El guion firmado por Triet y Arthur Harari emplea diferentes hilos narrativos que se extienden a lo largo del relato para enredar al espectador en una madeja de sentimientos oscuros y de conflictos no resueltos, que tienen que ver con la culpa, con los desequilibrios de poder que se viven dentro del matrimonio y con los celos creativos de quienes comparten una misma aspiración. Son elementos de gran peso dramático que emergen con la muerte del progenitor, casi a modo de excusa. También la fórmula de la película de juicios funciona como un soporte para que la historia evolucione de manera ágil e incluso juguetona, ya que Triet amaga con despistar al público en diversas ocasiones y se guarda ases en la manga que saca cuando la emoción lo exige. Hay quien podría acusar a Anatomía de una caída de tender ciertas trampas y de utilizar recursos algo obvios (el contraste entre el abogado defensor bondadoso y coronado de una buena pelambrera, frente al abogado agresivo y con la cabeza rapada), sin embargo, hay que reconocer que este tipo de argucias son habituales dentro del género, lo cual no debería eximir a la directora. Su sentido del espectáculo se impone en el conjunto por medio de una planificación exhaustiva y dinámica, y un montaje que atiende a los distintos puntos de vista de los personajes (incluido el del perro guía del hijo, durante la llegada de la policía a la casa).
La narración alterna saltos en el tiempo, texturas de imagen, capas sonoras... todo con una destreza tan calculada que está a punto de resultar artificiosa en determinadas escenas (como la discusión de la pareja) y que desvela a Justine Triet como una cineasta aplicada que conoce bien los resortes del thriller y que logra mantener el interés durante los ciento cincuenta minutos de metraje. No es poca cosa.