NOSOTROS. "Us" 2019, Jordan Peele

Desde hace siglos, los cuentos clásicos han cumplido la función de advertir a los menores de los peligros que les acechan fuera del hogar familiar, por medio de moralejas básicas y directas que enseñan a cuidarse de lo desconocido, a no desafiar las normas, a tomar precauciones frente a los extraños... Doctrinas transmitidas de padres a hijos que se van sofisticando en los géneros del fantástico y el terror, los cuales acrecientan el impacto e interpelan al inconsciente colectivo. El cine no es ajeno a estas enseñanzas y las refuerza aprovechando el poderoso influjo de las imágenes y la capacidad de recrear atmósferas, por eso, las películas que inspiran miedo son terreno fértil para las alegorías y las metáforas más o menos encubiertas. Buen ejemplo de ello es Nosotros, segundo largometraje de Jordan Peele tras haber saboreado las mieles del éxito con Déjame salir.
La película comienza con una serie de referencias aparentemente inconexas: un rótulo que informa de los espacios subterráneos ocultos a lo largo y ancho de los Estados Unidos, el anuncio televisivo de una campaña solidaria, un plano que muestra multitud de conejos de laboratorio encerrados en jaulas... estos y otros elementos dispersos se irán definiendo durante la película hasta converger al final, no sin antes haber experimentado giros bruscos y sorprendentes. Peele busca desconcertar al espectador y para ello vuelve a emplear la fórmula de mezclar el terror y la comedia negra, haciendo guiños al cine de los años ochenta (El resplandor, Poltergeist, Jóvenes ocultos) y a cineastas como John Carpenter, Wes Craven o Steven Spielberg. Las influencias se agolpan en la pantalla sin que el resultado parezca un pastiche, al contrario: Nosotros posee una fuerte identidad y un carácter propio que Peele obtiene gracias a su habilidad para generar tensión y su depurada narrativa visual, con movimientos de cámara virtuosos y un lenguaje muy dinámico que alterna ángulos y tamaños de plano en el montaje.
Sin duda, el talento de Peele es la puerta de acceso a una historia que requiere cierta predisposición por parte del público. Entrar en el laberinto que propone el director exige un mínimo esfuerzo comparado con las satisfacciones que depara, incluso para aquellos amantes de la crítica social que dejaron de encontrar en el género motivos de regocijo. Nosotros aspira a la subversión como lo hacían las producciones de serie B y el cine de género de otras épocas, cuando el fantástico era el mejor subterfugio para tratar temas considerados incómodos por los medios convencionales. Por eso, aunque el trasfondo del film tenga gravedad, la manera de ilustrarlo en la pantalla es deliciosamente lúdica y perversa, convirtiendo el visionado en un ejercicio gozoso de auto-afirmación y de homenaje a una cultura considerada de segundo grado (a la que pertenecen el cómic, la novela pulp, el videoclip o las teleseries).
El mérito de Jordan Peele consiste en aglutinar todos estos ingredientes y darles consistencia, con la complicidad de los equipos técnico y artístico, incluidos los actores. Lupita Nyong'o se sitúa al frente del reparto y muestra su sintonía con el director por medio de recursos interpretativos que están siempre a un paso del exceso, tal y como manda el tono del conjunto. Ambos consiguen dar forma a una película inesperada y apasionante, un divertimento mayor que logra sortear numerosos riesgos a fuerza de imaginación estética y de controladas dosis de locura. Los que estén libres de prejuicios, que se preparen para disfrutar sufriendo.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Michael Abels. El músico repite con Jordan Peele y vuelca en una cascada de cuerdas la angustia y el misterio que contiene Nosotros. Para escuchar con la luz encendida:

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DEUDA DE HONOR. "The Homesman" 2014, Tommy Lee Jones

Casi una década después de haber dirigido su primer largometraje, Tommy Lee Jones vuelve a situarse a ambos lados de la cámara en Deuda de honor, adaptación de una de las novelas del Oeste escritas por Glendon Swarthout. El texto original narra la odisea de una campesina que debe trasladar a tres mujeres que sufren trastorno mental a través de los Estados Unidos, en compañía de un inadaptado social a quien da vida Lee Jones. El cineasta aprovecha estos mimbres para entretejer algunas de las principales claves del género: la influencia del paisaje en la acción, el viaje como recorrido vital de los personajes y el dibujo de sus perfiles psicológicos para establecer cuestionamientos morales.
Estos elementos se exponen en la película con destreza formal y dramática, dando cuenta de las capacidades del director y de todo el equipo. Empezando por los actores, a cuya cabeza está Hilary Swank interpretando a la heroína de la historia. La actriz ya ha demostrado en anteriores ocasiones su solvencia para encarnar personalidades fuertes, pero esta vez pone al límite sus recursos en un papel muy exigente y a la vez de gran contención. Por el contrario, Lee Jones representa a un pintoresco granuja de gesto amplio y palabra fácil. Sus caracteres opuestos se complementan perfectamente, bien pertrechados por un reparto con nombres conocidos como James Spader, Meryl Streep y John Lithgow. Todos ellos conforman el paisaje humano de Deuda de honor, en concordancia con los entornos naturales reflejados por la fotografía de Rodrigo Prieto. Las imágenes del film contienen expresividad y belleza, en su justa medida para no edulcorar la dureza del relato pero al mismo tiempo conservando su aire de fábula de superación. Al igual que sucedía en Los tres entierros de Melquiades Estrada, Tommy Lee Jones dota de una poderosa identidad visual a la película, planificada y montada con brío. Solo se aprecia una deficiencia en el primer acto de Deuda de honor, y son los flashbacks que explican la enajenación que afecta a las mujeres, escenas que no terminan de encajar por reiterativas y porque interrumpen la fluidez del planteamiento. Todo lo demás alcanza la excelencia y supone una más que digna recuperación de los cánones del western, género al que Tommy Lee Jones rinde tributo con talento y con el respeto de quien conoce los clásicos. Ojalá este gran actor se prodigara también como director. Su rostro y su figura parecen tallados para calzar sombrero y montar a caballo, y su sensibilidad como cineasta ha quedado probada en dos largometrajes que muchos directores afamados querrían tener en sus filmografías.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Marco Beltrami. Un conjunto de melodías sencillas y eficaces, que transmiten intimidad y contienen evocaciones a los espacios abiertos y los instrumentos tradicionales tan comunes al western. Relájense y disfruten:

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ENTRE DOS AGUAS. 2018, Isaki Lacuesta

El director Isaki Lacuesta dirige en 2006 La leyenda del tiempo, una película que mezcla el documental y la ficción siguiendo los pasos de un niño gitano devastado por la muerte de su padre. Doce años después, la relación mantenida entre el cineasta y el actor provoca una continuación que se puede ver de manera independiente a su antecesora, aunque ambas comparten el carácter humanista y un fuerte sentido de la realidad. Entre dos aguas ilustra el interés de Lacuesta por el transcurso del tiempo, no solo como materia narrativa sino como forma de reflexionar en torno al cine, a su propia naturaleza y a la persistencia de las imágenes. El tiempo pasado y el presente se alternan a lo largo de la película creando un espacio común, el mismo que ocupa la tristeza del personaje protagonista.
Han pasado los años e Isra asiste al parto de su tercera hija, mientras en el pasillo del hospital le esperan los guardias para devolverlo a la cárcel. Cumple condena por trapicheos a la vez que su hermano Cheíto se gana la vida como panadero en un buque de la Armada. A pesar de tener la misma sangre, recorren caminos distintos. Cuando Isra obtiene la libertad, los hermanos se reencuentran para volver a definir sus rutinas y las de los personajes que les rodean. Hasta aquí, las coincidencias entre los actores y los personajes son numerosas, tanto como las diferencias. Porque Israel Gómez Romero nunca ha estado preso, pero el nacimiento de su hija es verdadero, así como el tatuaje que se hace en la espalda para perpetuar el recuerdo de la tragedia familiar.
Durante toda la película hay un diálogo entre lo real y lo elaborado en el guión por Isaki Lacuesta e Isa Campo, una captura de experiencias muy arraigadas al lugar que refleja la cámara en mano y la magnífica fotografía de Diego Dussuel. La luz cruda de la Isla de San Fernando y los colores de la bahía llenan la pantalla y dan identidad al conjunto, al igual que la música de Raül Refree. Cada elemento de la película persigue la inmediatez, la sensación de estar acompañando a los personajes en el mismo momento en el que suceden las cosas. Por eso, Entre dos aguas se adhiere a una corriente de neorrealismo español desarrollada en los años 50, que Lacuesta traslada hasta nuestros días evitando las convenciones formales y las interferencias de la ficción. El director busca la cercanía y provocar emociones directas, lo que consigue con creces gracias a la implicación de los actores y a la mirada atenta que sabe arrojar sobre el entorno. Aunque el film aspire a una objetividad sin aditivos, hay mucho cine en sus imágenes, la prueba fehaciente de que Isaki Lacuesta es uno de los autores actuales con mayor personalidad, capaz de hacer suya esta moderna parábola de Caín y Abel en el sur de España.

