido por la causalidad y por un sentido utilitario de la narración. Tal vez demasiado, hasta el punto de que El triángulo de la tristeza en ocasiones puede caer en la evidencia o el discurso fácil, pero así funciona la sátira desde que la inventaron los antiguos griegos: sin ambages y acertando en la diana a cañonazos. Östlund se vale de la caricatura de ciertos clichés para representar no solo a los mandamases que rigen el mundo a golpe de talonario, sino que también arroja una mirada inmisericorde hacia ese ganado sumiso que les mantiene en el poder, dentro de un sistema capitalista construido sobre la idea del "tanto tienes, tanto vales". En este sentido es muy revelador el personaje del capitán de la nave, interpretado con brillantez por Woody Harrelson, un marxista teórico que ahoga sus frustraciones en alcohol y oculta sus complejos de los tripulantes.

Más allá de los excesos argumentales, los exabruptos y la escatología, Östlund pone en práctica su habitual concisión en la puesta en escena y en el lenguaje cinematográfico. Lo que muestran las imágenes de El triángulo de la tristeza es tan importante como lo que no muestran, lo invisible completa lo visible a través de elipsis (que eluden el embarque de los viajeros y el naufragio, por ejemplo) y el empleo del fuera de campo, que antepone las consecuencias a las acciones (como la escena en que los empleados del barco se bañan por el capricho de una pasajera, omitiendo el contraplano de quienes contemplan la situación). Esta selección del punto de vista coloca al espectador en posiciones a veces incómodas, al lado de los que son objeto de la crítica, pero ahí está la comedia como recurso de distanciamiento... algo que Östlund maneja bien en términos visuales. El director sueco vuelve a contar con Fredrik Wenzel en la fotografía para recubrir las miserias morales del ser humano con una paleta de colores y una gama de luces de gran atractivo estético. Una contradicción buscada, al igual que sucede con la interpretación de los actores, capaces de insuflar vida a una caterva deshumanizada de oligarcas y plebeyos.

El amplio plantel está integrado por profesionales de diferentes países, puesto que El triángulo de la tristeza es una coproducción europea que supone una de las comedias más llamativas y punzantes de los últimos tiempos. Tiene la virtud de querer molestar y, sobre todo, guarda una lección que nunca pierde vigencia: todo aquel que detenta el poder termina corrompido, da igual el origen de su escalafón social. ¿Existe también aquí una incoherencia? Ruben Östlund es reconocido a nivel mundial, sus películas obtienen cada vez mayor presupuesto y ha logrado ingresar en la élite de los festivales. No faltará quien considere que con semejantes favores, no está legitimado para lanzar dardos al sistema y que sus películas sirven para aliviar la conciencia del público acomodado de izquierdas. O tal vez sea eso lo que le autoriza a hablar del neoliberalismo desde el corazón de la industria, como un caballo de Troya que trata de resquebrajar los cimientos del edificio que él mismo habita. En cualquier caso, es un autor capaz de asumir riesgos. Pueden ser algo burdos (poner a vomitar a todos los personajes como metáfora que asemeja el descontrol digestivo con el descontrol personal) pero qué duda cabe de que introducir una larga secuencia así en mitad de la película es un riesgo. Algo que muchos otros cineastas no están dispuestos a asumir.

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