La La Land. 2016, Damien Chazelle

El jazz se está muriendo. El mundo dice "Deja que se muera, ya ha tenido su época". Pero yo no lo voy a permitir. Estas palabras, dichas por el protagonista de La La Land, son la mejor declaración de principios del director Damien Chazelle. Un hombre con una misión: propagar entre el público las bondades del jazz y del cine. Algo que ya practicó en sus anteriores películas, Whiplash y Guy and Madeline on a park bench. Precisamente, La La Land recoge el testigo de ésta última y establece con ella la meteórica progresión del cineasta en apenas siete años de carrera. Del cine independiente a la gran producción, del blanco y negro en 16 mm. al color en formato digital, de los actores no profesionales a las estrellas de Hollywood. Y todo ello sin pagar peajes a cambio ni perder la frescura por el camino.
La La Land se enmarca dentro de la misma corriente revisionista que otras películas de los últimos años como The artist, ¡Ave, César! o Café Society, la recuperación de un pasado glorioso a través de sus géneros tradicionales. Chazelle vuelve la vista hacia los musicales de la época dorada, cuando Fred Astaire y Gene Kelly llenaban de magia las pantallas con sus pasos de baile. Pero los homenajes no se quedan ahí, en La La Land hay también influencias de Casablanca, Rebelde sin causa, 8½ y otros musicales como Los paraguas de Cherburgo o Corazonada. Lo que convierte el visionado de la película en un placer para cualquier cinéfilo. Pero más allá de mitomanías y de guiños a la nostalgia, hay que valorar La La Land como lo que es hoy: una película escrita con inteligencia, filmada con pasión y acabada con mimo y detalle.
Parece mentira que con apenas treinta años, Chazelle haya sido capaz de elaborar un film tan contundente y redondo. El guión funciona como un perfecto mecanismo de relojería que provoca emoción, drama y comedia según conviene a la historia, sin tiempos muertos ni escenas de transición lastrando la fluidez del relato. A lo que se suman unos diálogos inspirados y unos números musicales que, lejos de entorpecer la acción, participan de su desarrollo. La retórica visual de La La Land alterna el empleo del montaje y de los planos secuencia, algunos de gran complejidad técnica, como el número musical que abre la película. Pero no todo es pirotecnia, también hay escenas más sencillas pero igualmente efectivas, como la canción que la protagonista interpreta durante la prueba de casting. Chazelle demuestra su dominio de la puesta en escena aprovechando las posibilidades de los decorados y convirtiendo la cámara en un personaje más, que transmite intimidad o espectáculo al servicio siempre de la narración.
La La Land deposita una gran responsabilidad en el trabajo de los actores. Emma Stone y Ryan Gosling no son los mejores bailarines ni los mejores cantantes, tampoco lo pretenden. Sin embargo, es difícil imaginar unas interpretaciones más ajustadas a sus personajes que las suyas, capaces de insuflar humanidad en un conjunto que tiende al artificio por naturaleza. La relación que se crea entre ellos posee una química que atraviesa la pantalla y logra conmover al espectador, hasta la llegada final del clímax, en un desenlace mucho menos optimista de lo acostumbrado.
Por lo demás, es fácil dejarse deslumbrar por la fotografía de Linus Sandgren, colorista y evocadora, o por el vestuario y la dirección artística, o por el ajustado sentido del ritmo que imprime el montaje... pero no hay que olvidar que un musical cobra vida a través de las canciones, y en ese sentido, La La Land es una deliciosa compilación de sonidos jazzísticos y melodías tarareables. El compositor Justin Hurwitz firma una banda sonora llamada a perdurar, capaz de invocar el espíritu de Cole Porter o Richard Rodgers desde una perspectiva actual.
A pesar de todas las referencias que se acumulan, La La Land no huele a naftalina ni roba sus virtudes del pasado. La tercera película de Damien Chazelle es un depurado ejercicio de estilo que tiene la capacidad de refrescar antiguas fórmulas y de acercarlas a un público mayoritario con el respeto propio del devoto. Es cine genuino que desprende pasión en cada uno de sus fotogramas, repleto de ideas ejecutadas con brillantez y cuyo fondo resulta coherente con la forma. En definitiva: un clásico moderno, una película importante, toda una experiencia.
A continuación, City of stars, una canción para el recuerdo. Relájense y disfruten:

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La fuga de Logan. "Logan's run" 1976, Michael Anderson

Aunque llevó a cabo algunas películas de prestigio como La vuelta al mundo en 80 días o Las sandalias del pescador, el director Michael Anderson siempre tuvo predilección por géneros menos valorados como el fantástico, el terror o la acción. Un cine que le sirvió como refugio a medida que su carrera fue declinando, la mayoría de las veces en producciones de serie B o para la televisión. Llegó a trasladar a la pantalla novelas de George Orwell, Ray Bradbury, Jack London o Julio Verne, con desigual fortuna. Una de sus adaptaciones más célebres fue La fuga de Logan, original de William F. Nolan y Clayton Johnson, un relato futurista que trataba de corregir los problemas del presente advirtiendo de sus consecuencias en el siglo XXIII. Para la MGM, Anderson parecía la mejor opción, ya que años atrás había dirigido una versión canónica de 1984, el clásico por excelencia de las fantasías distópicas. Ésta película databa de 1956, y La fuga de Logan, de 1976. Pero al contrario de lo que dice el tango, veinte años sí son algo.
Lo sucedido entre esas dos décadas es el anacronismo. Y es que La fuga de Logan parece una película muy anterior, por su candidez y por las grandes similitudes que guarda con La vida futura, film de los años treinta. Anderson realiza un entretenimiento que nació viejo para su época, con un diseño de producción y unos efectos especiales que no han resistido el paso del tiempo. Pero más allá de la pobreza técnica (enmendada por algunas maquetas y decorados del tercer acto), se debe lamentar el guión, repleto de situaciones mecánicas y diálogos absurdos. Es evidente que Anderson no pretendía hacer una gran obra, sin embargo, hasta el divertimento más simple requiere de una lógica interna y de un mínimo de rigor narrativo. Aspectos que La fuga de Logan no contempla. La película deja en evidencia los problemas surgidos durante la producción para finalizar el texto, ingrata tarea que recayó en David Zelag Goodman. El guionista no consigue aglutinar todos los elementos que contiene el relato, simplificando las propuestas de partida y convirtiendo las metáforas en meras anécdotas.
Tampoco los actores ayudan a elevar la calidad del conjunto. Michael York deja patente sus carencias interpretativas, flanqueado por la inexpresión de Jenny Agutter y el histrionismo de Richard Jordan. Solo en la parte final acude al rescate Peter Ustinov, quien consigue aportar su carisma y presencia escénica. Por estos y otros motivos, La fuga de Logan puede ser considerada casi como una comedia involuntaria. Es difícil reprimir la risa al contemplar escenas como la del ritual del carrusel o la cámara del amor, y el diseño de personajes como Box, convertidos en iconos de la estética camp. Ni siquiera la banda sonora de Jerry Goldmisth consigue salvar del desastre a esta película digna de ingresar en la categoría de film de culto, junto a otros delirios como Barbarella Flash Gordon. Los motivos son la ingenuidad de sus propuestas y la acumulación de disparates técnicos y artísticos... tantos, que la película incluso puede resultar entrañable.

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Guy and Madeline on a park bench. 2009, Damien Chazelle