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CASA DE TOLERANCIA. "L'apollonide" 2011, Bertrand Bonello

Sobre el papel, Casa de tolerancia podría ser una más de las películas dedicadas a satisfacer el morbo fácil y el erotismo de diseño tan habituales en las historias de prostitución. Sin embargo, el director Bertrand Bonello se muestra más interesado en retratar la vida cotidiana de las mujeres que trabajan en L'apollonide, un burdel de lujo en el París del cambio de siglo. La cámara asiste a sus encuentros sexuales, pero sobre todo a los momentos de espera, los preparativos, las revisiones médicas, las conversaciones comunes... por eso, no se trata de un film convencional sino de una obra semejante a un cuadro en movimiento. Bonello elabora frente a la cámara un espacio escénico en el que los personajes representan sus miedos e ilusiones imbuidos por la atmósfera que les rodea, lo que otorga al director la condición de pintor, coreógrafo y dramaturgo, todo ello sin perder nunca de vista el sentido global del proyecto. Que no es otro que reflejar la rutina en un entorno excepcional, la humanidad de unas mujeres que son vistas como divinidades por los acaudalados clientes.
Lo primero que llama la atención de Casa de tolerancia es su evidente voluntad de estilo. Bonello cuida las imágenes con detalle, la composición de los encuadres y los elementos que integran el plano, con el fin de crear un ambiente que se impone sobre todo lo demás. Al contrario de lo que suele suceder, este afán esteticista no lastra la narración sino que le da sentido, ya que Bonello pretende transmitir sensaciones antes que ninguna otra cosa. Esto explica que suenen en la banda sonora algunas canciones muy posteriores a la época, supeditando la fidelidad temporal a la eficacia dramática de Lee Moses o los Moody Blues. La importancia de la forma sobre el contenido se expresa también en el hecho de que las vicisitudes de las protagonistas se cuentan de manera fragmentada e incompleta, como piezas de un mosaico que se va desvelando según avanza el metraje. El espectador nunca llega a conocer del todo a los personajes ni el resultado de sus acciones, lo cual otorga a la película cierto misterio que la vuelve muy interesante y afianza su condición de fetiche para voyeurs y amantes de la belleza en general.
Como es natural, las actrices tienen gran responsabilidad en el resultado del film. El reparto coral contiene los nombres de Adèle Haenel, Céline Sallette, Iliana Zabeth, Esther Garrel, Jasmine Trinca... todas ellas definen las distintas personalidades de las mujeres a las que interpretan con pocas pinceladas pero precisas, las suficientes para adentrarse en su mundo hermético. Solo hay un momento en el que la cámara sale al exterior y es la escena de la excursión campestre, una bocanada de aire fresco en medio de la película que rompe la teatralidad y la circunspección del conjunto. El resto sucede entre las paredes de L'apollonide, bajo la tutela de la propietaria que mira las cuentas con preocupación. Los impuestos amenazan la viabilidad del negocio, mientras sus ocupantes tratan de saldar sus propias deudas relacionándose con hombres que les proporcionan dinero y estabilidad, pero en ocasiones también enfermedades y peligro. Casa de tolerancia expone la vulnerabilidad de las prostitutas y la explotación a la que se ven sometidas sin hacer una enmienda a la totalidad, puesto que Bonello muestra también rasgos de humanidad y confraternidad entre ellas. No obstante, la película termina con una imagen tremenda que parece querer ilustrar la decadencia del negocio y la necesidad de regulación en el presente. Las imágenes muestran el local que ocupó hace tiempo L'apollonide, ahora reconvertido una de las tiendas de ropa que abundan en la ciudad de París. En medio del ajetreo urbano, las prostitutas siguen ejerciendo el oficio expuestas a la indefensión y la hostilidad de la calle. Un mazazo de realidad frente a la poesía y el pictoricismo de todo lo visto antes.

