Ex machina. 2015, Alex Garland

Hay una prueba para identificar si una película de ciencia ficción funciona, y es imaginársela sin la mayoría de sus efectos especiales. Si el resultado es coherente y el argumento no se ha visto demasiado afectado, significa que la película probablemente merezca la pena. O lo que es igual, que no está supeditada a la cacharrería técnica ni a maniobras de distracción para ocultar sus carencias. Ex machina no sólo sale bien parada de este reto, sino que lo convierte en su razón de ser.
El debut en la dirección de Alex Garland es de los más estimulantes que se recuerdan en los últimos años. Apenas cuatro personajes en el escenario de una casa en mitad de la naturaleza son suficientes para construir un drama que conjuga con igual fortuna emoción y reflexión. El guión plantea un inteligente debate entre los límites de la creación de vida artificial, con disposiciones éticas y morales. Para ello Garland retoma el mito de Prometeo, desde la perspectiva de un futuro que ya está aquí. A la pregunta de Philip K. Dick ¿sueñan los androides con ovejas eléctricas? Garland responde con una negación. Los robots sueñan con la libertad y el anhelo de ser humanos.
Buena parte de los méritos del film se concentran en la dirección artística y en el reparto. La casa donde sucede la acción está cuidada al detalle para generar fascinación al principio y desasosiego al final, un espacio diseñado para albergar sensaciones enfrentadas. En este escenario pasean sus soledades los actores Oscar Isaac, Domhnall Gleeson y Alicia Vikander, cada uno ajustando a la perfección las posibilidades dramáticas de sus personajes.
Ex machina mantiene el tono frío y contenido que requiere el relato, eventualmente roto por alguna nota discordante (la escena en la que el protagonista duda de su propia humanidad delante del espejo), pequeñas aristas dentro de una película por lo demás bastante compacta. Garland demuestra saber dosificar el suspense y crear la atmósfera necesaria para que la narración se siga con interés, sin recurrir a efectismos ni trucos fáciles. En definitiva, se trata de un film brillante que abre perspectivas sobre su director, el inglés Alex Garland, a quien habrá que seguir de cerca.

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Del revés. "Inside out" 2015, Pete Docter y Ronaldo Del Carmen

La larga luna de miel del estudio Pixar con la crítica especializada pareció llegar a su fin en el año 2011, con el estreno de Cars 2, recibida con una frialdad hasta entonces desconocida para la compañía. Después llegarían películas estimables como Brave y Monstruos University, que tampoco contaron con el favor generalizado de los periodistas del sector. Así que las alarmas en cuanto al desgaste de creatividad y exigencia comenzaron a dispararse con la propagación de algunos rumores que hablaban de proyectos aplazados y de películas que no veían la luz. Las dudas desaparecen de un plumazo en 2015, con la irrupción en las pantallas de Del revés (Inside out), volviendo a convocar la unanimidad del público y la prensa.
Tal vez influya el hecho de que en los títulos de crédito figure un valor seguro como Pete Docter, director de dos de los mayores aciertos de Pixar: Monstruos S.A. y Up. O tal vez es que el nivel de calidad que se le exige a la compañía es tan alto, que todo lo que no alcanza el sobresaliente se interpreta como un fracaso. De cualquier forma, lo que es seguro es que Del revés marca una de las cotas más altas en las dos décadas que Pixar lleva realizando largometrajes. Los motivos son claros y diversos.
Por un lado, se trata de un film de entretenimiento que logra ser trascendente. El argumento gira en torno a los sentimientos de una niña en un momento complicado de su vida: acaba de mudarse de ciudad y debe comenzar de nuevo en otro instituto, apoyar a sus padres, buscar nuevas amistades... Alegría, Tristeza, Miedo, Ira y Asco son los personajes que pueblan su cabeza y que inciden en cada una de sus acciones. La colorida visualización de lo intangible ayuda a que el público más joven comprenda el mensaje, pero no sólo ellos. Del revés es una película que contiene enseñanzas también para los mayores. El guión incluye conceptos como el pensamiento abstracto, la clasificación de los recuerdos, la imaginación o el subconsciente, siempre desde la emoción y la comedia, y sin perder la perspectiva didáctica. Sobre el papel parece un proyecto suicida, pero en la pantalla se obra el milagro de reconocer las reacciones de la niña protagonista como propias y de condensar un manual completo de psicología en noventa minutos de metraje.
El planteamiento visual de la película tampoco se queda atrás. A los logros habituales de Pixar (diseño de decorados y personajes, profundidad espacial, dinamismo estético) se suma el contraste entre el mundo real de la niña y el mundo imaginado de sus sentimientos, con todo lo que esta diferencia conlleva en cuanto a luz, color y movimiento. La capacidad de los animadores del film para representar escenarios fantásticos no como postales de ensueño, sino como parte fundamental de la trama resulta admirable, así como de aplicar la lógica a la fantasía y la diversión a la ciencia. Y lo que es más difícil, sin que se note. El compositor Michael Giacchino contribuye desde la partitura a transmitir la amplia variedad de emociones que atraviesa el film, con la belleza y la inspiración que caracterizan sus trabajos musicales.
Así pues, Del revés supone un nuevo paso de Pixar hacia el camino de la excelencia que nunca llegó a abandonar, aunque pretendiese tomar atajos. Una película estimulante por lo original de su propuesta y por lo brillante del resultado. En suma, una obra importante que marca un punto de inflexión no sólo dentro de la compañía, sino en el panorama del cine de animación.

