CIVIL WAR. 2024, Alex Garland

Después de una década de actividad, el estudio A24 se ha consolidado como una alternativa audaz e imaginativa a las grandes productoras aquejadas por el conservadurismo y la merma de ideas en Hollywood. Basta que un título se acompañe del logotipo de la empresa para convocar a un público fiel que asocia la marca con un cine dotado de personalidad, que propone variaciones dentro de ciertos géneros maltratados por la repetición de fórmulas. Este ascenso ha obtenido reconocimientos importantes por parte de la industria y algunos éxitos de taquilla, que han permitido a A24 ir asumiendo proyectos de mayor ambición y asentar a determinados autores de la casa, como el director británico Alex Garland. A él se le encomienda el presupuesto más costoso hasta la fecha para llevar a cabo Civil War, una distopía que plantea el escenario de una confrontación civil en los Estados Unidos del presente.

Una de las cualidades que Garland despliega ya en la escritura del guion es la concisión. En lugar de detenerse en explicar los antecedentes, el contexto o las circunstancias geopolíticas que provocan la contienda, el foco se sitúa en el aspecto humano. El argumento sigue los pasos de un pequeño grupo de periodistas muy heterogéneo (un veterano de la vieja escuela, un aventurero con afición por la adrenalina, una reputada fotógrafa y una joven aprendiz que busca abrirse paso) que parten de Nueva York hacia Washington, destino a la Casa Blanca. Se trata de una road movie con varias paradas que ilustran la magnitud del desastre, con pocos instantes de sosiego y muchos otros de tensión y peligro. Es una historia ejemplificadora de lo mejor y lo peor (en especial lo peor) de la población sumida en una crisis extrema, con una sensación constante de inquietud que capta el interés del espectador durante todo el metraje. Para obtener la atmósfera adecuada, Garland se vale de los recursos de la puesta en escena, el desarrollo narrativo y la interpretación de los actores, además de rodearse de un equipo de confianza entre los que se encuentran el director de fotografía Rob Hardy y los músicos Geoff Barrow y Ben Salisbury. Se debe destacar también el montaje de Jake Roberts, hábil en las escenas de acción y en el recurso de intercalar los disparos fotográficos que realizan los personajes con los disparos de las armas de fuego.

El reparto es otra de las bazas de la película: Kirsten Dunst, Wagner Moura, Cailee Spaeny y Stephen Henderson, cada uno representando un rol bien diferenciado de los demás pero en perfecta sintonía. Ellos encarnan la parte cercana de este film violento y directo, que expone cuestiones oportunas en torno a la polarización política y al ideario extremista cuando alcanzan a la ciudadanía. Algo que trasciende las fronteras de Norteamérica y que afecta al resto de países del mundo, como la realidad se empeña en constatar todos los días. Por eso Civil War adquiere el valor de una alegoría que comienza y termina con dos secuencias distintas y un mismo personaje, el presidente de la nación. El recorrido entre una y otra es compartido por los protagonistas y el público a bordo de un coche que lleva la palabra prensa escrita en un lateral, ya que se hace una reivindicación muy oportuna del oficio como salvaguarda del derecho a la información y la libertad de pensamiento.  

En suma, Civil War supone la consagración comercial de Alex Garland y la prueba de su capacidad para encarar trabajos dirigidos a una gran audiencia, más allá del cine de autor, sin que esto menoscabe su nivel de exigencia. Es una película incómoda y contundente que, si bien algunas veces incurre en el efectismo (hay un par de escenas de montaje musical que banalizan el conjunto), lo cierto es que logra concitar en la butaca la congoja y la reflexión. Por muy pesimista que esta sea.

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ROBOT DREAMS. 2023, Pablo Berger

La trayectoria de Pablo Berger resulta tan imprevisible, que nadie podía esperar a estas alturas una primera película de animación como Robot dreams. Más teniendo en cuenta la poca tradición que existe en España de proyectos de este calado, que aúnan la ambición narrativa con la búsqueda de un público mayoritario. Es por eso que Berger recurre a la cofinanciación francesa y al talento del ilustrador belga Benoît Feroumont, encargado de la animación, para llevar a cabo esta obra de vocación universal que ha sido reconocida a ambos lados del Atlántico, un fenómeno sin apenas referentes en una industria sostenida siempre con pilares inestables.

El propio Berger asume la adaptación del cómic de Sara Varon en el que se basa el film, desarrollando las situaciones y dándoles identidad cinematográfica, con un montaje y una dirección de arte muy cuidada por parte de Fernando Franco y José Luis Ágreda, respectivamente. Una de las principales cualidades que se respetan en el trasvase de las viñetas a la pantalla es la ausencia de diálogos, lo cual otorga una importancia fundamental al sonido y a la música compuesta por Alfonso de Vilallonga. También hay canciones que tienen gran participación en la trama y que sitúan bien la época, ambientada en el Nueva York de los años ochenta. Berger representa allí a una sociedad de animales antropomórficos de enorme diversidad entre los que se encuentra un perro que trata de mitigar su soledad adquiriendo un robot de compañía. La historia evoluciona con sencillez mientras se establece su amistad, hasta que un incidente les obliga a separarse y la acción se traslada a los sueños del robot a los que hace referencia el título. Entonces la película se complejiza y plantea momentos reales e imaginados que se mezclan y que aluden, a su vez, a cuestiones humanas como el aprendizaje, la empatía, la familia... todo ello con una esencialidad casi oriental, por la síntesis de elementos y la sugestión de metáforas. Algo que se traduce del mismo modo en las imágenes: los diseños de Robot dreams poseen economía de líneas, colores planos y una simpleza solo aparente, ya que son producto de la depuración de los rasgos estéticos.

Al igual que hiciera en Blancanieves, Pablo Berger logra conjugar a la perfección el discurso y la forma en esta película emotiva que nunca llega a ser cursi, y que propone una alternativa de aspecto artesanal dentro de la animación contemporánea, copada por productos que exhiben en cada plano su sofisticación técnica. Por estos y otros motivos hay que celebrar Robot dreams, una bonita excepción en el árido terreno del cine familiar que gustará más a los adultos, por el tratamiento de los temas que expone y porque permite responder con facilidad a la pregunta de Philip K. Dick: sí, los androides sueñan con ovejas eléctricas y con muchas otras cosas, como si fuesen personas. O perros.

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ANATOMÍA DE UNA CAÍDA. "Anatomie d'une chute" 2023, Justine Triet

Justine Triet obtiene el reconocimiento internacional con su cuarto largometraje, un drama judicial que remite en el título a uno de los clásicos del género, Anatomía de un asesinato. En el caso de Anatomía de una caída se juega con el doble significado de la palabra caída: por un lado es el acto que propicia la muerte del marido de la protagonista, y por otro lado se refiere al fracaso de su relación. La película sigue el caso de lo que en principio parece ser un accidente sucedido en el hogar en los Alpes franceses que comparten una pareja de escritores con su hijo con discapacidad visual, hasta que las sospechas de asesinato recaen en la mujer interpretada (muy bien) por Sandra Hüller, quien tratará de defender la versión de que pudo ser un suicidio.

El guion firmado por Triet y Arthur Harari emplea diferentes hilos narrativos que se extienden a lo largo del relato para enredar al espectador en una madeja de sentimientos oscuros y de conflictos no resueltos, que tienen que ver con la culpa, con los desequilibrios de poder que se viven dentro del matrimonio y con los celos creativos de quienes comparten una misma aspiración. Son elementos de gran peso dramático que emergen con la muerte del progenitor, casi a modo de excusa. También la fórmula de la película de juicios funciona como un soporte para que la historia evolucione de manera ágil e incluso juguetona, ya que Triet amaga con despistar al público en diversas ocasiones y se guarda ases en la manga que saca cuando la emoción lo exige. Hay quien podría acusar a Anatomía de una caída de tender ciertas trampas y de utilizar recursos algo obvios (el contraste entre el abogado defensor bondadoso y coronado de una buena pelambrera, frente al abogado agresivo y con la cabeza rapada), sin embargo, hay que reconocer que este tipo de argucias son habituales dentro del género, lo cual no debería eximir a la directora. Su sentido del espectáculo se impone en el conjunto por medio de una planificación exhaustiva y dinámica, y un montaje que atiende a los distintos puntos de vista de los personajes (incluido el del perro guía del hijo, durante la llegada de la policía a la casa).

La narración alterna saltos en el tiempo, texturas de imagen, capas sonoras... todo con una destreza tan calculada que está a punto de resultar artificiosa en determinadas escenas (como la discusión de la pareja) y que desvela a Justine Triet como una cineasta aplicada que conoce bien los resortes del thriller y que logra mantener el interés durante los ciento cincuenta minutos de metraje. No es poca cosa.

