LE CHAT DANS LE SAC. 1964, Gilles Groulx

Después de realizar una serie de cortometrajes documentales de contenido social, el director y montador Gilles Groulx estrena en 1964 Le chat dans le sac, su primer largometraje en el que expresa sus inquietudes políticas y existenciales. La influencia de la nouvelle vague en general y de Godard en particular es evidente, tanto que la protagonista, Barbara, funciona como una mezcla de Anna Karina y Jean Seberg. Por su parte, Claude, el protagonista, podría aspirar a aparecer en un título de Louis Malle, si no fuese porque es difícil sentir empatía por él. Y es que Le chat dans le sac contiene todos los elementos para ser considerada como un icono del cine de vanguardia: riesgo, experimentación, aliento poético, imágenes fascinantes... en suma, una de las piezas fundacionales del cine quebequense.  El problema es el profundo rechazo que despierta el personaje principal, un joven egocéntrico que desprecia a todos los que considera menos inteligentes que él y que martiriza a su pareja en el ejemplo perfecto de relación tóxica.

Es una lástima que el protagonismo compartido con el que comienza la película enseguida se decante a favor de Claude, convirtiendo a Barbara en un mero accesorio narrativo al servicio del varón. De alguna manera, el director reproduce el comportamiento de su alter ego en la pantalla y esto impide que el film vuele tan alto como merecería, puesto que posee virtudes innegables que se deben destacar. La más llamativa es el aspecto visual y el lenguaje cinematográfico que emplea Groulx para exponer un relato que no avanza, sino que da vueltas sobre sí mismo. Apenas hay un guion, la película parte de un boceto de situaciones que son desarrolladas por los actores debutantes (Claude Godbout y Barbara Ulrich) mediante aportaciones propias e improvisaciones. Son momentos capturados por la cámara a veces en mano y a veces sobre el trípode, con constantes correcciones de encuadre y de foco que transmiten un naturalismo cercano al documental. La fotografía en blanco y negro de Jean-Claude Labrecque estiliza el conjunto, de estética bella e inmediata. Basta contemplar los planos nocturnos de la ciudad, los seguimientos a Claude o los exteriores urbanos y rurales, para quedar atrapado en el mundo que propone Gilles Groulx. Un mundo cargado de citas literarias y de reflexiones en torno a los conflictos de identidad canadienses entre francófonos y anglófonos.

Con todos estos elementos, Groulx crea la película en la fase de montaje, donde se define su naturaleza iconoclasta. También en el apartado sonoro, puesto que Le chat dans le sac posee innovaciones que combinan los diálogos con la voz en off de los personajes, así como se alternan las composiciones musicales de John Coltrane y Antonio Vivaldi. La edición de imágenes de Groulx emplea algunos recursos como el jump cut, la aceleración o la repetición de acciones con diferentes puntos de vista para provocar en el público la sensación de estar asistiendo a una obra en construcción, que entra por los ojos y se termina de definir en el subconsciente del espectador. Esto provoca que el visionado de Le chat dans le sac resulte muy estimulante... a pesar de jarro de agua fría que supone la personalidad de Claude. Este personaje irritante impide que la película no haya concitado las mismas pasiones que otros films de la época (ShadowsÀ bout de souffle) con los que comparte una vocación rupturista.

A continuación, el vídeo creado por el diseñador gráfico Julian House con escenas de la película y el tema musical de Coltrane Blue World que suena en la banda sonora. Que lo disfruten:

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GALLOS DE PELEA. "Cockfighter" 1974, Monte Hellman

Corre el año 1974 cuando Monte Hellman dirige Gallos de pelea, una película que recupera la estructura narrativa y las cualidades de Carretera asfaltada en dos direcciones, su anterior film estrenado tres años atrás. Para ello cuenta con la producción de Roger Corman quien, fiel a sus costumbres, impone un plan de rodaje acelerado y muy precario que termina por condicionar el resultado de la película. No necesariamente de manera negativa, ya que la inmediatez en la filmación de Gallos de pelea alcanza cierto tono documental que intensifica el naturalismo con una fuerza inesperada y singular.

