RÍO LOBO. 1970, Howard Hawks

Uno de los momentos más delicados para cualquier cinéfilo es observar el final de las filmografías de los directores clásicos de Hollywood. Un periodo enmarcado mayoritariamente en los años sesenta y setenta, el cual coincide con el agotamiento del sistema de estudios y la regeneración de una camada de nuevos directores provenientes de otros medios como la televisión y el teatro. Así, podemos sentir alivio al contemplar la honrosa clausura de las carreras de John Huston, John Ford, Fritz Lang, Joseph L. Mankiewicz... y decepción cuando comprobamos que otros grandes nombres no supieron adaptar su estilo a los nuevos tiempos. Howard Hawks se sitúa entre ambos términos.
Río Lobo contiene los rasgos característicos del autor, tanto a nivel temático como formal. El argumento retoma las claves de películas anteriores (Río Bravo, El Dorado), además de mantener las constantes de la camaradería, la lealtad y el oficio como parte de la identidad de los personajes. La puesta en escena tampoco depara sorpresas: la planificación y el montaje juegan siempre a favor del relato y refuerzan las acciones mediante un ritmo muy dinámico, que convierte la película en un eficaz entretenimiento. Sin embargo, hay varios lastres que alejan el conjunto de lo memorable. Para empezar, el guion firmado por Leigh Brackett y Burton Wohl carece de contundencia dramática y desaprovecha unas premisas interesantes (el regreso a la normalidad tras la guerra civil de los Estados Unidos, las desigualdades raciales, la venganza que guía al protagonista), en pos de una ligereza que en ocasiones roza lo burdo. En cambio, cuando el argumento adquiere gravedad, se enreda en una maraña de nombres y de situaciones en off que enturbian la claridad que requiere la historia.
Hawks trata de modernizar una trama ya antes explotada, introduciendo elementos contemporáneos como la emancipación de la mujer, un propósito loable que algunas veces tropieza con gags rijosos o con actrices cuya única virtud es la apariencia física. Y es que el reparto es otro de los puntos vulnerables de Río Lobo. En torno al sempiterno John Wayne se congrega un elenco endeble y repleto de rostros hermosos pero con escasa solvencia, a excepción de ilustres apariciones episódicas como la de Jack Elam. Como es de esperar, Wayne cumple con creces su enésima representación del justiciero íntegro y honesto, un arquetipo que él ha ayudado a consolidar a lo largo de incontables películas entre las que se encuentran otros títulos de Hawks como Río Rojo o ¡Hatari!
La película contiene algunas novedades dentro de la obra hawksiana como es la ausencia de la épica propia del género, que se materializa en una banda sonora con poca presencia y sin temas principales, compuesta por Jerry Goldsmith. Tampoco abundan los grandes paisajes, y eso que la historia se enmarca en Arizona y en el estado mexicano de Sonora. El director tiende a cerrar los planos más de lo habitual, lo que confiere a Río Lobo una apariencia que bordea lo televisivo y se centra en los personajes, sin que se trate de cine de carácter íntimo o humanista. Al contrario, aquí lo que prima es la acción y el intercambio de diálogos, por lo que es de suponer que el septuagenario director sintiese algo de desidia respecto a lo que estaba filmando, al menos esa es la sensación que transmiten algunas de las imágenes. Salvo una excepción. La primera parte de Río Lobo en la que se narra el asalto a un tren por parte del ejército sudista para hacerse con el cargamento de oro es un prodigio de planificación y de emociones, el mejor inicio posible para una película que luego no logra mantener el mismo interés generado durante esta larga escena. Solo por el arranque del film merece la pena tener en cuenta Río Lobo, una película que no representa el inmenso talento de su creador y que cierra una de las carreras más brillantes del cine norteamericano de la primera mitad del siglo XX.
A continuación, un ilustrativo reportaje acerca de la influencia ejercida a través de los años por el cine de Howard Hawks, cortesía del canal TCM:

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BUÑUEL EN EL LABERINTO DE LAS TORTUGAS. 2018, Salvador Simó

Desde hace muchos años, la vida y la obra de Luis Buñuel han sido reseñadas en numerosas publicaciones, retrospectivas y películas, la mayoría de estas últimas de carácter documental. Por eso supone una novedad el hecho de que el cine de animación se fije en la figura del autor aragonés, y que además lo haga desde una perspectiva tan cercana y lúdica. Buñuel en el laberinto de las tortugas adapta la novela gráfica de Fermín Solís que abarca el periodo de creación de Las Hurdes, tierra sin pan, el documental en el que Buñuel exponía la miseria de una pequeña población extremeña en la España de los años treinta.
A pesar de la dureza que puede contener el planteamiento, Salvador Simó, el director de Buñuel en el laberinto de las tortugas, logra conducir el relato intercalando la diversión y la melancolía, el entretenimiento y la denuncia, siempre atendiendo a las exigencias del contexto histórico, social y político. La película posee una evidente naturaleza divulgativa que plantea, también, cuestiones interesantes como la pugna entre la integridad del artista y su proyección profesional, y la dicotomía del compromiso entre las ideas y las personas. Estos cuestionamientos se originan a partir de la relación de Buñuel con Ramón Acín, el otro protagonista de la historia, y del contraste que existe entre ambos.
El guion contiene abundante material biográfico y también escenas extraídas del imaginario buñueliano, puesto que los sueños forman parte importante de la trama. Simó resuelve las imágenes oníricas con imaginación y la sencillez que caracteriza el conjunto, diseñado con pocos trazos y formas que buscan la geometría. Los colores planos y las sombras marcadas terminan de definir el carácter visual de la película, cercano a la ilustración y fiel a la técnica tradicional en dos dimensiones. Uno de los grandes aciertos de Buñuel en el laberinto de las tortugas es el de mezclar la animación con los planos originales de Las Hurdes, tierra sin pan, creando un emotivo diálogo entre dos formatos cinematográficos aparentemente opuestos, pero que aquí se empastan con naturalidad y belleza.
Así pues, el primer largometraje dirigido por Salvador Simó contiene virtudes narrativas y formales suficientes para que Buñuel en el laberinto de las tortugas figure ya como una de las grandes películas españolas de animación. Pero además, el film consigue solventar el reto de hacer un sincero homenaje a Luis Buñuel sin caer en la pleitesía, mostrando las luces y las sombras de su protagonista y acercándolo a públicos que tal vez no estén familiarizados con él. Bastaría este último motivo para dar sentido a tan notable proyecto.
A continuación, una de las piezas musicales que integran la banda sonora compuesta por Arturo Cardelús. Se trata del tema principal interpretado por un coro de voces, la perfecta expresión del carácter íntimo que evoca la película y del subconsciente que obsesionaba a Buñuel. Relájense y disfruten:

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JOKER. 2019, Todd Phillips

La influencia cada vez mayor de las series televisivas en el cine ha propiciado que se expandan conceptos como el spin-off, sobre todo dentro de los géneros de acción y super-héroes. Es decir: la creación de entregas en las que uno de los personajes secundarios adopta el papel de protagonista. También sucede con los que originalmente fueron antagonistas y después se convierten en principales, como es el caso de Venom y, ahora, de Joker. Pero hasta aquí llegan las semejanzas del archienemigo de Batman respecto al resto de películas con super-poderes. Todd Phillips dirige un film que se aparta por completo de la filmografía de Marvel y DC, para adentrarse en el terreno del drama y el terror psicológico. Todo es diferente, tanto la forma como el contenido y el espíritu final que envuelve la obra. Joker se sitúa en otra dimensión. Es cine adulto y exigente, que trasciende el mero entretenimiento y que será recordado con los años. ¿Por qué? Conviene analizar los motivos.
El primero y más evidente es la elección del actor encargado de dar vida al Joker. Un personaje siempre marcado por el exceso y la pantomima, que en manos de Joaquin Phoenix adquiere un carácter mucho más complejo. La huella dejada por Heath Ledger es todavía profunda, parecía que su recreación en El caballero oscuro había tocado techo, pero nadie contaba con un retrato íntimo como el que ofrece Phillips y una explicación de sus traumas y motivaciones. Existía el peligro de querer diagnosticar al personaje y de justificar sus instintos homicidas, una tentación que Phoenix esquiva mediante una encarnación al mismo tiempo cercana y amenazante, que despierta por igual el espanto y la compasión. El actor vuelve a elaborar uno de sus habituales ejercicios de virtuosismo y demuestra, mediante la voz, el gesto, la mirada y el movimiento, ser uno de los intérpretes más completos de las últimas décadas, el heredero natural de iconos como Robert De Niro, quien tiene un papel en la película. Los demás actores que intervienen en Joker son capaces de dar la réplica a Phoenix, y eso ya es mucho. Pero hay más aspectos que merece la pena destacar.
El guión escrito por Phillips y Scott Silver logra equilibrar la tensión en aumento que mantiene la trama desde el inicio, cuando se presenta el entorno en el que malvive el protagonista. La ciudad de Gotham es un hervidero condenado al desastre, el escenario perfecto para que fructifiquen los desórdenes del Joker. El paisaje urbano define al personaje y viceversa, ya que la historia está narrada desde su punto de vista ajeno a la realidad. Phillips y Lawrence Sher, el director de fotografía, ilustran este alienamiento mediante el recurso del desenfoque, así, la figura queda aislada de cuanto le rodea en numerosas imágenes, una sensación que se refuerza con el contraste de luces y colores.
Joker posee un estilo visual muy depurado y coherente con lo que se quiere contar, que no es otra cosa que el descenso a los infiernos de un individuo perturbado por sus circunstancias vitales y por el sistema. Una vez más, Rousseau encuentra acomodo en el cine y su teoría de la inocencia pervertida por la sociedad sirve para humanizar las maldades del Joker, algo que no deja en buen lugar a Batman y que puede confrontar con los lectores de viñetas. Phillips nos muestra la génesis del hombre murciélago representado en un Bruce Wayne niño, igualado con el Joker en su condición de víctima. Es la contraposición del héroe frente al antihéroe, y no del héroe contra el villano como es común. Se ha insistido en comparar esta película con otros títulos como Taxi driver o El rey de la comedia, ambos de Scorsese y De Niro, una similitud acertada a la que se puede sumar Network de Lumet y más films empapados del espíritu iconoclasta y subversivo de los años setenta. Son influencias declaradas por Todd Phillips cuyo sentido se renueva en el actual clima de inestabilidad e incertidumbre, y que se integran en una corriente de recuperación a la que pertenecen Drive, Nightcrawler o En realidad, nunca estuviste aquí, por ejemplo.
La planificación de Phillips resulta fluida y conduce el relato con una gran eficacia que se concreta en el montaje. El acabado de imagen y sonido redondea el conjunto, al que Hildur Guðnadóttir dota de personalidad gracias a una banda sonora inspirada y muy expresiva. Sus composiciones atravesadas de cuerdas y percusiones imprimen contundencia a este Joker que, cabe recordarlo, es una versión libre del personaje creado hace ocho décadas por Bob Kane. La película participa en la tendencia de crear historias alternativas a las oficiales, retando la idolatría de los seguidores ante cómics como La broma asesina o largometrajes como el primer Batman de Tim Burton. Por eso, la mejor idea es disfrutar de este Joker de Todd Phillips y Joaquin Phoenix con la mirada limpia y libre de cargas, sin condicionantes que impidan apreciar el festín dramático que ofrece la película y dejarse llevar por su torrente de emociones intensas, siempre con una sonrisa en los labios. A continuación, una de las composiciones de Guðnadóttir que suenan en el film:

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TRES CARAS. "Se rokh" 2018, Jafar Panahi

Hay muchas maneras de ejercer la disidencia, pero pocas resultan tan moderadas y al mismo tiempo tan eficaces como la que practica en sus películas Jafar Panahi. El cineasta iraní lleva años trabajando bajo la vigilancia estricta del régimen del país, lo que le obliga a filmar dentro de los límites de su casa (Esto no es una película) o sacando la cámara al exterior a escondidas, como es el caso de Tres caras. Un inteligente alegato en favor del progreso y la libertad situado en las montañas del Azerbaiyán iraní, una de las zonas más aisladas y menos desarrolladas de la región. Panahi sitúa siempre sus historias a pie de tierra y junto a las personas que conviven con esas realidades, lo que impregna su cine de una condición humanista que huye de las soflamas, las pancartas y los altavoces. No los necesita. Sus armas son la palabra y la imagen, ambas serenas y con un amortiguador que no evita el impacto.
Tres caras comienza con una escena grabada con teléfono móvil que muestra a una joven desesperada porque no puede cumplir sus sueños, en contra de los impedimentos del entorno social. La destinataria del vídeo es una conocida actriz, interpretada por Behnaz Jaffari, quien enseguida se ve empujada a intervenir en compañía del propio Jafar Panahi, que vuelve a repetir el juego de realidad y ficción de otras de sus películas. Esta segunda escena se narra mediante un largo plano secuencia que refuerza el verismo de la situación y supone toda una declaración de principios por parte del director. La aparente ausencia de trucos cinematográficos (montaje, música) en el principio del film, es un truco en sí mismo para atrapar la esencia de la historia y colocar al espectador en el lugar de la protagonista. El público, al igual que ella, debe tomar partido y decidir si es necesario o no hacer algo por la chica.
A partir de entonces, la película evoluciona como una road movie costumbrista y rural, con algunos elementos de drama y muchos de comedia. Se trata de un tipo de comedia que no provoca la carcajada pero sí la reflexión, de ahí proviene la efectividad de la crítica vertida por Panahi. Todos los diálogos, los personajes y las acciones de Tres caras tienen como objeto ilustrar el enfrentamiento entre la tradición y la modernidad, las costumbres arcaicas y la razón, pero sin caer en ningún caso en evidencias. Al contrario, Panahi y su coguionista Nader Saeivar hacen un ejercicio de empatía y sutileza, denunciando el abandono de las comunidades aisladas cuyas poblaciones tienen como únicos consuelos la religión, la televisión y la contemplación de la vida mientras se toma el té.
La película, por lo tanto, es capaz de contar muchas cosas con pocos elementos muy bien controlados, tanto en los apartados técnicos como artísticos. La fotografía de Amin Jaferi conjuga expresividad y belleza (atención a las imágenes nocturnas en el pueblo), y la labor de los actores conduce el relato con cercanía, tal vez la palabra que mejor define en su conjunto a Tres caras. Una película que tiene la virtud de exponer las tremendas contradicciones del país de modo accesible, expandiendo su discurso hasta lograr un alcance universal.

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DÍA DE LLUVIA EN NUEVA YORK. "A rainy day in New York" 2019, Woody Allen

