Ida. 2013, Pawel Pawlikowski

Por extraños designios de la distribución, coinciden en la cartelera "La mujer del quinto" e "Ida", dos películas tan diferentes que no parecen dirigidas por la misma persona. Pawel Pawlikowski practica el darwinismo cinematográfico y se adapta al medio en el que le toca filmar, ya sea en Inglaterra, Francia o en su Polonia natal, donde rueda por primera vez después de haber sido reconocido internacionalmente. Pero que nadie espere en esta parábola del hijo pródigo reencuentros amables ni postales de felicidad. Pawlikowski regresa con el ánimo de ajustar cuentas con el pasado reciente, aquel tránsito del oscurantismo a la normalidad que vivió la generación de sus padres. De eso trata "Ida", de la difícil relación entre dos mundos que comparten una historia en común.
Bajo su apariencia de cuento minimalista, la película esboza el paisaje en blanco y negro de un país zarandeado por los conflictos políticos y religiosos, tras haber padecido las consecutivas ocupaciones nazis y soviéticas, y el baile de fronteras que convirtió en apátridas a muchos de sus ciudadanos. No es extraño, por todo esto, que Pawlikowski haya optado por la austeridad narrativa y por la síntesis de los elementos que construyen la ficción. Se trata de cine intimista, y antes de permitir que la trama sea sepultada por los acontecimientos históricos, el cineasta polaco la ha desbrozado hasta descubrir su tronco sólido y robusto, o lo que es igual: la depuración de un estilo donde se conjugan el cine, la fotografía y el relato.
Como guionista, Pawlikowski elude cualquier tentación de hacer crónica y se concentra en el drama de sus personajes: una joven novicia a punto de tomar sus votos y una mujer de vuelta de todo, unidas por un vínculo familiar que les comporta dolor y consuelo. Son dos criaturas que descubren la una en la otra su única posibilidad de reconocimiento, más allá de los estrechos márgenes entre los que transcurren sus vidas.
Como director, sin embargo, Pawlikowski se permite algunas licencias poéticas. El hecho de que "Ida" haya sido filmada en blanco y negro, empleando el formato cuadrado de 4:3 en lugar del habitual panorámico, refuerza el diálogo entre cine y fotografía. La calidad visual está cercana al fotoperiodismo, sin demasiados matices ni adornos estilizantes, y el encuadre siempre juega con los límites de la pantalla y con composiciones arriesgadas. Es preponderante la situación de los personajes en la parte baja del plano, creando zonas de aire en la mitad superior. No se trata de un capricho de esteta, sino de confinar a los personajes en el subsuelo de la imagen, transmitiendo la sensación de ahogo que requiere el relato.
En estos detalles es donde se encuentra el discurso de Pawlikowski como autor, un discurso en voz baja pero muy elocuente que asoma, de pronto, en una sonrisa inesperada en el silencio de un comedor, en una cortina que se enreda al trasluz o en el humo que serpentea en los ceniceros. Detalles que construyen "Ida" con lucidez e inspiración, producto sin duda de la observación atenta y del trabajo, sobre todo del trabajo. Porque sólo una película tan trabajada como ésta puede parecer fresca y natural, en definitiva: auténtica.
También está la labor de las dos actrices protagonistas, cuya fotogenia sólo es comparable a su talento interpretativo. Agata Kulesza y Agata Trzebuchowska poseen el don de la mirada y de la palabra bien dicha, cada una respira verdad y la devuelve a su compañera, en un emotivo juego de espejos cruzados. La película contiene los diálogos justos para que cada palabra mantenga su significado preciso, sin que esto conlleve parquedad o mutismo. Al contrario, "Ida" es emocionante y tiene la belleza perfecta que tienen las cosas bellas por naturaleza. Ni siquiera necesita una banda sonora para apelar a los sentimientos, toda la música que suena en la película está justificada mediante la imagen: un tocadiscos en marcha, una banda que toca, un coro que canta… salvo al final. En el último plano de Ida marchando hacia su destino (el único en movimiento de toda la película) suenan unas notas de Bach, y al igual que sucede con el maestro del Barroco, la aparente sencillez de esta película alberga el misterio de lo sublime, algo que se puede decir de pocas películas. De muy pocas.
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Nymphomaniac. 2013, Lars von Trier

Era cuestión de tiempo que Lars von Trier abordase un proyecto como "Nymphomaniac". La importancia que el sexo ha tenido en su filmografía queda patente en "El elemento del crimen", "Rompiendo las olas", "Los idiotas" o "Anticristo", películas cuya sexualidad es fuente de conflicto y aproximación entre los personajes, de redención y catarsis, de desenmascaramiento. Es por eso que los espectadores que se acerquen a "Nymphomaniac" buscando el morbo y la calentura genital quedarán decepcionados. Hay imágenes explícitas, pero sin intención erótica: lo que pretende el director danés es zarandear al público, sumergirle en los pliegues más ocultos de la condición humana, incomodar y llamar a la reflexión. En definitiva, se trata de von Trier en estado puro.
Estrenada en dos partes por motivos comerciales, "Nymphomaniac" completa la conocida como trilogía de la depresión después de "Anticristo" y "Melancolía", elaborando un fresco sobre las tormentas interiores que amenazan al universo femenino. A lo largo de ocho capítulos bien diferenciados, el guión cuenta las andanzas de una mujer en lucha por satisfacer una libido compulsiva, que trastorna su vida y la de los que le rodean. Conviene olvidar las alharacas de la promoción y las ingeniosas campañas publicitarias: von Trier no pretende hacer un tratado de los furores uterinos, sino una película acerca de la libertad y del precio por conseguirla.
La película comienza con el cuerpo de Joe, la ninfómana que da título al film, tendido en un callejón tras haber recibido una brutal paliza. El maduro y asexuado Seligman acude para socorrerla, la lleva a su casa y durante toda la noche mantendrán un diálogo que será en realidad un examen de conciencia. Como una moderna Sherezade, antes de que llegue el día Joe irá relatando las experiencias sexuales que han marcado su vida. Ella le advierte: es una historia moral. A partir de ahí, el intercambio dialéctico se verá trufado de referencias artísticas y culturales, de reflexiones que mezclan la pesca con el cortejo, la música de Bach con las técnicas amatorias, la religión con el sadomasoquismo... Las escenas más estimulantes de "Nymphomaniac" tienen que ver con la palabra, más que con la carne. Por eso, el riesgo para los actores no reside tanto en desnudarse como en aguantar un primer plano con varias líneas de guión, en las que se dirimen cuestiones acerca de lo divino y de lo humano.
Para realizar semejante proeza hacen falta intérpretes capaces de caminar sobre el alambre y sin red: Charlotte Gainsbourg, Stellan Skarsgård y la debutante Stacy Martin resuelven el reto con éxito, apoyados por un buen plantel de nombres conocidos que completan el paisaje humano del film. Todos ellos al servicio de un director que permanece fiel a sí mismo, y que jalona con "Nymphomaniac" el camino que empezó a recorrer hace ya treinta años.
Al igual que en sus últimas películas, von Trier combina aquí la estética preciosista con el desaliño formal, el referente pictórico con los vestigios del Dogma 95. El autor ha conformado un estilo muy reconocible que no es sólo una herramienta de expresión, sino el catalizador de sus obsesiones. Adentrarse en su cine es como cotejar una radiografía cuyas líneas están siempre cambiando, y donde hay espacio para el humor y el terror, para la brutalidad y la delicadeza, para el amor y el desconsuelo. Todo esto está presente en "Nymphomaniac", un elogio de la libertad que Von Trier se brinda a sí mismo y a la heroína de su película: libertad para vivir alejados de las convenciones y para hacer trascender el espíritu, el primero a través del cine, y la segunda a través del sexo. La paradoja para ambos es que esa misma libertad puede ser también su condena. Siempre cuestionados e insatisfechos por unas expectativas que ni la cinefilia ni la ninfomanía pueden colmar, deben pagar un precio por su rebeldía. Es el peaje de los iconoclastas: filmar y follar como si la vida les fuese en ello.

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El Gran Hotel Budapest. "The Grand Budapest Hotel" 2014, Wes Anderson

Pocos directores cuentan con un universo tan personal y reconocible como Wes Anderson. Su cine es una amalgama de referencias que van desde la literatura europea de entreguerras hasta los dibujos animados, pasando por la nouvelle vague, la iconografía camp y la screwball comedy, todo bien agitado en una coctelera que trasciende los límites de lo cinematográfico. Sus películas son también novela, ilustración, música, cómic... en definitiva, son Wes Anderson. El cineasta norteamericano ha sabido convertirse en su propio género, exaltado hasta el delirio en "El Gran Hotel Budapest".
El argumento se enmarca en mitad de un paisaje alpino donde se erige el fastuoso hotel que da título al film, un lugar de encuentro para aristócratas extravagantes y millonarios sin complejos. Al frente se encuentra Gustave H, conserje entregado en cuerpo y alma a perpetuar la gloria del hotel, que de pronto se verá inmerso en una serie de aventuras en torno a la herencia de una importante obra de arte. En el camino se cruzará con una numerosa fauna de personajes, a cada cual más excéntrico, completando una estampa imaginaria más cercana a la idealización que a cualquier referencia histórica.
En los títulos de crédito de "El Gran hotel Budapest", Anderson declara haberse inspirado en los textos de Stefan Zweig. ¿Qué pensaría el escritor austríaco del film, se habría reconocido en su atropellada locura o en su desbordante imaginación? Es algo que nunca sabremos, lo que se hace evidente es el gozo que transmite esta película nacida de la pasión. Porque hace falta mucha pasión para sacar adelante este complicado proyecto y para embarcar en él a tanta gente con talento. Pasión por el relato, por el viejo oficio de contar historias. Y sobre todo, pasión por la imagen. La carga visual de la película es tan exuberante, la cámara se mueve con tanta elocuencia que el espectador corre el peligro de salir del cine con agujetas en los ojos. Anderson recuerda a veces a Scorsese, a Ophüls, a Sternberg y a otros fantásticos estetas que estrujaron la pantalla hasta apurar la última gota de sus posibilidades formales.
Esa misma pasión se traslada también al reparto, un larguísimo elenco de actores habituales al que se van incorporando nombres nuevos con cada película. Como es casi imposible mencionarlos a todos, bastará con señalar a Ralph Fiennes asumiendo el papel protagonista, en un registro insólito hasta el momento lleno de gracia y comicidad. Tanto él como sus numerosos compañeros irradian una alegría que traspasa la pantalla y alcanza de lleno al público, dispuesto a participar en el juego del director. Se diría que Anderson hace las películas para sí mismo, y que tiene la suerte de contar con un montón de espectadores fieles a su particular estilo.
Pero no hay que dejarse engañar: bajo el slapstick y los juegos florales subyace un aliento de melancolía, de añoranza por algo que nunca existió, que impregna calladamente el film. Aquí es donde Anderson entrevela sus intenciones, que van más allá de la aventura y de la comedia, y que tienen que ver con la recuperación del territorio perdido de la infancia. Sus películas son el mapa y la brújula para alcanzar ese hipotético Shangri-La del que un día fuimos arrancados sin saber cómo ni cuándo.
Por eso resulta complicado hablar de esta película sin recurrir a la hipérbole. El huracán de coloridas imágenes por el que transcurre la acción convierte la pantalla en un collage donde cualquier cosa es posible y, sorprendentemente, donde todo atiende a una lógica interna. De otro modo, el castillo de naipes que levanta Anderson durante el metraje enseguida se derrumbaría, sino fuese por la precisión con la que trabaja el guión. Son tantas las situaciones y suceden a un ritmo tan rápido, que "El Gran Hotel Budapest" contiene varios visionados en uno: primero se ve en la pantalla, y después en la memoria del espectador, que volverá a ella para reconstruir su torrente narrativo. Una sensación que se prolonga en el tiempo, dejando en la boca el rastro de una placentera sonrisa idiota.

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