El escritor Charles Willeford adapta su propia novela en la que se sumerge en las profundidades del Sur de los Estados Unidos, un reguero de pueblos donde los trabajadores tratan de olvidar sus rutinas apostando en las peleas de gallos. Por allí recala Frank, un buscavidas que lleva a rajatabla la promesa de no volver a hablar hasta haber conseguido la medalla que le acredite como ganador en el torneo principal. Perdió su oportunidad en el pasado a causa de ser un bocazas y beber demasiado, con lo cual le espera un duro trayecto hasta recuperar la dignidad. Nadie mejor que Warren Oates para interpretar a este personaje a medio camino entre la introspección y el cine mudo, un perdedor que aspira a encontrar el gallo que cambie su suerte. En su camino se cruzan personajes encarnados por Harry Dean Stanton, Millie Perkins o Laurie Bird entre otros, todos ellos ajustados a sus papeles y capaces de transmitir verdad.

Verdad es una palabra que define bien la película. A veces es una verdad incómoda, puesto que Gallos de pelea contiene duras imágenes de sufrimiento animal en una época en la que el cine era más explícito y el público más permisivo a este respecto. La voluntad de verismo a la que aspira Hellman no escatima detalles y, gracias a que las peleas están magníficamente montadas por Lewis Teague (en su último trabajo antes de pasar a la dirección), resultan soportables dentro de un conjunto dotado de crudeza. Crudos son también los planos, por poco cocinados. La iluminación natural, los colores empastados, la granulosidad del fotograma, los escenarios polvorientos... Gallos de pelea luce en todo momento una estética genuina que consigna el aquí y el ahora, reflejo de una Norteamérica rural y algo cateta, siempre fascinante en lo visual. Es un universo lleno de iconos provenientes del western y la road-movie, géneros que Hellman filtra por el costumbrismo con la inestimable ayuda de Néstor Almendros. Este es el primer rodaje del director de fotografía en los Estados Unidos y, aunque la premura de la filmación no le permite alcanzar el nivel habitual de perfección y refinamiento, su talento para elaborar imágenes con identidad permanece intacto.

Por todos estos motivos merece la pena tener en cuenta Gallos de pelea. Un título pocas veces reivindicado pero muy representativo de la década de los setenta y, sin duda, uno de los más acertados de su director, el irreductible Monte Hellman.

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SOBRE LO INFINITO. "Om det oändliga" 2019, Roy Andersson

Una noche de navidad en el interior de un bar. Suena un villancico mientras los clientes miran caer la nieve a través de los cristales, todos salvo uno, que bebe solitario en la barra. Alguien se expresa en voz alta: ¿No les parece fantástico? Todo es fantástico, al menos a mí me lo parece. Estas palabras definen el espíritu de Sobre lo infinito, el sexto largometraje de Roy Andersson que dirige nada menos que con 76 años. Su capacidad para hacer convivir en la pantalla lo sublime con lo insignificante sigue intacta, hasta el punto de que ambos extremos llegan a igualarse porque son representados de la misma manera. Da lo mismo que se trate de una pareja volando por el cielo que un conductor asomado al capó de su coche, cada momento adquiere el mismo grado de importancia en la película y es puesto en escena con el característico estilo desarrollado por el cineasta sueco a base de planos fijos, ángulos elevados de cámara y encuadres de influencia pictórica. En ellos, Andersson buscan la profundidad mediante composiciones muy elaboradas, en una sucesión de escenarios tamizados por luces diáfanas y tonalidades suaves de color. Es lo más parecido a contemplar una serie de estampas o fragmentos de algo que nunca se cuenta del todo, retazos de historias unidas por un carácter común que queda descrito en el título.

Esta estructura poliédrica semejante a un caleidoscopio de secuencias cuyo orden podría ser alterado sin afectar al total, hace pensar en un cine cubista, puesto que el detalle en sí mismo no cobra significancia hasta que se valora el conjunto. Las imágenes ideadas por Andersson con gran meticulosidad poseen su sello inconfundible, y así lo interpreta el director de fotografía con quien trabaja en cada ocasión. También los actores y el equipo técnico, todos a bordo del mismo barco capitaneado por Andersson, surcando aguas que ningún otro director ha explorado antes como él.