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Mis escenas de lucha. "Mes séances de lutte" 2013, Jacques Doillon

Hay una ley natural que dicta que la juventud es la etapa de la vida en la que el carácter de las personas tiende a la rebeldía y al inconformismo, al avivamiento de un fuego que se va apagando con el transcurso de los años, en favor de la serenidad que se le presupone a la edad adulta. Pero toda norma tiene su excepción, y en el caso del cine siempre hay nombres que vienen a refrendarlo. Iconoclastas maduros como Roman Polanski, Michael Haneke, Jean-Luc Godard o Peter Greenaway demuestran que inquietud y senectud pueden ser sinónimos, al igual que el veterano cineasta francés Jacques Doillon. Su película Mis escenas de lucha no es arriesgada, sino directamente kamikaze.
Al principio, el espectador puede sentir que está presenciando una obra filmada de teatro. Hay dos personajes, un único escenario y mucho diálogo. El relato comienza con el reencuentro de una pareja de amigos que nunca llegó a consumar la atracción que sintieron tiempo atrás. Las circunstancias del presente no son fáciles, el padre de la chica ha muerto y ella trata de cerrar viejas heridas familiares. El fantasma de Freud sobrevuela el argumento. La relación que se desarrolla entre los dos personajes comienza siendo verbal, hasta que deciden solucionar sus cuitas sentimentales por medios físicos. No acostándose, como hubiese sido habitual, sino peleando. Lejos de ser una película sobre el masoquismo, Mis escenas de lucha trata de la necesidad del contacto corporal entre personas que buscan sentir algo que les arranque de la apatía. Más que sexo, lo que anhelan es pasión.
Aunque la trama pueda parecer bizarra, Doillon es capaz de representar la extravagancia con realismo e identificar al espectador con la pareja protagonista. Toda una hazaña. La película está cargada de sensualidad, entre otras cosas por la inmediatez que transmite su estilo en apariencia descuidado Sin alardes ni imágenes enrevesadas, con una cámara en mano que se comporta como el testigo mudo de cuanto sucede en la pantalla. Tampoco hay banda sonora ni trucos de montaje, no son necesarios. Bastan los actores Sara Forestier y James Thiérrée, implicados hasta el extremo con sus personajes y capaces de hacer creíbles las particularidades del guión.
Mis escenas de lucha es un film bello y turbador, una fascinante provocación que tiene la virtud de aunar el verbo y la carne con pasmosa naturalidad. No es una película para todos los paladares, sino más bien para amantes de rarezas, mentes bulliciosas y erotómanos sin complejos. La prueba de la rabiosa juventud del director septuagenario Jacques Doillon.

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Paradiso. 2013, Omar A. Razzak

