LA TRINCHERA INFINITA. 2019, Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga

El cuarto largometraje de ficción nacido de la productora Moriarti supone un punto de inflexión respecto a los anteriores títulos de la compañía. Para empezar, es el primero filmado en su integridad en lengua castellana y fuera del ámbito del País Vasco, una tierra cuya identidad han ido desentrañando los creadores de 80 egunean, Loreak y Handia. Son películas con una fuerte raigambre al lugar donde han sido creadas y que han conseguido, además, una proyección amplia gracias a su interés humanista, sus historias bien trenzadas y su acabado formal. Tres cualidades que persisten en La trinchera infinita y que se trasladan hasta la Andalucía de posguerra, en un periodo que abarca tres décadas en la vida del matrimonio formado por Higinio y Rosa. Él es uno de los denominados topos que, al término de la contienda, se ocultaron a ojos de los demás en escondites domésticos sin más complicidad que la de los miembros cercanos de la familia. Las vicisitudes que conlleva este peculiar cautiverio son el núcleo de la narración que los directores Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga llevan a la pantalla con una mezcla de drama intimista y thriller de suspense, acertando en ambos terrenos.
Aparte de denunciar las consecuencias del conflicto armado, La trinchera infinita es una película que trata el transcurso del tiempo. Es por eso que la estructura lineal y cronológica de la trama adquiere gran importancia, incidiendo en el desarrollo de los personajes y las acciones. Cada episodio es presentado mediante un concepto (encierro, miedo, exhumar...) cuyo significado se ilustra en la pantalla, de manera semántica y argumental. Así, la película establece un diálogo entre lo general y lo particular, en una búsqueda por concretar los horrores de la guerra civil española tras las paredes de una pequeña casa de pueblo. Para que esta síntesis adquiera credibilidad es necesario que el público se identifique con los personajes afectados por la tragedia, algo de lo que depende la interpretación de los actores. Antonio de la Torre y Belén Cuesta realizan un trabajo prodigioso, que debería ser contemplado en las escuelas de arte dramático. El dominio que ambos poseen del gesto y la palabra, su sentido de la medida y la capacidad de expresar más de lo que aparece en el guión, logra crear dos seres de carne y hueso que cargan sobre sus espaldas con el peso del relato y lo conducen hasta cotas muy altas. Ellos llenan La trinchera infinita y se merecen todos los elogios, aunque no están solos en esta tarea.
El trío formado por Garaño, Arregi y Goneaga comparten e intercambian las funciones de producción, guión y dirección, demostrando una vez más su habilidad para contar historias por medio de imágenes de gran expresividad, con un lenguaje formal rico en tamaños y angulaciones. El hecho de que en la película abunden los planos cortos y cerrados no ahoga su aliento cinematográfico, al revés: invita a que los espectadores se adentren en el mundo interior de los protagonistas y a concentrarse en los detalles. Los tres cineastas juegan profusamente con los puntos de vista y con la condición del observador y el observado, en una alegoría voyeurista que entronca con la propia naturaleza del cine. De esta manera, La trinchera infinita propone un estimulante ejercicio narrativo que evidencia las capacidades de los tres autores y del resto de la familia Moriarti: la fotografía de Javier Agirre, la música de Pascal Gaigne, el montaje de Raúl López y Laurent Dufreche... Ellos y el resto del equipo contribuyen a depurar el resultado de este film ejemplar, que proporciona reflexión y emociones a partes iguales. Una película que deja testimonio de un pasado al que no debemos nunca regresar.