YO, TÚ, ÉL, ELLA. "Je, tu, il, elle" 1974, Chantal Akerman

Ya desde el inicio de su obra, Chantal Akerman define las líneas maestras de un cine basado en la identidad femenina, el aislamiento y el espacio habitacional. Temas que están presentes en sus tempranos cortos y que tienen continuidad en Yo, tú, él, ella, su primer largometraje de ficción que rueda con veinticuatro años, en apenas una semana y desde la más absoluta independencia, a través de su productora Paradise Films. Akerman aprovecha su reciente formación experimental en Nueva York y continúa explorando las posibilidades del lenguaje audiovisual y la narración, que aquí divide en tres segmentos diferenciados por el escenario y la evolución del personaje encarnado por ella misma.

La primera parte transcurre en el interior de una vivienda donde Julie, la protagonista, se recluye para purgar una decepción sentimental. Allí escribe una carta interminable, yace sobre el colchón, mira por la ventana... "está" en el sentido literal del verbo (existir o encontrarse en un lugar) mientras se alimenta de cucharadas de azúcar y, en ocasiones, clava sus ojos en la lente de la cámara. Se escucha su voz en off, que unas veces describe sus acciones, otras veces se anticipa a ellas y otras las contradice ("Estoy sentada en la cama" dice estando en una silla, por ejemplo). Esta observación sostenida en planos largos y fijos es uno de los rasgos de estilo que la directora practica sobre todo en su primera etapa, una contemplación estática de actos cotidianos que encubre turbaciones internas. Julie es una versión indirecta y estilizada de Chantal, cataliza sus inquietudes personales y artísticas. Ambas vacían las estancias tanto físicas como fílmicas para reconocerse, desnudarse y alcanzar un estado de auto-consciencia que les permite salir al exterior en la segunda parte, cuando Julie emprende un viaje en camión hacia un destino incierto. El conductor interpretado por Niels Arestrup tampoco intercambia demasiadas palabras con ella, aunque sí se confiesa en una secuencia filmada en primer plano acerca de sus experiencias sexuales, después de que Julie le masturbe en la cabina del vehículo. El espectador nunca asiste al contraplano porque Akerman se preocupa de identificar a la protagonista con el público, otorgando a la cámara la posesión de un punto de vista aséptico y distante. Así, el discurso hablado y el discurso en imágenes coinciden en el mismo encuadre como toma de postura política: la quietud como fuerza de tensión entre la naturaleza masculina tradicional (egocéntrica, activa, erotizante) y la femenina (entregada, pasiva, erotizada). Esta dicotomía se rompe en la tercera parte, cuando Julie llega a casa de una chica cuyos antecedentes se desconocen, puede que incluso sea la destinataria de la carta escrita al principio... y es que Akerman concentra la escasa información en un hilo argumental minúsculo, que oculta más que muestra y que invita a ser desentrañado. Tras una conversación (esta vez sí) entre las dos mujeres, Julie adopta un papel proactivo y mantiene sexo con su amiga, interpretada por Claire Wauthion, en una escena explícita y prolongada que no contiene, sin embargo, una finalidad voyeurista. Se trata de asistir a la reactivación de Julie como sujeto que se manifiesta a través del cuerpo en movimiento, una actitud consustancial a la vida.

Todo esto no son más que posibles lecturas de la película, acaso conjeturas. Porque en realidad, Chantal Akerman realiza Yo, tú, él, ella sin ninguna pretensión, a partir de un relato ideado seis años atrás, con el objeto de sumar rápidamente otro título a su hasta entonces corta trayectoria. La meta es optar a una subvención del gobierno belga que le permita acometer su siguiente gran proyecto: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles. A pesar de la premura y del exiguo presupuesto (o puede que gracias a ello), Yo, tú, él, ella se revela como un apunte naturalista sobre la consecución del deseo, un ejercicio experimental valiente y desprejuiciado que, contra todo pronóstico, obtiene reconocimiento en los circuitos especializados y concita el culto de generaciones venideras.

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MAMÁ NEGRA, MAMÁ BLANCA. "Black mama, white mama" 1973, Eddie Romero

El final del código Hays a finales de los años sesenta provoca la proliferación de títulos independientes de diversos géneros que son condimentados con abundantes dosis de erotismo y violencia, una amalgama de películas baratas encaminadas a satisfacer las bajas pasiones del público de sesión doble. Hay ciertas características comunes que vienen heredadas de la serie B de los cincuenta (son producciones muy precarias de corta duración y sin estrellas en el reparto) que se adaptan a los nuevos tiempos y sirven como bálsamo para la clase obrera, a la vez que son reivindicadas por los movimientos alternativos y contraculturales que emergen en las grandes urbes. Mamá negra, mamá blanca encaja perfectamente en esta categoría de películas, denominadas cine de explotación, muchas de las cuales encuentran cobijo en el estudio American International Productions.

Uno de los directores que se especializan en este campo es el filipino Eddie Romero, quien logra realizar su tercera producción norteamericana juntando a dos iconos como Pam Grier y Margaret Markov. Ellas encarnan a la mamá negra y la mamá blanca que dan nombre al film, una derivación argumental de The Hot Box que los guionistas Joe Viola y Jonathan Demme idean un año antes. El escenario vuelve a situarse en el libidinoso mundo de las cárceles de mujeres, de donde escapan las dos protagonistas unidas por una cadena. Romero toma como referencia The Defiant Ones, thriller social que Stanley Kramer dirige en 1958 en el que dos fugitivos con distinto color de piel se evaden atrapados por los grilletes y por sus propios prejuicios. La carga política desaparece de Mamá negra, mamá blanca para centrarse en la acción, una huida incesante del grupo de perseguidores formado por agentes de la ley, matones a sueldo y oficiales corruptos, a los que se suma un grupo de guerrilleros revolucionarios para completar la curiosa fauna que habita en esta historia rocambolesca. Todos los personajes están definidos por el exceso y la sátira de los modelos que suelen poblar las películas ambientadas en la frontera de México, aunque el rodaje se localice en Filipinas. Nada importan las incoherencias geográficas porque esta película reside en su propio planeta, que es el de la diversión.

Para disfrutar de un artefacto como Mamá negra, mamá blanca conviene dejar a un lado los puritanismos, los análisis sesudos y la búsqueda de un buen acabado técnico (al que no se le puede reprochar un ritmo muy ajustado a la narración, gracias a la planificación y el montaje). Eddie Romero diseña un entretenimiento perfecto para espectadores sin complejos, que reconocerán la huella de esta película en la obra de cineastas postmodernos como Tarantino o los hermanos Coen. Se trata, en suma, de una joya en su género, que logra extraer oro del escaso presupuesto y que fija en la memoria una de las parejas protagonistas más fascinantes de aquella década.

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EL SEÑOR DE LAS MOSCAS. "Lord of the flies" Peter Brook, 1963

Peter Brook inicia su trayectoria en el cine siendo ya un dramaturgo reconocido, fruto de su interés por aunar diversas disciplinas artísticas. Para su tercer largometraje decide adaptar El señor de las moscas, novela de William Golding que con apenas una década de publicación era considerada una referencia de la literatura de posguerra. Para ello, el director británico se desplaza durante cuatro semanas hasta una isla de Puerto Rico, con un presupuesto muy ajustado y un buen número de chicos, entre los cuales no hay actores profesionales. Lo que busca Brook es el realismo y la inmediatez propias del free cinema, movimiento entonces en auge del que adopta sus formas, además de cierto espíritu contestatario.

La historia que cuenta El señor de las moscas es de sobra conocida: un grupo de jóvenes se ve obligado a sobrevivir en una isla desierta tras sufrir un accidente de avión, una circunstancia que les hace extraer lo mejor y lo peor de la condición humana. Una alegoría que Brook sintetiza al máximo ya desde la escritura del guion, hasta casi hacer desaparecer mucha de la simbología contenida en el texto original para conservar solo lo básico. Es verdad que Golding desarrollaba conceptos esenciales en cuanto al bien y el mal, la democracia y la dictadura, la razón y la fuerza... representados en las dos facciones en las que se divide el grupo de personajes. También hay elementos que juegan con lo sobrenatural (la bestia que imaginan oculta en la isla) y aspectos de índole ideológica, filosófica y religiosa. Brook aborda todas estas cuestiones de manera superficial para que el conjunto encaje dentro del formato estándar de noventa minutos de duración, haciendo una labor de síntesis que, en ocasiones, puede resultar extrema, hasta el punto de provocar incoherencias en la narración. Sirva como ejemplo la disidencia final y la posterior soledad del personaje de Jack, el antagonista, quien de pronto se ve rodeado de acólitos sin que se sepa el momento ni el motivo de que estos hayan decidido unirse a él.

