LA QUIETUD. 2018, Pablo Trapero

Uno de los temas predilectos de Pablo Trapero es la familia. Así lo atestiguan títulos como Familia rodante, Nacido y criado y El clan, películas que identifican la unidad familiar con el refugio y el encuentro de identidades, pero también con el aislamiento y la confrontación. El cineasta argentino va un paso más allá y en La quietud explora los intrincados recodos de las relaciones familiares, en lo que supone su mayor acercamiento al género del folletín y el drama de sentimientos.
Amante de las historias intensas y los riesgos argumentales, Trapero esta vez salta al vacío sobrevolando las convenciones y los modelos hegemónicos de la institución, si es que los Montemayor pueden considerarse una familia como las demás. Pero no lo son. Se trata de una estirpe privilegiada que representa la élite social de un país en el que perviven vestigios de la dictadura. Este mismo asunto era conjugado en pretérito por Trapero en El clan, y ahora lo hace en presente, aunque en ambos casos resulta esencial la figura del padre y la noción del secreto. En La quietud, la muerte del patriarca es el desencadenante de la trama, aunque las protagonistas son sus hijas, interpretadas por Martina Gusman y Bérénice Bejo. Ellas y la madre, encarnada por Graciela Borges, se reúnen en la finca que da nombre a la película, un paraíso donde ajustarán cuentas con el pasado y que sirve a Trapero para ilustrar las contradicciones de las castas que influyen en el país. Una oligarquía dependiente de la servidumbre y que mantiene usos ancestrales (la campanilla para llamar al servicio, los cortes intermitentes de luz). Por estos y otros motivos, La quietud es con probabilidad el film más simbólico del director, y también el más temerario. Cabe señalar que, al final, Trapero hace una enmienda y su propuesta de familia alternativa a la tradicional resulta vencedora, por encima incluso del tabú.
Los vínculos entre los personajes existen desde mucho antes de que los conozca el espectador, por lo tanto, hay una perpetua sensación de descubrimiento que se potencia con los giros que adopta el guion. Conviene desvelar lo menos posible para dejarse arrastrar por el torbellino de emociones que propone Trapero y que demanda cierta predisposición, tal y como sucede con el cine de Douglas Sirk o Arturo Ripstein, por citar dos autores de diferentes épocas. Al igual que éstos, Trapero emplea ingeniosos recursos visuales para reflejar las pasiones, como la escena en la que madre e hija discuten durante la proyección, o en el elaborado plano secuencia del sepelio. Son momentos en los que el director ejercita sus habilidades sin recurrir al exceso, ya que la historia posee suficiente contundencia como para echar más leña al fuego. Merece la pena prestar atención también al sonido, con elementos de gran expresividad tanto naturales (la respiración de la madre) como artificiales (las máquinas conectadas al padre).
Como es habitual, Trapero pone el acento en los personajes, lo cual exige una gran complicidad con los actores. Todos ellos cumplen su cometido con creces, en especial Gusman y Bejo. Ambas logran atravesar la pantalla e impregnar el conjunto de sensualidad, uno de los elementos que contribuyen a crear esa atmósfera tan peculiar y sugerente que caracteriza a La quietud. Una película cuya mayor virtud es la de asumir retos que las actrices saben solucionar y que será recordada como una película atípica dentro de la siempre interesante filmografía de Pablo Trapero.