Quiero la cabeza de Alfredo García. "Bring me the head of Alfredo Garcia" 1974, Sam Peckinpah

Sam Peckinpah consideraba Quiero la cabeza de Alfredo García uno de sus proyectos más personales, la película que condensaría las obsesiones desarrolladas a lo largo de su carrera: la fraternidad masculina de Grupo salvaje, el asedio violento de Perros de paja, las complicaciones familiares de El rey del rodeo, el romanticismo de La huida, la elegía crepuscular de Pat Garrett y Billy el niño... todo está también aquí, pero multiplicado. Es Peckinpah en estado puro, con sus aciertos y sus imperfecciones.
La película cuenta la historia de un buscavidas que malvive tocando el piano en un tugurio para turistas de Ciudad de México. Un día acepta el encargo por parte de una organización criminal de encontrar a Alfredo García, a cuya cabeza ha puesto precio un rico mafioso como consecuencia del embarazo de su hija. El músico conoce al sentenciado porque ambos comparten a la misma amante, una carismática mujer con quien se lanza a la carretera para cumplir la misión antes de que se le adelanten otros matones en pugna por el botín. Con semejante argumento, Peckinpah construye un relato que tiene dos partes bien diferenciadas: una antes y otra después de que aparezca la citada cabeza del título. La primera parte extiende los hilos narrativos y se centra en las relaciones en torno al protagonista, en especial la que mantiene con el personaje interpretado por Isela Vega. La segunda da prioridad a la acción y persigue el viaje desquiciado de Bennie, encarnado por Warren Oates, tratando de salvar su vida y de desenmarañar el asunto dejando un reguero de muertos a su paso.
El director muestra más pericia en la realización de la segunda mitad del film, cuando la trama amorosa deriva en venganza y los sentimientos pierden fuerza en favor del dinamismo bronco y desquiciado. El motivo tal vez sea que Peckinpah no resulta demasiado creíble a la hora de exponer el romance entre Bennie y Elita, la pareja condenada al desastre. El gusto por el exceso del cineasta tiende a forzar el perfil de los personajes hasta alcanzar el esperpento, una opción que funciona mejor en unas situaciones que en otras. También el desaliño formal se antoja a veces algo impostado, como una caricatura de México tremenda y sanguinolenta que se vuelve natural en el momento en el que aparece la cabeza de Alfredo García. Para entonces, el público acepta normalizar lo grotesco y adopta el punto de vista de Bennie, que no es otro que el de una mente perturbada por la rabia y el alcohol. El film es ya un delirio suicida que vuela libre hasta llegar al desenlace, coherente con todo lo visto antes.
Así pues,  Quiero la cabeza de Alfredo García es una película que crece según avanza el metraje y encuentra el ritmo adecuado, superados ya los desequilibrios del principio. Es cierto que un film de estas características no requiere un acabado técnico depurado, al contrario, la precariedad del rodaje favorece esa atmósfera cruda y sucia que transmiten las imágenes, pero sí hay que lamentar la falta de continuidad respecto a la luz en muchas de las escenas exteriores, lo que confiere cierta sensación de descuido a la fotografía de Alex Phillips. Por suerte, el relato posee tanta fuerza que permite pasar por alto estas fallas y empuja al espectador al torbellino creado por Peckinpah. Un cineasta cuyas películas siempre fueron tergiversadas por productores sin escrúpulos y que aquí consiguió su obra más provocadora y salvaje.
A continuación, un ilustrativo reportaje elaborado por el programa Días de cine de RTVE, que esboza la figura del insobornable San Peckinpah. Que lo disfruten:

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El correo del infierno. "Rawhide" 1951, Henry Hathaway

Una de las cuatro películas que el prolífico Henry Hathaway dirigió en 1951, perteneciente a uno de los géneros de su especialidad: el western. Sin embargo, no se trata de un western prototípico. En El correo del infierno aparece un héroe que siente miedo, un forajido con modales, una mujer que toma la iniciativa y muy pocos escenarios abiertos, ya que gran parte de la acción sucede en el interior de una parada y fonda para diligencias.
El guión está firmado por Dudley Nichols, cuyo talento para mantener la tensión narrativa y perfilar en unos pocos trazos el trasfondo de los personajes ya había quedado acreditado en sus trabajos con John Ford (La patrulla perdida, El delator, La diligencia, Hombres intrépidos...) En esta ocasión, traslada lo que bien podría haber sido una trama de cine negro hasta un remoto punto entre el Este y el Oeste de los Estados Unidos, donde una peligrosa cuadrilla de asaltadores retiene a los ocupantes de una estación de paso a la espera de que llegue la diligencia con su cargamento de oro. En contra de lo que solía ser habitual en los westerns de los años 50, el protagonista encarnado por Tyrone Power no es un rudo pistolero sino un empleado con instinto de supervivencia, quien debe compartir su cautiverio con una mujer de difícil pasado interpretada por Susan Hayward. Ella viene acompañada de una niña pequeña, el contrapunto perfecto a los bandidos capitaneados por Hugh Marlowe, entre los que milita un inolvidable Jack Elam.
El correo del infierno cuenta una historia bastante sencilla que elude las subtramas y los detalles innecesarios, lo que permite a Hathaway desarrollar sus buenas artes como narrador, tanto en el empleo de la cámara como en el tiempo. El director norteamericano elige siempre el encuadre preciso para generar emociones directas, yendo a favor del relato y transmitiendo la inquietud necesaria para mantener al público atento a la pantalla. A lo largo del metraje hay diseminada una serie de objetos (un cuchillo de cocina, unas notas manuscritas, un revólver caído en el suelo) que cumplen importantes funciones dramáticas y con los que Hathaway evidencia su capacidad para dotar a cada elemento de la relevancia adecuada. Nada falta ni sobra en esta película precisa como el mecanismo de un reloj, que cuenta además con el talento de Milton R. Krasner en la fotografía.
Las imágenes en blanco y negro de El correo del infierno no suelen citarse como referencias dentro del género, a pesar de que gracias a películas sobrias y concisas como esta, el western gobernó en las salas de cine durante las décadas de los 40 y 50 del pasado siglo. Tampoco Henry Hathaway y Dudley Nichols son nombres hoy reverenciados, en cambio, muchos de sus trabajos deberían ser tenidos en cuenta por los aficionados a la hora de hablar de precisión narrativa y de las posibilidades del lenguaje cinematográfico. El correo del infierno es un magnífico ejemplo.

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Los exámenes. "Bacalaureat" 2016, Cristian Mungiu

