RÍO LOBO. 1970, Howard Hawks

Uno de los momentos más delicados para cualquier cinéfilo es observar el final de las filmografías de los directores clásicos de Hollywood. Un periodo enmarcado mayoritariamente en los años sesenta y setenta, el cual coincide con el agotamiento del sistema de estudios y la regeneración de una camada de nuevos directores provenientes de otros medios como la televisión y el teatro. Así, podemos sentir alivio al contemplar la honrosa clausura de las carreras de John Huston, John Ford, Fritz Lang, Joseph L. Mankiewicz... y decepción cuando comprobamos que otros grandes nombres no supieron adaptar su estilo a los nuevos tiempos. Howard Hawks se sitúa entre ambos términos.
Río Lobo contiene los rasgos característicos del autor, tanto a nivel temático como formal. El argumento retoma las claves de películas anteriores (Río Bravo, El Dorado), además de mantener las constantes de la camaradería, la lealtad y el oficio como parte de la identidad de los personajes. La puesta en escena tampoco depara sorpresas: la planificación y el montaje juegan siempre a favor del relato y refuerzan las acciones mediante un ritmo muy dinámico, que convierte la película en un eficaz entretenimiento. Sin embargo, hay varios lastres que alejan el conjunto de lo memorable. Para empezar, el guion firmado por Leigh Brackett y Burton Wohl carece de contundencia dramática y desaprovecha unas premisas interesantes (el regreso a la normalidad tras la guerra civil de los Estados Unidos, las desigualdades raciales, la venganza que guía al protagonista), en pos de una ligereza que en ocasiones roza lo burdo. En cambio, cuando el argumento adquiere gravedad, se enreda en una maraña de nombres y de situaciones en off que enturbian la claridad que requiere la historia.
Hawks trata de modernizar una trama ya antes explotada, introduciendo elementos contemporáneos como la emancipación de la mujer, un propósito loable que algunas veces tropieza con gags rijosos o con actrices cuya única virtud es la apariencia física. Y es que el reparto es otro de los puntos vulnerables de Río Lobo. En torno al sempiterno John Wayne se congrega un elenco endeble y repleto de rostros hermosos pero con escasa solvencia, a excepción de ilustres apariciones episódicas como la de Jack Elam. Como es de esperar, Wayne cumple con creces su enésima representación del justiciero íntegro y honesto, un arquetipo que él ha ayudado a consolidar a lo largo de incontables películas entre las que se encuentran otros títulos de Hawks como Río Rojo o ¡Hatari!
La película contiene algunas novedades dentro de la obra hawksiana como es la ausencia de la épica propia del género, que se materializa en una banda sonora con poca presencia y sin temas principales, compuesta por Jerry Goldsmith. Tampoco abundan los grandes paisajes, y eso que la historia se enmarca en Arizona y en el estado mexicano de Sonora. El director tiende a cerrar los planos más de lo habitual, lo que confiere a Río Lobo una apariencia que bordea lo televisivo y se centra en los personajes, sin que se trate de cine de carácter íntimo o humanista. Al contrario, aquí lo que prima es la acción y el intercambio de diálogos, por lo que es de suponer que el septuagenario director sintiese algo de desidia respecto a lo que estaba filmando, al menos esa es la sensación que transmiten algunas de las imágenes. Salvo una excepción. La primera parte de Río Lobo en la que se narra el asalto a un tren por parte del ejército sudista para hacerse con el cargamento de oro es un prodigio de planificación y de emociones, el mejor inicio posible para una película que luego no logra mantener el mismo interés generado durante esta larga escena. Solo por el arranque del film merece la pena tener en cuenta Río Lobo, una película que no representa el inmenso talento de su creador y que cierra una de las carreras más brillantes del cine norteamericano de la primera mitad del siglo XX.
A continuación, un ilustrativo reportaje acerca de la influencia ejercida a través de los años por el cine de Howard Hawks, cortesía del canal TCM: