Mia madre. 2015, Nanni Moretti

Las películas de Nanni Moretti son capítulos de una biografía en la que se mezclan lo real y lo imaginario, los anhelos y las frustraciones del director. Después de una docena de largometrajes en los que Moretti ha ido dibujando trazos de su personalidad, Mia madre supone una catarsis, el reflejo de una experiencia tan definitiva como es la muerte dentro de la familia.
Sin embargo, el cineasta no se expone como otras veces (Caro Diario, Abril) y queda representado en la figura interpuesta de una mujer: una directora de cine que trata de reconducir su vida mientras afronta el rodaje de una película de fuerte compromiso social. Pero Moretti no desaparece de la pantalla. Encarna al hermano de la protagonista, asumiendo la función de contrapunto y equilibrando el contenido moral de la trama. Porque a pesar de su apariencia ligera, Mia madre extiende bastantes hilos de los que tirar. Por un lado está la reflexión en torno a la madurez y el tempus fugit. Por otro lado, los lazos afectivos y las dificultades de las relaciones humanas. También se habla de política y de la situación de crisis en Italia, trasladable al resto de países del sur de Europa. Antes de que la película se vuelva demasiado profunda, Moretti recurre a un juego de contrastes. La película mezcla el presente y el pasado, la vigilia y el sueño, la realidad y la ficción. Todo ello en diferentes planos narrativos que se van superponiendo a lo largo de la trama y que dinamizan el discurso trascendente de Mia madre.
La película recuerda por momentos a La noche americana de Truffaut o a de Fellini, en cuanto a la importancia de los recuerdos y la confusión entre la vida y el cine. Sin embargo, Moretti deja en Mia madre la impronta de su carácter maridando una vez más la comedia y el drama, y aportando su particular visión humanista a través de los personajes. Para ello cuenta con la complicidad de Margherita Buy, actriz que atraviesa la pantalla con su mirada transparente, y John Turturro, perfecto en su encarnación de estrella de cine. Sus papeles representan dos extremos (la intimidad y la introversión en el personaje de Buy, el carisma y el exceso en el de Turturro), con un amplio espectro de personajes en medio: la madre anciana, la hija adolescente, el personal médico, las parejas y exparejas... Figuras de un paisaje en el que Moretti proyecta sus inquietudes.
Mia madre carece de alardes técnicos, lo que en ocasiones puede transmitir cierta sensación de frialdad. El director es parco con la cámara y con el montaje, sin distraer la atención de lo que verdaderamente importa: El Relato, con letras mayúsculas. No hay retórica en las imágenes del film, que aún así consigue transmitir emociones y dejar un poso en el espectador con sensibilidad. Nanni Moretti se ha reconciliado con lo mejor de su talento de cineasta, en una película tan personal como las demás, pero tal vez más confesional. Lo que convierte a Mia madre en un film imprescindible para entender la obra de este autor honesto, comprometido y transparente como pocos.

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The Beatles: Eight days a week. The touring years. 2016, Ron Howard

Hay historias difíciles de contar, por demasiado conocidas. La de los Beatles es una de ellas. La banda de Liverpool fue tan profusamente retratada que cuesta imaginar un nuevo ángulo que cubrir o un rincón del relato todavía virgen. Por eso, más que el argumento en sí, importa la forma en la que es contado. El documental The Beatles: Eight days a week. The touring years tiene la habilidad de narrar lo mismo de siempre como si fuese la primera vez, de elevar la anécdota a la categoría de lo trascendente.
El veterano director Ron Howard se estrena en el cine documental con este ejercicio de virtuosismo dialógico. La película reúne las voces de los integrantes del grupo en distintos planos temporales. Paul Mc Cartney y Ringo Starr hablan desde el presente, con la perspectiva que les reporta la edad y el saberse protagonistas de una época. John Lennon y George Harrison lo hacen desde el pasado, a través de entrevistas de archivo que son introducidas con inteligencia en la narración. Además hay una voz en off y testimonios de personas que en algún momento se cruzaron con los Fab Four: técnicos, músicos, admiradores (algunos tan inesperados como Sigourney Weaver o Whoopi Goldberg). Semejante crisol de caras no produce la cacofonía que suelen padecer este tipo de documentales, puesto que cada intervención está incluida con el ánimo de aportar información y sin afán acumulativo.
De la misma manera, el abundante material audiovisual que propiciaron los Beatles aparece escogido con criterio y montado con destreza. Fotografías, conciertos, programas de televisión, informativos... Howard maneja con rigor todo este tesoro y lo expone ante el público construyendo una historia que parece nueva. Es por eso que The Beatles: Eight days a week aspira a ser el documental definitivo sobre la banda, al menos sobre una parte de su trayectoria. Porque el periodo que abarca es el comprendido entre los años 1962 al 66, la etapa en la que los Beatles no pararon de actuar en conciertos alrededor del planeta mientras apuntalaban su inmenso talento musical y grababan algunos discos fundamentales en la reciente historia del pop.
Como todo buen documental sobre música, The Beatles: Eight days a week tiene la capacidad de convocar a los fans y a los profanos. Howard aplica sus conocimientos en la ficción para elaborar un espectáculo divertido y emocionante, que además incluye algunos episodios menos conocidos para el gran público como los conciertos en Jacksonville o en Japón. Como colofón a su estreno en salas de cine, el metraje se completa con la actuación que los Beatles realizaron en el Shea Stadium de Nueva York, un material convenientemente restaurado que demuestra que además de chicos simpáticos con carisma, eran grandes músicos cuya torrencial inspiración provenía del trabajo constante. En suma, The Beatles: Eight days a week es una aportación necesaria para entender el fenómeno musical más importante del siglo XX que ellos contribuyeron a definir.

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Loreak. 2014, José Mari Goenaga y Jon Garaño

Cuatro años después de debutar en el largometraje de ficción, los directores José Mari Goenaga y Jon Garaño continúan explorando las relaciones humanas en Loreak. La película mantiene las mismas virtudes que su opera prima 80 egunean: sensibilidad, naturalismo y personajes femeninos de gran calado. Ambos films comienzan con los siniestros de un coche en la carretera. La diferencia es que en Loreak el drama se fortalece y las imágenes son más estilizadas, hay una predominante estética que influye de manera directa en la narración.
Los directores guipuzcoanos mantienen un juego constante con la simbología que les proporciona el entorno. Así, las flores que dan título a la película son imagen de vida y muerte, al igual que la oveja extraviada, los prismáticos o el rayo de luz reflejado sobre una pared desnuda. Pero que nadie piense que Loreak es una película críptica o complicada. Más allá del subtexto y de los ingenios visuales, hay una historia sencilla acerca de las soledades compartidas y de los amores ausentes. Conviene no anticipar la trama, porque buena parte de su atractivo reside en el desvelamiento, en la sensación de capturar el destino de los protagonistas. Hay dos mujeres insatisfechas, interpretadas con precisión por Itziar Ituño y Nagore Aranburu, dos hombres y una tercera mujer que los une y los separa, con el rostro de la veterana actriz Itziar Aizpuru. Ésta última se reencuentra con los directores después 80 egunean, volviendo a dejar pruebas de su talento. En suma, un reparto bien conjuntado que encuentra en la honestidad y en la contención sus máximas habilidades.
Goenaga y Garaño derrochan inspiración con la cámara. Las imágenes de Loreak cuidan con esmero el encuadre, reforzando la situación aislada de los personajes, y la variación de foco como recurso expresivo. Al igual que en los viejos melodramas, el film está a punto de caer en la sofisticación y en el artificio, pero la prudencia y el respeto que los directores sienten por sus criaturas les hace mantener las formas. La música de Pascal Gaigne y la fotografía de Javier Agirre resultan decisivas para transmitir el lirismo que destila Loreak, una película que parece mantener una pugna entre la importancia del relato y su influjo estético. Al final, la disputa se resuelve en tablas. Continente y contenido se adaptan a la perfección, dando como resultado un ejercicio de estilo cargado de emoción, una película compleja que posee el raro don de la sencillez.
A continuación, el cortometraje El anillo de oro, que Jon Garaño dirigió en solitario en 2011. Una pequeña delicia donde se observan algunas constantes que él y Goenaga han desarrollado en su cine: evocación, emotividad y aprovechamiento del entorno. Que lo disfruten:

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Su vida íntima. "Back street" 1941, Robert Stevenson

Robert Stevenson es uno de esos cineastas considerados artesanos, cuya carrera tiene etapas bien diferenciadas. Después de unos años en su Inglaterra natal, donde se formó en la dirección probando con diversos géneros, fue recibido en Hollywood como un profesional eficaz y disciplinado. Allí desarrolló una serie de dramas antes de su paso por la televisión en los años cincuenta y su posterior incorporación al estudio Disney.
En su segunda película norteamericana, Stevenson adapta la novela de Fannie Hurst que una década atrás ya había llevado a la pantalla el especialista en melodramas John M. Stahl. Las diferencias entre las dos versiones no son notables. Stevenson vuelve a resolver la dificultad de narrar una historia de amor marcada por el adulterio, sin recurrir a juicios morales ni lecciones de ética. Al igual que sucedía en La usurpadora, el acierto de Su vida íntima es el de no caer en el sentimentalismo ni en la frialdad, manteniendo la medida justa para transmitir una emoción serena ajena a los excesos.
La dirección de Stevenson potencia las posibilidades cinematográficas de la novela original, y aminora el peso literario que en ocasiones lastraba la adaptación de Stahl. La puesta en escena de Su vida íntima resulta más fluida y ligera, a pesar de la gran importancia que mantienen los diálogos. La otra diferencia destacable corresponde a los actores. Margaret Sullavan y Charles Boyer aportan entidad a sus personajes, y consiguen que nos olvidemos de sus antecesores Irene Dunne y John Boles. Ambos están perfectamente conjuntados y sacan a flote el gran reto del film: que el público se sienta afectado por el drama de una pareja incapacitada para la felicidad.
En definitiva, Su vida íntima es una más que digna relectura del texto de Hurst, que contribuye a dignificar el maltratado género del drama romántico gracias a la elegancia y al comedimiento de Robert Stevenson en su mejor época.

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La usurpadora. "Back street" 1932, John M. Stahl

Primera de las tres adaptaciones que llevó a cabo la Universal de Back street, una de las novelas románticas de la escritora Fannie Hurst. Y nadie más indicado que John M. Stahl para trasladarla a la pantalla. El director hace gala de su elegancia y sensibilidad en La usurpadora, película que además de narrar la vicisitudes de una relación secreta, también plantea interesantes cuestiones morales.
El film retrata la historia de un adulterio. Al contrario de lo que solía ser habitual (y que todavía persiste en nuestra época), la visión de la infidelidad que ofrece La usurpadora exime el agravante del pecado. Stahl no se esfuerza en señalar culpables ni en hacer juicios de valor. Aquí está la novedad: ¿unos amantes ilícitos que no obtienen castigo? Hollywood lo permitió porque se obviaba a uno de los vértices del triángulo: la esposa ultrajada apenas aparece en imagen, y el público no tiene posibilidad de empatizar con ella. De esta manera, los amantes son presentados como víctimas del destino. Ni siquiera el desenlace, producto del deus ex machina, guarda la consabida moraleja.
El hecho de que La usurpadora esté libre de lecciones éticas se debe en buena parte a su actriz protagonista. Irene Dunne transmite frescura o serenidad según lo requiere cada escena, aportando credibilidad y relieve sobre su compañero de reparto John Boles. En contraste, el actor parece afectado por algunos tics de galán de escenario. Ambos componen dos personajes de calado dramático, a los que se ve madurar en la pantalla gracias a las elipsis en la narración.
Stahl es pulcro con la cámara, a veces incluso demasiado. El predominio de los planos medios y la falta de diversidad en cuanto a los encuadres y las angulaciones, confieren a la película un aire teatral que en ocasiones resta emoción al conjunto. Por fortuna, la fotografía de Karl Freund sabe contrarrestar esta sensación estática, dotando a las imágenes de profundidad y belleza. La usurpadora conserva el encanto visual del cine de los años treinta, cuando las limitaciones técnicas se salvaban con imaginación y talento, y el blanco y negro podía ser un recurso expresivo, no solo una condición estética.
En definitiva, La usurpadora (horrible título español impuesto por la censura religiosa), supone la primera aproximación cinematográfica a la novela de Hurst, que tendió los raíles que más tarde recorrerían Robert Stevenson y David Miller en sucesivas versiones. Vista hoy, la película depara un entrañable viaje al pasado de la mano de uno de los maestros del melodrama, John M. Stahl.

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Kubo y las dos cuerdas mágicas. "Kubo and the two strings" 2016, Travis Knight

Hablar de Laika es caer en el déjà vu. Película tras película, el estudio ha confirmado las habilidades artísticas y narrativas puestas en evidencia ya desde el estreno en 2009 de Los mundos de Coraline, el primer largometraje de la compañía. Hasta el momento se han completado cuatro películas que son el ejemplo de todo lo que una obra de animación debería ofrecer: la técnica puesta al servicio de una ficción elaborada, la representación visual acorde con el relato. Eso es Kubo y las dos cuerdas mágicas. Una producción genuinamente Laika, con un estilo bien definido y un altísimo nivel de exigencia como marca de la casa.
La responsabilidad de pilotar la nave recae esta vez sobre Travis Knight, animador, productor y figura de referencia en Laika, que debuta ahora en la dirección. Knight resuelve con ingenio y destreza los retos que plantea el film. Para empezar, los que afectan a la narración. El guión de Kubo y las dos cuerdas mágicas hace incursiones en diversos géneros, de la comedia al drama y del terror al musical. Todos al abrigo del cine de aventuras y de la epopeya clásica, con un protagonista cuya misión contará con la ayuda y el impedimento de los personajes que le salen al paso. El componente mitológico se mezcla con la tradición nipona, y sobre ellos, el núcleo familiar como escenario para el drama.
Llena de escenas espectaculares, Kubo y las dos cuerdas mágicas mantiene intacta su capacidad para asombrar al espectador mediante efectos especiales que van siempre a favor del relato, sin necesidad de recurrir a trucos circenses ni a pirotecnias gratuitas. Lo que no resta importancia al aspecto visual. La técnica de animación en stop motion alcanza tal grado de sofisticación que resulta difícil imaginar cuál puede ser el siguiente paso. La película es técnicamente perfecta, y al mismo tiempo, el cuidadísimo diseño de producción depara un placer estético de irresistible belleza.
Al igual que Los Boxtrolls, el anterior film de Laika, la partitura de Kubo y las dos cuerdas mágicas corre a cargo de Dario Marianelli. El compositor italiano crea una música inspirada y emocionante, de aliento épico. Otro más de los aciertos de esta película llamada a perdurar, que reafirma a Laika en el Olimpo del cine de animación y que posee la virtud de fascinar por igual a públicos de todas las edades.

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Café society. 2016, Woody Allen

Dentro de la extensa filmografía de Woody Allen, hay una sección bien diferenciada que se podría denominar "postales del pasado". Se trata de comedias con un fuerte contenido nostálgico, en las que el director condimenta la ficción con la añoranza: Días de radio, Sombras y niebla, Balas sobre Broadway, Acordes y desacuerdos... Café society  es otro de los regresos de Allen a los años 30, una época en la que sin duda se siente cómodo. Recién abolida la ley seca, los sufridos ciudadanos trataban de olvidar los desastres del crack financiero a ritmo de jazz y refugiándose en las salas de cine donde brillaban "más estrellas que en el cielo".
En este ambiente se desarrolla el argumento de Café society. Como otras veces, Allen narra el enfrentamiento entre la ilusión y la realidad, entre las expectativas y la dificultad por cumplirlas. Y como siempre, el amor en todas sus acepciones: el romántico, el erótico, el amistoso, el familiar... El guión relata los encuentros y desencuentros de Bobby y Vonnie, dos jóvenes que se quieren a pesar de no estar juntos. Allen actualiza el eterno dilema sentimental entre el amor sincero y el amor por conveniencia para que Café society luzca fresca y ligera, todo ello sin renunciar a la recreación histórica ni al peso de la memoria, tan importante dentro de su cine. El propio Allen lo ha declarado repetidas veces: cualquier tiempo pasado fue mejor. Por eso la mayoría de sus películas tienen una vocación atemporal y el espejo retrovisor apuntando a referentes del pasado (Bergman, Lubitsch, Fellini, Wilder, Sturges...)
Así pues, el director tiende los raíles para que los equipos artístico y técnico sigan el camino. Los actores Jesse Eisenberg y Kristen Stewart encarnan a la pareja protagonista, el primero como perfecto álter ego de Allen, y la segunda incorporándose a su larga lista de musas. Pero hay más, mucho más. Los secundarios son tan numerosos como eficaces, con una mención especial para Steve Carell, el tercer vértice del triángulo que plantea el film. En torno a ellos, un diseño de producción tan cuidado como de costumbre. Decorados, vestuario, iluminación... cada pieza hace girar la maquinaria de Café society transmitiendo lo más difícil en una comedia: la sensación de alegría y liviandad.
Pero si hay algo por lo que merece la pena recordar esta película (aparte del intenso magnetismo que desprende Stewart), es por dos circunstancias que alcanzan la categoría de acontecimiento. La primera es el encuentro entre Woody Allen y Vittorio Storaro, dos artistas que imprimen su fuerte personalidad a las imágenes de Café society. Como es habitual, Allen es pulcro y directo en la puesta en escena, sacando el máximo partido a los escenarios sin caer nunca en la banalidad ni en movimientos innecesarios de cámara. Por su parte, Storaro realiza otro de sus característicos ejercicios de psicología aplicada a los colores, una exhibición de belleza cargada de sentido que trasciende lo meramente visual (atención a la escena nocturna en la que falla el suministro eléctrico y la pareja queda iluminada por las velas). La otra novedad que contiene Café society afecta al desenlace. Aún conservando el espíritu de cuento que envuelve la mayoría de las películas de Woody Allen, esta vez no hay un final feliz complaciente con el espectador a modo de moraleja eleccionadora. No conviene desvelar más, tan solo recomendar el disfrute de esta deliciosa chocolatina con final amargo que demuestra que el octogenario director sigue en forma. Ojalá lo esté por muchos años.
A continuación, un delicioso homenaje a la carrera de Woody Allen y a la fuente tipográfica empleada en todos sus títulos de crédito, la windsor. Relájense y disfruten:

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