Más que una película, la opera prima de Damien Chazelle es un acto de amor. Amor compartido, eso sí. Por la música y el cine. El director apenas superaba la veintena cuando se propuso convertir su tesis universitaria en un largometraje filmado en 16 mm, en blanco y negro y con actores no profesionales. Se trataba de un film amateur en el que reinterpretaba algunas de sus preferencias cinéfilas (John Cassavetes, el musical del Hollywood clásico, la nouvelle vague), aportando una frescura y una ligereza libres de cualquier complejo. Guy and Madeline on a park bench encaja perfectamente en la definición de cine independiente norteamericano, a pesar de que tiene también un marcado acento europeo.
Chazelle cuenta una historia sencilla, el devenir de una pareja de jóvenes que han terminado su relación y de cómo buscan en otras personas la manera de no echarse de menos. Guy es trompetista de jazz y Madeleine trabaja como camarera. El escenario de fondo es la ciudad de Boston. Y el estilo elegido por Chazelle está cercano al impresionismo, como una pintura hecha con unas pocas pinceladas rápidas pero muy expresivas, que reflejan inmediatez y viveza sin acudir al detalle. El propio Chazelle lleva la cámara en mano, además de escribir, dirigir, montar y producir el film. El resultado rebosa naturalidad, incluso cuando irrumpen los números musicales. Por eso es justo reconocer al otro gran artífice de la película, el compositor Justin Hurwitz, compañero fiel del director en sus siguientes trabajos.
La banda sonora está integrada por un puñado de melodías deliciosas, que remiten al jazz de las jam session, a los espectáculos de Broadway y a la canción francesa, con un par de estupendos números de claqué. Ésta es la novedad que aporta la película, la de introducir la tradición clásica dentro del cine de vanguardia y generar así una mirada nueva, semejante a lo que hizo Godard con el género negro en À bout de souffle o Cassavetes con el drama en Faces. A los espectadores desprevenidos tal vez les pueda molestar la inestabilidad de la cámara, el montaje abrupto, la crudeza de la fotografía o la parquedad gestual de los actores. Ésta película no es para ellos. También en su tiempo hubo un público que despreció la pintura impresionista o el sonido del bebop. Hay que asumir la naturaleza excepcional que posee Guy and Madeline on a park bench, una rara avis bellísima que vuela libre y que supone la puesta de largo de Damien Chazelle, cineasta que años más tarde hará germinar en La La Land la semilla que plantó en éste film.

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Silencio. "Silence" 2016, Martin Scorsese

Las vueltas que da la vida. En 1988, Martin Scorsese estuvo cerca de la excomunión tras dirigir La última tentación de Cristo, una película que trataba de humanizar la figura de Jesús y levantó una enorme polvareda dentro de la iglesia católica. Después de casi tres décadas, el mismo cineasta lleva a la pantalla Silencio, la novela de Shusaku Endo sobre las represalias ejercidas contra el cristianismo en el Japón del siglo XVII, ganándose el aplauso de aquellos que entonces le vituperaron. Lo que demuestra lo moldeable de las opiniones y de los puntos de vista. Porque Scorsese sigue siendo el mismo, tanto en sus creencias (no hay que olvidar que de joven estudió en un seminario), como en su voluntad de reflejar una fe cercana al humanismo, que no acata los axiomas y propone cuestiones existenciales. En la versión cinematográfica de Silencio, Scorsese conjuga dos de sus fijaciones más arraigadas: la religión y el cine japonés. La primera ha estado presente de forma más o menos notable a lo largo de toda su filmografía (aparte de La última tentación de Cristo, en otras películas como Malas calles, Taxi driver, Toro salvaje o El cabo del miedo), y su pasión por el cine clásico japonés le llevó a participar como actor en Los sueños de Akira Kurosawa. Así que la realización de Silencio es un sueño cumplido por el director y, según sus propias palabras, una experiencia religiosa.
La película narra las desventuras de dos jóvenes portugueses que deciden marchar a Japón tras la búsqueda del que fuera su maestro en la orden de los jesuitas, erradicada con fiereza por el gobierno nipón. A lo largo de la historia se pondrá a prueba la fe de los dos religiosos y se describirá la cruel persecución que sufrieron los cristianos en la clandestinidad. Semejante argumento promete emociones fuertes, tensión y drama, algo que la película ofrece amortiguado por la reiteración. El guión insiste en el padecimiento de los protagonistas con tanta persistencia que, al final, la fatiga aminora el impacto que se pretende... hasta el punto de que el metraje se alarga durante más de dos horas y media en las que el relato se estanca, (sobre todo en el segundo acto), absorto en su propia tragedia. Scorsese parece regodearse a veces en el dolor de sus personajes, sin alcanzar el exhibicionismo impúdico de Mel Gibson en La pasión de Cristo, pero haciendo que se eche en falta algo más de serenidad y distanciamiento. Y eso que se trata probablemente de la película más sobria y académica dentro de su larga filmografía, a pesar de algunas incongruencias formales. Porque el característico estilo de Scorsese, lleno de nervio y en el que la cámara se convierte en protagonista, desaparece aquí en favor de una narrativa más clásica y moderada. Lo que no encaja bien con algunas imágenes que desvirtúan el tono (por ejemplo, el plano cenital de la bajada de las escaleras al principio del film).
Otra diferencia importante que establece Silencio respecto a otros trabajos del director está en la música, con menor presencia y en su mayoría diegética, haciendo honor al título de la película. También resulta sutil la fotografía de Rodrigo Prieto, con imágenes de una belleza discreta, acorde con el relato. No cabe duda de que Silencio es una película bien producida, bien dirigida y bien interpretada por Andrew Garfield, Adam Driver y Liam Neeson, entre otros actores nipones. Pero la sensación final es que Scorsese ha desperdiciado la oportunidad de hacer un gran film por no ajustar la densidad del drama y por falta de concreción en el relato. El cineasta se involucra ciegamente en la creación de su obra y esto le hace perder la perspectiva con facilidad, asumiendo el riesgo de confundir sus obsesiones personales con los intereses del público. Una decisión que acarrea una contrapartida: la de provocar un cine ensimismado y autocomplaciente. Dos pecados en los que incurre Scorsese con Silencio y que los espectadores creyentes absolverán con mayor gracia.
A continuación, uno de los acertados análisis cinematográficos de Tony Zhou acerca del silencio en las películas de Martin Scorsese. De acuerdo, no es el mismo silencio al que se refiere Silencio, pero es una buena excusa para disfrutar este estupendo reportaje:

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Sidney. "Hard eight" 1996, Paul Thomas Anderson

Apenas un año antes de deslumbrar al mundo entero con Boogie nights, el director Paul Thomas Anderson debutó en 1996 con este peculiar ejercicio de cine negro. En realidad, Sidney se escapa a las convenciones del género y no trata de sorprender al espectador con complicados giros de guión ni golpes de efecto, al estilo de David Mamet o los hermanos Coen. El tono adoptado por Thomas Anderson es reposado y austero, más próximo a Melville y al film noir que a los clásicos norteamericanos.
Como tantas otras veces, en Sidney hay un triángulo de personajes integrado por un novato inexperto, su veterano mentor y la chica con problemas. Los tres están cubiertos por un halo de fatalidad, sin embargo, el hecho de que la película sea narrada desde el punto de vista del maduro Sidney (y no desde el joven, como sería habitual), condiciona el relato y lo aleja de los tópicos. El carácter recto y elegante del protagonista que da título al film determina el tempo y la planificación, también concisa y sin la exuberancia que el director practicará en sus siguientes trabajos.
Thomas Anderson empieza a conformar aquí el equipo de sus fieles colaboradores. Al margen de Gwyneth Paltrow, cuya estrella comenzaba a brillar a mediados de los años noventa, nos encontramos con nombres que repetirán con el director como Philip Baker Hall, John C. Reilly o incluso Philip Seymour Hoffman, que interviene en una breve escena. También aparece Samuel L. Jackson, en el necesario papel de antagonista, quien completa un elenco perfectamente ajustado y de brillantez interpretativa.
Pero hay más autores relacionados con el universo de Thomas Anderson que por primera vez ayudan a definir su estilo: el director de fotografía Robert Elswit y el músico Jon Brion dejan la impronta de su talento y redondean el resultado que ofrece Sidney. Elswit realiza un matizadísimo contraste de luces y sombras, aprovechando al máximo el color y el brillo de los neones de las salas de juego donde transcurre la acción. Por su parte, Brion recurre a sonoridades de jazz y de blues para reforzar el ambiente nocturno y el género al que se adscribe el film. Al igual que Thomas Anderson, Brion debuta también aquí como compositor de bandas sonoras, en compañía del músico Michael Penn.
La suma de todas estas personalidades da como resultado un film compacto y directo, que nunca se aparta de su línea argumental y que anuncia las capacidades del director que años después filmará películas como Magnolia, Punch drunk love y Pozos de ambición. En Sidney ya se percibe la influencia de Scorsese a la hora de mover la cámara y de componer los encuadres, todavía de forma sucinta y con una distinción que estaba a punto de romper sus costuras... Cuesta creer que mientras Thomas Anderson montaba esta película, se hacía cargo de la preproducción de Boogie nights. Dos obras muy diferentes, pero que guardan coherencia entre sí. El resto es historia.
A continuación, un interesante reportaje sobre algunas de las referencias presentes en el cine de Paul Thomas Anderson, cortesía del canal TCM. Relájense y disfruten:

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El principito. "Le petit prince" 2015, Mark Osborne

La relación entre la literatura y el cine ha sido siempre intensa y enriquecedora. Pero como sucede con los matrimonios largos, también ha habido momentos difíciles... sin duda, uno de los retos más complicados es el trasvase del papel a la pantalla de una obra ampliamente conocida. Más aún cuando, en el caso de El principito, forma parte del acervo popular. La guionista Irena Brignull reinterpreta el relato de Saint-Exupery y lo lleva hasta el presente, convirtiéndolo en una metáfora contra la vida programada y la cultura del éxito que se inculca a los niños de hoy en día. Es un Principito nuevo, que cambia la letra pero que respeta la música del original.
Aunque se trata de una producción francesa, este Principito tiene las hechuras de una película proveniente de Hollywood. Para la dirección se ha contado con Mark Osborne, profesional de la animación que ha trabajado en Nickelodeon (Bob Esponja) y DreamWorks (Kung Fu Panda), y para las voces de doblaje con actores tan conocidos como Jeff Bridges, Rachel McAdams, Marion Cotillard o Benicio del Toro, entre otros. Otro nombre destacado es el de Hans Zimmer, que se hace cargo de una banda sonora fundamental en la narración. Ante semejantes créditos muchas veces conviene levantar la guardia: son demasiadas las adaptaciones de cuentos anabolizados en pos de la aparatosidad y el espectáculo. No es el caso de El principito. Osborne firma un magnífico entretenimiento que conserva, no obstante, la reflexión y la intimidad del texto de partida. La película contiene humor, aventura y sentimiento a partes iguales, guardando el equilibrio durante todo el metraje.
Al igual que sucedía con Peter Pan en Hook, este Principito se plantea su lugar en el mundo actual. La película demuestra que las situaciones y los diálogos escritos por Saint-Exupery hace más de setenta años mantienen su vigencia, pero al contrario que Spielberg, Osborne evita la nostalgia e insufla nuevos bríos a la historia. No es una actualización porque El Principito posee la virtud de los buenos cuentos: no está enclavado en una época o lugar en concreto. El discurso, por lo tanto, sigue siendo el mismo, pero presentado de manera novedosa. Es lo mejor que se puede decir de ésta y de cualquier otra adaptación cinematográfica.
En el aspecto estético, el film depara un auténtico placer para los ojos. El guión de El principito se bifurca en dos líneas argumentales, cada una con un tipo distinto de animación. La parte del presente está animada de forma digital, mientras que la parte del cuento cobra vida por medio del stop motion, una técnica que embellece y aporta originalidad al conjunto. En suma, El principito es una de las más hermosas películas de animación de los últimos tiempos, que ojalá no suponga una excepción dentro del panorama europeo y pueda expandir su ejemplo como alternativa a los grandes estudios que copan las carteleras internacionales.
A continuación, More, el cortometraje que Mark Osborne realizó en 1998 bajo el procedimiento de animación claymation. Se puede debatir el acabado, el mensaje, la música de New Order... o resumir diciendo que son seis minutos y medio de pura y llana genialidad. Relájense y disfruten:

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Comanchería. "Hell or high water" 2016, David Mackenzie

