Las minas del rey Salomón. "King Solomon's Mines" 1950, Andrew Marton y Compton Bennett

En 1950, el productor Sam Zimbalist trasladó a la pantalla el clásico de la literatura de aventuras Las minas del rey Salomón, de H. Rider Haggard, sin escatimar esfuerzos ni presupuesto. El resultado es una de las cumbres del género, una película que si bien mira de soslayo a la versión anterior de 1937, supone todo un referente para futuras producciones.
Hasta entonces, muchos de los films que ambientaban sus peripecias en África solían recurrir bien a localizaciones de parecido dudoso cercanas a Hollywood, bien a decorados fabricados en estudio, o bien a imágenes de archivo rodadas por una segunda unidad, que después eran incrustadas tras los actores mediante transparencias. La virtud de Las minas del rey Salomón fue la de trasladar al equipo técnico y artístico hasta el corazón del relato, aprovechando al máximo el rodaje en exteriores naturales. Esta circunstancia favorece algunos de los puntos fuertes de la película, como son el empleo del color, la participación de los nativos de la zona y la variedad de escenarios exóticos.
Zimbalist contó con el inestimable trabajo de Andrew Marton y Compton Bennett, dos directores obedientes con los que compartía el gusto por lo épico y el cine monumental. En el elenco, un actor nacido para la aventura como Stewart Granger y una intérprete de amplios recursos dramáticos como Deborah Kerr. Y para redondear el conjunto, la dirección de fotografía de Robert Surtees empleando los recursos plásticos del technicolor para conseguir imágenes de gran belleza visual. En suma, una reunión de talentos capaces de hacer girar los engranajes de esta máquina diseñada para el entretenimiento.
Pero no todo en la película responde a la fórmula tradicional de un gran estudio como MGM. También hay sorpresas, la más llamativa, la banda sonora de Mischa Spoliansky. Al contrario de lo que suele ser habitual, el compositor polaco prescinde de arreglos orquestales y opta por la percusión cruda y desnuda del África negra para reforzar el verismo al que aspira el film. 
El guión de Las minas del rey Salomón cuenta con las dosis precisas de comedia y romance, de emoción y misterio para completar un perfecto espectáculo familiar. La receta consiste en una narración fluida, unos personajes carismáticos y un entorno que no envuelve la historia, sino que la define. Aunque suene a tópico, África es la verdadera protagonista del film. Detrás de la nutrida flora y fauna que aparece en la pantalla se esconden multitud de sobresaltos, por eso conviene dejar a un lado los prejuicios coloniales y abandonarse al divertimento puro que ofrece Las minas del rey Salomón. Es verdad que vista hoy pueden chirriar algunas disonancias de género y de raza, recuerdos de una época hasta cierto punto superada, pero quedarse en ellos impediría disfrutar del conjunto.
Merece la pena recuperar este clásico cuyas hazañas y sentido de la acción continúan vigentes. Un monumento al cine de aventuras que tiene en el personaje de Allan Quatermain el embrión de ilustres trotamundos como Indiana Jones.

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Hermosa juventud. 2014, Jaime Rosales

La pantalla de cine es un espejo de la realidad, capaz de devolver el reflejo a veces fiel y a veces distorsionado de lo que tiene delante. Por eso se puede conocer un país a través de su cine, porque las películas retratan los intereses y las inquietudes de quienes las hacen. El cine español, tan maltratado por la crisis, no podía permanecer ajeno a esta circunstancia y poco a poco se van estrenando películas que relatan la magnitud del desastre: 10.000 Km, Justi&Cia, El ayer no termina nunca, Cinco metros cuadrados... El director Jaime Rosales participa en esta lista con Hermosa juventud, crónica de una generación abocada a sobrevivir en tiempos difíciles.
La primera sensación es de sorpresa: Rosales, cineasta insobornable donde los haya, abandona el estilo hermético y conceptual que ha caracterizado su obra hasta el momento para realizar su film más accesible. Este cambio en las formas no significa que Hermosa juventud haya rebajado sus exigencias respecto a anteriores películas de Rosales, sino más bien la imposición de un nuevo reto: capturar con la cámara una realidad cercana, la de los jóvenes carentes de perspectivas de futuro, sin recurrir a discursos moralistas ni a pancartas de ocasión. Al contrario, el director barcelonés mantiene la distancia y escruta a sus personajes sin emitir juicios de valor, como ha hecho siempre, pero dejando en esta ocasión mayor espacio a los sentimientos y a la cercanía con el espectador. ¿Cómo? Pues a través de recursos formales como la inclusión de aplicaciones tipo WhatsApp, de diálogos que refuerzan la acción y, sobre todo, de recrear situaciones reconocibles para una mayoría del público.
Las imágenes de Hermosa juventud podrían ilustrar las páginas de cualquier diario, y permitirán a los jóvenes crecidos bajo el estigma de la generación ni-ni sentirse aludidos por lo que sucede en la pantalla: trabajos precarios, currículums que no van a ninguna parte, leyes que no asisten, falta de recursos, emigraciones forzosas... problemas que se vuelven carne gracias a las interpretaciones de Ingrid García Jonsson y Carlos Rodríguez. Ambos actores dignifican el oficio a fuerza de escamotearlo: resulta muy difícil encontrar debajo de sus rostros algo parecido a la simulación, hasta tal punto que no se sabe si ellos trabajan para la película o la película trabaja para ellos. Rosales sabe atrapar el gesto preciso y la mirada certera para transmitir una emoción fría, sin coartadas dramáticas ni concesiones al sensacionalismo.
Apenas se perciben en Hermosa juventud rastros de autor, si acaso, la cámara inclinada durante la escena de la agresión o el simulacro de vídeo porno amateur. Excepciones dentro de un conjunto que tiene sus virtudes en el equilibrio y la moderación, señas de identidad que definen el film. ¿Significa esto que Rosales ha sido domesticado por la conciencia social? ¿Ha amortiguado los riesgos el director de Las horas del día o La soledad? Habrá quien responda que sí, en cualquier caso, es necesario reconocer el valor de un artista que ha sabido reflejar los estragos de la crisis de forma sencilla y directa, mediante un ejercicio de naturalismo que mete el dedo en la llaga de los problemas reales que afectan a la mayoría. Si esto es venderse, creo que merece la pena comprarlo.

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The Boxtrolls. 2014, Anthony Stacchi, Graham Annable

Ya desde su primera película, el estudio Laika se reveló como un referente dentro del mundo de la animación en stop-motion. Corría el año 2009 y Los mundos de Coraline sorprendía por su destreza técnica y su imaginación, dos cualidades inherentes al desarrollo de Laika no como fábrica de productos espectaculares, sino como taller artesano de obras únicas y de calidad. Esta percepción se vio confirmada en 2012 con el estreno de El alucinante mundo de Norman, un fabuloso divertimento que ilustraba la querencia del estudio por los ambientes lóbregos y misteriosos.
Dos años después, Laika adapta a la pantalla el universo literario de Alan Snow para crear Los Boxtrolls, tercer largometraje en poco menos de una década de trabajo concienzudo y laborioso. La película sigue las líneas trazadas por sus antecesoras: una historia con rincones oscuros, envuelta en una estética preciosista cuya pericia técnica está fuera de toda duda.
La trama de Los Boxtrolls ofrece grandes posibilidades visuales que no son desaprovechadas por la producción: la ciudad de Puentequeso vive atemorizada por la leyenda de unos monstruosos seres ocultos en cajas que viven en el subsuelo y que salen por las noches al exterior. La película plantea cuestiones interesantes acerca de la marginalidad y la integración, además de las relaciones de poder representadas en una élite de gobernantes obsesionada por el poder y por el queso.
Tanto el diseño de personajes como de decorados son un prodigio de creatividad, que bebe de tradiciones europeas a la hora de recrear los escenarios donde sucede la acción. Al placer visual se une también el sonoro, con una partitura firmada por Dario Marianelli que imprime carácter y belleza al film. Las imágenes de Los Boxtrolls, hermosamente fotografiadas, trasladan al espectador al mundo extraño y reconocible de los cuentos clásicos, un espacio para la imaginación que los directores Anthony Stacchi y Graham Annable saben poner al día. El guión de la película actualiza los viejos códigos de la fábula y los pasa por el filtro del humor y la emoción, hasta desembocar en un desenlace cargado de adrenalina.
La intención didáctica del argumento de Los Boxtrolls queda camuflada por su espíritu irreverente, por lo menos hasta la parte final, con la llegada de la inevitable moraleja. Es entonces cuando asoma la lección, sin tapujos pero sin cargas moralizantes. No hay que tener cuidado: la película está diseñada al milímetro para contentar a un público de todas las edades, capaz de disfrutar por igual de su brillante compendio de diversión y conciencia, de gracia y melancolía. Un paso más de Laika por la senda de la excelencia en el cine de animación.