Una de las consecuencias más notables de la crisis dentro del sector cinematográfico español es el surgimiento de una generación de nuevos directores provenientes de la independencia, de la experimentación, de la iconoclasia. Demolido el sistema de subvenciones y el mecenazgo de los patriarcas de la industria, poco a poco va asomando una camada de cineastas que han aprendido a sacar adelante sus películas con presupuestos mínimos. La recompensa es la libertad. Una libertad creativa que no se daba desde los años ochenta y que ahora, con la implantación de internet y de los distintos festivales, ha encontrado un terreno de cultivo donde florecer. Nombres como los de Carlos Vermut, Manuel Martín Cuenca, Jonás Trueba o Carlos Marques-Marcet, entre otros. El documental también cuenta con sus propios profetas: León Siminiani, Víctor Moreno, Oskar Alegria, Omar A. Razzak... El debut de éste último supone uno de los ejercicios de cine más estimulantes de los últimos tiempos.
Paradiso es un documental diferente, una película como ninguna otra. Habrá quien quiera buscar comparaciones con Kiarostami, con Kaurismaki o con Guerín, y es verdad que hay algo de ellos en el film. Pero sobre todo es el reflejo de una mirada original y propia que desvela a Razzak como un testigo atento de lo cotidiano, condición necesaria para descubrir lo excepcional. Paradiso habla de todo y de nada a la vez, cuenta el transcurso del tiempo y la dedicación al trabajo, la rutina y la pasión, lo habitual y lo extraño. Todo concentrado en el edificio que alberga la última sala X que permanece abierta en España, un lugar donde se cruzan abuelitos, chaperos y supervivientes natos. Las conversaciones comunes se mezclan con los jadeos y a nadie parece importarle: esa sensación de naturalidad y de contraste es lo que define el espíritu del film.
Un director menos sereno hubiese podido caer en la tentación de retratar el morbo y la sordidez de un cine porno en plena decadencia, sin embargo, Razzak tiene la habilidad suficiente como para no traicionar el rigor del proyecto y hacer del escenario un personaje más, sin duda el más importante. Sus criaturas (el dueño del cine, la taquillera, los clientes asiduos) cruzan la pantalla proporcionando momentos de reflexión y de comedia, con una emoción siempre contenida. Incluso la escena de mayor peso dramático, la jubilación de Luisa la taquillera, es resuelta con pasmosa frialdad, adquiriendo la misma importancia que el resto. Esto no significa que Paradiso sea un film aséptico, sino que Razzak confía en el espectador para que sea capaz de completar el significado de cada secuencia, sin subrayados ni interferencias.
De todo lo anterior se deriva el aspecto formal: Paradiso no contiene más que lo necesario, prescinde de la música (salvo la diegética) y construye con el encuadre un lenguaje basado en la contemplación y en la objetividad, colocando al público en situación de voyeur. La planificación, la fotografía y el montaje cumplen el objetivo de crear una atmósfera de la que es difícil sustraerse, como si ese lugar que define Paradiso fuese también un recuerdo, un estado mental. En definitiva, se trata de una película que expande los límites del documental y que supone el nacimiento de un cineasta con capacidad para la hipnosis, Omar A. Razzak. Habrá que vigilar la trayectoria de este joven de extraordinaria madurez. 

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El club de la lucha. "Fight Club" 1999, David Fincher

Tras el éxito alcanzado con sus primeros largometrajes, David Fincher da un salto cualitativo para enfrentar su proyecto más arriesgado de la década de los noventa, la adaptación de la novela de Chuck Palahniuk El club de la lucha. Como era de esperar, la película obtuvo reacciones viscerales de adhesión y de rechazo, cumpliendo su objetivo de no dejar a nadie indiferente. Vista hoy, conserva su capacidad de provocación y su descarga de bilis, por lo que que Fincher puede sentirse satisfecho.
El club de la lucha es un thriller trepidante y particular, muy particular. Entre otras cosas porque tiene dosis de humor negro y de reflexión poco comunes en este tipo de producciones. La primera media hora del film resulta demoledora, con el retrato del protagonista enfrentado a la mediocridad de una clase media alienante. Las grietas surgen con la aparición de Marla, náufraga como él en mitad del insomnio de la noche. La segunda y definitiva ruptura tiene el nombre de Tyler Durden, encarnación de la rebeldía que el protagonista anhela. Estas tres criaturas excéntricas están magníficamente interpretadas por Edward Norton, Helena Bonham Carter y Brad Pitt, cada uno resolviendo con dedicación la dificultad de su personaje.
Fincher despliega en El club de la lucha su torrencial talento como narrador de imágenes, a la búsqueda del ángulo y de la planificación adecuada para generar tensión y desasosiego. El montaje imprime el ritmo necesario para que el relato avance a velocidad de crucero, sin anular el trasfondo ideológico de la novela. La película mantiene múltiples lecturas tanto en el fondo como en la forma, provocando diferentes estímulos. Fincher juega con el espectador, le hace cosquillas, le pellizca, está a punto de engañarle... Es difícil salir ileso de una apuesta tan imprudente como la que propone el film. El director lo consigue. Cuando llegan los títulos de crédito finales, da la sensación de haber asistido a un doble salto mortal que bien podría haber terminado en batacazo.
El club de la lucha pertenece a ese tipo de películas como La naranja mecánica, Perros de paja o Funny games, que incitan al debate por su ambiguo tratamiento de la violencia. Bien es verdad que el director no oculta los detalles escabrosos, y habrá quien se lo reproche. La película busca el golpe de efecto, el impacto rápido y contundente. Pero es más que eso. Conviene no quedarse en la cáscara ni dejarse deslumbrar por los fuegos de artificio. Lo que plantea El club de la lucha es un escenario reconocible y proclive al nacimiento de cualquier fascismo, derivado de la insatisfacción de una supuesta clase acomodada adoctrinada para el triunfo. Esta es la lectura social y política (interpretable), todo lo demás es emoción. Una emoción que la película contiene a raudales.

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Micmacs. "Micmacs à tire-larigot" 2009, Jean-Pierre Jeunet

Pocos directores como Jean-Pierre Jeunet han sido capaces de crear un estilo tan personal y reconocible. Basta ver unos segundos de cualquiera de sus películas para identificar la exuberancia visual, el cuento hecho imágenes. Desde Delicatessen hasta la fecha, Jeunet ha sido fiel a los mismos temas con pequeñas variaciones que le han permitido conformar un universo propio, para regocijo de sus seguidores y hartazgo de sus detractores. El sexto largometraje del director, Micmacs, es el paradigma de la obsesión convertida en sello.
El sentido cinético de Jeunet se desarrolla en esta película con la creatividad habitual del autor de La ciudad de los niños perdidos y Amélie, forzando las posibilidades formales y las convenciones del relato. Se trata de cine, sí, pero también de pintura, música, teatro... sin que se perciba una clara diferencia en la pantalla. Más allá de la retórica y del barroquismo estético, subyace el interés de Jeunet por mostrar lo mejor de sus personajes, hasta el punto de que se le podría definir como un humanista convencido. Prueba de ello es Micmacs.
El argumento narra la venganza de un pobre infeliz contra dos compañías armamentísticas, una fabricó la bomba que mató a su padre, y otra la bala que se aloja en su cabeza tras un incidente violento. Planteada como un alegato pacifista, Micmacs emplea los recursos de una fábula moderna cuya moraleja se desvela desde el principio: los mercaderes de la guerra son cómplices de la barbarie y deben pagar por sus negocios con la muerte.
Jeunet insiste en los personajes excéntricos que requieren de actores voluntariosos: Dany Boon, Yolande Moreau, André Dussollier o el siempre fiel Dominique Pinon, explotan sus dotes cómicas y su gestualidad acorde al tono del film. Una vez más, Micmacs establece vínculos con el cine mudo de Méliès, Murnau o Lang, con la ilustración del siglo XX, con el arte mecanicista, con Jean Renoir, René Clair, Max Ernst, Tex Avery, Sacha Guitry... y una larga lista de referencias que se amalgaman a lo largo de los cien minutos de metraje sin dar tregua al espectador. Incluso Jeunet se permite homenajes a sí mismo, como la breve aparición en una de las escenas de la pareja protagonista de Delicatessen.
Al igual que las demás películas del director francés, Micmacs es una celebración del ensueño en su estado más puro, casi infantil. De cine como soporte lírico, afectivo, sensorial... Una impresión a la que contribuye el trabajo musical de Raphaël Beau y fotográfico de Tetsuo Nagata. Artistas inspirados que suman sus esfuerzos a los de Jean-Pierre Jeunet para levantar este enorme artefacto diseñado para contar cosas sencillas sobre personajes excepcionales. Ojalá que este afán dure muchos años.

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Mientras el cuerpo aguante. 1982, Fernando Trueba

