Nacido para matar. "Born to kill" 1947, Robert Wise

Después de haber trabajado como montador en películas de Welles, Dieterle o La Cava, Robert Wise aprendió el oficio de director en producciones de serie B del estudio RKO. Nacido para matar es el sexto título de esta etapa de formación y supone un pequeño avance en la obtención de presupuestos más holgados, aunque todavía sin la participación de estrellas destacadas. La película contiene las características propias de su temprano cine: pulcritud en la puesta en escena, síntesis del relato y, sobre todo, una mezcla de géneros que en este caso abarca el noir y el drama.
Aunque la película tiene algunos puntos de interés, en conjunto no presume de la entidad necesaria para ser relevante. La principal causa es el guión. Tomando como base una novela de James Gunn, el texto acumula numerosas casualidades que restan credibilidad a la trama, incumpliendo una de las pautas esenciales del cine negro: la congruencia de las piezas que completan el resultado. En el primer acto se aprecian demasiadas coincidencias entre los personajes, lo que deja al descubierto el andamiaje narrativo del film. Y es que no se trata de exigir realismo, sino coherencia en el relato para hacer partícipe al espectador. Además, el perfil de los protagonistas termina por definirse cuando ya es tarde, relegando las relaciones entre ellos a un segundo plano. Algo a lo que no contribuye la elección del reparto, con actores que, más allá de sus capacidades interpretativas, no parecen bien dirigidos por Wise. Claire Trevor y Lawrence Tierney no consiguen llenar de carne los pliegues de sus criaturas, y eso que ambas cuentan con suficiente contenido dramático. Una carencia que suplen Esther Howard y Walter Slezak, éste último con menos minutos en la pantalla de los que merecía su personaje.
En favor de Nacido para matar, cabe reseñar la originalidad que supone el cambio de género del arquetipo de mujer fatal, aquí representada en la figura de un hombre que suscita los deseos de las féminas. Tierney impone su presencia y es el desencadenante de la fatalidad que por tradición ha correspondido a la mujer dentro del cine negro (Perdición, Gilda, Forajidos), lástima que las complejidades de su personaje no estén desarrolladas en el argumento. También se debe destacar el clasicismo formal de la película y algunos hallazgos visuales, como la imagen cenital del protagonista en la cama mientras expresa su decisión de casarse, o la escena del doble crimen en la cocina. Son dos destellos de un director que pronto mostraría su brillo en proyectos más ambiciosos que Nacido para matar, una película menor en la que Robert Wise se permite ensayar algunos de sus logros venideros.

  
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Érase una vez... en Hollywood. "Once upon a time... in Hollywood" 2019, Quentin Tarantino

Más que un bonito título, Érase una vez... en Hollywood es una declaración de intenciones. La frase con la que empiezan casi todos los cuentos define a la perfección el carácter del noveno largometraje de Quentin Tarantino, mitad realidad y mitad fabulación. Muchos de los personajes que intervienen en el argumento recrean nombres verdaderos (Roman Polanski, Steve McQueen, Bruce Lee...) y los demás están basados en figuras representativas del cine de los años sesenta y setenta: antiguas estrellas que vieron declinar sus carreras ante el empuje de la televisión, incipientes promesas de la pantalla con nuevos métodos, productores buscando la gloria... en total, una amplia representación de la fauna que poblaba la industria durante el ocaso del sistema de los grandes estudios.
Identificado ya el trasfondo de la película, queda definir el hilo argumental. Lo que no resulta tan fácil, ya que éste se hace preciso al final, con la llegada de los títulos de crédito. Antes de entonces, el espectador puede tener la impresión de estar asistiendo a una arbitraria sucesión de historias con personajes en común, cuya relación se va concretando a lo largo de los ciento sesenta minutos de metraje. Dicha estructura narrativa de afluentes que acaban en un río ya ha sido practicada por el director en anteriores ocasiones (Pulp fiction, Malditos bastardos) y aquí establece términos más difusos, llegando a forzar los límites que separan la casualidad de la causalidad. Solo cuando acontece la conclusión del relato, el conjunto adquiere coherencia y cada pieza cobra su sentido exacto. Esto se explica, por ejemplo, con las escenas del rodaje de Los 14 puños de McCluskey y el enfrentamiento entre los personajes de Cliff Booth y Bruce Lee: al principio pueden parecer ocurrencias innecesarias y onanistas de Tarantino, hasta que obtienen plena justificación con la llegada del clímax del film. Y es que además de rendir tributo al cine y a las numerosas películas que le han influido, Tarantino también se hace un homenaje a sí mismo. El que fuera reconocido como enfant terrible del negocio es ahora un señor cercano a los sesenta años, con una libertad ganada a pulso dentro de la industria y un buen número de profesionales que desean trabajar bajo sus órdenes. Lo que le permite desplegar sus particularidades: canciones de culto que pronto integran bandas sonoras de éxito, escenas que van ganando en duración, reinvenciones del pasado como forma de ejercer la justicia poética, artificios metacinematográficos... aparte de exhibir sus fetichismos personales (planos de pies, cultura pop, violencia extrema, automóviles, drogas). Unas constantes que sus admiradores reconocen y aplauden, y que encuentran acomodo en Érase una vez... en Hollywood.
Debido a que se trata de un film desarrollado por medio de situaciones que se van concatenando, más que de una trama lineal y concisa, los actores obtienen gran importancia, ya que sus personajes son el cemento que permite que la arquitectura de la ficción no se desmorone. Tarantino vuelve a contar con intérpretes de su confianza como Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Kurt Russell o Bruce Dern, y trabaja por primera con otros a quienes reserva secuencias de lucimiento (Margot Robbie, Al Pacino, Margaret Qualley, Emile Hirsch). Todos ellos y muchos más integran un reparto extenso, capaz de homogeneizar diferentes estilos interpretativos y donde brilla con especial fulgor la pareja de amigos formada por DiCaprio y Pitt. El primero vuelve a realizar un ejercicio de virtuosismo que abarca todos los registros posibles, desde la bufonada que representa su arquetipo del vaquero televisivo hasta el drama complejo de la celebridad en horas bajas que lo interpreta. DiCaprio da vida a un Quijote que empieza a ser consciente de sus debilidades y que se hace acompañar de un Sancho con los rasgos de Pitt, en el papel del especialista que lo mismo ejecuta escenas de acción que arregla chapuzas domésticas. El segundo impone su presencia mediante un trabajo eminentemente físico, completando un dúo que se podría comparar con el que Newman y Redford realizaron en la época que se recrea en Érase una vez... en Hollywood. Ambos actores se complementan y se mejoran el uno al otro, añadiendo los nombres de Rick Dalton y Cliff Booth a la excelsa galería de criaturas tarantinianas. El montaje de las escenas sucesivas en las que los dos personajes se muestran en la intimidad de sus hogares (uno en la mansión en lo alto de una colina en Los Ángeles, otro en una caravana estacionada junto a un autocine), ilustra la diferencia entre los personajes pero también su coincidencia: la soledad. Por eso su camaradería sostiene uno de los dos argumentos centrales del film. El otro es el ciclo vital del éxito, que languidece en el caso de Dalton y comienza en el personaje de su vecina, la incipiente Sharon Tate, a quien la actriz Margot Robbie presta sus rasgos y su carisma.
La película tiene la singularidad de que es la primera en la filmografía de Tarantino alejada de los hermanos Weinstein, lo que no impide que posea el cuidado diseño de producción que es habitual en su cine, aunque sí reincide con el director de fotografía Robert Richardson en uno de los equipos más estimulantes y creativos de los últimos años, tiñendo la pantalla con los colores y las luces características de aquella década. El resultado plástico del film termina de redondear un conjunto que, si bien podría haber escatimado en minutos, hará las delicias de los aficionados al cine en general y a Tarantino en particular. Llegados a este punto, es necesario advertir que para el verdadero disfrute de Érase una vez... en Hollywood se requiere información previa acerca de lo sucedido la noche del 9 de agosto de 1969 en la residencia del matrimonio Polanski-Tate, así como conocer las múltiples referencias cinematográficas que se aluden en la trama. Por supuesto no es una condición obligatoria para el público, pero ayuda mucho a digerir el torrente que se vierte en la pantalla y otorga el privilegio de intercambiar guiños no solo con el cineasta, sino sobre todo con el cinéfilo que es Quentin Tarantino.

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Sangre en la luna. "Blood on the moon" 1948, Robert Wise

Cuando Robert Wise realizó el primero de sus westerns en 1948, contaba con el bagaje adquirido en otros géneros en los que se había curtido como director. Por un lado estaba el cine negro y policíaco de Juzgado criminal y Nacido para matar, por otro lado estaba el thriller de aventuras de Mademoiselle Fifi y Misterio en México, sin olvidar la intriga sobrenatural de El regreso de la mujer pantera y Ladrones de cuerpos. No es extraño que con semejante escuela, tutelada por el productor Val Lewton en los estudios de la RKO, se apartase de los cánones y las convenciones que abundaban en las películas ambientadas en el lejano Oeste para acometer esta curiosidad que es Sangre en la luna. Un título que, ya de por sí, define el carácter oscuro y extraño del film.
Wise traduce los códigos del noir al lenguaje del western tanto en el contenido argumental como en las formas. La trama de Sangre en la luna contiene las relaciones de poder propias del cine de gánsters, los mismos personajes esquivos y la predominancia de escenas nocturnas, elementos que terminan de definirse en la presencia del protagonista encarnado por Robert Mitchum. Su figura a caballo emergiendo de la bruma y la tormenta en la primera secuencia de la película, marca el tono del resto del metraje. Las imágenes en blanco y negro obra de Nicholas Musuraca están iluminadas empleando fuertes contrastes y angulaciones de influencia expresionista, creando espacios adecuados para que los personajes escondan sus intenciones. Se trata de una obra de gran estilización visual, lo que no significa que el aspecto narrativo quede relegado a un segundo plano. Al contrario: ambos términos se enriquecen y se complementan, revelando la madurez incipiente del joven director. La riqueza en la planificación que exhibe Wise es producto de su experiencia acumulada en el montaje, lo cual le confiere también un dominio del tempo que se empieza a concretar a partir de entonces.
Aun con sus particularidades y sus rarezas (atención a la escena de la pelea entre Mitchum y su oponente interpretado por Robert Preston, todo un ejercicio de contundencia), Sangre en la luna conserva algunas claves del género extraídas de la novela de partida de Luke Short: el protagonista descreído y sin pasado que llega a una pequeña población, el conflicto por las tierras, el enfrentamiento entre los que detentan el poder y los campesinos... sin que falte la historia de amor, tan contenida por las circunstancias que solo puede finalizar bien. La actriz Barbara Bel Geddes compone un personaje que, al igual que los demás, oculta más que muestra, dentro de un reparto compacto en el que brilla el siempre genial Walter Brennan.
Por estos y otros motivos, Sangre en la luna supone un paso más en la formación de Robert Wise como un cineasta sólido y de talento, que estaba a punto de eclosionar en grandes películas y que deja aquí sobradas muestras de sus capacidades como narrador.



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