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DESPERTAR EN EL INFIERNO. "Wake in fright" 1971, Ted Kotcheff

Durante cuatro décadas, Despertar en el infierno ha sido una película maldita que permanecía oculta a ojos del gran público. La dureza del argumento y la violencia directa e indirecta que transpiran sus imágenes ha influido en que permaneciese escondida hasta el año 2009, cuando es restaurada y valorada como un verdadero film de culto. Los motivos no son pocos.
Antes de ser domesticado por Hollywood en los años ochenta, Ted Kotcheff había desarrollado su carrera en el Reino Unido y Canadá, su país natal. Allí se formó como director de cine, teatro y televisión hasta que, recién inaugurados los setenta, se traslada a Australia para realizar Despertar en el infierno. La adaptación de la novela de Kenneth Cook que arroja una mirada cruda y despiadada sobre las pequeñas poblaciones que viven aisladas de los grandes núcleos urbanos. La película no cuenta con una gran producción pero sabe aprovechar al máximo los elementos de la zona e incluirlos en la acción: los paisajes agrestes, las tabernas destartaladas, las calles cubiertas por el polvo... y sobre todo, el calor. En la navidad australiana, el sol abrasa y empapa de sudor a todos los personajes, quienes pasan las horas refugiados en los bares y bebiendo cantidades ingentes de cerveza. La gran mayoría son hombres, trabajadores de la minería embrutecidos por el alcoholismo y la ausencia de mujeres. En este lugar recala un profesor de escuela que disfruta de unos días de vacaciones, y lo que se prometía como una parada de tránsito camino a Sídney, se prolongará indefinidamente envolviendo al protagonista en una espiral de crueldad y autodestrucción.
La habilidad de Kotcheff consiste en no despegarse nunca del punto de vista del personaje interpretado por Gary Bond, lo que empuja al espectador a involucrarse en la historia. Siendo una película tan visceral y en la que los sentidos permanecen siempre alerta, la experiencia de ver Despertar en el infierno se parece a pocas otras. Es un título que proporciona un malestar intencionado, que no se logra con efectos especiales ni con un gran presupuesto. Un sentimiento de inquietud que atraviesa la pantalla y se clava en el público, gracias a la inmediatez que transmiten las imágenes, los movimientos de cámara, la composición de los encuadres, el ritmo que imprime el montaje... Kotcheff se muestra atrevido e inspirado, capaz de influir a directores cercanos (George Miller) y lejanos (Martin Scorsese).
Al igual que sucede en películas como Conspiración de silencio o La jauría humana, en Despertar en el infierno se expone la hostilidad de una comunidad encerrada en sus propios hábitos, que tiene la violencia como seña de identidad. Por eso, aparte de la agresividad implícita que sobrevuela cada fotograma está la violencia explícita, que resulta mucho más cuestionable. Es difícil contemplar la escena de la matanza de los canguros sin sentir un nudo en la garganta, hasta el punto de que los créditos finales contienen una explicación para el público. Se trate de sadismo o de un imperativo para reforzar la decadencia del personaje, lo cierto es que este momento en concreto y la película en general deparan sensaciones contradictorias: no quieres seguir viendo ni tampoco puedes dejar de mirar. Es el hechizo de esta película atípica y bizarra, a la que tanto contribuyen los numerosos actores que integran el reparto, todos ellos convincentes. Cabe destacar a Donald Pleasence, que borda uno de esos personajes secundarios que se adueñan del relato.
En suma, Despertar en el infierno supone una poderosa experiencia inmersiva que permanece en la memoria durante mucho tiempo, la prueba de que con libertad y talento se pueden alcanzar resultados tan fascinantes como este film convertido en clásico del cine de culto. Imprescindible para los amantes de las rarezas y las emociones intensas.