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LA ZONA DE INTERÉS. "The Zone of Interest" 2023, Jonathan Glazer

Hasta ahora, Martin Amis no había tenido suerte con las adaptaciones al cine de sus novelas. Tal vez por la complejidad de los temas que aborda y por la controversia que suscitan, lo cierto es que la obra literaria del escritor británico induce a que ciertos directores confundan tragedia con intensidad. Jonathan Glazer opta en cambio por la frialdad y el comedimiento a la hora de traducir en imágenes La zona de interés, última ficción publicada por Amis que se adentra en el nazismo desde el escenario doméstico donde habita Rudolf Höss, director del campo de concentración de Auschwitz. En 1943, la cúpula del Tercer Reich traslada al oficial a un nuevo destino, lo cual le obliga a ausentarse del hogar regido por su mujer, estableciéndose así un relato poco tratado en el cine: la vida de puertas adentro de quienes detentaron el poder e hicieron del horror su rutina diaria.

Glazer decide fijarse en este ámbito y omite lo demás, incluidas las relaciones que mantienen los distintos personajes del libro, para centrarse en la convivencia dentro de la casa de la familia Höss. La presencia colindante de Auschwitz se manifiesta en las apariciones esporádicas de los presos encargados del servicio, además de las chimeneas humeantes de los crematorios y el muro que divide a los opresores de los oprimidos. La cámara nunca llega a introducirse en el infierno del campo. El sonido de la muerte sí está presente en todo momento en forma de gritos, órdenes e insultos que se escuchan desde el otro lado de la calle, es el paisaje acústico que invita a imaginar lo que queda fuera de la pantalla. La zona de interés hace trabajar la memoria audiovisual del público para completar una narración que emplea planos medios y generales a la altura de los personajes. Esto provoca una sensación de distanciamiento que impide que nadie pueda reconocerse en los protagonistas y que anula las emociones (no hay primeros planos) de acuerdo al mecanicismo y a la burocracia del terror que se representan en el film. Una de las decisiones que adopta Glazer en cuanto a la técnica de rodaje es filmar determinadas escenas simultáneamente con diversas cámaras sin operador, como si se tratara de un circuito cerrado de vigilancia que observa a los personajes con objetividad y con profusión de acciones que se suelen omitir en el montaje (subir y bajar escaleras, cambiar de habitación). El seguimiento de estas actividades anodinas ilustra el concepto de inercia que envuelve al matrimonio de Rudolf y Hedwig, algo que se expresa en términos estéticos mediante la fotografía de tonos grisáceos y luces apagadas de Lukasz Zal. Su trabajo y el del departamento de diseño artístico prescinde de los colores vivos y de los contrastes fuertes para no caer en el embellecimiento y en la estilización de los hechos sucedidos en la zona de interés a la que alude el título. Dicha zona se refiere a los alrededores del campo, donde la prosperidad y el ideal germánico confrontan con la destrucción perpetrada en Auschwitz.

En esta dicotomía del exceso de lo trivial frente al defecto de lo profundo reside la naturaleza de la película, ya que ambos extremos ejemplifican comportamientos desordenados que chocan con la razón y anulan la humanidad. De ahí se explica el rigor geométrico de los encuadres y las composiciones exactas que delimitan los espacios de la casa, en contraposición a otras secuencias como las de la niña que esconde frutas para los reos aprovechando la oscuridad de la noche. Glazer filma estos actos de clandestinidad heroica con lentes infrarrojas que aportan una visión irreal, como los cuentos que el funcionario nazi lee a los niños al acostarse (la metáfora se redondea con la elección del cuento Hansel y Gretel, en el que la malvada bruja termina asada en el horno gracias a la inteligencia de la pequeña Gretel).