Más allá de los problemas argumentales, lo que subyace en El señor de las moscas es el ímpetu de Brook por experimentar fuera de los caminos trillados. Su cine funciona como un complemento a su obra teatral y es una extensión del banco de pruebas que comienza en el escenario, lo que hace que sus películas resulten estimulantes, aunque puedan ser imperfectas. Esta lo es. Brook se fija en las innovaciones que estaban llevando a cabo sus coetáneos del free cinema (iluminación natural, cámara dinámica, montaje discontinuo) en favor de un mayor verismo, si bien el acabado se antoja a veces algo tosco e incluso amateur. Hay desequilibrios en el ritmo, planos que desaprovechan el potencial dramático de determinadas situaciones y una técnica bastante pobre, no en términos de producción sino de incapacidad de aprovechar los recursos de la imagen y el sonido con los que se cuenta. Puede que precisamente por todo esto, El señor de las moscas luzca una apariencia de espontaneidad que se convierte en un aliciente a ojos del espectador, porque proporciona la sensación de estar asistiendo a una película en construcción, que trata de definirse según avanzan las escenas.

Hay excepciones a destacar y algunos momentos brillantes: la secuencia de la catarsis nocturna, determinados travellings de seguimiento y primeros planos muy poderosos... Brook hace de la necesidad, virtud, y contrarresta las carencias financieras con un estilo documental que potencia la fotografía en blanco y negro. Es cierto que en su afán por dejar claro su mensaje, El señor de las moscas incurre en obviedades que bordean la doctrina, queriendo subrayar la lección. Es el reto que plantean las alegorías: si no hay sutileza, es fácil caer en moralejas tan obvias que, aunque sean justas, pueden parecer ingenuas. Por eso conviene considerar este film como el producto de una época necesitada de referencias, que sirvió a Peter Brook para seguir explorando el lenguaje cinematográfico de manera autodidacta y algo torpe pero que consigue, no obstante, atrapar la mirada.

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ELS ENCANTATS. 2022, Elena Trapé

Dentro de un tiempo, bastará que los analistas y los estudiosos contemplen el cine del presente para entender muchas de las inquietudes de nuestra sociedad. Sobre todo en lo tocante a las diversas realidades femeninas, dado el creciente número de películas dirigidas por mujeres que abordan sus propias problemáticas y las sitúan en el contexto actual. Así lo demuestran títulos como Cinco lobitos, La maternal, El agua o Las chicas están bien, a los que se suma Els encantats, tercer largometraje de ficción de Elena Trapé. La directora narra tres días en la vida de Irene, una treintañera recién separada que sufre por primera vez las incertidumbres de la custodia compartida, lo cual le sirve también para afrontar sus heridas internas.

La película comienza en Barcelona, donde la protagonista despide a su hija para dejarla con el padre, en una secuencia filmada en un solo plano que es un prodigio de interpretación y puesta en escena. Laia Costa hace suya la intimidad de Irene y la trasluce en la mirada y los gestos, con un dominio de la voz y los recursos físicos que la sitúan entre las mejores actrices de su generación. Ella sostiene la película con naturalidad y sin aspavientos, en consonancia con el tono desarrollado por Trapé, quien acierta casi siempre en el punto de vista (hay excepciones arbitrarias, como situar la cámara dentro del coche mientras Irene y Eric se alejan por el monte). La acción de Els encantats se traslada luego hasta un pequeño pueblo del Pirineo catalán, y allí también hay un largo movimiento de cámara que recorre el nuevo escenario doméstico de Irene, una panorámica que describe el refugio en el que ella busca recuperar la seguridad perdida. Pero la belleza del paisaje y las antiguas amistades no son suficientes para aliviar el dolor, ni siquiera el placebo de un nuevo ligue ante el que renuncia a la función de cuidadora. Trapé tiene la habilidad de no caer en los discursos evidentes ni en querer dejar claras sus intenciones fuera de los recursos cinematográficos, mediante la imagen y el sonido. La única salvedad es el plano final de Irene explicándose al teléfono, un momento de intenso dramatismo en el que la palabra se erige como herramienta expresiva y como catarsis para cerrar el film arrojando al espectador la angustia existencial de la protagonista, que es la misma que la de tantas personas en situaciones similares.

Els encantats tiene, por lo tanto, la virtud de hablar de un presente reconocible. Es cine oportuno y no oportunista, cine que observa la realidad y la proyecta demostrando respeto por el público. Cine de ahora que nos explicará mañana.

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EL ASESINO. "The killer" 2023, David Fincher

David Fincher es un explorador de los rincones oscuros de la condición humana, lo demuestran títulos como El club de la lucha, Zodiac o Perdida. Esta fijación en los temas se une a la perfección técnica de un cine muy sofisticado, que estimula las emociones mediante el empleo hábil de los recursos audiovisuales. Un buen ejemplo es El asesino, adaptación del cómic de Alexis Nolent que supone el reencuentro en el largometraje del director con el guionista Andrew Kevin Walker, tres décadas después de Seven. Por eso, la película tiene algo de recuperación de las esencias de Fincher, ahora diversificado en proyectos para la televisión y en saldar cuentas pendientes como la realización de Mank.

En El asesino, el cineasta norteamericano aborda el personaje del homicida profesional de alto standing que se ocupa de objetivos caros y es extremadamente meticuloso en sus procedimientos, hasta que comete un error que sacudirá su vida estructurada. El protagonista está encarnado con estoicismo por Michael Fassbender, a la manera del modelo fijado por Alain Delon en Le Samouraï. Es decir: gesto hierático, movimientos calculados y un mundo interior que solo se percibe, de cuando en cuando, en la mirada. La caracterización termina por definir el personaje, quien adopta la apariencia de un turista alemán porque, como él mismo explica: "Nadie quiere acercarse a un turista alemán". La primera parte de la película está narrada mediante su voz en off, un discurso torrencial que se interrumpe cuando escucha canciones de los Smiths y que contrarresta la fría determinación de sus actos. Luego, la quietud da paso al movimiento en un recorrido incesante por seis lugares del mundo, cada uno correspondiente a los capítulos en los que se divide el film.

La acción y los diálogos se reparten importancia en el desarrollo de las situaciones, que fluyen con el ritmo que imprime el montaje de Kirk Baxter, colaborador habitual de Fincher durante los últimos quince años. También repite el director de fotografía Erik Messerschmidt, responsable de que las imágenes de El asesino tengan una fuerte personalidad en cuanto a la paleta de colores de los diferentes escenarios, así como la luz y las sombras con las que se suceden las escenas diurnas y nocturnas. Se trata de una historia muy marcada por la estética, pero también por el diseño sonoro de Ren Klyce, otro de los artífices de que el cine de Fincher haya adquirido una identidad reconocible. La dimensión acústica de El asesino está llena de matices que distinguen los conceptos de profundidad y de escala, al igual que hace la cámara. Por eso conviene ver la película con los ojos y los oídos bien abiertos, ya que el argumento en sí resulta sencillo y la atención se deposita en los detalles, con proliferación de planos cortos a nivel visual y sonoro.

En suma, David Fincher demuestra mantener la energía en este thriller cuyos estallidos de violencia rompen la contención del protagonista, un Fassbender plenamente implicado con el papel que interpreta. El asesino es un elaborado ejercicio de estilo que sostiene el interés en todo momento y que contiene algunas secuencias memorables, como la conversación con el personaje de Tilda Swinton. El conjunto es menos aparatoso que otros títulos del autor y, tal vez por ello, resulta más contundente y sintético a la hora de cumplir sus propósitos.

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