El director británico David Mackenzie realiza su segunda incursión en el cine norteamericano con una película que se adentra en lo más profundo del país, en las entrañas del estado de Nuevo México. Lejos de resultar un viaje turístico o una postal exótica, Comanchería imprime en la pantalla la sequedad y el carácter de una tierra difícil, propicia a historias como la que relata el film. El guión de Taylor Sheridan establece dos líneas paralelas condenadas a encontrarse: por un lado, la de dos hermanos que tratan de saldar sus cuentas con el pasado asaltando pequeños bancos de la región, y por otro lado, la de una pareja de rangers tras la pista de los robos. Tal vez suene a argumento conocido, sin embargo, Comanchería tiene poco que ver con otros thrillers ambientados en el Oeste de los Estados Unidos.
Para empezar, porque lo que subyace como trasfondo es la crisis económica provocada por las hipotecas subprime que aceleró el desplome de las clases bajas. Los escenarios que recorren los protagonistas del film están plagados de carteles anunciando préstamos financieros y ventas de viviendas. Es el paisaje después de la batalla, donde la apatía, el desconcierto y la rabia cruzan los rostros de los figurantes. ¿Se trata de una película de denuncia social? No exactamente, porque Mackenzie guarda la distancia adecuada y se concentra en el motor que mueve a los personajes, que no es otro que el instinto de supervivencia. Todos los personajes cargan con su propia cruz, sin exhibiciones de dramatismo que alteren el equilibrio narrativo... hasta que emerge la violencia condensada en el ambiente. Eso sí, solo cuando lo exige la acción. En Comanchería hay persecuciones, tiroteos y golpes secos, pero no son el fin sino el medio. En otras palabras: David Mackenzie ha hecho una película profundamente americana, evitando la caricatura de los tópicos y asimilándolos de manera sucinta, a veces incluso entrañable. Por la pantalla desfilan los telepredicadores, los jubilados sentados en el porche, los menús ricos en grasas, las tiendas de coches de segunda mano... sin adornos y aportando identidad al conjunto. A este realismo contribuyen decisivamente los actores Jeff Bridges, Chris Pine y Ben Foster, magníficos en sus interpretaciones y en la caracterización de los personajes.
Comanchería resuelve bien el reto de fijar en la pantalla el espíritu de un territorio devastado por los acontecimientos de la actualidad. Giles Nuttgens, el director de fotografía habitual de Mackenzie, captura la fuerte luz del Oeste y amortigua los colores con arena y sudor, elementos presentes durante el metraje. La película incorpora un buen puñado de canciones que terminan de definir el resultado crudo y directo que presenta Comanchería. A pesar del desafortunado título con el que se ha estrenado en España y Francia, merece la pena descubrir esta pequeña joya del cine norteamericano que tiene en Samuel Fuller o en Sam Peckinpah sus ilustres antecedentes.
A continuación, un extracto de la banda sonora creada por Nick Cave y Warren Ellis. Los compositores demuestran una vez más su capacidad para crear música intimista y evocadora a través de instrumentos de cuerda y sonidos que remiten al alma de los personajes. Relájense y disfruten:

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Miles ahead. 2016, Don Cheadle

Hay muchas formas de hacer películas: con la cabeza, con el corazón, con las uñas, con el bolsillo... Don Cheadle ha hecho Miles ahead con las tripas. Se trata de un proyecto trabajado durante años por el actor, en torno a una de las figuras más trascendentales del jazz, Miles Davis. Pero en su debut como director y guionista de cine, Cheadle ha evitado la hagiografía o el retrato convencional del artista en crisis y se ha centrado en un periodo muy concreto en la vida del trompetista: la reclusión voluntaria que Davis mantuvo en los años setenta buscando reconducir su sonido en medio del caos lisérgico y sentimental. Todo concentrado en un relato de apenas veinticuatro horas, cuando el periodista interpretado por Ewan McGregor violenta su intimidad tratando de arrancarle una entrevista. Por lo tanto, los que busquen el biopic definitivo sobre Davis quedarán decepcionados. Miles ahead es un acercamiento, una interpretación libre del contradictorio mundo de una de las figuras más complejas y fascinantes de la música moderna.
Lo dice el propio personaje en boca de Cheadle al comienzo del film: "Si quieres contar una historia, hazlo con la actitud correcta." Y la actitud de Cheadle está muy relacionada con el lenguaje del jazz. La narración de Miles ahead es atrevida y sincopada, alterna diferentes ritmos y tiempos mediante flashbacks y hábiles secuencias de montaje (las elipsis a través de las fotografías de la boda o en el ring de boxeo son algunas de las más destacadas). Este ejercicio de retórica exige cierta predisposición por parte del espectador, quien agradecerá tener algo de información previa acerca del protagonista. De lo contrario, corre el riesgo de perderse y de no conectar con lo que sucede en la pantalla, que es mucho y está presentado de forma tensa y vibrante. 
Miles ahead es una película apasionada, que potencia su garra gracias al esforzado trabajo de los actores. Cheadle se entrega hasta el límite, bien secundado por McGregor, Emayatzy Corinealdi y el resto del reparto. En el aspecto técnico, cabe destacar la fotografía de Roberto Schaefer, quien reproduce la atmósfera de la época mediante la iluminación y la paleta de colores, y el elaborado montaje del equipo formado por John Axelrad y Kayla Emter. El diseño de producción resulta también de lo más acertado y engrandece la factura de esta película en apariencia pequeña. En suma, Miles ahead es un film exigente y arriesgado, que trata de asir a un músico tan inabarcable como Miles Davis. Sin duda, uno de los debuts más estimulantes de los últimos tiempos.

