Jersey Boys. 2014, Clint Eastwood

La pasión musical de Clint Eastwood es de sobra conocida. Basta comprobar que dentro de su extensa filmografía hay dos películas cuyos personajes principales son músicos: El aventurero de medianoche y Bird, a las que se suma después de dos décadas Jersey Boys. Bien es verdad que la inventiva y la energía del director ya no son las mismas, y eso se hace notar en el resultado de esta adaptación del musical homónimo de Broadway.
La película narra la trayectoria de la exitosa banda norteamericana de pop The Four Seasons, desde su fundación en los años sesenta hasta el 2009, cuando ingresan en el Rock & Roll Hall of Fame. Un arco temporal que hace que la narración adopte amplias elipsis resueltas mediante escenas de transición, unas más ingeniosas que otras. Y es que apenas se aprecian sorpresas en Jersey Boys. El guión cumple, punto por punto, las convenciones del género del biopic musical: hay una primera parte en la que se cuenta el inicio del grupo y su ascenso, precedida de una segunda parte en la que se muestran las sombras que conlleva la fama, y una conclusión de tinte sentimental donde los artistas logran el justo reconocimiento y queda constancia de que el esfuerzo tiene su recompensa. Eastwood no se aparta ni un milímetro de estas pautas y presenta un producto anodino y de excesiva corrección, no en vano, los integrantes originales de la banda Frankie Valli y Bob Gaudio participan en la producción ejecutiva del film.
La desigualdad que existe entre los diferentes segmentos de la trama debilita tremendamente el conjunto. De hecho, la primera parte es bastante prometedora, de ritmo rápido y tono ligero, lo que aviva las expectativas del público seducido por el diseño artístico y la recreación de la época. Todo se desinfla en la segunda parte, cuando la ficción vira hacia el drama y el tempo se ralentiza. Es entonces cuando Eastwood deja en evidencia su incapacidad (o todavía peor, su desidia) para suplir las carencias del guión y termina rodando situaciones dignas de un telefilme de sobremesa, artificiales e impostadas. El remate que acontece en la parte final es ya imparable, e incluso el recurso de las acotaciones que los personajes hacen frente a la cámara y que hasta ahora suponía uno de los aciertos de la película, se vuelve grotesco en el momento de verbalizar la moraleja del relato.
Tampoco los actores consiguen resolver el despropósito, ni la veteranía de un valor seguro como Christopher Walken, ni los ademanes teatralescos de los protagonistas más jóvenes. Es una lástima, porque el talento de los Four Seasons merecía una película más acertada que esta, que no logra funcionar como musical ni como drama, y que deja constancia de la irregular trayectoria de Clint Eastwood durante los últimos años. Para hacer justicia al cineasta, es recomendable acudir a muchos de sus anteriores trabajos o a elegías como la siguiente, elaborada por el canal TCM:

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Paraíso: Amor. "Paradies: Liebe" 2012, Ulrich Seidl

Primera parte de la trilogía realizada por Ulrich Seidl bajo la denominación común de Paraíso. Un título contradictorio ya que, en realidad, lo que pretende el director austríaco es dejar al descubierto las miserias éticas y morales de la sociedad contemporánea europea, poniendo en entredicho los privilegios adquiridos por pertenecer al primer mundo culto, civilizado y blanco. También el sobrenombre de la película tiene connotaciones irónicas, puesto que la palabra Amor debe ser entendida como Sexo. La dicotomía entre ambos términos sostiene el argumento del film, desarrollado a través de un guion muy sencillo pero con una gran capacidad de impacto que surge, no obstante, a partir de situaciones reales relacionadas con el turismo sexual y la prostitución como medio de subsistencia local frente a la demanda extranjera.
La primera escena de la película muestra a Teresa, la protagonista, en la atracción de coches de choque en la que trabaja. El desempeño de este oficio le permite organizar una larga estancia en Kenia, país al que acude sola de vacaciones y donde entabla amistad con otras compatriotas en el preludio de su edad madura. Pronto se descubrirá que el objetivo de estas mujeres es acostarse con hombres jóvenes con los que poder mercadear un poco de compañía y la ilusión de sentirse deseadas en un escenario exótico. Teresa, interpretada con convicción por Margarete Tiesel, al principio muestra sus reticencias, pero a lo largo de la narración irá avanzando en una espiral de placeres mercenarios y fugaces.
Lo mejor que se puede decir de Paraíso: Amor es que no toma partido ni emite juicios de valor, situando al público en la distancia y dejando que adopte sus propias consideraciones. Una actitud que ha valido al director no pocas críticas, ya que lo habitual es condenar los hechos que se muestran mediante recursos dramáticos que Seidl esquiva humanizando el personaje de Teresa, a la vez víctima y verdugo de las circunstancias. Verdugo porque contribuye a la explotación de la carne desde una posición de poder colonial y económico, y víctima porque lo hace arrastrada por la soledad que le proporciona una hija que la ignora y una vida que no le satisface. Otro de los grandes temas que aborda la película es el de la degradación física de la edad y la lucha contra el paso del tiempo que empuja a muchas personas, ya sean mujeres u hombres, a acompañarse de especímenes vigorosos y frescos (lo mismo en Kenia que en Cuba, Indonesia, Brasil, Filipinas...) El contraste al que alude el título del film remarca lo grotesco de esta realidad sin necesidad de recurrir a escenarios sórdidos, mafias u otros elementos que enmarcarían la película dentro del cine de género. Así, el horror que muestra la pantalla acontece junto a paisajes de ensueño, hoteles confortables y entornos idílicos.
La práctica de estas disparidades no solo afecta al contenido, también a la forma que adopta la película. Ulrich Seidl crea imágenes con estrictas composiciones geométricas que ponen orden y contribuyen a serenar las tormentas que se narran en el relato. La cámara busca siempre ángulos rectos y puntos de fuga equilibrados en los que el espectador pueda recobrar el aliento que le roban algunas escenas incómodas, lo que convierte el visionado de Paraíso: Amor en un ejercicio de cine muy estimulante, casi hipnótico. Se trata de una película cruda y directa, despojada de trucos audiovisuales (no hay música aparte de la diegética, y buena parte de los actores no son profesionales), lo que define el estilo al mismo tiempo provocador y tranquilo del director. En suma: una película valiente y reveladora, que debería proyectarse en muchas agencias de viajes.


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El muerto y ser feliz. 2012, Javier Rebollo

Puestos a identificar un cine de autor en España, cabe destacar el nombre de Javier Rebollo como una de las figuras más reconocidas y reconocibles. Tras haberse curtido durante años en el cortometraje y el documental, el director madrileño prosigue su andadura dentro de la ficción en la cual El muerto y ser feliz supone su tercer largometraje.
En esta ocasión, Rebollo se traslada hasta Argentina para practicar una mezcolanza de géneros que incluye el noir, la comedia absurda, el drama existencial, la road movie... todo filtrado por su particular universo de personajes derrotados que conservan la dignidad pese a las situaciones muchas veces indignas. La muerte está presente durante el transcurso de la película y, sin embargo, hay un humor constante que tal vez no consiga conectar con todo el público, pero que convierte el visionado de El muerto y ser feliz en una experiencia muy especial.
Lo primero que llama la atención es la perenne voz en off que acompaña la narración, a modo de las audiodescripciones que se hacen para los espectadores invidentes. Las palabras de la guionista Lola Mayo y del propio Rebollo van contando lo que sucede en la pantalla de manera omnisciente, con el distanciamiento que les otorga la invisibilidad, unas veces traduciendo el pensamiento de los personajes, otras veces consignando lo que ocurre o valorándolo... El paisaje sonoro de la película se completa con diálogos y músicas que buscan la expresividad tanto como las imágenes, fotografiadas con crudeza por el inevitable Santiago Racaj. Es curioso que una película tan elaborada en su concepto y tan apartada de la naturalidad luzca un aspecto visual despojado de artificios. ¿Cómo se materializa entonces este contraste? La respuesta está en el montaje, obra del también habitual Ángel Hernández Zoido, quien conjuga la elocuencia del relato con la sobriedad formal, sacando rédito de los encuadres y los movimientos de cámara planificados por el director.
Pero si hay algo por lo que El muerto y ser feliz será recordada en el futuro es por la interpretación de José Sacristán. Su presencia domina y marca el tono del film, es su razón de ser. El veterano actor da vida al muerto que anuncia el título, un asesino a sueldo afectado por una enfermedad terminal que debe cumplir una última misión. Lo predecible hubiera sido que Rebollo optase por el carácter crepuscular de la historia pero, en lugar de eso, apuesta por la lisergia de las continuas dosis de morfina que el protagonista debe inyectarse, lo que sitúa a la película a medio camino entre la realidad y el delirio, entre la lucidez y la ensoñación. Sacristán encarna con perfecta naturalidad estos estados de ánimo acompañado de la actriz uruguaya Roxana Blanco, magnífica en su comedimiento.
En suma, El muerto y ser feliz es la muestra más explícita hasta la fecha de la valentía de Javier Rebollo, un cineasta capaz de iluminar nuevos recovecos sin abandonar el espacio que ocupa dentro de la industria, que no es otro que la disidencia. No se trata de ninguna marginalidad auto-impuesta ni de esa calculada impostura que identifica a los rebeldes profesionales, sino de una personalidad genuina que queda impresa en cada fotograma del film y que regala momentos tan inspirados como el plano final que cierra la película, ese en el que la cámara avanza hasta descubrir en el interior de un Ford Falcon (al que su propietario llama Camborio) el rostro placentero de José Sacristán lamiendo un helado mientras suena la música de Nacho Vegas, tal vez el instante más preciso de felicidad antes de que la muerte acuda a cobrar su deuda.
No se pierdan el trailer de la película, con una clara influencia de Godard. Cine que se alimenta de cine y que genera cine: la dieta antropófaga de los autores voraces como Javier Rebollo.

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Toy Story 4. 2019, Josh Cooley

Cuarta parte de la serie más larga realizada hasta la fecha por Pixar, Toy Story, un emblema no solo del estudio sino también del cine de animación en su totalidad. Transcurridos veinticinco años desde la primera película, la decisión de perpetuar la saga parecía arriesgada tras haber completado una trilogía ejemplar y coherente. El resultado de Toy Story 4 despeja las posibles dudas y abre nuevas posibilidades de continuidad gracias a un guion inteligente y emotivo a partes iguales, que vuelve a satisfacer a un público amplio.
En esta ocasión, la dirección corre a cargo de Josh Cooley, quien debuta en el largometraje después de haberse curtido en diferentes departamentos de la compañía. La gran maquinaria de Pixar impone sus varemos de calidad y su identidad de marca sobre el personalismo de cualquier director, convertido en responsable de imprimir el ritmo y el tono diseñados desde la fase de preproducción. Toy Story 4 cumple con las mejores expectativas y añade, además, sofisticación al discurso narrativo. Las habituales reflexiones acerca de la lealtad, la responsabilidad y la libertad individual frente al grupo alcanzan nuevas cuotas de madurez sin aflojar ni un mínimo el sentido de la comedia.
La plantilla de personajes con la que ha crecido una generación entera de espectadores tiene incorporaciones muy acertadas que favorecen la variedad de perfiles, a los que se suma una antigua creación de la serie recuperada para reforzar el necesario discurso feminista. Todos cumplen su función en la historia sin caer en la dicotomía simple de los buenos y malos, con dosis de profundidad inesperadas dentro del paisaje comercial de las carteleras. En definitiva, Toy Story 4 supone la quintaesencia de un cine capaz de aunar a la perfección la creatividad con la tecnología, y que logra estar a la altura de un conjunto sobresaliente.
A continuación, una muestra de la banda sonora compuesta por el gran Randy Newman, cuya música vuelve a fijar la identidad de la película mediante orquestaciones clásicas. Relájense y disfruten:

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Los muertos no mueren. "The dead don't die" 2019, Jim Jarmusch

Corría el año 2013 cuando Jim Jarmusch depositaba su particular mirada sobre el mundo de los vampiros en Sólo los amantes sobreviven, una de las películas más interesantes de su reciente filmografía. Seis años después, el director vuelve a fijarse en otros personajes adscritos al género de terror como son los zombis, de presencia creciente en la ficción de los últimos tiempos. ¿Significa esto que el actual patriarca del cine independiente se ha doblegado a las tendencias? De ninguna manera. Los muertos no mueren contiene las características principales de su autor, quien aprovecha las convenciones asociadas a los muertos vivientes para hacer una sátira no solo del propio género, sino también de la sociedad norteamericana enmarcada en la pequeña localidad de Centerville.
Como tantas otras películas del director, para disfrutarla es necesario desentrañar unas claves que no son de fácil acceso para los espectadores profanos. Jarmusch acude al humor absurdo mezclado con el costumbrismo provinciano, lo que genera un tipo de comedia de ritmo bastante inusual. El cineasta dilata la velocidad que se le presupone a toda farsa que se precie y altera la estructura del gag tradicional, basado en el esquema de situación/acción/reacción, dejando escenas inconclusas o que se resuelven fuera de plano. Un recurso que suele provocar extrañeza, sensación que Jarmusch incluye en la trama y que acompaña a la parsimonia y el ensimismamiento de los protagonistas. Así, los personajes de su cine viven fuera de la realidad, en una dimensión aparte del entorno cotidiano. Allí construyen sus propios códigos de conducta y su introspección, que lo mismo bebe de referencias cultas (Ozu, Bresson) que populares (Carpenter, George A. Romero).
Este es el perfil que define el amplio reparto coral de Los muertos no mueren. Un elenco de confianza integrado por actores que ya habían trabajado antes con Jarmusch, como Bill Murray, Adam Driver, Chloë Sevigny, Tilda Swinton, Steve Buscemi y Tom Waits. Los tres primeros interpretan a unos policías intrigados por los fenómenos que suceden en la población: cambios en las horas de luz, fallos en la maquinaria, extraño comportamiento de los animales... indicios que anticipan el despertar de los difuntos, con origen en una alteración del eje del planeta debido al fracking polar. Lo que sigue después es una galería de tópicos en la que los zombis avanzan con dificultad buscando carne viva a la que hincar el diente y sembrando el miedo por donde pasan. La reiteración de clichés propicia el humor, ya que Jarmusch adapta las constantes zombis hasta su terreno de diálogos disparatados y personajes pintorescos. En resumen: es lo de siempre pero de manera diferente, con el sello reconocible del autor: la gestualidad de las interpretaciones, la sobriedad de la puesta en escena, el empleo del fuera de campo, la música de Sqürl...
Sin embargo, en ocasiones el director sufre algunos excesos de confianza que le hacen incurrir en la indefinición y la autocomplacencia. Hay tramas secundarias que no alcanzan motivos sólidos o no terminan de cerrarse (los jóvenes del centro de internamiento) y algunas bromas arriesgadas (de contenido meta-cinematográfico) que hacen de Los muertos no mueren un Jarmusch menor, con puntos de interés pero sin rozar lo memorable. Lo que no impide que sea, con probabilidad, la película más política del director, ya que muchos de los dardos que lanza tienen como objetivo caricaturizar a ese sector de votantes estadounidenses que han erigido a Trump como mandatario, una idea que se explicita en el parlamento final recitado por Tom Waits. Su personaje adopta la función de los antiguos miembros del coro griego y observa las evoluciones de la trama desde la distancia, en el bosque donde vive, el lugar que representa el orden y la serenidad de la que carece el mundo civilizado. El problema es que, en algunos momentos, el espectador también puede situarse en ese emplazamiento y sentirse ajeno a lo que sucede en la pantalla. Es el riesgo que corren los directores valientes como Jim Jarmusch. Un cineasta que incluso cuando no brilla dice cosas interesantes.

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