En una de las escenas finales de Hannah y sus hermanas, el personaje interpretado por Woody Allen acude al cine buscando consuelo para su depresión. Se sienta en la butaca y, frente a las imágenes de una película de los hermanos Marx, se pregunta cómo alguien puede amargarse pensando en los problemas de la vida, mientras en la pantalla sucede toda esa felicidad y diversión. Hay un comentario parecido respecto a Fred Astaire en Todos dicen I love you. Es el cine como terapia y como refugio ante las inclemencias de la realidad, algo que el propio Allen ha conseguido recrear en títulos como Día de lluvia en Nueva York. La ilusión de que, pase lo que pase, nos aguarda un mundo ideal bellamente fotografiado, donde gente hermosa comparten romances e inquietudes intelectuales al ritmo de bonitas melodías añejas. ¿Alguien necesita más? Porque eso es lo que ofrece el regreso de Allen al Nueva York contemporáneo, después de un lustro recorriendo otras ciudades y escenarios del pasado.
No conviene engañarse: aunque Día de lluvia en Nueva York acontece en el presente, siempre tiene un ojo puesto en las referencias clásicas tantas veces reivindicadas por el director. Los fantasmas de Ernst Lubitsch, Gregory La Cava y Preston Sturges sobrevuelan la película, al igual que otros autores de procedencia europea. De hecho, la historia del personaje interpretado por Elle Fanning parece un trasunto de El jeque blanco de Fellini, mientras que su pareja está encarnada no por casualidad por el actor francés Timothée Chalamet. Los cinéfilos pueden establecer multitud de conexiones con otras películas, libros, obras de teatro... como es habitual en el cine de Allen, las alusiones cultas participan en los diálogos, forman parte de la trama y contribuyen a crear ese universo perfecto en el que el director sitúa a los personajes. Una quimera materializada en la fotografía de Vittorio Storaro, a través de sus característicos juegos de luces y colores que otorgan gran expresividad visual.
Los demás actores que completan el reparto tienen los rasgos de Selena Gomez, Diego Luna, Jude Law, Liev Schreiber... y muchos otros nombres que dibujan sus perfiles con apenas unas pocas pinceladas, integrantes de un paisaje humano rico y complejo. Tal vez la película no posea la brillantez cómica ni dramática que Allen ha exhibido en innumerables ocasiones (con una excepción: la escena de la confesión de la madre del protagonista), pero es verdad que Día de lluvia en Nueva York se eleva sobre la mayoría de las películas ligeras que se estrenan en la actualidad. Porque la aspiración de Woody Allen no es otra que alcanzar la ligereza, ese estado que trata de quitar hierro a las grandes cuestiones humanas: encontrar el amor, la paz interior, el lugar de cada uno en el mundo... todo ello se soluciona de manera mucho más fácil si se pasea por Central Park y suena la música de Errol Garner.


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THE OLD MAN & THE GUN. 2018, David Lowery

Pocos directores en la actualidad resultan tan impredecibles como David Lowery. En su carrera se alternan las películas de autor (A ghost story), las producciones de los grandes estudios (Peter y el dragón) y las series de televisión (Strange angel), sin que exista una aparente solución de continuidad entre ellas. Su quinto largometraje contiene elementos de estas tres disciplinas y los aúna en un emotivo homenaje a la figura de Robert Redford, quien de la misma manera ha congregado en su filmografía los intereses artísticos y comerciales.
The old man & the gun se inspira en las peripecias reales de un atracador de avanzada edad que puso en jaque a las autoridades del país durante siete décadas. La película no describe la biografía del personaje sino que se centra en sus últimos años, cuando siendo un anciano todavía desvalijaba bancos junto a una banda conocida como los talluditos. Tal y como cabe esperar, Lowery tiñe de humor el género de robos y lo mezcla con cierto aire crepuscular que emana del personaje protagonista. No en vano, Redford ha declarado que este es su último papel principal en el cine, lo cual otorga al film un carácter simbólico que atraviesa la pantalla y se clava en la memoria cinéfila del espectador. Es difícil imaginar un cierre más adecuado para una larga trayectoria como la de Redford, algo que queda impreso en cada fotograma y que se transmite en su mirada, sus palabras y sus gestos. The old man & the gun funciona como un tributo al oficio tradicional, a la veteranía y la experiencia, ya sea como cineasta o como asaltador de bancos. Y es que Redford aparece rodeado de nombres venerables que suman años y arrugas a los personajes: Sissy Spacek, Danny Glover, Tom Waits... en contraposición a ellos se encuentra Casey Affleck, el actor fetiche del director, interpretando al agente de policía cuarentañero encargado de dar caza a Redford. 
La película está planteada como un ejercicio de estilo ambientado en los primeros años ochenta, una época que define el acabado visual ideado por Lowery. Las imágenes recrean las texturas y los colores de aquellos tiempos, gracias al buen hacer en la fotografía de Joe Anderson y al cuidado diseño de producción. Hay recursos visuales como determinados barridos de cámara y montajes en paralelo que sitúan el relato en ese periodo en el que Reford reinaba en las pantallas, una sensación reforzada por la música del inevitable Daniel Hart.
Como suele ser habitual en esta clase de relatos, hay un recorrido en paralelo de los dos personajes que se sitúan a ambos lados de la ley. Por un lado está el veterano desarraigado que sonríe mientras comete delitos, y por otro lado está el joven familiar cuyo cumplimiento del deber le provoca frustraciones. Redford y Affleck encarnan las dos caras del mismo espejo y el anhelo mutuo de lo que no poseen, un contraste que otorga profundidad al argumento sin dejar por ello de ser accesible ni de mantener el interés constante. La película está narrada con ritmo y, sobre todo, con actitud, algo que no se puede fingir y que es el resultado de mezclar en proporciones iguales la ironía con la melancolía, gracias al buen pulso de David Lowery y al magisterio de Robert Redford. The old man & the gun es un broche de oro a la altura del homenajeado, y eso ya es decir mucho.