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Los Tenenbaums. "The Royal Tenebaums" 2001, Wes Anderson

Esta es la película que globalizó el nombre de Wes Anderson. El pequeño vendaval que había supuesto Academia Rushmore tres años antes, se convirtió en huracán con Los Tenenbaums, la consagración del estilo marcado y reconocible del director cuando apenas superaba la treintena. Vista hoy, la película resplandece como el primer día. Es divertida, triste, inteligente y absurda como pocas. Puro Anderson.
Conviene estar prevenido antes de enfrentarse a una experiencia igual. Porque lo fácil es dejarse llevar por los colores vivos, las situaciones y los personajes extremos que pueblan el film. Pero detrás hay más, mucho más. La caricatura que exhibe Los Tenenbaums oculta un mundo de seres disfuncionales, depresivos en potencia y melancolía a flor de piel. Es el esperpento de Valle-Inclán filtrado por el imaginario pop y el romanticismo europeo, una opción narrativa que no distingue el fondo de la forma.
Anderson se confirma aquí como un autor de talento. La planificación es ingeniosa y pulcra, con los característicos encuadres y movimientos de cámara del director, el empleo del fuera de campo y las posibilidades del montaje. Un delirio visual diseñado con meticulosidad y acorde al relato. La película cuenta la historia de los Tenenbaums, una peculiar familia marcada por el carácter de los padres. Todos han ido madurando a lo largo de los años salvo el progenitor, encarnado por Gene Hackman, en una de las interpretaciones más hilarantes y completas de su carrera. El extenso reparto que le acompaña no desmerece ni lo más mínimo. Un plantel con los nombres de Anjelica Huston, Ben Stiller, Gwyneth Paltrow, Bill Murray, Danny Glover y los hermanos Luke y Owen Wilson, entre otros. Wes Anderson demuestra como guionista y director una enorme pericia a la hora de mantener el equilibrio y no dejar que se descompense la balanza de los personajes. Todos tienen gran incidencia en la trama y se acoplan como ruedas de un engranaje a la compleja maquinaria del film, gracias a lo preciso de las caracterizaciones y a la capacidad de Anderson para construir iconos que representan el triunfo, el fracaso, el orden, el caos, la alegría, la tristeza... contraponiendo los retratos de sus criaturas.
Pero sobre todo, el cine de Anderson está basado en los espacios que habitan esos personajes. Academia Rushmore y El gran hotel Budapest los llevan implícitos desde el propio título, son escenarios de la misma importancia que el buque Belafonte de Life Aquatic, el tren de Viaje a Darjeeling o el campamento de boy scouts de Moonrise Kingdom. En Los Tenenbaums, la casa familiar y sus diferentes estancias definen a los protagonistas, afectados por un determinismo del entorno que se suma al biológico. En el universo andersoniano son lo mismo habitaciones y habitantes, recipiente y contenido. Como en la propia película: las imágenes describen el relato, y viceversa.
En Los Tenenbaums, Anderson esgrime sus armas habituales: la fotografía de Robert D. Yeoman y la música de Mark Mothersbaugh, en convivencia con una hábil selección de canciones, ayudan a perfilar el sello del autor. Son los componentes de una producción que supone un salto adelante dentro de la filmografía de Wes Anderson, cineasta que deja en cada fotograma la impronta de su inventiva y la llamada a soñar con mundos mejores, frecuentados por seres tan desgraciados como nosotros. En resumen, cine gozoso y tremendo.
A continuación, uno de los fantásticos perfiles creados por la asociación Director´s Cat, dedicado a la figura de Wes Anderson. Relájense y disfruten:

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