Con la llegada de los años ochenta, las carteleras españolas conocieron un nuevo género bautizado por los periodistas de la época como comedia madrileña, en el que militaban Fernando Colomo, Pedro Almodóvar o Fernando Trueba. Este último era un joven crítico de cine que acababa de despuntar con Opera prima, crónica sentimental de una generación que aprendía a conjugar el hedonismo de la movida con el compromiso de la transición. En este ambiente de efervescencia, Trueba decidió cambiar de tercio con la realización de un documental que se alejaba premeditadamente de los escenarios urbanitas y de la habitual comedia de enredo, para acercarse a la figura de un personaje único: Chicho Sánchez Ferlosio.
Mientras el cuerpo aguante atrapa la experiencia de estar junto a un cantautor insobornable, un ejemplo de integridad artística e intelectual. Heredero de los viejos trovadores, Sánchez Ferlosio desgrana a lo largo del metraje su particular ideario sin otro afán que el placer de la conversación. Un discurso que surge a borbotones y en el que se habla de la Biblia y del cáñamo, de la cárcel y la represión, de amigos y enemigos, de lo divino y lo humano. El documental es un púlpito para el artista que ofrece su discurso a una audiencia imprecisa. No es necesario ser un seguidor de Sánchez Ferlosio para disfrutar del film, aunque sin duda éstos lo harán el doble. Porque además de hablar, canta, con esa voz limpia y antigua de los juglares.
Lo más original que se aprecia en Mientras el cuerpo aguante es la decisión por parte de Trueba de mostrar la tramoya del rodaje, de hacer que el proceso fílmico sea parte del proceso narrativo. Así, los interlocutores de Sánchez Ferlosio son el equipo de la película: ayudantes de cámara, de producción, de sonido... y el propio Trueba. El director se adelanta varios años a lo que después practicarían Kiarostami y Panahi, la ruptura de los márgenes del documental provocando que verdad y ficción confluyan en el mismo plano. Más que cine dentro del cine, se trata de realidad dentro de la realidad, un juego de espejos que facilita el acercamiento y la identificación con el espectador.
Tal vez porque no existen dos personas como Chicho Sánchez Ferlosio, el experimento de Fernando Trueba no volvería a repetirse. El director enseguida retomó el cine de género dejando en su carrera esta rara excentricidad, una joya cuyo valor musical es comparable a su contenido ideológico. Mientras el cuerpo aguante es además el reflejo de una época en pleno cambio, el retrato de un personaje ajeno a las modas cuya lucidez y libertad impregnan la película de cabo a rabo.
A continuación, la canción La paloma de la paz, que el cantante interpreta en una de las escenas del documental. Relájense y disfruten:

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Amateur. 2011, Néstor Frenkel

Para ilustrar la pasión por el cine no es necesario invocar a los grandes nombres ni a los artistas que contribuyeron a su evolución. Al menos esa es la teoría que defiende Amateur, documental del director argentino Néstor Frenkel. La trama sigue los pasos de Jorge Mario, odontólogo, conductor de un programa de radio local, filatélico, cabecilla de un grupo de scouts, aficionado al pádel y a la práctica del tiro, coleccionista de latas de cerveza y de otros objetos inútiles y, sobre todo, cinéfilo entusiasta y autor de una larga filmografía de películas rodadas en ocho milímetros.
Después de una introducción en la que se desvelan las particularidades del cine doméstico, Frenkel afronta la tarea de extraer todo el jugo de su personaje en apenas setenta y cinco minutos de duración. Y en verdad lo consigue. Mario cumple con el tópico del argentino ingenioso y conversador, a lo que el director responde con la elocuencia de su cámara. Amateur está escrita, grabada y montada con clarividencia, haciendo suyo el lema de todo buen documental: la realidad supera a la ficción.
La realidad del protagonista resulta fascinante por su su ingenua alegría y por la forma en la que aparece representada en Amateur, como si Frenkel se viese contagiado por ella. Así, la sensación que desprende este documental es la del gozo de las vocaciones compartidas. Cine sobre el propio cine, la lente frente al espejo. A diferencia de otras películas que abordan el tema desde la teoría (Habitación 666, Innisfree) o la anécdota (Vivir rodando, Torremolinos 73), Amateur recurre a las peripecias de un hombre anónimo, un diletante con una misión: divulgar el placer que ha dado sentido a su vida. Ahí reside la grandeza de este pequeño film rebosante de humor que los cinéfilos en general y los estudiantes de cine en particular deberían ver.

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Cadillac Records. 2008, Darnell Martin