Lo absurdo y lo trágico, lo banal y lo reflexivo, lo hermoso y lo feo... son conceptos que se alternan en Sobre lo infinito y se mezclan generando una atmósfera muy particular que recuerda al teatro y, más que nunca, a la poesía. La voz en off de una mujer enuncia muchas de las situaciones como si fueran versos de un poema que se completa durante el metraje: vi a un hombre que quería sorprender a su esposa preparándole una buena cena, vi a un hombre con la cabeza en otro lugar, vi a un hombre que no confiaba en los bancos y guardaba sus ahorros bajo el colchón... son frases que se refieren en pasado a un relato en construcción y que emparenta Sobre lo infinito con la narración clásica fragmentada, a la manera de Las mil y una noches. Si es verdad como se ha dicho que este es el último film del director, será un magnífico broche de oro a una trayectoria fascinante y singular. Aunque Roy Andersson, ya se sabe, tiende al infinito.

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NARCISO NEGRO. "Black Narcissus" 1947, Michael Powell y Emeric Pressburger

En la década de los cuarenta, los cineastas Michael Powell y Emeric Pressburger unen sus talentos para desarrollar una serie de films que se caracterizan por su alta sofisticación e imaginería desbordante. Títulos imperecederos como A vida o muerteLas zapatillas rojas que escriben, dirigen y producen a través de The Archers, la productora que ellos mismos crean para salvaguardar su independencia y singular estilo.

Esta libertad permite que una película como Narciso negro pueda salir adelante. Tomando como base la novela homónima de Rumer Godden, los directores despliegan un portentoso ejercicio de manierismo que, lejos de resultar superficial, contiene poso dramático, emoción y contundentes lecciones de cine. La historia cuenta las dificultades de una congregación de monjas británicas a las que se les encomienda abrir un sanatorio y una escuela en un templo situado en las montañas del Himalaya. El inevitable choque cultural que se expone en el planteamiento irá derivando en la quiebra de las relaciones entre ellas y el influjo que ejerce un hombre nada piadoso que vive en las inmediaciones. Lo lógico sería que semejante argumento diese lugar a un melodrama romántico, sin embargo, Narciso negro es una película de suspense gobernada por pasiones contenidas que se desatan en la parte final. El primer acto incluso adopta la estructura de una epopeya clásica en la que las protagonistas son elegidas según sus cualidades antes de asumir la misión y marchar hacia lo desconocido. Esta capacidad de mezclar géneros (el clímax tiene mucho de terror y hay abundantes toques de comedia) convierte el visionado en un placer hipnótico al que es imposible sustraerse.

Lo más llamativo es ese atrevimiento tan propio de Powell y Pressburger que les induce a bordear el exceso en todo momento, sin miedo a que el gran guiñol que van construyendo se desmorone. No se trata de una película realista, al contrario. Los complicados planos abundan en angulaciones forzadas, trucos ópticos, maquetas, decorados suntuosos, movimientos de cámara que no buscan la funcionalidad sino la expresión de sentimientos... en suma, una acumulación de elementos que conforman un lenguaje cinematográfico plenamente consciente de sí mismo. Pero en vez de un defecto, este artificio supone el mayor aliciente de Narciso negro, ya que define su identidad y envuelve al espectador en una atmósfera sugerente y muy atractiva, gracias a la fotografía de Jack Cardiff. Las imágenes coloristas y el montaje de Reginald Mills logran crear un universo extraño y singular, que incide en el temperamento de los personajes.

Porque Narciso negro es una película de personajes, y la evolución de estos marca el devenir de la narración. El reparto elegido con sabiduría termina de redondear el conjunto, con Deborah Kerr a la cabeza, tan matizada y convincente como de costumbre. Le acompañan un buen número de actores provenientes en su mayoría del teatro, como David Farrar y una sorprendente Kathleen Byron, además del inevitable Sabu y una jovencísima Jean Simmons, quien se vale en exclusiva del lenguaje corporal para interpretar a su personaje, ya que no pronuncia palabra alguna... es una lástima que desaparezca en el segundo acto y sin motivo claro, lo que vuelve su presencia accesoria. El guion también adolece de alguna elipsis demasiado brusca (no se entiende que se omita la llegada de las monjas al templo) y de la pérdida de relevancia de ciertos personajes que en principio parecían tener más peso. Son leves imperfecciones que no aminoran la grandeza de Narciso negro, una obra única, arrebatada y sublime, que supone una de las cumbres en la filmografía de Michael Powell y Emeric Pressburger. Vista hoy continúa siendo moderna, ya que no pertenece a ninguna época. Era innovadora cuando se estrenó y lo será dentro de muchos años a causa de su prodigioso sentido visual (cuya huella se adivina en el cine de Scorsese, Winding Refn o Wes Anderson) y de su evidente falta de prejuicios, que hace que la película camine sobre el alambre y salga indemne de todos los riesgos.

