YO, TONYA. "I, Tonya" 2017, Craig Gillespie

Si hay un género que por tradición resulta conservador, es sin duda el biopic. En parte porque cuenta, al igual que la novela, con una notable aceptación popular, y en parte porque suele responder a una ecuación que combina la versión oficial y el retrato ejemplar. De vez en cuando surgen excepciones (I'm not thereWonder Women y el profesor MarstonVan Gogh, a las puertas de la eternidad) que escapan del consabido relato de éxito-caída-redención, una fórmula instaurada por la industria de Hollywood con una profunda raíz judeocristiana. Uno de los últimos esfuerzos por transformar esta pauta es Yo, Tonya, película que narra la trayectoria de la patinadora Tonya Harding y que sirve al director Craig Gillespie para elaborar una parábola sobre el triunfo, el fracaso y los tortuosos caminos que hay entre ambos.
La primera novedad reside en la forma, ya que Gillespie expone los hechos mezclando algunas depuradas herramientas visuales (movimientos de cámara bruscos y muy dinámicos, al estilo de Scorsese) y simulacros de cine documental (entrevistas a los personajes recreando el formato televisivo). Se trata de un lenguaje que conjuga la ficción con la realidad y que busca la complicidad del espectador, a menudo al borde del espanto. Porque el material que maneja Yo, Tonya está cargado de rabia y bilis, acorde a la personalidad de la protagonista y a la intención crítica que Gillespie mantiene respecto al sistema social que rige en los Estados Unidos. Para aligerar estos malos tragos, el director emplea un potente digestivo: el humor negro. O más bien negrísimo, ya que en muchas ocasiones la sonrisa del espectador se queda congelada ante los estallidos de violencia física y mental que salpican la trama. Si alguien piensa que Yo, Tonya cae en la exageración, debe esperar a la llegada de los títulos de crédito finales, en los que se incluyen imágenes de archivo que han servido como inspiración a la película y que desvelan la naturaleza grotesca de las personas que participaron en los acontecimientos.
Por eso la dificultad para los actores consiste en dar credibilidad a sus modelos, una fauna de seres desquiciados e hiperbólicos que bien podrían figurar en una de las comedias de los hermanos Coen. Algo de estos directores se encuentra en Yo, Tonya, al igual que se percibe la influencia de Woody Allen en las secuencias de las entrevistas, las cuales agilizan el avance de la acción y definen el perfil de los personajes. El resto corre a cargo de los actores Sebastian Stan, Allison Janney y, sobre todo, Margot Robbie, cuya portentosa labor inyecta energía en la película y sostiene el armazón dramático. La actriz despliega un abanico de facultades que van de lo sutil a lo impetuoso, según lo requiere la escena y siempre dentro de unos márgenes que ella controla con destreza. Robbie se entrega por completo y hace suya a una Tonya inolvidable, dejando para la posteridad una interpretación que eleva el conjunto hasta cotas muy altas.
Los demás elementos técnicos y artísticos (fotografía, montaje, ambientación...) giran perfectamente en el engranaje de la película, lo que convierte a Yo, Tonya en un fabuloso espectáculo que no se conforma con abordar los aspectos sensacionalistas de la historia original, sino que va más allá y ofrece una aguda reflexión acerca de la voracidad de los medios de comunicación y del elitismo que impera en el deporte de alta competición, donde los participantes alcanzan la categoría de supervivientes. Todo ello queda implícito en la siguiente escena, apenas un minuto de interpretación sin diálogos de Margot Robbie, digno de quitarse el sombrero: