LA HIJA DE UN LADRÓN. 2019, Belén Funes

Cuatro años después de haber realizado el cortometraje Sara a la fuga, la directora Belén Funes retoma a los mismos personajes y les hace evolucionar en una película de marcado carácter realista. Una realidad que no se vuelca solo en el contenido del relato, sino también en el parentesco que une a los actores protagonistas, Greta Fernández y Eduard Fernández. Ambos encarnan a los personajes del título, dos seres heridos por un pasado que nunca llega a mostrarse en imágenes pero que emerge de manera inevitable en cada secuencia. Por eso, La hija de un ladrón exige la participación del público, el cual asiste al día a día de Sara en su lucha por construir una familia de la que siempre ha carecido. La originalidad de la propuesta consiste en reflejar un momento determinado de su vida, durante el reencuentro con su padre recién salido se prisión. La historia que les une ha comenzado mucho antes del inicio del film y continuará después del final, lo que puede provocar desconcierto en más de un espectador... pero la directora catalana decide arriesgarse y contar la experiencia de Sara de manera fragmentada pero muy cercana, siguiendo sus pasos a través de trabajos precarios, pequeños triunfos, grandes fracasos y personas que vienen y van.
De hecho, Funes y su coguionista Marçal Cebrian evitan amoldarse a la estructura narrativa clásica de los tres actos y desarrollan la trama mediante una sucesión de escenas que muestran detalles en apariencia insignificantes, pero que aportan una cualidad dramática a la rutina, casi a modo de documental vivencial. De ahí que resulte inevitable recordar el cine de los hermanos Dardenne o Ken Loach cuando se contempla La hija de un ladrón. La directora recurre a algunas de las herramientas habituales en este género de películas, como son la cámara en mano, los planos largos y la búsqueda de verosimilitud en la iluminación y el sonido. Un estilo muy directo que alcanza el mayor grado de verdad con los actores, todos de enorme eficacia, un reparto en el que brillan el padre y la hija protagonistas. La película se mueve y respira a través de ellos, en especial de Greta Fernández, que tiene una presencia constante en la pantalla. No hay asomo de fingimiento en la interpretación de esta actriz que sostiene el peso del film sobre su mirada hastiada y su gesto áspero, como si no hubiera diferencia entre la persona y el personaje. La química que se establece con Eduard Fernández y con los demás actores insufla aliento a esta película de hondo calado humano, que reivindica sin hacer apologías y que denuncia sin emplear pancartas.
La hija de un ladrón retrata a esa población sumergida por las circunstancias económicas y sociales que trata de salir a flote a pesar de los inconvenientes, algunos de ellos de índole personal, que el público debe deducir según avanzan los hechos. Esta no es una película cómoda ni de fácil digestión, pero es necesaria. Porque pone rostro a las estadísticas y deja testimonio de una realidad que está ahí, a pie de calle, en una ciudad como Barcelona y en un tiempo como el de ahora mismo.

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RETRATO DE UN MUJER EN LLAMAS. "Portrait de la jeune fille en feu" 2019, Céline Sciamma

La directora Céline Sciamma retrocede al pasado para abordar desde una perspectiva diferente a sus anteriores películas el tema de la identidad sexual y las relaciones sentimentales entre mujeres. Aunque Retrato de una mujer en llamas trata el amor homosexual, el idilio que describe interpela a cualquier persona que en algún momento haya amado a otra, al margen de su género y orientación. Es un drama romántico en el que sus protagonistas experimentan una fascinación mutua, dificultada por los imperativos de la sociedad que entonces reprimía la condición lesbiana. La virtud de Sciamma es la de domesticar el torrente de emociones que contiene el film mediante la contención y la austeridad, sin por ello amortiguar su carácter de cuento.
La historia de Marianne y Héloïse acontece en el siglo XVIII, en la costa de la Bretaña francesa. Una época y un lugar que despiertan el imaginario pictórico y literario de Sciamma, quien a lo largo del metraje despliega referencias que van desde los cuadros de Camille Corot a las novelas de George Sand, con el objeto de crear una ficción de carácter cinematográfico. La habilidad de la directora para imprimir el ritmo adecuado a cada escena y situar al espectador en el punto de vista de Marianne, interpretada por Noémie Merlant, resulta sorprendente teniendo en cuenta que Retrato de una mujer en llamas huye del efectismo. Incluso cuando la película juega con lo irreal (las apariciones de Héloïse con el vestido blanco, el coro que canta junto a la hoguera), nunca se abandona la serenidad ni la armonía. Sciamma realiza un trabajo cuyos recursos expresivos y formales están medidos con exactitud, sin renunciar a la belleza, al contrario: el comedimiento general dota de credibilidad a la pasión que despierta el personaje encarnado por Adèle Haenel. Ella y Merlant componen dos personajes cuyas complejidades resuelven con economía gestual, dando especial importancia a las miradas y los diálogos.
Estos motivos, unidos al acabado técnico y al artístico, hacen de Retrato de una mujer en llamas un punto de inflexión en la filmografía de Céline Sciamma. Una directora empeñada en normalizar al colectivo LGTB en la pantalla, mediante unos códigos que incluyen la expresión sin complejos de los sentimientos, la crítica a una sociedad hipócrita (aquí representada en la madre que interpreta Valeria Golino) y la reivindicación del arte como una búsqueda de la libertad individual en comunión con la naturaleza. El hecho de que el personaje protagonista sea una pintora está hablando también de la función como cineasta de Sciamma. Su atención por los detalles se asemeja a las pinceladas firmes y meditadas de un cuadro en el que la suma de las partes completa el conjunto. Una obra que contribuye a la voluntad feminista de recuperar a las autoras que fueron ignoradas por la hegemonía masculina en el arte y que supone, además, un ejercicio íntimo de amplio alcance. En definitiva, se trata una película tocada por el lirismo, la sensualidad y el misterio en sus justas proporciones, persiguiendo un equilibrio perfecto que la directora alcanza con oficio y creatividad.

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HISTORIA DE UN MATRIMONIO. "Marriage story" 2019, Noah Baumbach

Al igual que los buenos libros y las buenas canciones, las buenas películas tienen la capacidad de contarnos las mismas cosas de siempre como si fuesen nuevas. ¿Cuántas ficciones de amor y desamor se han narrado en el cine? ¿Miles, millones? Sin embargo, Noah Baumbach consigue en Historia de un matrimonio que parezca la primera vez que asistimos a la crisis de una pareja, gracias al tono y al realismo de las situaciones interpretadas por Scarlett Johansson y Adam Driver. Y también al punto de vista elegido por Baumbach, a la vez director, guionista y productor del film. Su mirada adopta la distancia adecuada y dosifica las emociones cuando son necesarias, sin agredir al espectador con las argucias habituales en este tipo de dramas. Al contrario, la tragedia doméstica que refleja Baumbach se aparta de la ortodoxia y se deja contaminar por la comedia, a modo de alivio para el público. Comedia triste, pero comedia al fin y al cabo.
La virtud de Historia de un matrimonio respecto a otras películas de argumento semejante (Kramer contra Kramer), reside en la aparente ligereza con la que se narran los hechos. La película comienza con dos escenas consecutivas en las se presenta a los protagonistas, al estilo de Jean-Pierre Jeunet, mediante el montaje de acciones diversas y una voz en off. Un arranque que define la figura principal de la película: el binomio, la dualidad. Este concepto permanecerá presente a lo largo del metraje mediante el humor y la amargura, lo abrupto y lo sutil, lo personal y lo laboral... Una dicotomía que también se expresa a nivel formal, con diferentes tonalidades para representar los escenarios urbanos de Nueva York y Los Ángeles. Robbie Ryan emplea una fotografía más cruda y fría en el primer caso, y más luminosa y cálida en el segundo, lo cual se traslada al carácter de la pareja protagonista. Baumbach consigue que el conjunto alcance la unidad y la coherencia gracias a un guión que convierte los actos cotidianos (como cerrar la puerta exterior de una casa) en algo trascendente, con la implicación de un reparto de actores entre los que se encuentran Laura Dern, Alan Alda y Ray Liotta, nombres felizmente aquí recuperados.
El trabajo del director en cuanto a planificación y tempo narrativo también resulta esencial a la hora de valorar Historia de un matrimonio. Baumbach elige siempre emplazamientos de cámara acordes a su función en el relato y a la evolución de los personajes, sin intromisiones ni evidencias en el montaje, buscando convertir al espectador en testigo mudo de cada escena. Hay una gran fluidez en el conjunto, incluso cuando se intercalan secuencias extrañas y sublimes, como la canción en el pub o el momento en el que el personaje de Nicole elige la comida de Charlie en la mesa que comparten con los abogados. Sirvan estos ejemplos para explicar el arriesgado equilibrio que mantiene Historias de un matrimonio, mezclando entonaciones y actitudes en apariencia contradictorias, que Noah Baumbach conjuga para obtener un resultado compacto y emocionante. La capacidad del director para fijar ciertos detalles denota observación y delicadeza, dos cualidades que resumen bien esta producción de Netflix llamada a perpetuarse en la memoria del espectador. Una película que depara sensaciones intensas desde la intimidad, un torrente de sentimientos alejado del sentimentalismo, y que contiene además un tesoro musical en su banda sonora compuesta por Randy Newman. A continuación pueden escuchar un ejemplo. Relájense y disfruten:

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DIEZ NEGRITOS. "And then there were none" 1945, René Clair

Las novelas de Agatha Christie suponen un reto para los directores que deciden llevarlas a la pantalla. Suelen reunir varios personajes en unos pocos escenarios, con gran importancia de las conversaciones, lo cual provoca que el resultado sea más teatral que cinematográfico. Pero hay honrosas excepciones. La adaptación de Diez negritos por parte de René Clair es de las más destacadas gracias a su dominio de la puesta en escena, del tempo de la narración y del ingenio visual que exhiben muchas de sus imágenes.
Basta ver el inicio de la película, cuando los personajes se acercan en bote a la isla donde sucederá la acción. Sin necesidad de expresar palabras, los protagonistas son presentados mediante planos en los que los gestos y las actitudes resultan fundamentales, y es que los actores aportan buena parte de los méritos que contiene el film. Un grupo de nombres que habitualmente ocupan las segundas líneas de los repartos: Barry Fitzgerald, Aubrey Smith, Judith Anderson, Mischa Auer... todos ellos excepcionales y muy bien conjuntados, en compañía de otros intérpretes entre los que brilla el genial Walter Huston. Es un gozo ver a semejantes profesionales compartiendo encuadre y pronunciando los ocurrentes diálogos escritos por el guionista Dudley Nichols.
Diez negritos es el quinto largometraje de Clair realizado en los Estados Unidos después de sus trabajos en Francia e Inglaterra, la mayoría comedias y musicales, en los cuales el director ha ido perfeccionando su sentido del ritmo y su capacidad para alternar situaciones con fluidez y viveza. Así pues, nos encontramos ante la exhibición de un maestro en pleno uso de sus facultades, una película brillante en los apartados técnicos y artísticos (atención a la escena de las cerraduras) que depara casi cien minutos de disfrute ininterrumpido. Teniendo en cuenta la ligereza a la que aspira el film y su vocación de sano entretenimiento, René Clair no solo cumple el objetivo de Diez negritos, sino que lo supera con creces.

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ROJOS. "Reds" 1981, Warren Beatty

Al igual que otras estrellas de Hollywood como Paul Newman y Robert Redford, el actor Warren Beatty emprende a finales de la década de los setenta una trayectoria en la dirección mediante títulos que le permiten trascender su imagen de galán y le revelan como un autor con inquietudes diversas. El mejor ejemplo dentro de su escasa filmografía es Rojos, película que le otorga un inesperado prestigio a causa del aluvión de premios. No es para menos. Se trata de una costosa producción de época con localizaciones en diferentes países y multitud de figurantes, al estilo de las epopeyas rodadas unos años atrás por los grandes estudios.
Aunque la historia que cuenta Rojos está ambientada a principios del siglo XX, con el auge de las revoluciones soviéticas y la implantación del socialismo en Norteamérica, no se puede obviar el momento en el que Paramount Pictures decide financiar el segundo largometraje dirigido por Beatty. Nada menos que en el inicio de la era Reagan, un periodo conservador con continuidad de gobiernos republicanos que bien podrían sentir recelos ante un proyecto cuyo título ya parece una provocación. Además de dirigir Rojos, el propio Beatty produce e interpreta al personaje protagonista, John Reed, un carismático periodista que saltó a la fama tras escribir Diez días que estremecieron el mundo, la crónica de su estancia en Rusia como testigo de la Revolución de octubre de 1917. El acierto del film y a la vez su pasaporte a las carteleras de medio mundo es que no resulta maniquea ni hace propaganda. Beatty lanza dardos a todos los estamentos y, lo que en principio parece una oda al ideario de izquierdas, poco a poco se va convirtiendo en una crítica al aparato que primero impulsó el movimiento y luego terminó ahogándolo entre dogmas, burocracias y depuraciones, hasta tergiversar su naturaleza progresista. Es el mismo recorrido ideológico y vital que atraviesa Reed, víctima de aquella utopía imposible de aplicar por los guardianes de unas ideas transformadas en preceptos.
El peso político del argumento es importante, pero también su carácter humano. Por eso Beatty comparte responsabilidad con Diane Keaton, la otra mirada que contempla la historia y permite que el espectador establezca distancia con la figura principal. El hecho de que buena parte de la acción siga los pasos de la periodista y escritora Louise Bryant, evita la tentación de caer en la idolatría que hubiera podido despertar la figura de Reed, poseedora de un atractivo y una fascinación que pocos nombres como Warren Beatty dotarían de credibilidad. Los dos forman una pareja con grietas y fortalezas, en la que se cruzan los personajes del dramaturgo Eugene O'Neill y la activista Emma Goldman, ambos interpretados por Jack Nicholson y Maureen Stapleton. Todos los actores están magníficos y consiguen desprender a sus personajes de la aureola mítica que les otorga la Historia, mostrándoles más terrenales y cercanos.
El diseño de producción es otro de los puntos fuertes de Rojos. Hay una labor muy cuidada en los decorados, el vestuario y los demás elementos que integran la escena, con una mención especial para quien sin duda es el artífice de que las imágenes de Rojos sean dignas de análisis hoy en día. La fotografía de Vittorio Storaro engrandece la película y la llena de belleza, no con el fin de acariciar los ojos del público mediante recursos estéticos, sino de crear las atmósferas adecuadas para que la narración evolucione al mismo tiempo que los personajes. La luz y la paleta de colores empleadas por Storaro ilustran los sentimientos de quienes aparecen en el encuadre, a la manera de los pintores clásicos, poniendo atención en los matices y en la profundidad de campo. Por eso, es justo reconocer al italiano como co-creador de la envoltura visual que hace de Rojos una película destacable.
Así pues, la película conjuga bien las vertientes dramáticas e históricas a lo largo de un metraje que sobrepasa las tres horas de duración, gracias al buen hacer de los actores (en especial de Keaton, extraordinaria) y a la verosimilitud con la que Beatty expone los hechos. Que no es lo mismo que realismo, ya que Rojos está narrada con el lenguaje depurado de la ficción, sin excluir en determinados momentos el estilo documental. Resulta muy llamativo el recurso de intercalar entre distintos bloques de escenas los testimonios de personas que conocieron a los verdaderos protagonistas, testigos ya ancianos de los acontecimientos, lo cual otorga al conjunto un marchamo de autenticidad. Esta decisión arriesgada dota de identidad a Rojos, la película más ambiciosa y redonda de la breve e irregular filmografía Warren Beatty como director.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Stephen Sondheim. Una melodía de corte romántico que evoca la relación de la pareja representada por el piano y la flauta, sobre un fondo de instrumentos de cuerda pulsada. Relájense y disfruten:

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OKJA. 2017, Bong Joon-ho

Las películas de Bong Joon-ho siempre tienden a la fábula, más allá del género y el estilo que adopten. Prueba de ello es Okja, un alegato en favor de la naturaleza que el director presenta como un imaginativo divertimento repleto de aventura y emoción, ideal para ser disfrutado en familia. La película narra la relación entre una niña que vive en las montañas surcoreanas y un gigantesco cerdo modificado genéticamente por una ambiciosa compañía que reclama la propiedad del animal. Además de algunas referencias inevitables como King Kong o Tarzán, lo cierto es que Okja parece atravesada en todo momento por el espíritu de Hayao Miyazaki, como si el maestro del anime hubiera decidido realizar una película de imagen real. De hecho, hay situaciones y personajes (atención al interpretado por Jake Gyllenhaal) más propios de la animación, lo que da cuenta de la importancia del diseño de producción y los efectos especiales en esta obra financiada por los Estados Unidos y Corea del Sur bajo el auspicio de Netflix.
Como es habitual, Joon-ho despliega sus habilidades como narrador visual mediante una planificación rica y eficaz que imprime ritmo al relato, sin descuidar por ello el desarrollo argumental de Okja ni sus ambiciones dramáticas. Porque bajo su apariencia de espectáculo sencillo y directo, la película milita en contra de las corporaciones que anteponen los intereses comerciales al sostenimiento del planeta y que no demuestran escrúpulos a la hora de manipular sus mensajes para obtener beneficios. Para ello, el director recurre en el tercer acto a imágenes de gran impacto que dejan clara la intención de denuncia. Es fantasía, pero con una traslación fácil a realidades pasadas y presentes.
Además del perfecto acabado técnico, en Okja también hay motivos artísticos a tener en cuenta, como el reparto que congrega a actores de distintas nacionalidades. Acompañando a Gyllenhaal se encuentran otros nombres conocidos como Tilda Swinton y Paul Dano, todos ellos componiendo personajes carismáticos y reforzando el carácter de cuento que posee el film. Bong Joon-ho realiza aquí su película más accesible hasta la fecha, lo que no le resta méritos como cineasta, al contrario: los grandes autores también se miden cuando les toca compadecer ante audiencias masivas sin tergiversar su estilo ni su lenguaje. Él no solo sale indemne de la prueba (al igual que en Snowpiercer, su película anterior), sino que también es capaz de incorporar al público joven y de transmitirle ciertos mensajes que resultan hoy más oportunos que nunca.

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PARÁSITOS. "Gisaengchung" 2019, Bong Joon-ho

Resulta difícil hablar de Parásitos sin desvelar sus sorpresas. Bong Joon-ho juega en todo momento al despiste con las expectativas del espectador, introduciendo giros en la trama y cambiando el género en los momentos más inesperados. Todo ello dentro de una alegoría que retrata a la sociedad surcoreana por medio de dos familias, una que vive en la miseria y otra en la opulencia. El vínculo que se establece entre ambas ilustra las desigualdades económicas del país y se atreve a desdibujar los papeles de víctimas y verdugos, ofreciendo una moraleja de carácter subversivo. El logro que alcanza Parásitos consiste en hacer una proclama revolucionaria a través de una ficción divertida y emocionante, con capacidad para repercutir en el gran público.
Tanto el guión como la puesta en escena están elaborados con meticulosidad, buscando siempre el dinamismo. El hecho de que gran parte de la acción suceda en el escenario de una casa podría haber dotado a la película de un aire teatral que el director convierte en puro cine mediante la planificación, el montaje y todos los recursos visuales a su alcance. Joon-ho escruta las situaciones con garra y un depurado sentido del ritmo, poniendo atención en los personajes y en su relación con el entorno. Y es que la casa, construida ex profeso para la película, tiene en cuenta las dimensiones y, sobre todo, las alturas, como un escalafón que sitúa a los protagonistas en estamentos opuestos, una metáfora espacial que se repite también en las localizaciones de exterior. Parásitos contiene multitud de símbolos que convierten el visionado en un ejercicio estimulante sin rozar nunca lo críptico, más bien al contrario. Joon-ho maneja a la perfección los resortes de la comedia en su modalidad más negra y mordaz, soltando bilis en cada secuencia, pero con una elegancia obtenida de haber trazado con tiralíneas las imágenes y el desarrollo narrativo del film.
Sería reiterativo enumerar los aciertos técnicos y artísticos que contiene Parásitos: la labor de los actores, la música, la fotografía... en suma, el trabajo de un equipo perfectamente conjuntado bajo las directrices de un director, Bong Joon-ho, que vuelve a tocar la gloria con una película destinada a perdurar. El placer que proporciona Parásitos solo es comparable a la inquietud que genera esta historia en la que nada es lo que parece hasta que se demuestra lo contrario.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Jung Jaeil. Música interpretada por instrumentos de cuerda con una clara influencia clásica, que no desentonaría en ningún auditorio:

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EL IRLANDÉS. "The Irishman" 2019, Martin Scorsese

Martin Scorsese sabe que cualquier nueva película puede ser la última. Desde su atalaya de leyenda viva del cine, el director es respetado por sus fieles seguidores y también por las nuevas generaciones de espectadores que le han descubierto como referencia de películas actuales. Su estilo visual y narrativo ha influido en cineastas tan destacados como Paul Thomas Anderson o Wes Anderson, quienes han sabido traducir las señas de identidad de Scorsese y adaptarlas a su propio lenguaje. Pero hay que tener cuidado. El reconocimiento de las claves de cualquier autor enciende las alarmas que avisan de la ausencia de novedades y la reiteración de fórmulas, o lo que es igual: la copia de uno mismo. En el caso de Martin Scorsese, este peligro es real ya que El irlandés supone el regreso al universo desarrollado en títulos como Malas CallesUno de los nuestros y Casino, pero en esta ocasión se busca un broche de oro a toda esta saga, un cierre calmado y sereno, acorde a las circunstancias biológicas y profesionales de Scorsese. Así que las comparaciones con las anteriores referencias resultan inevitables, además de incómodas. Porque El irlandés tiene motivos suficientes para ser considerada una gran obra, siempre y cuando no se la sitúe en el mismo escalafón que Uno de los nuestros, verdadera opus magna del director.
Lo primero que llama la atención es el extenso metraje de la película, tres horas y media. Bien es verdad que la trama se expande a lo largo de cuatro décadas en la vida de Frank Sheeran, un transportista que se introduce en el mundo de la mafia y que asciende con el tiempo hasta una posición relevante dentro del crimen organizado. En las relaciones que establece el protagonista (con el líder sindical Jimmy Hoffa y el resto de los cabecillas de la organización) confluyen algunos de los intereses de Scorsese: la lealtad, los códigos de honor, la adquisición de responsabilidades y la identidad personal frente a las exigencias de pertenecer a un grupo. Como es natural, también se tratan los temas de la madurez y el paso del tiempo (explorados antes en Toro salvaje y El color del dinero, entre otros títulos). En definitiva, Scorsese vuelve a pisar terrenos ya transitados, pero esta vez con un paso más reflexivo y atento. ¿Justifica esto la larga duración del film? Teniendo en cuenta los antecedentes y otras alusiones inevitables (El padrino), la respuesta es que no.
El problema principal de El irlandés es que parece una miniserie reunida en una sola película. Incluso la estructura dramática creada por Steven Zaillian a partir de la novela de Charles Brandt se corresponde más con el formato televisivo que con el largometraje, por la división en actos y por su evolución en el conjunto. Scorsese demuestra su habilidad para filmar conversaciones y crear grandes escenas, sin embargo, aquí las acciones son menos importantes que los personajes. El film prima la literatura sobre el cine, lo que da como resultado una película en exceso discursiva, que acumula mucha información no siempre necesaria para hacer avanzar la trama. Los encargados de gestionarla son los actores, un elenco que reúne a intérpretes tan significativos en la filmografía de Scorsese como Robert de Niro, Joe Pesci y Harvey Keitel, los dos primeros magníficos y el tercero desaprovechado por su poca intervención en la pantalla. La sobriedad de sus personajes contrasta con la energía siempre a punto de estallar que encarna Al Pacino, quien termina de completar un cuadro compacto y equilibrado. El placer que depara contemplar juntos a estos profesionales es difícil de repetir, a pesar de los efectos digitales aplicados sobre sus rostros para simular las diferentes edades que atraviesan. Lo que normalmente se resuelve con maquillaje o con actores más jóvenes, aquí está trucado mediante tecnología avanzada que incide en el rostro pero no en el movimiento del cuerpo, lo que a veces provoca desajustes extraños.
Incidencias aparte, El irlandés cuenta con una planificación fluida y eficaz, que consigue dar dinamismo a los abundantes diálogos y generar tensión mediante procedimientos visuales. Aunque la forma que exhibe el film es menor enérgica y llamativa de lo habitual en Scorsese, hay hallazgos ingeniosos como los rótulos con los que se presenta a los personajes, en los cuales se informa no sólo del nombre sino también de la fecha y la causa de su muerte, siempre como consecuencia de un ajuste entre rivales. Además hay otros recursos en forma de ralentizados, acercamientos de cámara con grúa o los planos inserto, tan característicos del director desde sus inicios. Basta asomarse a unas pocas imágenes de la película para percibir que se trata del trabajo de un maestro en la plenitud del oficio, beneficiado por el montaje de Thelma Schoonmaker y la fotografía de Rodrigo Prieto. Dos nombres que engrandecen el acabado de la película junto a los responsables de la ambientación, el vestuario, el diseño de sonido... El irlandés es una gran producción en todos los sentidos que supone un punto de inflexión para la plataforma de contenidos Netflix.
Dentro de la filmografía de Martin Scorsese tiene, además, un carácter testimonial de final de ciclo que le confirma como el perfecto cronista de la mafia estadounidense. Él ha definido a lo largo de los años el prototipo del gánster moderno, una continuación del arquetipo fijado por Coppola, que después ha encontrado eco en los personajes de Tarantino o de la serie televisiva Los Soprano. La aportación de Scorsese es la de retomar el espíritu de las antiguas películas criminales de Fritz Lang y Howard Hawks y actualizarlas con su personal punto de vista, en el que tienen prioridad la música, la presencia de la cámara y el conflicto interior de los personajes. No como elementos separados, sino como una misma sustancia que fluye a través de su cine. Buen ejemplo de ello es El irlandés, que no es la mejor película de Scorsese dentro del género, pero hubiera podido serlo con una mayor capacidad de síntesis y la asunción de riesgos que templasen el resultado, frío como el protagonista al que se refiere el título. El hieratismo que representa De Niro termina contagiando al tono general de la película, lo que afecta al desarrollo de algunas líneas narrativas que exigían mayores dosis de emoción, como la relación de Sheeran con su familia y, en especial, con su hija. Sólo el tiempo dictaminará el valor de esta película ambiciosa que tiene la virtud de reflejar los contextos sociales y políticos de una parte del siglo XX, a través de la mirada descarnada, lúcida y aquí demasiado exhaustiva de Martin Scorsese.

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NOSOTROS. "Us" 2019, Jordan Peele

Desde hace siglos, los cuentos clásicos han cumplido la función de advertir a los menores de los peligros que les acechan fuera del hogar familiar, por medio de moralejas básicas y directas que enseñan a cuidarse de lo desconocido, a no desafiar las normas, a tomar precauciones frente a los extraños... Doctrinas transmitidas de padres a hijos que se van sofisticando en los géneros del fantástico y el terror, los cuales acrecientan el impacto e interpelan al inconsciente colectivo. El cine no es ajeno a estas enseñanzas y las refuerza aprovechando el poderoso influjo de las imágenes y la capacidad de recrear atmósferas, por eso, las películas que inspiran miedo son terreno fértil para las alegorías y las metáforas más o menos encubiertas. Buen ejemplo de ello es Nosotros, segundo largometraje de Jordan Peele tras haber saboreado las mieles del éxito con Déjame salir.
La película comienza con una serie de referencias aparentemente inconexas: un rótulo que informa de los espacios subterráneos ocultos a lo largo y ancho de los Estados Unidos, el anuncio televisivo de una campaña solidaria, un plano que muestra multitud de conejos de laboratorio encerrados en jaulas... estos y otros elementos dispersos se irán definiendo durante la película hasta converger al final, no sin antes haber experimentado giros bruscos y sorprendentes. Peele busca desconcertar al espectador y para ello vuelve a emplear la fórmula de mezclar el terror y la comedia negra, haciendo guiños al cine de los años ochenta (El resplandor, Poltergeist, Jóvenes ocultos) y a cineastas como John Carpenter, Wes Craven o Steven Spielberg. Las influencias se agolpan en la pantalla sin que el resultado parezca un pastiche, al contrario: Nosotros posee una fuerte identidad y un carácter propio que Peele obtiene gracias a su habilidad para generar tensión y su depurada narrativa visual, con movimientos de cámara virtuosos y un lenguaje muy dinámico que alterna ángulos y tamaños de plano en el montaje.
Sin duda, el talento de Peele es la puerta de acceso a una historia que requiere cierta predisposición por parte del público. Entrar en el laberinto que propone el director exige un mínimo esfuerzo comparado con las satisfacciones que depara, incluso para aquellos amantes de la crítica social que dejaron de encontrar en el género motivos de regocijo. Nosotros aspira a la subversión como lo hacían las producciones de serie B y el cine de género de otras épocas, cuando el fantástico era el mejor subterfugio para tratar temas considerados incómodos por los medios convencionales. Por eso, aunque el trasfondo del film tenga gravedad, la manera de ilustrarlo en la pantalla es deliciosamente lúdica y perversa, convirtiendo el visionado en un ejercicio gozoso de auto-afirmación y de homenaje a una cultura considerada de segundo grado (a la que pertenecen el cómic, la novela pulp, el videoclip o las teleseries).
El mérito de Jordan Peele consiste en aglutinar todos estos ingredientes y darles consistencia, con la complicidad de los equipos técnico y artístico, incluidos los actores. Lupita Nyong'o se sitúa al frente del reparto y muestra su sintonía con el director por medio de recursos interpretativos que están siempre a un paso del exceso, tal y como manda el tono del conjunto. Ambos consiguen dar forma a una película inesperada y apasionante, un divertimento mayor que logra sortear numerosos riesgos a fuerza de imaginación estética y de controladas dosis de locura. Los que estén libres de prejuicios, que se preparen para disfrutar sufriendo.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Michael Abels. El músico repite con Jordan Peele y vuelca en una cascada de cuerdas la angustia y el misterio que contiene Nosotros. Para escuchar con la luz encendida:

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DEUDA DE HONOR. "The Homesman" 2014, Tommy Lee Jones

Casi una década después de haber dirigido su primer largometraje, Tommy Lee Jones vuelve a situarse a ambos lados de la cámara en Deuda de honor, adaptación de una de las novelas del Oeste escritas por Glendon Swarthout. El texto original narra la odisea de una campesina que debe trasladar a tres mujeres que sufren trastorno mental a través de los Estados Unidos, en compañía de un inadaptado social a quien da vida Lee Jones. El cineasta aprovecha estos mimbres para entretejer algunas de las principales claves del género: la influencia del paisaje en la acción, el viaje como recorrido vital de los personajes y el dibujo de sus perfiles psicológicos para establecer cuestionamientos morales.
Estos elementos se exponen en la película con destreza formal y dramática, dando cuenta de las capacidades del director y de todo el equipo. Empezando por los actores, a cuya cabeza está Hilary Swank interpretando a la heroína de la historia. La actriz ya ha demostrado en anteriores ocasiones su solvencia para encarnar personalidades fuertes, pero esta vez pone al límite sus recursos en un papel muy exigente y a la vez de gran contención. Por el contrario, Lee Jones representa a un pintoresco granuja de gesto amplio y palabra fácil. Sus caracteres opuestos se complementan perfectamente, bien pertrechados por un reparto con nombres conocidos como James Spader, Meryl Streep y John Lithgow. Todos ellos conforman el paisaje humano de Deuda de honor, en concordancia con los entornos naturales reflejados por la fotografía de Rodrigo Prieto. Las imágenes del film contienen expresividad y belleza, en su justa medida para no edulcorar la dureza del relato pero al mismo tiempo conservando su aire de fábula de superación. Al igual que sucedía en Los tres entierros de Melquiades Estrada, Tommy Lee Jones dota de una poderosa identidad visual a la película, planificada y montada con brío. Solo se aprecia una deficiencia en el primer acto de Deuda de honor, y son los flashbacks que explican la enajenación que afecta a las mujeres, escenas que no terminan de encajar por reiterativas y porque interrumpen la fluidez del planteamiento. Todo lo demás alcanza la excelencia y supone una más que digna recuperación de los cánones del western, género al que Tommy Lee Jones rinde tributo con talento y con el respeto de quien conoce los clásicos. Ojalá este gran actor se prodigara también como director. Su rostro y su figura parecen tallados para calzar sombrero y montar a caballo, y su sensibilidad como cineasta ha quedado probada en dos largometrajes que muchos directores afamados querrían tener en sus filmografías.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Marco Beltrami. Un conjunto de melodías sencillas y eficaces, que transmiten intimidad y contienen evocaciones a los espacios abiertos y los instrumentos tradicionales tan comunes al western. Relájense y disfruten:

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ENTRE DOS AGUAS. 2018, Isaki Lacuesta

El director Isaki Lacuesta dirige en 2006 La leyenda del tiempo, una película que mezcla el documental y la ficción siguiendo los pasos de un niño gitano devastado por la muerte de su padre. Doce años después, la relación mantenida entre el cineasta y el actor provoca una continuación que se puede ver de manera independiente a su antecesora, aunque ambas comparten el carácter humanista y un fuerte sentido de la realidad. Entre dos aguas ilustra el interés de Lacuesta por el transcurso del tiempo, no solo como materia narrativa sino como forma de reflexionar en torno al cine, a su propia naturaleza y a la persistencia de las imágenes. El tiempo pasado y el presente se alternan a lo largo de la película creando un espacio común, el mismo que ocupa la tristeza del personaje protagonista.
Han pasado los años e Isra asiste al parto de su tercera hija, mientras en el pasillo del hospital le esperan los guardias para devolverlo a la cárcel. Cumple condena por trapicheos a la vez que su hermano Cheíto se gana la vida como panadero en un buque de la Armada. A pesar de tener la misma sangre, recorren caminos distintos. Cuando Isra obtiene la libertad, los hermanos se reencuentran para volver a definir sus rutinas y las de los personajes que les rodean. Hasta aquí, las coincidencias entre los actores y los personajes son numerosas, tanto como las diferencias. Porque Israel Gómez Romero nunca ha estado preso, pero el nacimiento de su hija es verdadero, así como el tatuaje que se hace en la espalda para perpetuar el recuerdo de la tragedia familiar.
Durante toda la película hay un diálogo entre lo real y lo elaborado en el guión por Isaki Lacuesta e Isa Campo, una captura de experiencias muy arraigadas al lugar que refleja la cámara en mano y la magnífica fotografía de Diego Dussuel. La luz cruda de la Isla de San Fernando y los colores de la bahía llenan la pantalla y dan identidad al conjunto, al igual que la música de Raül Refree. Cada elemento de la película persigue la inmediatez, la sensación de estar acompañando a los personajes en el mismo momento en el que suceden las cosas. Por eso, Entre dos aguas se adhiere a una corriente de neorrealismo español desarrollada en los años 50, que Lacuesta traslada hasta nuestros días evitando las convenciones formales y las interferencias de la ficción. El director busca la cercanía y provocar emociones directas, lo que consigue con creces gracias a la implicación de los actores y a la mirada atenta que sabe arrojar sobre el entorno. Aunque el film aspire a una objetividad sin aditivos, hay mucho cine en sus imágenes, la prueba fehaciente de que Isaki Lacuesta es uno de los autores actuales con mayor personalidad, capaz de hacer suya esta moderna parábola de Caín y Abel en el sur de España.

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CASA DE TOLERANCIA. "L'apollonide" 2011, Bertrand Bonello

Sobre el papel, Casa de tolerancia podría ser una más de las películas dedicadas a satisfacer el morbo fácil y el erotismo de diseño tan habituales en las historias de prostitución. Sin embargo, el director Bertrand Bonello se muestra más interesado en retratar la vida cotidiana de las mujeres que trabajan en L'apollonide, un burdel de lujo en el París del cambio de siglo. La cámara asiste a sus encuentros sexuales, pero sobre todo a los momentos de espera, los preparativos, las revisiones médicas, las conversaciones comunes... por eso, no se trata de un film convencional sino de una obra semejante a un cuadro en movimiento. Bonello elabora frente a la cámara un espacio escénico en el que los personajes representan sus miedos e ilusiones imbuidos por la atmósfera que les rodea, lo que otorga al director la condición de pintor, coreógrafo y dramaturgo, todo ello sin perder nunca de vista el sentido global del proyecto. Que no es otro que reflejar la rutina en un entorno excepcional, la humanidad de unas mujeres que son vistas como divinidades por los acaudalados clientes.
Lo primero que llama la atención de Casa de tolerancia es su evidente voluntad de estilo. Bonello cuida las imágenes con detalle, la composición de los encuadres y los elementos que integran el plano, con el fin de crear un ambiente que se impone sobre todo lo demás. Al contrario de lo que suele suceder, este afán esteticista no lastra la narración sino que le da sentido, ya que Bonello pretende transmitir sensaciones antes que ninguna otra cosa. Esto explica que suenen en la banda sonora algunas canciones muy posteriores a la época, supeditando la fidelidad temporal a la eficacia dramática de Lee Moses o los Moody Blues. La importancia de la forma sobre el contenido se expresa también en el hecho de que las vicisitudes de las protagonistas se cuentan de manera fragmentada e incompleta, como piezas de un mosaico que se va desvelando según avanza el metraje. El espectador nunca llega a conocer del todo a los personajes ni el resultado de sus acciones, lo cual otorga a la película cierto misterio que la vuelve muy interesante y afianza su condición de fetiche para voyeurs y amantes de la belleza en general.
Como es natural, las actrices tienen gran responsabilidad en el resultado del film. El reparto coral contiene los nombres de Adèle Haenel, Céline Sallette, Iliana Zabeth, Esther Garrel, Jasmine Trinca... todas ellas definen las distintas personalidades de las mujeres a las que interpretan con pocas pinceladas pero precisas, las suficientes para adentrarse en su mundo hermético. Solo hay un momento en el que la cámara sale al exterior y es la escena de la excursión campestre, una bocanada de aire fresco en medio de la película que rompe la teatralidad y la circunspección del conjunto. El resto sucede entre las paredes de L'apollonide, bajo la tutela de la propietaria que mira las cuentas con preocupación. Los impuestos amenazan la viabilidad del negocio, mientras sus ocupantes tratan de saldar sus propias deudas relacionándose con hombres que les proporcionan dinero y estabilidad, pero en ocasiones también enfermedades y peligro. Casa de tolerancia expone la vulnerabilidad de las prostitutas y la explotación a la que se ven sometidas sin hacer una enmienda a la totalidad, puesto que Bonello muestra también rasgos de humanidad y confraternidad entre ellas. No obstante, la película termina con una imagen tremenda que parece querer ilustrar la decadencia del negocio y la necesidad de regulación en el presente. Las imágenes muestran el local que ocupó hace tiempo L'apollonide, ahora reconvertido una de las tiendas de ropa que abundan en la ciudad de París. En medio del ajetreo urbano, las prostitutas siguen ejerciendo el oficio expuestas a la indefensión y la hostilidad de la calle. Un mazazo de realidad frente a la poesía y el pictoricismo de todo lo visto antes.

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DESPERTAR EN EL INFIERNO. "Wake in fright" 1971, Ted Kotcheff

Durante cuatro décadas, Despertar en el infierno ha sido una película maldita que permanecía oculta a ojos del gran público. La dureza del argumento y la violencia directa e indirecta que transpiran sus imágenes ha influido en que permaneciese escondida hasta el año 2009, cuando es restaurada y valorada como un verdadero film de culto. Los motivos no son pocos.
Antes de ser domesticado por Hollywood en los años ochenta, Ted Kotcheff había desarrollado su carrera en el Reino Unido y Canadá, su país natal. Allí se formó como director de cine, teatro y televisión hasta que, recién inaugurados los setenta, se traslada a Australia para realizar Despertar en el infierno. La adaptación de la novela de Kenneth Cook que arroja una mirada cruda y despiadada sobre las pequeñas poblaciones que viven aisladas de los grandes núcleos urbanos. La película no cuenta con una gran producción pero sabe aprovechar al máximo los elementos de la zona e incluirlos en la acción: los paisajes agrestes, las tabernas destartaladas, las calles cubiertas por el polvo... y sobre todo, el calor. En la navidad australiana, el sol abrasa y empapa de sudor a todos los personajes, quienes pasan las horas refugiados en los bares y bebiendo cantidades ingentes de cerveza. La gran mayoría son hombres, trabajadores de la minería embrutecidos por el alcoholismo y la ausencia de mujeres. En este lugar recala un profesor de escuela que disfruta de unos días de vacaciones, y lo que se prometía como una parada de tránsito camino a Sídney, se prolongará indefinidamente envolviendo al protagonista en una espiral de crueldad y autodestrucción.
La habilidad de Kotcheff consiste en no despegarse nunca del punto de vista del personaje interpretado por Gary Bond, lo que empuja al espectador a involucrarse en la historia. Siendo una película tan visceral y en la que los sentidos permanecen siempre alerta, la experiencia de ver Despertar en el infierno se parece a pocas otras. Es un título que proporciona un malestar intencionado, que no se logra con efectos especiales ni con un gran presupuesto. Un sentimiento de inquietud que atraviesa la pantalla y se clava en el público, gracias a la inmediatez que transmiten las imágenes, los movimientos de cámara, la composición de los encuadres, el ritmo que imprime el montaje... Kotcheff se muestra atrevido e inspirado, capaz de influir a directores cercanos (George Miller) y lejanos (Martin Scorsese).
Al igual que sucede en películas como Conspiración de silencio o La jauría humana, en Despertar en el infierno se expone la hostilidad de una comunidad encerrada en sus propios hábitos, que tiene la violencia como seña de identidad. Por eso, aparte de la agresividad implícita que sobrevuela cada fotograma está la violencia explícita, que resulta mucho más cuestionable. Es difícil contemplar la escena de la matanza de los canguros sin sentir un nudo en la garganta, hasta el punto de que los créditos finales contienen una explicación para el público. Se trate de sadismo o de un imperativo para reforzar la decadencia del personaje, lo cierto es que este momento en concreto y la película en general deparan sensaciones contradictorias: no quieres seguir viendo ni tampoco puedes dejar de mirar. Es el hechizo de esta película atípica y bizarra, a la que tanto contribuyen los numerosos actores que integran el reparto, todos ellos convincentes. Cabe destacar a Donald Pleasence, que borda uno de esos personajes secundarios que se adueñan del relato.
En suma, Despertar en el infierno supone una poderosa experiencia inmersiva que permanece en la memoria durante mucho tiempo, la prueba de que con libertad y talento se pueden alcanzar resultados tan fascinantes como este film convertido en clásico del cine de culto. Imprescindible para los amantes de las rarezas y las emociones intensas.

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BESOS ROBADOS. "Baisers volés" 1968, François Truffaut

Besos robados es el tercero de los títulos en los que François Truffaut desarrolla el personaje de Antoine Doinel, el alter ego del director que apareció por primera vez siendo niño en Los 400 golpes, y que después fue madurando en el cortometraje Antoine y Colette (incluido en la película El amor a los veinte años). En esta ocasión, Doinel es licenciado del ejército y se incorpora a la vida civil, en la que tendrá que desempeñar diferentes oficios para alcanzar la estabilidad económica y sentimental: conserje nocturno en un hotel, detective y reparador de televisores. Cada uno de estos trabajos ocupa un acto de la película, siendo el principal el de investigador privado. Entre medias evoluciona la relación que mantiene con Christine, su antigua novia, y con otras mujeres que entran y salen de su vida.
Truffaut sigue las andanzas del protagonista con ritmo y humor, siempre atento a la expresividad de Jean-Pierre Léaud. El actor ha crecido en la pantalla y la complicidad que mantiene con el director se percibe en todo momento, generando una atmósfera distendida que trasciende el set de rodaje y forma parte de la trama. Esta naturalidad se refleja también en la manera que tiene Truffaut de filmar los espacios donde transcurre la acción, lugares cotidianos de la ciudad de París que la cámara captura sin buscar la solemnidad ni la belleza. No obstante, hay algunas secuencias que rompen el realismo predominante, como la de la carta que viaja a través de los tubos neumáticos o el recorrido final por la casa hasta llegar a la cama en la que descansa la pareja. Son revelaciones de un autor apasionado por el cine que rinde tributo a sus maestros: Ophüls, Siodmak, Welles... No en vano, Besos robados comienza con una imagen del exterior de la Cinemateca y un rótulo dedicado a Henri Langlois, presidente que había sido destituido y que fue depuesto gracias a las presiones ejercidas por Truffaut y otros directores.
Vista hoy, Besos robados resulta entrañable. El candor con el que se describen las relaciones entre los personajes y la mirada siempre presente de Truffaut confieren a la película un carácter profundamente humanista, que lo mismo divierte como regala agudas reflexiones. Cada fotograma describe el ideario compartido de un director y un actor que se funden en uno, y que regalan al público una buena ración de sonrisas que hacen pensar. Nada más y nada menos.

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LA QUIETUD. 2018, Pablo Trapero

Uno de los temas predilectos de Pablo Trapero es la familia. Así lo atestiguan títulos como Familia rodante, Nacido y criado y El clan, películas que identifican la unidad familiar con el refugio y el encuentro de identidades, pero también con el aislamiento y la confrontación. El cineasta argentino va un paso más allá y en La quietud explora los intrincados recodos de las relaciones familiares, en lo que supone su mayor acercamiento al género del folletín y el drama de sentimientos.
Amante de las historias intensas y los riesgos argumentales, Trapero esta vez salta al vacío sobrevolando las convenciones y los modelos hegemónicos de la institución, si es que los Montemayor pueden considerarse una familia como las demás. Pero no lo son. Se trata de una estirpe privilegiada que representa la élite social de un país en el que perviven vestigios de la dictadura. Este mismo asunto era conjugado en pretérito por Trapero en El clan, y ahora lo hace en presente, aunque en ambos casos resulta esencial la figura del padre y la noción del secreto. En La quietud, la muerte del patriarca es el desencadenante de la trama, aunque las protagonistas son sus hijas, interpretadas por Martina Gusman y Bérénice Bejo. Ellas y la madre, encarnada por Graciela Borges, se reúnen en la finca que da nombre a la película, un paraíso donde ajustarán cuentas con el pasado y que sirve a Trapero para ilustrar las contradicciones de las castas que influyen en el país. Una oligarquía dependiente de la servidumbre y que mantiene usos ancestrales (la campanilla para llamar al servicio, los cortes intermitentes de luz). Por estos y otros motivos, La quietud es con probabilidad el film más simbólico del director, y también el más temerario. Cabe señalar que, al final, Trapero hace una enmienda y su propuesta de familia alternativa a la tradicional resulta vencedora, por encima incluso del tabú.
Los vínculos entre los personajes existen desde mucho antes de que los conozca el espectador, por lo tanto, hay una perpetua sensación de descubrimiento que se potencia con los giros que adopta el guion. Conviene desvelar lo menos posible para dejarse arrastrar por el torbellino de emociones que propone Trapero y que demanda cierta predisposición, tal y como sucede con el cine de Douglas Sirk o Arturo Ripstein, por citar dos autores de diferentes épocas. Al igual que éstos, Trapero emplea ingeniosos recursos visuales para reflejar las pasiones, como la escena en la que madre e hija discuten durante la proyección, o en el elaborado plano secuencia del sepelio. Son momentos en los que el director ejercita sus habilidades sin recurrir al exceso, ya que la historia posee suficiente contundencia como para echar más leña al fuego. Merece la pena prestar atención también al sonido, con elementos de gran expresividad tanto naturales (la respiración de la madre) como artificiales (las máquinas conectadas al padre).
Como es habitual, Trapero pone el acento en los personajes, lo cual exige una gran complicidad con los actores. Todos ellos cumplen su cometido con creces, en especial Gusman y Bejo. Ambas logran atravesar la pantalla e impregnar el conjunto de sensualidad, uno de los elementos que contribuyen a crear esa atmósfera tan peculiar y sugerente que caracteriza a La quietud. Una película cuya mayor virtud es la de asumir retos que las actrices saben solucionar y que será recordada como una película atípica dentro de la siempre interesante filmografía de Pablo Trapero.

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LA TRINCHERA INFINITA. 2019, Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga

El cuarto largometraje de ficción nacido de la productora Moriarti supone un punto de inflexión respecto a los anteriores títulos de la compañía. Para empezar, es el primero filmado en su integridad en lengua castellana y fuera del ámbito del País Vasco, una tierra cuya identidad han ido desentrañando los creadores de 80 egunean, Loreak y Handia. Son películas con una fuerte raigambre al lugar donde han sido creadas y que han conseguido, además, una proyección amplia gracias a su interés humanista, sus historias bien trenzadas y su acabado formal. Tres cualidades que persisten en La trinchera infinita y que se trasladan hasta la Andalucía de posguerra, en un periodo que abarca tres décadas en la vida del matrimonio formado por Higinio y Rosa. Él es uno de los denominados topos que, al término de la contienda, se ocultaron a ojos de los demás en escondites domésticos sin más complicidad que la de los miembros cercanos de la familia. Las vicisitudes que conlleva este peculiar cautiverio son el núcleo de la narración que los directores Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga llevan a la pantalla con una mezcla de drama intimista y thriller de suspense, acertando en ambos terrenos.
Aparte de denunciar las consecuencias del conflicto armado, La trinchera infinita es una película que trata el transcurso del tiempo. Es por eso que la estructura lineal y cronológica de la trama adquiere gran importancia, incidiendo en el desarrollo de los personajes y las acciones. Cada episodio es presentado mediante un concepto (encierro, miedo, exhumar...) cuyo significado se ilustra en la pantalla, de manera semántica y argumental. Así, la película establece un diálogo entre lo general y lo particular, en una búsqueda por concretar los horrores de la guerra civil española tras las paredes de una pequeña casa de pueblo. Para que esta síntesis adquiera credibilidad es necesario que el público se identifique con los personajes afectados por la tragedia, algo de lo que depende la interpretación de los actores. Antonio de la Torre y Belén Cuesta realizan un trabajo prodigioso, que debería ser contemplado en las escuelas de arte dramático. El dominio que ambos poseen del gesto y la palabra, su sentido de la medida y la capacidad de expresar más de lo que aparece en el guión, logra crear dos seres de carne y hueso que cargan sobre sus espaldas con el peso del relato y lo conducen hasta cotas muy altas. Ellos llenan La trinchera infinita y se merecen todos los elogios, aunque no están solos en esta tarea.
El trío formado por Garaño, Arregi y Goneaga comparten e intercambian las funciones de producción, guión y dirección, demostrando una vez más su habilidad para contar historias por medio de imágenes de gran expresividad, con un lenguaje formal rico en tamaños y angulaciones. El hecho de que en la película abunden los planos cortos y cerrados no ahoga su aliento cinematográfico, al revés: invita a que los espectadores se adentren en el mundo interior de los protagonistas y a concentrarse en los detalles. Los tres cineastas juegan profusamente con los puntos de vista y con la condición del observador y el observado, en una alegoría voyeurista que entronca con la propia naturaleza del cine. De esta manera, La trinchera infinita propone un estimulante ejercicio narrativo que evidencia las capacidades de los tres autores y del resto de la familia Moriarti: la fotografía de Javier Agirre, la música de Pascal Gaigne, el montaje de Raúl López y Laurent Dufreche... Ellos y el resto del equipo contribuyen a depurar el resultado de este film ejemplar, que proporciona reflexión y emociones a partes iguales. Una película que deja testimonio de un pasado al que no debemos nunca regresar.

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DINERO SUCIO. "The Laundromat" 2019, Steven Soderbergh

El escándalo destapado en 2016 por los Papeles de Panamá tiene ahora su traslación al cine de mano de Steven Soderbergh, director con experiencia en abordar asuntos desde diferentes puntos de vista. Ya lo hizo tiempo atrás en Traffic y Contagio, pero en esta ocasión, Dinero sucio se parece más a aquellas películas de episodios que proliferaron en los años sesenta y setenta. El guion escrito por Scott Z. Burns emplea a dos personajes como narradores, los abogados del bufete Mossack Fonseca, a quienes dan vida Gary Oldman y Antonio Banderas. Ambos actores conducen con gracia el relato de estafas, corrupción y malversaciones a través de distintos capítulos con una evidente voluntad didáctica. Se trata de que el espectador comprenda términos complejos de la ingeniería financiera como los paraísos fiscales o las sociedades pantalla, por medio de varias situaciones protagonizadas por una viuda a la espera de cobrar el seguro de vida de su marido, un empresario que trata de comprar el silencio de su hija, un hombre de negocios que utiliza sus influencias dentro de la esfera política... cada una de estas historias sucede en lugares diversos, desde Estados Unidos hasta China o las islas del Caribe, lo cual demuestra el alcance global del caso.
Soderbergh ejercita su habitual sentido del ritmo y sus habilidades visuales para promover el interés de este ensayo disfrazado de ficción. Dinero sucio logra acceder a un público amplio gracias al humor con el que se describen las acciones, en un acto de militancia ideológica donde se mezclan la sátira y la denuncia social. El director mantiene su discurso en contra del capitalismo salvaje y los excesos del liberalismo económico en convivencia con las élites del poder, y lo hace como mejor sabe: empleando el distanciamiento y la caricatura, es decir, el espectáculo. Cada imagen del film contiene acusaciones que se van acumulando hasta la llegada del final, un alegato ante la cámara recitado por Meryl Streep mientras se desprende de la caracterización de su personaje. Es entonces cuando el perpetuo juego de realidad e invención que mantiene la película se fusiona en un mismo plano y las múltiples líneas narrativas desplegadas durante el metraje se enlazan en una declaración de principios directa y contundente, una llamada a tomar conciencia. Soderbergh no engaña a nadie, esto es cine cuyo fin es apelar a la justicia y a la ética. Su talento como director permite que la soflama se vuelva entretenida y que los argumentos se expongan de manera apasionante. Es imposible no sentirse fascinado por los planos secuencia en los que los Oldman y Banderas dan continuidad a los segmentos que dividen la película, aportando unidad al conjunto. En las demás escenas de Dinero sucio prima el montaje, muy efectivo al igual que el resto de los apartados técnicos y artísticos del film.
Por estos motivos, cabe destacar el resultado como un ejemplo perfecto de las posibilidades que tiene el cine para propagar ideas, todas ellas expresadas en el libro de partida de Jake Bernstein, que Steven Soderbergh y el guionista Scott Z. Burns transforman en puro divertimento. Muchos podrán acusar a Dinero sucio de ser cine de pancarta, como si eso fuera algo malo. ¿Acaso no es en las pancartas donde la gente común puede proclamar sus pensamientos en público? Está claro que Soderbergh no es un hombre común, es un director de cine afamado y emplea la cámara como altavoz. Los que estén dispuestos a escucharle, tienen garantizado el disfrute.