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BESOS ROBADOS. "Baisers volés" 1968, François Truffaut

Besos robados es el tercero de los títulos en los que François Truffaut desarrolla el personaje de Antoine Doinel, el alter ego del director que apareció por primera vez siendo niño en Los 400 golpes, y que después fue madurando en el cortometraje Antoine y Colette (incluido en la película El amor a los veinte años). En esta ocasión, Doinel es licenciado del ejército y se incorpora a la vida civil, en la que tendrá que desempeñar diferentes oficios para alcanzar la estabilidad económica y sentimental: conserje nocturno en un hotel, detective y reparador de televisores. Cada uno de estos trabajos ocupa un acto de la película, siendo el principal el de investigador privado. Entre medias evoluciona la relación que mantiene con Christine, su antigua novia, y con otras mujeres que entran y salen de su vida.
Truffaut sigue las andanzas del protagonista con ritmo y humor, siempre atento a la expresividad de Jean-Pierre Léaud. El actor ha crecido en la pantalla y la complicidad que mantiene con el director se percibe en todo momento, generando una atmósfera distendida que trasciende el set de rodaje y forma parte de la trama. Esta naturalidad se refleja también en la manera que tiene Truffaut de filmar los espacios donde transcurre la acción, lugares cotidianos de la ciudad de París que la cámara captura sin buscar la solemnidad ni la belleza. No obstante, hay algunas secuencias que rompen el realismo predominante, como la de la carta que viaja a través de los tubos neumáticos o el recorrido final por la casa hasta llegar a la cama en la que descansa la pareja. Son revelaciones de un autor apasionado por el cine que rinde tributo a sus maestros: Ophüls, Siodmak, Welles... No en vano, Besos robados comienza con una imagen del exterior de la Cinemateca y un rótulo dedicado a Henri Langlois, presidente que había sido destituido y que fue depuesto gracias a las presiones ejercidas por Truffaut y otros directores.
Vista hoy, Besos robados resulta entrañable. El candor con el que se describen las relaciones entre los personajes y la mirada siempre presente de Truffaut confieren a la película un carácter profundamente humanista, que lo mismo divierte como regala agudas reflexiones. Cada fotograma describe el ideario compartido de un director y un actor que se funden en uno, y que regalan al público una buena ración de sonrisas que hacen pensar. Nada más y nada menos.

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LA QUIETUD. 2018, Pablo Trapero

Uno de los temas predilectos de Pablo Trapero es la familia. Así lo atestiguan títulos como Familia rodante, Nacido y criado y El clan, películas que identifican la unidad familiar con el refugio y el encuentro de identidades, pero también con el aislamiento y la confrontación. El cineasta argentino va un paso más allá y en La quietud explora los intrincados recodos de las relaciones familiares, en lo que supone su mayor acercamiento al género del folletín y el drama de sentimientos.
Amante de las historias intensas y los riesgos argumentales, Trapero esta vez salta al vacío sobrevolando las convenciones y los modelos hegemónicos de la institución, si es que los Montemayor pueden considerarse una familia como las demás. Pero no lo son. Se trata de una estirpe privilegiada que representa la élite social de un país en el que perviven vestigios de la dictadura. Este mismo asunto era conjugado en pretérito por Trapero en El clan, y ahora lo hace en presente, aunque en ambos casos resulta esencial la figura del padre y la noción del secreto. En La quietud, la muerte del patriarca es el desencadenante de la trama, aunque las protagonistas son sus hijas, interpretadas por Martina Gusman y Bérénice Bejo. Ellas y la madre, encarnada por Graciela Borges, se reúnen en la finca que da nombre a la película, un paraíso donde ajustarán cuentas con el pasado y que sirve a Trapero para ilustrar las contradicciones de las castas que influyen en el país. Una oligarquía dependiente de la servidumbre y que mantiene usos ancestrales (la campanilla para llamar al servicio, los cortes intermitentes de luz). Por estos y otros motivos, La quietud es con probabilidad el film más simbólico del director, y también el más temerario. Cabe señalar que, al final, Trapero hace una enmienda y su propuesta de familia alternativa a la tradicional resulta vencedora, por encima incluso del tabú.
Los vínculos entre los personajes existen desde mucho antes de que los conozca el espectador, por lo tanto, hay una perpetua sensación de descubrimiento que se potencia con los giros que adopta el guion. Conviene desvelar lo menos posible para dejarse arrastrar por el torbellino de emociones que propone Trapero y que demanda cierta predisposición, tal y como sucede con el cine de Douglas Sirk o Arturo Ripstein, por citar dos autores de diferentes épocas. Al igual que éstos, Trapero emplea ingeniosos recursos visuales para reflejar las pasiones, como la escena en la que madre e hija discuten durante la proyección, o en el elaborado plano secuencia del sepelio. Son momentos en los que el director ejercita sus habilidades sin recurrir al exceso, ya que la historia posee suficiente contundencia como para echar más leña al fuego. Merece la pena prestar atención también al sonido, con elementos de gran expresividad tanto naturales (la respiración de la madre) como artificiales (las máquinas conectadas al padre).
Como es habitual, Trapero pone el acento en los personajes, lo cual exige una gran complicidad con los actores. Todos ellos cumplen su cometido con creces, en especial Gusman y Bejo. Ambas logran atravesar la pantalla e impregnar el conjunto de sensualidad, uno de los elementos que contribuyen a crear esa atmósfera tan peculiar y sugerente que caracteriza a La quietud. Una película cuya mayor virtud es la de asumir retos que las actrices saben solucionar y que será recordada como una película atípica dentro de la siempre interesante filmografía de Pablo Trapero.

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LA TRINCHERA INFINITA. 2019, Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga

El cuarto largometraje de ficción nacido de la productora Moriarti supone un punto de inflexión respecto a los anteriores títulos de la compañía. Para empezar, es el primero filmado en su integridad en lengua castellana y fuera del ámbito del País Vasco, una tierra cuya identidad han ido desentrañando los creadores de 80 egunean, Loreak y Handia. Son películas con una fuerte raigambre al lugar donde han sido creadas y que han conseguido, además, una proyección amplia gracias a su interés humanista, sus historias bien trenzadas y su acabado formal. Tres cualidades que persisten en La trinchera infinita y que se trasladan hasta la Andalucía de posguerra, en un periodo que abarca tres décadas en la vida del matrimonio formado por Higinio y Rosa. Él es uno de los denominados topos que, al término de la contienda, se ocultaron a ojos de los demás en escondites domésticos sin más complicidad que la de los miembros cercanos de la familia. Las vicisitudes que conlleva este peculiar cautiverio son el núcleo de la narración que los directores Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga llevan a la pantalla con una mezcla de drama intimista y thriller de suspense, acertando en ambos terrenos.
Aparte de denunciar las consecuencias del conflicto armado, La trinchera infinita es una película que trata el transcurso del tiempo. Es por eso que la estructura lineal y cronológica de la trama adquiere gran importancia, incidiendo en el desarrollo de los personajes y las acciones. Cada episodio es presentado mediante un concepto (encierro, miedo, exhumar...) cuyo significado se ilustra en la pantalla, de manera semántica y argumental. Así, la película establece un diálogo entre lo general y lo particular, en una búsqueda por concretar los horrores de la guerra civil española tras las paredes de una pequeña casa de pueblo. Para que esta síntesis adquiera credibilidad es necesario que el público se identifique con los personajes afectados por la tragedia, algo de lo que depende la interpretación de los actores. Antonio de la Torre y Belén Cuesta realizan un trabajo prodigioso, que debería ser contemplado en las escuelas de arte dramático. El dominio que ambos poseen del gesto y la palabra, su sentido de la medida y la capacidad de expresar más de lo que aparece en el guión, logra crear dos seres de carne y hueso que cargan sobre sus espaldas con el peso del relato y lo conducen hasta cotas muy altas. Ellos llenan La trinchera infinita y se merecen todos los elogios, aunque no están solos en esta tarea.
El trío formado por Garaño, Arregi y Goneaga comparten e intercambian las funciones de producción, guión y dirección, demostrando una vez más su habilidad para contar historias por medio de imágenes de gran expresividad, con un lenguaje formal rico en tamaños y angulaciones. El hecho de que en la película abunden los planos cortos y cerrados no ahoga su aliento cinematográfico, al revés: invita a que los espectadores se adentren en el mundo interior de los protagonistas y a concentrarse en los detalles. Los tres cineastas juegan profusamente con los puntos de vista y con la condición del observador y el observado, en una alegoría voyeurista que entronca con la propia naturaleza del cine. De esta manera, La trinchera infinita propone un estimulante ejercicio narrativo que evidencia las capacidades de los tres autores y del resto de la familia Moriarti: la fotografía de Javier Agirre, la música de Pascal Gaigne, el montaje de Raúl López y Laurent Dufreche... Ellos y el resto del equipo contribuyen a depurar el resultado de este film ejemplar, que proporciona reflexión y emociones a partes iguales. Una película que deja testimonio de un pasado al que no debemos nunca regresar.

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DINERO SUCIO. "The Laundromat" 2019, Steven Soderbergh

El escándalo destapado en 2016 por los Papeles de Panamá tiene ahora su traslación al cine de mano de Steven Soderbergh, director con experiencia en abordar asuntos desde diferentes puntos de vista. Ya lo hizo tiempo atrás en Traffic y Contagio, pero en esta ocasión, Dinero sucio se parece más a aquellas películas de episodios que proliferaron en los años sesenta y setenta. El guion escrito por Scott Z. Burns emplea a dos personajes como narradores, los abogados del bufete Mossack Fonseca, a quienes dan vida Gary Oldman y Antonio Banderas. Ambos actores conducen con gracia el relato de estafas, corrupción y malversaciones a través de distintos capítulos con una evidente voluntad didáctica. Se trata de que el espectador comprenda términos complejos de la ingeniería financiera como los paraísos fiscales o las sociedades pantalla, por medio de varias situaciones protagonizadas por una viuda a la espera de cobrar el seguro de vida de su marido, un empresario que trata de comprar el silencio de su hija, un hombre de negocios que utiliza sus influencias dentro de la esfera política... cada una de estas historias sucede en lugares diversos, desde Estados Unidos hasta China o las islas del Caribe, lo cual demuestra el alcance global del caso.
Soderbergh ejercita su habitual sentido del ritmo y sus habilidades visuales para promover el interés de este ensayo disfrazado de ficción. Dinero sucio logra acceder a un público amplio gracias al humor con el que se describen las acciones, en un acto de militancia ideológica donde se mezclan la sátira y la denuncia social. El director mantiene su discurso en contra del capitalismo salvaje y los excesos del liberalismo económico en convivencia con las élites del poder, y lo hace como mejor sabe: empleando el distanciamiento y la caricatura, es decir, el espectáculo. Cada imagen del film contiene acusaciones que se van acumulando hasta la llegada del final, un alegato ante la cámara recitado por Meryl Streep mientras se desprende de la caracterización de su personaje. Es entonces cuando el perpetuo juego de realidad e invención que mantiene la película se fusiona en un mismo plano y las múltiples líneas narrativas desplegadas durante el metraje se enlazan en una declaración de principios directa y contundente, una llamada a tomar conciencia. Soderbergh no engaña a nadie, esto es cine cuyo fin es apelar a la justicia y a la ética. Su talento como director permite que la soflama se vuelva entretenida y que los argumentos se expongan de manera apasionante. Es imposible no sentirse fascinado por los planos secuencia en los que los Oldman y Banderas dan continuidad a los segmentos que dividen la película, aportando unidad al conjunto. En las demás escenas de Dinero sucio prima el montaje, muy efectivo al igual que el resto de los apartados técnicos y artísticos del film.
Por estos motivos, cabe destacar el resultado como un ejemplo perfecto de las posibilidades que tiene el cine para propagar ideas, todas ellas expresadas en el libro de partida de Jake Bernstein, que Steven Soderbergh y el guionista Scott Z. Burns transforman en puro divertimento. Muchos podrán acusar a Dinero sucio de ser cine de pancarta, como si eso fuera algo malo. ¿Acaso no es en las pancartas donde la gente común puede proclamar sus pensamientos en público? Está claro que Soderbergh no es un hombre común, es un director de cine afamado y emplea la cámara como altavoz. Los que estén dispuestos a escucharle, tienen garantizado el disfrute.

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