En esta ocasión, la capital andaluza cede lugar a Jerez con motivo de la celebración de su Festival de Flamenco, un encuentro que reúne a figuras del cante, el baile y a músicos de todo pelaje en los distintos barrios de la ciudad. Allí conviven los profesionales consagrados (Diego Carrasco, La Macanita, Tomasito o Los Delinqüentes, entre otros) y los que subsisten a duras penas de su arte, los vecinos aficionados y los que buscan labrarse un futuro acercando la tradición a otras expresiones contemporáneas. Todos ellos se prestan a participar en este viaje nocturno a lomos de siete caballos cartujanos que recorren las calles guiando al espectador.
Después de un preámbulo en el que el propio García Pelayo camina con movimiento invertido, de acuerdo al sentido circular del relato, la película comienza con la aparición de los corceles que se adentran en Jerez al anochecer y termina tras dos horas con el regreso de la caballada al campo, cuando alumbra el alba. Entre medias, siete planos secuencia correspondientes a cada una de las actuaciones en escenarios, patios de vecinos, locales, bares y rincones urbanos... incluso en el interior de una bodega, con el deseo por parte de los directores de señalar los espacios propicios para el flamenco, que son todos y cualquiera. Los momentos musicales se suceden de manera fluida con los entreactos de los caballos y, de manera un tanto arbitraria, con el seguimiento de diferentes mujeres que atraviesan Jerez sin un destino concreto. También hay breves textos que se intercalan en la pantalla con intenciones a veces descriptivas, a veces poéticas y a veces humorísticas, marcando el tono de la narración. Y es que Siete Jereles transmite la sensación de estar sucediendo en el instante preciso de la filmación, dado el método elegido (planos sin cortes que flotan en medio de los protagonistas en continuidad con el tiempo real) como su exhibición técnica, mostrando en pantalla los drones y las cámaras empleadas durante el rodaje, así como el equipo humano que los maneja. Esta ruptura de la cuarta pared cinematográfica incide en el carácter experimental de esta obra singular y arrebatadoramente bella, que contiene virtudes notables: el sonido, la representación de los números musicales, el ímpetu imaginativo... y defectos discretos, que no empañan el conjunto, como algunos montajes de las escenas intermedias.
En suma, habrá que guardar Siete Jereles como un documento del potencial artístico que atesora Jerez y de las posibilidades del cine como vehículo transmisor de cultura y conocimiento. La sabiduría que posee este documental cuenta con la legitimidad que otorga el acervo popular y el ingenio nacido a pie de calle. Ahí es ná.