EL IMPERIO DE LA LUZ "Empire of light" 2022, Sam Mendes

No es casualidad que, en los últimos años, directores tan dispares como Spielberg, Tarantino, Chazelle o Pan Nalin hayan hecho sus particulares tributos al cine en forma de películas. Al fin y al cabo, la experiencia que acumulan como espectadores antecede a su condición de creadores, se han curtido en las salas y saben de sobra lo que es un rollo de celuloide, el ruido del proyector, las sesiones continuas... al igual que Sam Mendes, quien contribuye a este recuento de nostalgias con El imperio de la luz.

Y eso que las características del proyecto invitan a ponerse alerta. Se trata del primer guion original escrito por Mendes en toda su carrera, lo cual presupone un componente más íntimo que sus anteriores trabajos, más personal. Además hay elementos suficientes para hacer temer un derroche de sentimentalismo almibarado: el escenario de un antiguo cine en la costa sur de Inglaterra, los años ochenta, una mujer que sale de una quiebra emocional, la posibilidad de un nuevo amor, la lucha por los derechos sociales... el drama regado de cinefilia está servido en un bonito envoltorio de época y, sin embargo, nada llega al exceso, cada pieza del conjunto está medida hasta rozar la austeridad, si bien El imperio de la luz encaja en los parámetros del cine comercial de género. El rasgo que predomina es la corrección tanto en la forma como en el relato, por eso cada escena de la película busca la evolución narrativa y no la sorpresa, la lógica se impone a lo inesperado. Lo cual no resta interés: había diferentes opciones de abordar una historia como esta y Mendes elige el comedimiento. Mejor eso que el extremo contrario, mucho más habitual en títulos similares a El imperio de la luz.

Al tono general de mesura contribuye la interpretación de los actores, con Olivia Colman a la cabeza. La actriz se muestra plena de matices y es capaz de construir un personaje complejo a partir de comportamientos cotidianos que se van deteriorando según avanza la acción, con un abanico de reacciones de gran amplitud que van desde la introspección hasta el desbordamiento. La acompañan ilustres nombres británicos como Colin Firth y Toby Jones, además del menos conocido Micheal Ward, quien resuelve el difícil reto de dar la réplica a Colman.

También el lenguaje visual empleado por el director resulta contenido. Después del ejercicio de estilo que supuso 1917 y de pasar por la factoría industrial del agente 007, Mendes regresa a la pulcritud y la concisión de su cine de aromas clásicos (Camino a la perdición, Revolutionary Road) a la vez que practica la expresión propia. Hay una gran fluidez en la planificación de El imperio de la luz, todas las escenas están articuladas en torno al personaje protagonista ya sea por presencia o por ausencia, con un predominio de los planos abiertos y de conjunto muy poco frecuente en las pantallas actuales. Mendes sabe que el espacio que habitan los personajes termina por definirles, y más en este caso, cuando el escenario del cine Empire juega un papel tan importante en la trama. La fotografía de Roger Deakins recrea el pasado mediante la luz y el color sin ser artificial ni manierista, aportando el carácter adecuado a una ficción muy localizada en emplazamientos reales. El ciclo temporal que recorre la película tiene su traslación en las imágenes y a través de fragmentos literarios a los que hacen referencia los personajes en determinados momentos, evocaciones a T.S. Eliot y Philip Larkin que subrayan un lirismo no forzado, como todo cuanto sucede en el film. Esto es lo mejor que se puede decir de una película que hubiera podido caer con facilidad en la sensiblería y la autoindulgencia y que ofrece, en cambio, una discreta oda a las emociones calladas, a las miradas de los actores, a sus movimientos y a los lugares que ocupan. Es imposible contemplar el cine Empire y no sentir el temblor de la pérdida, el espejismo de algo que ya no volverá más que en los recuerdos del público de cierta edad.