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WEEKEND. 1967, Jean-Luc Godard

A mediados de los años sesenta, Jean-Luc Godard abandona los postulados de la nouvelle vague que él mismo ayudó a definir para iniciar una etapa de películas de contenido político con influencia maoísta. La experimentación que siempre ha estado presente en su cine se radicaliza y alcanza cotas inéditas desde la época del surrealismo, una de las mayores influencias de Weekend. De hecho, el metraje contiene alusiones directas a Breton y Buñuel, además de otras referencias a autores y personajes ficticios y reales. Todo bien destilado hasta obtener un Godard puro, esencial.

La voluntad del director por demoler las convenciones del lenguaje cinematográfico se encuentra en su plenitud, y no solo en términos formales. También se impone el afán por subvertir las leyes clásicas de la narración, mediante un argumento que juega con el simbolismo y que acelera o dilata la acción buscando efectos precisos. Porque la revolución que plantea Godard tiene un profundo calado intelectual que está lejos del pensamiento automático, encaja en un discurso de carácter filosófico, social e histórico acorde a los momentos previos a las revueltas de mayo del 68. Weekend es una película muy arraigada a su tiempo y así debe ser vista hoy.

El argumento describe la odisea a través de la campiña francesa de una pareja de burgueses que pretenden llegar a Oinville, donde viven los padres de ella, para reclamar la herencia que llevan tiempo esperando. El hecho de que los ancianos todavía vivan no es impedimento, puesto que existe el propósito de darles muerte si es necesario. La violencia es constante durante todo el trayecto. Desde antes incluso de comenzar el viaje hasta después de llegar al destino, los protagonistas interpretados por Mireille Darc y Jean Yanne se cruzan con multitud de personajes con los que confrontan haya o no motivo. Godard emplea la estructura de road movie para representar un mundo en descomposición y una crítica a la deshumanización de la sociedad embrutecida por el consumo. Los recursos utilizados por el autor para que el conjunto adopte hechuras de fábula moderna son el absurdo y la sátira, siempre llevados un paso más allá de lo que recomendaría la prudencia, hasta alcanzar un desenlace con connotaciones del teatro de la crueldad de Artaud.

Weekend está planteada como una sucesión de escenas (algunas de ellas convertidas en iconos, como el largo plano secuencia que recorre la carretera atascada por el tráfico), las cuales conforman un film-ensayo que admite diversos puntos de vista, todos ellos filtrados por el humor negro. Acaso sea el único remedio capaz de hacer digerible la bilis segregada por Godard, es el esperpento como antídoto para soportar el espanto que produce el sistema.

La transgresión se manifiesta también mediante imágenes y sonidos que a veces obstaculizan la percepción del mensaje (con contraluces, por ejemplo, o pasajes musicales que se solapan a los diálogos), y movimientos de cámara fluidos. Weekend supone la última colaboración de Godard con Raoul Coutard, su director de fotografía habitual durante los primeros años, quien saca el máximo provecho de la luz natural en exteriores. La música de Antoine Duhamel termina de redondear el conjunto, una diatriba contra ese supuesto progreso que trata de domesticar la conciencia de la ciudadanía pervertida por los ideales del dinero y el poder. El propio Godard parece hablar por boca de uno de los personajes episódicos que intervienen en la trama, un profeta impulsivo que sentencia: "He venido a anunciar a los tiempos modernos el fin de la era gramatical y el principio del flamígero en todos los campos, sobre todo en el cine."

A continuación, el trailer de Weekend elaborado por el director. Una pequeña pieza audiovisual que se olvida de los imperativos comerciales y propone un montaje disruptivo con más interrogantes que respuestas. Ya sea en grandes cucharadas o en pequeñas dosis, Godard siempre es Godard:

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