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RÍO LOBO. 1970, Howard Hawks

Uno de los momentos más delicados para cualquier cinéfilo es observar el final de las filmografías de los directores clásicos de Hollywood. Un periodo enmarcado mayoritariamente en los años sesenta y setenta, el cual coincide con el agotamiento del sistema de estudios y la regeneración de una camada de nuevos directores provenientes de otros medios como la televisión y el teatro. Así, podemos sentir alivio al contemplar la honrosa clausura de las carreras de John Huston, John Ford, Fritz Lang, Joseph L. Mankiewicz... y decepción cuando comprobamos que otros grandes nombres no supieron adaptar su estilo a los nuevos tiempos. Howard Hawks se sitúa entre ambos términos.
Río Lobo contiene los rasgos característicos del autor, tanto a nivel temático como formal. El argumento retoma las claves de películas anteriores (Río Bravo, El Dorado), además de mantener las constantes de la camaradería, la lealtad y el oficio como parte de la identidad de los personajes. La puesta en escena tampoco depara sorpresas: la planificación y el montaje juegan siempre a favor del relato y refuerzan las acciones mediante un ritmo muy dinámico, que convierte la película en un eficaz entretenimiento. Sin embargo, hay varios lastres que alejan el conjunto de lo memorable. Para empezar, el guion firmado por Leigh Brackett y Burton Wohl carece de contundencia dramática y desaprovecha unas premisas interesantes (el regreso a la normalidad tras la guerra civil de los Estados Unidos, las desigualdades raciales, la venganza que guía al protagonista), en pos de una ligereza que en ocasiones roza lo burdo. En cambio, cuando el argumento adquiere gravedad, se enreda en una maraña de nombres y de situaciones en off que enturbian la claridad que requiere la historia.
Hawks trata de modernizar una trama ya antes explotada, introduciendo elementos contemporáneos como la emancipación de la mujer, un propósito loable que algunas veces tropieza con gags rijosos o con actrices cuya única virtud es la apariencia física. Y es que el reparto es otro de los puntos vulnerables de Río Lobo. En torno al sempiterno John Wayne se congrega un elenco endeble y repleto de rostros hermosos pero con escasa solvencia, a excepción de ilustres apariciones episódicas como la de Jack Elam. Como es de esperar, Wayne cumple con creces su enésima representación del justiciero íntegro y honesto, un arquetipo que él ha ayudado a consolidar a lo largo de incontables películas entre las que se encuentran otros títulos de Hawks como Río Rojo o ¡Hatari!
La película contiene algunas novedades dentro de la obra hawksiana como es la ausencia de la épica propia del género, que se materializa en una banda sonora con poca presencia y sin temas principales, compuesta por Jerry Goldsmith. Tampoco abundan los grandes paisajes, y eso que la historia se enmarca en Arizona y en el estado mexicano de Sonora. El director tiende a cerrar los planos más de lo habitual, lo que confiere a Río Lobo una apariencia que bordea lo televisivo y se centra en los personajes, sin que se trate de cine de carácter íntimo o humanista. Al contrario, aquí lo que prima es la acción y el intercambio de diálogos, por lo que es de suponer que el septuagenario director sintiese algo de desidia respecto a lo que estaba filmando, al menos esa es la sensación que transmiten algunas de las imágenes. Salvo una excepción. La primera parte de Río Lobo en la que se narra el asalto a un tren por parte del ejército sudista para hacerse con el cargamento de oro es un prodigio de planificación y de emociones, el mejor inicio posible para una película que luego no logra mantener el mismo interés generado durante esta larga escena. Solo por el arranque del film merece la pena tener en cuenta Río Lobo, una película que no representa el inmenso talento de su creador y que cierra una de las carreras más brillantes del cine norteamericano de la primera mitad del siglo XX.
A continuación, un ilustrativo reportaje acerca de la influencia ejercida a través de los años por el cine de Howard Hawks, cortesía del canal TCM:

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BUÑUEL EN EL LABERINTO DE LAS TORTUGAS. 2018, Salvador Simó

Desde hace muchos años, la vida y la obra de Luis Buñuel han sido reseñadas en numerosas publicaciones, retrospectivas y películas, la mayoría de estas últimas de carácter documental. Por eso supone una novedad el hecho de que el cine de animación se fije en la figura del autor aragonés, y que además lo haga desde una perspectiva tan cercana y lúdica. Buñuel en el laberinto de las tortugas adapta la novela gráfica de Fermín Solís que abarca el periodo de creación de Las Hurdes, tierra sin pan, el documental en el que Buñuel exponía la miseria de una pequeña población extremeña en la España de los años treinta.
A pesar de la dureza que puede contener el planteamiento, Salvador Simó, el director de Buñuel en el laberinto de las tortugas, logra conducir el relato intercalando la diversión y la melancolía, el entretenimiento y la denuncia, siempre atendiendo a las exigencias del contexto histórico, social y político. La película posee una evidente naturaleza divulgativa que plantea, también, cuestiones interesantes como la pugna entre la integridad del artista y su proyección profesional, y la dicotomía del compromiso entre las ideas y las personas. Estos cuestionamientos se originan a partir de la relación de Buñuel con Ramón Acín, el otro protagonista de la historia, y del contraste que existe entre ambos.
El guion contiene abundante material biográfico y también escenas extraídas del imaginario buñueliano, puesto que los sueños forman parte importante de la trama. Simó resuelve las imágenes oníricas con imaginación y la sencillez que caracteriza el conjunto, diseñado con pocos trazos y formas que buscan la geometría. Los colores planos y las sombras marcadas terminan de definir el carácter visual de la película, cercano a la ilustración y fiel a la técnica tradicional en dos dimensiones. Uno de los grandes aciertos de Buñuel en el laberinto de las tortugas es el de mezclar la animación con los planos originales de Las Hurdes, tierra sin pan, creando un emotivo diálogo entre dos formatos cinematográficos aparentemente opuestos, pero que aquí se empastan con naturalidad y belleza.
Así pues, el primer largometraje dirigido por Salvador Simó contiene virtudes narrativas y formales suficientes para que Buñuel en el laberinto de las tortugas figure ya como una de las grandes películas españolas de animación. Pero además, el film consigue solventar el reto de hacer un sincero homenaje a Luis Buñuel sin caer en la pleitesía, mostrando las luces y las sombras de su protagonista y acercándolo a públicos que tal vez no estén familiarizados con él. Bastaría este último motivo para dar sentido a tan notable proyecto.
A continuación, una de las piezas musicales que integran la banda sonora compuesta por Arturo Cardelús. Se trata del tema principal interpretado por un coro de voces, la perfecta expresión del carácter íntimo que evoca la película y del subconsciente que obsesionaba a Buñuel. Relájense y disfruten:

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JOKER. 2019, Todd Phillips

La influencia cada vez mayor de las series televisivas en el cine ha propiciado que se expandan conceptos como el spin-off, sobre todo dentro de los géneros de acción y super-héroes. Es decir: la creación de entregas en las que uno de los personajes secundarios adopta el papel de protagonista. También sucede con los que originalmente fueron antagonistas y después se convierten en principales, como es el caso de Venom y, ahora, de Joker. Pero hasta aquí llegan las semejanzas del archienemigo de Batman respecto al resto de películas con super-poderes. Todd Phillips dirige un film que se aparta por completo de la filmografía de Marvel y DC, para adentrarse en el terreno del drama y el terror psicológico. Todo es diferente, tanto la forma como el contenido y el espíritu final que envuelve la obra. Joker se sitúa en otra dimensión. Es cine adulto y exigente, que trasciende el mero entretenimiento y que será recordado con los años. ¿Por qué? Conviene analizar los motivos.
El primero y más evidente es la elección del actor encargado de dar vida al Joker. Un personaje siempre marcado por el exceso y la pantomima, que en manos de Joaquin Phoenix adquiere un carácter mucho más complejo. La huella dejada por Heath Ledger es todavía profunda, parecía que su recreación en El caballero oscuro había tocado techo, pero nadie contaba con un retrato íntimo como el que ofrece Phillips y una explicación de sus traumas y motivaciones. Existía el peligro de querer diagnosticar al personaje y de justificar sus instintos homicidas, una tentación que Phoenix esquiva mediante una encarnación al mismo tiempo cercana y amenazante, que despierta por igual el espanto y la compasión. El actor vuelve a elaborar uno de sus habituales ejercicios de virtuosismo y demuestra, mediante la voz, el gesto, la mirada y el movimiento, ser uno de los intérpretes más completos de las últimas décadas, el heredero natural de iconos como Robert De Niro, quien tiene un papel en la película. Los demás actores que intervienen en Joker son capaces de dar la réplica a Phoenix, y eso ya es mucho. Pero hay más aspectos que merece la pena destacar.
El guión escrito por Phillips y Scott Silver logra equilibrar la tensión en aumento que mantiene la trama desde el inicio, cuando se presenta el entorno en el que malvive el protagonista. La ciudad de Gotham es un hervidero condenado al desastre, el escenario perfecto para que fructifiquen los desórdenes del Joker. El paisaje urbano define al personaje y viceversa, ya que la historia está narrada desde su punto de vista ajeno a la realidad. Phillips y Lawrence Sher, el director de fotografía, ilustran este alienamiento mediante el recurso del desenfoque, así, la figura queda aislada de cuanto le rodea en numerosas imágenes, una sensación que se refuerza con el contraste de luces y colores.
Joker posee un estilo visual muy depurado y coherente con lo que se quiere contar, que no es otra cosa que el descenso a los infiernos de un individuo perturbado por sus circunstancias vitales y por el sistema. Una vez más, Rousseau encuentra acomodo en el cine y su teoría de la inocencia pervertida por la sociedad sirve para humanizar las maldades del Joker, algo que no deja en buen lugar a Batman y que puede confrontar con los lectores de viñetas. Phillips nos muestra la génesis del hombre murciélago representado en un Bruce Wayne niño, igualado con el Joker en su condición de víctima. Es la contraposición del héroe frente al antihéroe, y no del héroe contra el villano como es común. Se ha insistido en comparar esta película con otros títulos como Taxi driver o El rey de la comedia, ambos de Scorsese y De Niro, una similitud acertada a la que se puede sumar Network de Lumet y más films empapados del espíritu iconoclasta y subversivo de los años setenta. Son influencias declaradas por Todd Phillips cuyo sentido se renueva en el actual clima de inestabilidad e incertidumbre, y que se integran en una corriente de recuperación a la que pertenecen Drive, Nightcrawler o En realidad, nunca estuviste aquí, por ejemplo.
La planificación de Phillips resulta fluida y conduce el relato con una gran eficacia que se concreta en el montaje. El acabado de imagen y sonido redondea el conjunto, al que Hildur Guðnadóttir dota de personalidad gracias a una banda sonora inspirada y muy expresiva. Sus composiciones atravesadas de cuerdas y percusiones imprimen contundencia a este Joker que, cabe recordarlo, es una versión libre del personaje creado hace ocho décadas por Bob Kane. La película participa en la tendencia de crear historias alternativas a las oficiales, retando la idolatría de los seguidores ante cómics como La broma asesina o largometrajes como el primer Batman de Tim Burton. Por eso, la mejor idea es disfrutar de este Joker de Todd Phillips y Joaquin Phoenix con la mirada limpia y libre de cargas, sin condicionantes que impidan apreciar el festín dramático que ofrece la película y dejarse llevar por su torrente de emociones intensas, siempre con una sonrisa en los labios. A continuación, una de las composiciones de Guðnadóttir que suenan en el film:

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TRES CARAS. "Se rokh" 2018, Jafar Panahi

Hay muchas maneras de ejercer la disidencia, pero pocas resultan tan moderadas y al mismo tiempo tan eficaces como la que practica en sus películas Jafar Panahi. El cineasta iraní lleva años trabajando bajo la vigilancia estricta del régimen del país, lo que le obliga a filmar dentro de los límites de su casa (Esto no es una película) o sacando la cámara al exterior a escondidas, como es el caso de Tres caras. Un inteligente alegato en favor del progreso y la libertad situado en las montañas del Azerbaiyán iraní, una de las zonas más aisladas y menos desarrolladas de la región. Panahi sitúa siempre sus historias a pie de tierra y junto a las personas que conviven con esas realidades, lo que impregna su cine de una condición humanista que huye de las soflamas, las pancartas y los altavoces. No los necesita. Sus armas son la palabra y la imagen, ambas serenas y con un amortiguador que no evita el impacto.
Tres caras comienza con una escena grabada con teléfono móvil que muestra a una joven desesperada porque no puede cumplir sus sueños, en contra de los impedimentos del entorno social. La destinataria del vídeo es una conocida actriz, interpretada por Behnaz Jaffari, quien enseguida se ve empujada a intervenir en compañía del propio Jafar Panahi, que vuelve a repetir el juego de realidad y ficción de otras de sus películas. Esta segunda escena se narra mediante un largo plano secuencia que refuerza el verismo de la situación y supone toda una declaración de principios por parte del director. La aparente ausencia de trucos cinematográficos (montaje, música) en el principio del film, es un truco en sí mismo para atrapar la esencia de la historia y colocar al espectador en el lugar de la protagonista. El público, al igual que ella, debe tomar partido y decidir si es necesario o no hacer algo por la chica.
A partir de entonces, la película evoluciona como una road movie costumbrista y rural, con algunos elementos de drama y muchos de comedia. Se trata de un tipo de comedia que no provoca la carcajada pero sí la reflexión, de ahí proviene la efectividad de la crítica vertida por Panahi. Todos los diálogos, los personajes y las acciones de Tres caras tienen como objeto ilustrar el enfrentamiento entre la tradición y la modernidad, las costumbres arcaicas y la razón, pero sin caer en ningún caso en evidencias. Al contrario, Panahi y su coguionista Nader Saeivar hacen un ejercicio de empatía y sutileza, denunciando el abandono de las comunidades aisladas cuyas poblaciones tienen como únicos consuelos la religión, la televisión y la contemplación de la vida mientras se toma el té.
La película, por lo tanto, es capaz de contar muchas cosas con pocos elementos muy bien controlados, tanto en los apartados técnicos como artísticos. La fotografía de Amin Jaferi conjuga expresividad y belleza (atención a las imágenes nocturnas en el pueblo), y la labor de los actores conduce el relato con cercanía, tal vez la palabra que mejor define en su conjunto a Tres caras. Una película que tiene la virtud de exponer las tremendas contradicciones del país de modo accesible, expandiendo su discurso hasta lograr un alcance universal.

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DÍA DE LLUVIA EN NUEVA YORK. "A rainy day in New York" 2019, Woody Allen

En una de las escenas finales de Hannah y sus hermanas, el personaje interpretado por Woody Allen acude al cine buscando consuelo para su depresión. Se sienta en la butaca y, frente a las imágenes de una película de los hermanos Marx, se pregunta cómo alguien puede amargarse pensando en los problemas de la vida, mientras en la pantalla sucede toda esa felicidad y diversión. Hay un comentario parecido respecto a Fred Astaire en Todos dicen I love you. Es el cine como terapia y como refugio ante las inclemencias de la realidad, algo que el propio Allen ha conseguido recrear en títulos como Día de lluvia en Nueva York. La ilusión de que, pase lo que pase, nos aguarda un mundo ideal bellamente fotografiado, donde gente hermosa comparten romances e inquietudes intelectuales al ritmo de bonitas melodías añejas. ¿Alguien necesita más? Porque eso es lo que ofrece el regreso de Allen al Nueva York contemporáneo, después de un lustro recorriendo otras ciudades y escenarios del pasado.
No conviene engañarse: aunque Día de lluvia en Nueva York acontece en el presente, siempre tiene un ojo puesto en las referencias clásicas tantas veces reivindicadas por el director. Los fantasmas de Ernst Lubitsch, Gregory La Cava y Preston Sturges sobrevuelan la película, al igual que otros autores de procedencia europea. De hecho, la historia del personaje interpretado por Elle Fanning parece un trasunto de El jeque blanco de Fellini, mientras que su pareja está encarnada no por casualidad por el actor francés Timothée Chalamet. Los cinéfilos pueden establecer multitud de conexiones con otras películas, libros, obras de teatro... como es habitual en el cine de Allen, las alusiones cultas participan en los diálogos, forman parte de la trama y contribuyen a crear ese universo perfecto en el que el director sitúa a los personajes. Una quimera materializada en la fotografía de Vittorio Storaro, a través de sus característicos juegos de luces y colores que otorgan gran expresividad visual.
Los demás actores que completan el reparto tienen los rasgos de Selena Gomez, Diego Luna, Jude Law, Liev Schreiber... y muchos otros nombres que dibujan sus perfiles con apenas unas pocas pinceladas, integrantes de un paisaje humano rico y complejo. Tal vez la película no posea la brillantez cómica ni dramática que Allen ha exhibido en innumerables ocasiones (con una excepción: la escena de la confesión de la madre del protagonista), pero es verdad que Día de lluvia en Nueva York se eleva sobre la mayoría de las películas ligeras que se estrenan en la actualidad. Porque la aspiración de Woody Allen no es otra que alcanzar la ligereza, ese estado que trata de quitar hierro a las grandes cuestiones humanas: encontrar el amor, la paz interior, el lugar de cada uno en el mundo... todo ello se soluciona de manera mucho más fácil si se pasea por Central Park y suena la música de Errol Garner.


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