Hay personas que pretenden transformar la realidad desde una tribuna, una pancarta o un periódico. También hay quienes lo intentan detrás de una cámara de cine. El director rumano Cristian Mungiu es de estos últimos, fiel al compromiso que le une con la situación social y política de su país, que en verdad es parecida a la de los demás estados de su entorno. Por eso, cualquiera que se asome a las imágenes de Los exámenes podrá sentirse incumbido, sea cual sea su nacionalidad o condición. Esta es la virtud de los autores humanistas como Mungiu, hacer que el público se identifique con el drama de los personajes y convertir sus tragedias íntimas en universales.
El argumento de la película tiene un punto de partida de lo más cotidiano: un padre está preocupado por el futuro inmediato de su hija, que pasa por aprobar los exámenes finales que le darán acceso a estudiar en una universidad de prestigio y a un porvenir despejado. El problema llega cuando, en vísperas de la prueba, la joven sufre el ataque de un desconocido en plena calle. Los intentos del padre porque su hija no se vea afectada por el suceso y colme las expectativas académicas condicionan el desarrollo de la trama, narrada en tono realista. Mungiu no emplea trucos ópticos ni banda sonora que enfatice el impacto de las escenas, al contrario, deja que estas alcancen la emotividad mediante la interpretación de los actores y la constancia de la cámara en seguirlos en largos planos secuencia. Esta manera de capturar el tiempo real, sin la fragmentación del montaje, potencia el verismo del film y confirma la capacidad del director para transmitir atmósferas tensas. Mungiu vuelve a demostrar en Los exámenes que es un cineasta dotado de una mirada profunda y personal, un talento que lamentablemente aquí no se traslada al guión. Y es que en el afán de no cerrar la historia, Mungiu deja demasiados cabos sueltos al servicio del espectador, lo que provoca más de una incoherencia. Son llamativas las del acoso que sufre el protagonista (pedradas en la ventana de su casa y en el coche), algunos contratiempos fortuitos (cuando casi atropella a un perro) o las pistas falsas de la investigación policial... momentos que ilustran la mentalidad en derrumbe del personaje, pero que podrían desaparecer de la película sin damnificarla.
Queda claro que Mungiu está mucho más interesado en abordar los temas de la conciencia y la culpabilidad que en resolver la agresión de la protagonista, una opción lícita pero que despierta expectativas en el público que nunca llegan a cumplirse. Los exámenes retrata el conflicto interno de Romeo, el protagonista, y su relación con los demás personajes (la esposa, la madre, la amante, el novio de la joven), unos vínculos bastante complicados con los que Mungiu representa a una sociedad golpeada por la corrupción y la precariedad laboral. Los exámenes es cine de denuncia, y la crítica que expone el director está legitimada porque parte del costumbrismo y de experiencias habituales, lo que sitúa a Cristian Mungiu en el mismo rango de directores como Asghar Farhadi, Ken Loach o los hermanos Dardenne. Al igual que estos, Mungiu emplea con habilidad las herramientas cinematográficas para construir un discurso que sirve de acicate y remueve la conciencia del público, pero no lo hace solo. Los equipos técnico y artístico de la película cumplen con brillantez sus cometidos, en especial el actor protagonista Adrian Titieni, quien realiza una interpretación contenida y llena de credibilidad. Bien secundado por sus compañeros de reparto, Titieni pone rostro al drama que se expone en el cuarto largometraje de Mungiu, director que en 2007 logró relevancia internacional con 4 meses, 3 semanas, 2 días, y que en Los exámenes vuelve a fijar las claves del moderno cine social. No es una película perfecta, pero es muy necesaria.
  
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Camarón. Flamenco y revolución. 2018, Alexis Morante

Parece mentira que, transcurridos veintiséis años desde la muerte de Camarón de la Isla, todavía no existiese un documental a la altura de su leyenda. O tal vez no fuera una cuestión de tiempo, sino de oportunidad: contar con el material audiovisual disponible, el permiso de la familia, el guion adecuado... La película Camarón. Flamenco y revolución hace verdad el dicho "más vale tarde que nunca"  y rinde homenaje al cantaor de San Fernando, en un espectáculo apto para admiradores y profanos.
El director Alexis Morante vierte toda su experiencia dentro del género musical para elaborar un retrato completo del personaje, convocando a partes iguales el rigor informativo y el pellizco emocional. El guion vuelve a reunir a Morante y a Raúl Santos tras haber escrito juntos El camino más largo, documental de 2016 en torno a la figura de Enrique Bunbury. En esta ocasión, ambos se ciñen a la estructura habitual en toda biografía que se precie, con una evolución lineal de los acontecimientos dividida en bloques que se corresponden con los lugares que marcaron la vida de Camarón. Lo verdaderamente original es el tono adoptado ya desde el propio texto, que elude la formalidad y opta por la cercanía que proporciona la voz de Juan Diego. La locución del veterano actor insufla vida a los abundantes documentos recuperados para la ocasión a través de fotografías, grabaciones de televisión y amateurs que tejen en su conjunto un rico tapiz de colores, texturas y sonidos.
Para romper la inercia del biopic convencional, Morante incluye también animaciones muy expresivas y evocaciones líricas en forma de imágenes tomadas desde el cielo. Es en estos momentos cuando la película respira y permite al espectador tomar aire ante la abundancia de información, para contemplar el relato con la suficiente perspectiva y calibrar los detalles dentro de la totalidad del film. Además, Morante esboza también el paisaje social en el que se movían los gitanos de la España del siglo XX, estableciendo el contexto necesario para entender el fenómeno que representó Camarón y la vigencia que conserva todavía hoy. Por todos estos motivos, Camarón. Flamenco y revolución supone una cita ineludible para los amantes de la música en general y del cante jondo en particular, una indagación veloz y elogiosa (a veces al borde del panegírico) de un artista fundamental.

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Muchos hijos, un mono y un castillo. 2017, Gustavo Salmerón

Para hacer una buena película no es necesario contar con una técnica depurada, unos actores profesionales o un presupuesto abultado. Ni siquiera con un argumento complejo. Basta tener un gran personaje, uno de esos que llenan la pantalla y expanden su presencia aun cuando no aparecen en el plano. El actor Gustavo Salmerón encuentra este personaje en la figura de su propia madre, y crea en torno ella un peculiar documental en su debut como director de largometrajes.
La película sorprende ya desde la primera escena: Julita, la protagonista del relato, enumera los tres deseos que anhelaba antes de casarse. Tener Muchos hijos, un mono y un castillo, los cuales pudo conseguir a lo largo de una vida llena de vicisitudes. Salmerón ejerce a la vez como productor, guionista, cámara y director, realizando grabaciones que se han extendido durante catorce años... aunque el argumento abarca un plazo mucho más amplio, ya que el metraje también incluye imágenes del archivo doméstico de la familia y los recuerdos que estos comparten con el público. Desde las dificultades de la posguerra hasta la actual situación de crisis, el documental traza un arco temporal que tiene que ver con el devenir del país, eso sí, bajo una perspectiva bastante peculiar. Porque el carácter de los García Salmerón propicia la comedia y un curioso género que se podría denominar costumbrismo extravagante, o cómo hacer de lo excepcional algo cotidiano.
El documental depara numerosos momentos para la risa e incluso la carcajada, pero sin llegar a confundir en ningún momento el humor con la incoherencia. Salmerón vigila que la narración mantenga siempre el sentido preciso para que la trama avance, y emplea para ello una excusa argumental, un MacGuffin: la búsqueda entre las pertenencias familiares de una caja donde se conservan las vértebras de una antepasada, algo así como encontrar una aguja en un inmenso pajar gobernado por Diógenes. En medio de todo este fabuloso caos, Julita representa la figura de la suma sacerdotisa oficiando un ritual basado en lo impredecible y la diversión. Ella expande su verbo fecundo a lo largo y ancho de la película, dejando el poso de su sabiduría octogenaria en las imágenes de calidad amateur del film. Este contraste define el estilo practicado por Salmerón, basado en la dicotomía entre vejez y juventud, reflexión y desconcierto, melancolía y ligereza... términos que se aplican tanto a la forma como al contenido de Muchos hijos, un mono y un castillo. En definitiva, una película original e inesperada que cuenta, además, con una deliciosa banda sonora compuesta por Mastretta. A continuación, un pequeño ejemplo de todo lo apuntado en forma de tráiler:

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Loving Vincent. 2017, Dorota Kobiela y Hugh Welchman