Las interpretaciones de los actores Christian Friedel y Sandra Hüller en su lengua materna (el alemán) inciden en la idea de dar normalidad a lo que jamás debería tenerlo. Sus movimientos y actitudes vienen determinados por el automatismo y el protocolo (en torno a la mesa, la crianza de los hijos o la intimidad del dormitorio) salvo cuando se dejan arrastrar por impulsos que denotan una energía casi animal, como la impaciencia de la esposa probándose la ropa recién incautada de las presas adineradas, o la repugnancia del marido limpiándose las cenizas de los cadáveres calcinados tras una jornada de pesca. Son instantes que no precisan de explicación y que el espectador debe comprender según su intuición y conocimiento de la historia... de otra manera, ¿por qué insistir en lo que ha sido contado tantas veces? Existen infinidad de películas sobre el Holocausto, por lo que Jonathan Glazer elige no ser demasiado descriptivo ni demasiado críptico, generando una atmósfera inquietante y de calma tensa que impregna cada fotograma de La zona de interés. A ello contribuye también la música de Mica Levi, quien repite con el director a continuación de Under the skin. Dos de sus piezas abren y cierran la película con la pantalla en negro, a modo de obertura y final antes de los créditos, dando identidad a la película y construyendo un diálogo con el sonido de gran riqueza. Y es que los efectos sonoros resultan esenciales dentro del conjunto, como se puede comprobar en la última elipsis que desplaza al público a la época actual, con el campo de concentración convertido en lugar de visita. El ruido de las máquinas aspiradoras que manejan las trabajadoras de la limpieza avanza por las estancias que vemos por primera vez, ahora sin presos, entre objetos y materiales expuestos en vitrinas. Es la confluencia del pasado y el presente para materializar la moraleja de que después de tanto esfuerzo por destruir y tanta autoridad ejercida, solo queda el polvo que deposita el tiempo y el recuerdo de un sitio cuyo sentido ha sido resignificado por las generaciones postreras.

 

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SIETE JERELES. 2022, Pedro G. Romero y Gonzalo García Pelayo

Corría el año 2020 cuando Pedro G. Romero y Gonzalo García Pelayo, dos creadores inquietos con afán de hibridar el folclore, lo profundo y lo profano, se aliaron para explorar la escena del flamenco en Sevilla. El resultado fue un documental inclasificable, Nueve Sevillas, que tiene continuidad dos años después en Siete Jereles, completando un díptico que se inserta dentro la serie titulada el año de las 10+1 películas, un proyecto ambicioso e irregular de García Pelayo que logra sus mayores aciertos cuando indaga en el género musical.

En esta ocasión, la capital andaluza cede lugar a Jerez con motivo de la celebración de su Festival de Flamenco, un encuentro que reúne a figuras del cante, el baile y a músicos de todo pelaje en los distintos barrios de la ciudad. Allí conviven los profesionales consagrados (Diego Carrasco, La Macanita, Tomasito o Los Delinqüentes, entre otros) y los que subsisten a duras penas de su arte, los vecinos aficionados y los que buscan labrarse un futuro acercando la tradición a otras expresiones contemporáneas. Todos ellos se prestan a participar en este viaje nocturno a lomos de siete caballos cartujanos que recorren las calles guiando al espectador.

Después de un preámbulo en el que el propio García Pelayo camina con movimiento invertido, de acuerdo al sentido circular del relato, la película comienza con la aparición de los corceles que se adentran en Jerez al anochecer y termina tras dos horas con el regreso de la caballada al campo, cuando alumbra el alba. Entre medias, siete planos secuencia correspondientes a cada una de las actuaciones en escenarios, patios de vecinos, locales, bares y rincones urbanos... incluso en el interior de una bodega, con el deseo por parte de los directores de señalar los espacios propicios para el flamenco, que son todos y cualquiera. Los momentos musicales se suceden de manera fluida con los entreactos de los caballos y, de manera un tanto arbitraria, con el seguimiento de diferentes mujeres que atraviesan Jerez sin un destino concreto. También hay breves textos que se intercalan en la pantalla con intenciones a veces descriptivas, a veces poéticas y a veces humorísticas, marcando el tono de la narración. Y es que Siete Jereles transmite la sensación de estar sucediendo en el instante preciso de la filmación, dado el método elegido (planos sin cortes que flotan en medio de los protagonistas en continuidad con el tiempo real) como su exhibición técnica, mostrando en pantalla los drones y las cámaras empleadas durante el rodaje, así como el equipo humano que los maneja. Esta ruptura de la cuarta pared cinematográfica incide en el carácter experimental de esta obra singular y arrebatadoramente bella, que contiene virtudes notables: el sonido, la representación de los números musicales, el ímpetu imaginativo... y defectos discretos, que no empañan el conjunto, como algunos montajes de las escenas intermedias.

En suma, habrá que guardar Siete Jereles como un documento del potencial artístico que atesora Jerez y de las posibilidades del cine como vehículo transmisor de cultura y conocimiento. La sabiduría que posee este documental cuenta con la legitimidad que otorga el acervo popular y el ingenio nacido a pie de calle. Ahí es ná.

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