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Relatos salvajes. 2014, Damián Szifrón

La pantalla está en negro. Se escucha un rumor de sala de espera, una quietud que de pronto es interrumpida por la imagen de unos zapatos con paso apurado. La cámara persigue a ras del suelo el sonido de los tacones mezclado con el repicar de una maleta que rueda por el aeropuerto. Así comienza Relatos salvajes, con este plano de ruptura que es ya de por sí una declaración de intenciones, una invitación al desconcierto que gobernará el resto del metraje. Desconcierto calculado, eso sí. Porque el director Damián Szifrón no deja margen a la casualidad: todo cuanto sucede a partir de entonces es fruto de un laborioso trabajo de orfebrería narrativa, en uno de los ejercicios de cine más estimulantes de los últimos tiempos.
El título no da lugar a dudas. Relatos salvajes es una sucesión de historias de diferente duración, sin unidad de espacio ni de personajes, reunidas bajo un tema en común: la venganza. Szifrón retoma el espíritu de los televisivos Cuentos asombrososMás allá del límite, para elaborar un fresco sobre las formas que la violencia adopta en la sociedad moderna. Violencia física y moral, violencia de acción y de pensamiento, violencia como fin y como medio empleada por los desquiciados personajes de una Argentina más universal que nunca.
Cualquier país desarrollado puede reconocerse en las situaciones de catarsis que muestra la película, no en vano, todavía está fresco el recuerdo de Un toque de violencia, producción china que guarda muchos puntos en común con Relatos salvajes. ¿Casualidad o tendencia? Lo que está claro es que ambos films, con su estructura episódica y su reivindicación del cabreo, participan del mismo estado de ánimo desde latitudes opuestas. La principal diferencia es que la lectura de Jia Zhang Ke es política, mientras que la de Damián Szifrón es social. Las dos películas critican los vicios de un sistema que resuelve sus confrontaciones con rabia y agresividad. Relatos salvajes lo hace desde el humor y la comedia negra, verdaderos diques de contención capaces de mantener a raya las toneladas de bilis que están a punto de desbordar la pantalla.
Aunque lo que se cuenta es rudo y a veces grotesco, Szifrón resulta elegante en sus formas y acierta en dónde colocar la cámara para involucrar al espectador. El director cuenta con un presupuesto generoso y sabe aprovecharlo en favor de la historia: al dominio técnico se une la elocuencia visual y la precisión narrativa. Todo concentrado en un intervalo de dos horas que transcurren a velocidad de crucero, lo justo para completar un espectáculo de cine apasionante y gozoso como pocos.
Relatos salvajes comienza con Pasternak, un prólogo que despliega el arsenal empleado en los cinco episodios posteriores: la tensión y la sorpresa, la ironía como válvula de escape. Son Las ratas, El más fuerte, Bombita, La propuesta y Hasta que la muerte nos separe. Cada historia mantiene plena coherencia con las demás y, al contrario de lo que suele suceder con las películas fragmentadas, sin caer en la irregularidad ni en el material de relleno.
Szifrón se asemeja a un cocinero que va mezclando ingredientes (aquí un poco de brutalidad, allí unas gotas de sutileza, aquí una pizca de mala leche, allí una cucharada de miel...) con el objeto de presentar un buen plato, nutritivo y contundente, calórico y colérico a partes iguales. El director cuenta para ello con un largo plantel de actores en estado de gracia, en el que se encuentran nombres como Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Érica Rivas, Oscar Martínez y Darío Grandinetti entre otros. Todos sin excepción resuelven sus personajes con credibilidad y talento, haciendo suyos unos diálogos escritos con lucidez.
En definitiva, Relatos salvajes es ya una película de referencia, una propuesta ambiciosa en su planteamiento y arriesgada en la búsqueda de ese tono intermedio entre el humor y el espanto, entre lo cómico y lo terrible. Damián Szifrón consigue la alquimia y anuncia un futuro prometedor por delante. Deseamos verlo.
A continuación, el tema principal de la película compuesto e interpretado por Gustavo Santaolalla. Un prodigio de belleza y evocación impregnado de aromas fronterizos. Relájense y disfruten:

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