La figura de Van Gogh posee tanta fuerza como su propio arte, por eso no es extraño que diferentes cineastas hayan tratado de recrear la vida del pintor a lo largo de los años. Desde la canónica versión made in Hollywood de Vincente Minnelli hasta la más naturalista de Maurice Pialat, pasando por insignes directores como Akira Kurosawa o Robert Altman. Todos ellos han ayudado a fijar el molde del creador atormentado y comprometido con su pintura, a la que entregó por completo su energía y estabilidad. En pocas palabras: Van Gogh ha sido siempre carne de celuloide.
Sin embargo, la visión que se ofrece en Loving Vincent es tremendamente original, y lo es por distintos motivos. Lo primero que llama la atención es su aspecto formal, ya que la película ha sido filmada con actores reales y después pintada al óleo fotograma a fotograma, reproduciendo el estilo del autor neerlandés. Presenciar las imágenes del film es lo más parecido a adentrase en los cuadros de Van Gogh: los colores, las pinceladas, la iluminación... son regenerados con escrupulosa fidelidad, dotando de movimiento a las telas y tejiendo un argumento entre ellas.
Porque Loving Vincent también depara sorpresas en el terreno narrativo. El guión escrito por Dorota Kobiela y Hugh Welchman, a su vez los directores del film, adopta una estructura detectivesca cuya trama comienza unos días después de la muerte del pintor. Mientras estuvo en Arlés, Van Gogh no había dejado de mantener correspondencia con su hermano Théo, lo que le hizo entablar una relación de afecto con el cartero Rounlin. Este conserva una última carta del pintor sin entregar, por lo que encarga a su hijo Armand que termine la tarea. A partir de aquí, el argumento sigue los pasos de Armand tratando de desentrañar las motivaciones de Van Gogh para quitarse la vida y los tensos vínculos que le unían con los demás vecinos de la localidad: el doctor Gachet, su hija Marguerite, el comerciante Père Tanguy, la joven Adeline cuya familia le daba hospedaje... Todos ellos fueron retratados por Van Gogh en conocidas pinturas que cobran vida en la pantalla. En cierta manera, la narración de Loving Vincent recuerda mucho a la de Ciudadano Kane, ya que ambas siguen las pesquisas de un investigador que trata de encontrar la verdad tras una muerte llena de interrogantes, mediante una sucesión de entrevistas con personas que le trataron en algún momento.
La música compuesta por Clint Mansell ayuda a sostener la tensión y el dramatismo de la historia, fundamentales para definir la atmósfera que Kobiela y Welchman imprimen en su primer largometraje. Con todos los elementos citados, la pareja de directores elabora una de las experiencias más estimulantes que puedan vivirse en una sala de cine. Pocas veces como en Loving Vincent está tan justificada la denominación "obra de arte", por medio de un trabajo arduo y respetuoso con la figura homenajeada que no elude las dobleces de la personalidad de Van Gogh. A continuación, un breve vídeo que muestra algunos detalles del proceso de producción de la película:

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La vida de Calabacín. "Ma vie de Courgette" 2016, Claude Barras

No hay nada más difícil que alcanzar la sencillez. Los buenos artistas saben que despojar una idea de todo lo sobrante hasta conseguir la depuración y la síntesis es mucho más trabajoso que superponer elementos, haciendo pasar lo vulgar por complicado. Menos es más. Esta es la razón que explica la grandeza de una película como La vida de Calabacín. Bajo su apariencia simple y directa, la opera prima de Claude Barras es capaz de comprimir en apenas una hora de metraje la historia de un niño que acaba de quedarse huérfano e ingresa en un centro de menores donde conocerá a otros muchachos con problemas. Un relato profundamente humano que dosifica con inteligencia y mesura su carga emocional.
El acierto de La vida de Calabacín es que nunca abandona el punto de vista del personaje protagonista, una decisión que descarta el sensacionalismo y las posibles tentaciones lacrimógenas. Por supuesto que en la película hay drama, pero también hay mucho humor y una cotidianidad que favorece la cercanía del público. Los personajes cargan sobre sus espaldas con experiencias terribles que son sólo sugeridas en la pantalla, permitiendo que el film sea apto para todas las edades.
Todos estos elementos ya están presentes en la novela de Gilles Paris en la que se basa la película, un texto que Barras convierte en hermosas imágenes por medio de la técnica de animación en stop motion. El cuidado diseño estético de los personajes y decorados, sumado al empleo de los colores y la iluminación, convierten el visionado de La vida de Calabacín en una experiencia de lo más placentera. Pero no se trata sólo de acariciar los ojos, sino de asentar un estilo visual que Barras ha estado desarrollando en sus anteriores cortometrajes y que se encuentra siempre en consonancia con el relato. De esta manera, la relación entre el contenido y la forma ofrece un conjunto compacto y lleno de sentido, que convierte a esta producción suiza en una de las obras de animación más perfectas y emotivas de los últimos tiempos.

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