EL SEÑOR DE LAS MOSCAS. "Lord of the flies" Peter Brook, 1963

Peter Brook inicia su trayectoria en el cine siendo ya un dramaturgo reconocido, fruto de su interés por aunar diversas disciplinas artísticas. Para su tercer largometraje decide adaptar El señor de las moscas, novela de William Golding que con apenas una década de publicación era considerada una referencia de la literatura de posguerra. Para ello, el director británico se desplaza durante cuatro semanas hasta una isla de Puerto Rico, con un presupuesto muy ajustado y un buen número de chicos, entre los cuales no hay actores profesionales. Lo que busca Brook es el realismo y la inmediatez propias del free cinema, movimiento entonces en auge del que adopta sus formas, además de cierto espíritu contestatario.

La historia que cuenta El señor de las moscas es de sobra conocida: un grupo de jóvenes se ve obligado a sobrevivir en una isla desierta tras sufrir un accidente de avión, una circunstancia que les hace extraer lo mejor y lo peor de la condición humana. Una alegoría que Brook sintetiza al máximo ya desde la escritura del guion, hasta casi hacer desaparecer mucha de la simbología contenida en el texto original para conservar solo lo básico. Es verdad que Golding desarrollaba conceptos esenciales en cuanto al bien y el mal, la democracia y la dictadura, la razón y la fuerza... representados en las dos facciones en las que se divide el grupo de personajes. También hay elementos que juegan con lo sobrenatural (la bestia que imaginan oculta en la isla) y aspectos de índole ideológica, filosófica y religiosa. Brook aborda todas estas cuestiones de manera superficial para que el conjunto encaje dentro del formato estándar de noventa minutos de duración, haciendo una labor de síntesis que, en ocasiones, puede resultar extrema, hasta el punto de provocar incoherencias en la narración. Sirva como ejemplo la disidencia final y la posterior soledad del personaje de Jack, el antagonista, quien de pronto se ve rodeado de acólitos sin que se sepa el momento ni el motivo de que estos hayan decidido unirse a él.

Más allá de los problemas argumentales, lo que subyace en El señor de las moscas es el ímpetu de Brook por experimentar fuera de los caminos trillados. Su cine funciona como un complemento a su obra teatral y es una extensión del banco de pruebas que comienza en el escenario, lo que hace que sus películas resulten estimulantes, aunque puedan ser imperfectas. Esta lo es. Brook se fija en las innovaciones que estaban llevando a cabo sus coetáneos del free cinema (iluminación natural, cámara dinámica, montaje discontinuo) en favor de un mayor verismo, si bien el acabado se antoja a veces algo tosco e incluso amateur. Hay desequilibrios en el ritmo, planos que desaprovechan el potencial dramático de determinadas situaciones y una técnica bastante pobre, no en términos de producción sino de incapacidad de aprovechar los recursos de la imagen y el sonido con los que se cuenta. Puede que precisamente por todo esto, El señor de las moscas luzca una apariencia de espontaneidad que se convierte en un aliciente a ojos del espectador, porque proporciona la sensación de estar asistiendo a una película en construcción, que trata de definirse según avanzan las escenas.

Hay excepciones a destacar y algunos momentos brillantes: la secuencia de la catarsis nocturna, determinados travellings de seguimiento y primeros planos muy poderosos... Brook hace de la necesidad, virtud, y contrarresta las carencias financieras con un estilo documental que potencia la fotografía en blanco y negro. Es cierto que en su afán por dejar claro su mensaje, El señor de las moscas incurre en obviedades que bordean la doctrina, queriendo subrayar la lección. Es el reto que plantean las alegorías: si no hay sutileza, es fácil caer en moralejas tan obvias que, aunque sean justas, pueden parecer ingenuas. Por eso conviene considerar este film como el producto de una época necesitada de referencias, que sirvió a Peter Brook para seguir explorando el lenguaje cinematográfico de manera autodidacta y algo torpe pero que consigue, no obstante, atrapar la mirada.