Pocos
directores cuentan con un universo tan personal y reconocible como Wes
Anderson. Su cine es una amalgama de referencias que van desde la literatura
europea de entreguerras hasta los dibujos animados, pasando por la nouvelle vague, la iconografía camp y la screwball comedy, todo bien agitado en una coctelera que trasciende
los límites de lo cinematográfico. Sus películas son también novela,
ilustración, música, cómic... en definitiva, son Wes Anderson. El cineasta
norteamericano ha sabido convertirse en su propio género, exaltado hasta el delirio en "El Gran
Hotel Budapest".
El argumento
se enmarca en mitad de un paisaje alpino donde se erige el fastuoso hotel que
da título al film, un lugar de encuentro para aristócratas extravagantes y
millonarios sin complejos. Al frente se encuentra Gustave H, conserje entregado
en cuerpo y alma a perpetuar la gloria del hotel, que de pronto se verá inmerso
en una serie de aventuras en torno a la herencia de una importante obra de
arte. En el camino se cruzará con una numerosa fauna de personajes, a cada cual
más excéntrico, completando una estampa imaginaria más cercana a la
idealización que a cualquier referencia histórica.
En los títulos
de crédito de "El Gran hotel Budapest", Anderson declara haberse
inspirado en los textos de Stefan Zweig. ¿Qué pensaría el escritor austríaco
del film, se habría reconocido en su atropellada locura o en su desbordante
imaginación? Es algo que nunca sabremos, lo que se hace evidente es el gozo que
transmite esta película nacida de la pasión. Porque hace falta mucha pasión
para sacar adelante este complicado proyecto y para embarcar en él a tanta
gente con talento. Pasión por el relato, por el viejo oficio de contar
historias. Y sobre todo, pasión por la imagen. La carga visual de la película
es tan exuberante, la cámara se mueve con tanta elocuencia que el espectador
corre el peligro de salir del cine con agujetas en los ojos. Anderson recuerda
a veces a Scorsese, a Ophüls, a Sternberg y a otros fantásticos estetas que
estrujaron la pantalla hasta apurar la última gota de sus posibilidades
formales.
Esa misma
pasión se traslada también al reparto, un larguísimo elenco de actores
habituales al que se van incorporando nombres nuevos con cada película. Como es
casi imposible mencionarlos a todos, bastará con señalar a Ralph Fiennes
asumiendo el papel protagonista, en un registro insólito hasta el momento lleno
de gracia y comicidad. Tanto él como sus numerosos compañeros irradian una
alegría que traspasa la pantalla y alcanza de lleno al público, dispuesto a
participar en el juego del director. Se diría que Anderson hace las películas
para sí mismo, y que tiene la suerte de contar con un montón de espectadores
fieles a su particular estilo.
Pero no hay
que dejarse engañar: bajo el slapstick
y los juegos florales subyace un aliento de melancolía, de añoranza por algo
que nunca existió, que impregna calladamente el film. Aquí es donde Anderson
entrevela sus intenciones, que van más allá de la aventura y de la comedia, y
que tienen que ver con la recuperación del territorio perdido de la infancia.
Sus películas son el mapa y la brújula para alcanzar ese hipotético Shangri-La
del que un día fuimos arrancados sin saber cómo ni cuándo.
Por
eso resulta complicado hablar de esta película sin recurrir a la hipérbole. El
huracán de coloridas imágenes por el que transcurre la acción convierte la pantalla
en un collage donde cualquier cosa es
posible y, sorprendentemente, donde todo atiende a una lógica interna. De otro
modo, el castillo de naipes que levanta Anderson durante el metraje enseguida
se derrumbaría, sino fuese por la precisión con la que trabaja el guión. Son
tantas las situaciones y suceden a un ritmo tan rápido, que "El Gran Hotel
Budapest" contiene varios visionados en uno: primero se ve en la pantalla,
y después en la memoria del espectador, que volverá a ella para reconstruir su
torrente narrativo. Una sensación que se prolonga en el tiempo, dejando en la
boca el rastro de una placentera sonrisa idiota.