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YO, TONYA. "I, Tonya" 2017, Craig Gillespie

Si hay un género que por tradición resulta conservador, es sin duda el biopic. En parte porque cuenta, al igual que la novela, con una notable aceptación popular, y en parte porque suele responder a una ecuación que combina la versión oficial y el retrato ejemplar. De vez en cuando surgen excepciones (I'm not thereWonder Women y el profesor MarstonVan Gogh, a las puertas de la eternidad) que escapan del consabido relato de éxito-caída-redención, una fórmula instaurada por la industria de Hollywood con una profunda raíz judeocristiana. Uno de los últimos esfuerzos por transformar esta pauta es Yo, Tonya, película que narra la trayectoria de la patinadora Tonya Harding y que sirve al director Craig Gillespie para elaborar una parábola sobre el triunfo, el fracaso y los tortuosos caminos que hay entre ambos.
La primera novedad reside en la forma, ya que Gillespie expone los hechos mezclando algunas depuradas herramientas visuales (movimientos de cámara bruscos y muy dinámicos, al estilo de Scorsese) y simulacros de cine documental (entrevistas a los personajes recreando el formato televisivo). Se trata de un lenguaje que conjuga la ficción con la realidad y que busca la complicidad del espectador, a menudo al borde del espanto. Porque el material que maneja Yo, Tonya está cargado de rabia y bilis, acorde a la personalidad de la protagonista y a la intención crítica que Gillespie mantiene respecto al sistema social que rige en los Estados Unidos. Para aligerar estos malos tragos, el director emplea un potente digestivo: el humor negro. O más bien negrísimo, ya que en muchas ocasiones la sonrisa del espectador se queda congelada ante los estallidos de violencia física y mental que salpican la trama. Si alguien piensa que Yo, Tonya cae en la exageración, debe esperar a la llegada de los títulos de crédito finales, en los que se incluyen imágenes de archivo que han servido como inspiración a la película y que desvelan la naturaleza grotesca de las personas que participaron en los acontecimientos.
Por eso la dificultad para los actores consiste en dar credibilidad a sus modelos, una fauna de seres desquiciados e hiperbólicos que bien podrían figurar en una de las comedias de los hermanos Coen. Algo de estos directores se encuentra en Yo, Tonya, al igual que se percibe la influencia de Woody Allen en las secuencias de las entrevistas, las cuales agilizan el avance de la acción y definen el perfil de los personajes. El resto corre a cargo de los actores Sebastian Stan, Allison Janney y, sobre todo, Margot Robbie, cuya portentosa labor inyecta energía en la película y sostiene el armazón dramático. La actriz despliega un abanico de facultades que van de lo sutil a lo impetuoso, según lo requiere la escena y siempre dentro de unos márgenes que ella controla con destreza. Robbie se entrega por completo y hace suya a una Tonya inolvidable, dejando para la posteridad una interpretación que eleva el conjunto hasta cotas muy altas.
Los demás elementos técnicos y artísticos (fotografía, montaje, ambientación...) giran perfectamente en el engranaje de la película, lo que convierte a Yo, Tonya en un fabuloso espectáculo que no se conforma con abordar los aspectos sensacionalistas de la historia original, sino que va más allá y ofrece una aguda reflexión acerca de la voracidad de los medios de comunicación y del elitismo que impera en el deporte de alta competición, donde los participantes alcanzan la categoría de supervivientes. Todo ello queda implícito en la siguiente escena, apenas un minuto de interpretación sin diálogos de Margot Robbie, digno de quitarse el sombrero:

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ELISA Y MARCELA. 2019, Isabel Coixet

La creciente visibilidad del colectivo LGTBI ha permitido que el cine de los últimos años normalice las relaciones homosexuales en sus argumentos, más allá del cliché que anida en los personajes del secundario extravagante o el antagonista retorcido. El reflejo en las pantallas de esta realidad se ha ralentizado y oscurecido todavía más en el caso de las mujeres lesbianas, una desigualdad que poco a poco se va corrigiendo gracias al estreno de films como La vida de AdèleCarol, Desobediencia y Carmen y Lola. Títulos a los que se incorpora Elisa y Marcela, drama ambientado en la España de comienzos del siglo XX que dirige Isabel Coixet con la producción de Netflix.
Uno de los rótulos que abren la película anuncia que está inspirada en una historia real. Es importante recalcar lo de inspirada (y no basada) porque, como es habitual en el cine de Coixet, aquí lo esencial son los sentimientos y las interioridades de los personajes, más que la fidelidad a unos hechos de los que no se tiene toda la información. La directora construye su propia versión en compañía de Narciso de Gabriel, autor de escritos literarios en torno al que está considerado como el primer matrimonio homosexual oficiado en nuestro país.
La pareja protagonista está interpretada por Natalia de Molina y Greta Fernández, dos jóvenes actrices que hacen toda una exhibición de naturalidad y verismo. La película descansa sobre sus rostros y los hace participar del paisaje, bien sea el exterior de la naturaleza o el interior doméstico, en ambos casos Coixet pone interés en relacionar la figura con el entorno. Porque Elisa y Marcela tiene una vocación más humanista que histórica, a pesar de la procedencia real de los acontecimientos, el foco siempre se sitúa en los personajes y en su carácter íntimo. En el reparto se encuentran algunos nombres conocidos como los de María Pujalte, Francesc Orella, Manolo Solo y Lluís Homar, entre otros actores que interpretan papeles breves pero relevantes en la narración.
Lo primero que destaca de Elisa y Marcela es su evidente voluntad de estilo. La película posee un lenguaje visual que no se queda solo en el capricho estético, sino que aporta gran expresividad al relato mediante la cuidada composición de los encuadres y la fotografía en blanco y negro de Jennifer Cox, quien aprovecha las posibilidades de la iluminación que ofrece el monocromo. Ella y Coixet crean bellas imágenes que adquieren identidad en el montaje y que envuelven la película de una atmósfera sensitiva y poética, con un gran poder de seducción. Esta manera de contar la historia atenúa el drama que vive la pareja protagonista y evita que caiga en el exceso, sin perder por ello contundencia. Elisa y Marcela es un cuento de amor triste, que comienza con ligereza pero que se va agravando según transcurre la acción y se suceden los escenarios. Una delicatessen que aporta perspectiva histórica a la lucha por la igualdad y los derechos de las lesbianas.
A continuación, uno de los temas musicales que suenan en la banda sonora compuesta por Sofía Oriana Infante. Una bonita melodía de cuerdas que define bien el espíritu romántico de la película. Relájense y disfruten:

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LA DECISIÓN DE SOPHIE. "Sophie's choice" 1982, Alan J. Pakula

Durante treinta años años de carrera, Alan J. Pakula probó suerte en diversos géneros tratando de conjugar el riesgo y la taquilla, unas veces acertando y otras no. Su apuesta era la de elegir temas comprometidos y hacerlos creíbles mediante la interpretación de los actores, una táctica que le reportó cierta notoriedad en los setenta y que trató de mantener en la década siguiente con desigual fortuna. Su estrella empezaba a declinar demasiado rápido y La decisión de Sophie revertió por poco tiempo esta tendencia que comenzaría a acentuarse en años posteriores, ya sin vuelta atrás en los noventa. Es por eso que la adaptación que hizo Pakula de la novela de William Styron supone con probabilidad su última película relevante, lo que no quiere decir que fuera una gran película.
Y es que la importancia de La decisión de Sophie proviene de la fuente literaria de partida y de que algunos de los profesionales involucrados realizan trabajos notables. Los actores están plenamente comprometidos con sus personajes, el diseño de producción se ajusta a las necesidades del relato y la fotografía de Néstor Almendros otorga entidad a las imágenes. Pero estas mismas virtudes se pueden convertir en debilidades: la dependencia del film respecto al texto original es intensa y cohíbe al director, los actores masculinos se muestran teatrales y faltos de naturalidad, y la narración divaga sobre todo en su primera parte excediendo el metraje más de lo necesario.
La película sigue los pasos de un joven aspirante a escritor que se traslada de una población del Sur de los Estados Unidos hasta el barrio de Brooklyn en Nueva York, donde conoce a una extravagante pareja formada por una refugiada polaca y un biólogo de gran temperamento. La fuerte personalidad de este último incide en la relación de los personajes durante el primer acto, una responsabilidad que recae sobre el entonces debutante actor Kevin Kline. El intérprete se entrega al papel y capitaliza el peso dramático del inicio del film, en una apuesta arriesgada por parte de Pakula, ya que resulta casi imposible empatizar con las extravagancias del personaje. Kline le provee de seducción, la misma que sienten por él sus compañeros encarnados por Peter MacNicol y Meryl Streep. Una vez que la película permite que la actriz evolucione su personaje es cuando La decisión de Sophie crece exponencialmente, y todas las debilidades e incertidumbres exhibidas hasta entonces de pronto se diluyen ante el talento arrollador de Streep. Ella se hace dueña de la película y permite que progrese, que adopte una nueva dimensión que concuerda con el cambio de época y escenario.
Todo se transforma cuando el argumento se desplaza hasta el campo de exterminio nazi de Auschwitz, lo que afecta también a la iluminación que compone Almendros y a la planificación de Pakula. La decisión de Sophie pierde su aire teatral y se vuelve más cinematográfica, gana en profundidad y revaloriza el conjunto. Este largo fragmento constituye una película en sí misma dentro de otra película, y aunque conviene no desvelar aspectos de la trama que buscan sorprender al público, es cierto que adopta un carácter mucho más sólido y concreto que el resto del film. Por lo tanto, el resultado que obtiene Pakula está marcado por el desequilibrio y por la discontinuidad de algunos momentos inspirados y de otros que caen en la banalidad. La mayoría de los primeros provienen de la prodigiosa labor de Meryl Streep, quien aporta verdadero valor a esta película que ha superado en parte el paso del tiempo, y en parte ha quedado afectada por ciertas convenciones del director.
A continuación, uno de los temas musicales que integran la banda sonora compuesta por Marvin Hamlisch. Sonidos de evocación romántica y aroma clásico que contribuyen a que La decisión de Sophie gane altura y sitúe al público en plenos años cuarenta, un periodo de infausta memoria que merece ser revisado en historias como la que relatan Alan J. Pakula y Meryl Streep. Relájense y disfruten:   

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