La prueba de que muchas veces no hay malas ideas, sino buenas ideas desaprovechadas está en Cadillac Records. Y también de que algunas películas son trajes demasiado grandes para directores con poca envergadura como Darnell Martin. El relato de la compañía discográfica Chess Records en el Chicago de los años cincuenta y sesenta daba para mucho más que un telefilm con ínfulas de drama musical como es el caso, a pesar de contar con material narrativo de peso.
El argumento contiene conflictos sentimentales, devenires artísticos y el retrato de una sociedad en pleno cambio. Líneas abocetadas por el director sin pulso firme y con más gesto que rigor. Es una lástima, porque Cadillac Records supone hasta la fecha el único acercamiento desde la ficción a gigantes del blues y del rock como Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Etta James o Chuck Berry. Figuras poliédricas que se presentan en el film con un esquematismo que bordea la caricatura, a pesar del esfuerzo de actores solventes como Adrien Brody o Jeffrey Wright. El director no sabe sacar partido del reparto ni de la historia que tiene entre manos, dejando en evidencia sus vicios adquiridos en la televisión con el abuso de los primeros planos y con una narración atropellada, que no deja que la película respire. Su escaso sentido de la elipsis tampoco ayuda a que Cadillac Records transcurra con la fluidez que precisa la acumulación de acontecimientos, por lo que el espectador debe abandonarse al placer musical y al desfile de grandes nombres de la época. Aquí es donde la película cobra interés.
Cadillac Records es, por lo tanto, una película para melómanos, un guiño de complicidad a los amantes de la música negra. Estos mismos lamentarán, por otro lado, que las voces originales hayan sido sustituidas por las de cantantes imitadores, un oprobio en el caso de la gran Etta James. La diva Beyoncé Knowles, quien interpreta a la matriarca del R&B, ejerce su influencia como productora ejecutiva del film. En otras manos más experimentadas, Cadillac Records hubiese podido capturar la efervescencia de uno de los momentos clave de la música del siglo XX, en lugar del torpe anecdotario en el que se convierte esta película cuyo placer va directo a los oídos. Habrá que esperar a mejor vez.
A continuación, la escena que recrea la primera grabación conjunta entre Muddy Waters y Little Walter en el estudio de Chess Records. Nombres de leyenda que ayudaron a expandir el hondo sonido del blues

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El infierno de Henri-Georges Clouzot. "L'enfer d'Henri-Georges Clouzot" 2009, Serge Bromberg y Ruxandra Medrea

La obra de un artista se mide por sus éxitos y también por sus fracasos, por las llegadas a la meta y por las caídas en el camino. Los éxitos de Henri-Georges Clouzot son rotundos: Manon, El salario del miedo, Las diabólicas, El misterio de Picasso... películas que los cachorros de la nouvelle vague repudiaron por su concienzuda perfección y por estar demasiado elaboradas. Un reproche que ya quisieran para sí muchos directores. El fracaso, sin lugar a dudas, fue L'enfer.
Después de superar la depresión que le provocó la muerte de su primera mujer Véra Clouzot, el cineasta francés se propuso dar un golpe de timón en su carrera hacia territorios más arriesgados. Para ello contó con un presupuesto muy superior a lo habitual y con una estrella en alza como Romy Schneider, dos condiciones que no fueron suficientes para llevar a buen puerto el film. L'enfer pertenece a la mitología de los rodajes malditos que, como Cleopatra o Apocalypse Now, estuvieron a punto de arruinar la vida de sus directores. La diferencia es que L'enfer nunca fue terminada.
El documental El infierno de Henri-Georges Clouzot relata los avatares de una filmación imposible, la frustración de una película que aspiraba a ser una obra de arte. Los directores Serge Bromberg y Ruxandra Medrea narran con rigor y pasión las circunstancias de aquella odisea, sirviéndose de materiales diversos pero muy bien hilvanados. Por un lado están las imágenes de archivo, testimonio de una época y de la complicada personalidad de Clouzot. Por otro lado están las declaraciones de los miembros del equipo que rememoran, cuarenta y cinco años después, la experiencia de aquel extraño rodaje. También está la representación de algunos diálogos del guión de L'enfer por parte de los actores Bérénice Bejo y Jacques Gamblin, que ayudan a que el conjunto adquiera coherencia y el espectador no pierda la perspectiva de lo que se está contando. Y sobre todo, el documental exhibe como un tesoro la inclusión del material original de L'enfer custodiado hasta la fecha por la viuda de Clouzot: pruebas de vestuario, secuencias completas, planos dispersos y multitud de experimentos visuales y sonoros con los que el director pretendía evolucionar el lenguaje cinematográfico.
El argumento del documental establece una comparación entre el carácter obsesivo de Clouzot y el tema de los celos que aborda L'enfer. Una patología extendida a ambos lados de la cámara y con la que el autor parecía querer espantar algunos demonios. El infierno de Henri-Georges Clouzot resulta un trabajo apasionante, tan rabiosamente lírico como bien documentado, que arroja luz sobre uno de los directores más importantes de la Europa de posguerra. Una película imprescindible para entender el cine como catarsis y un tributo a la figura de Romy Schneider, mujer magnética que envuelve con su belleza la leyenda de ese film inacabado que fue L'enfer. A continuación una muestra, acompañada de la sugerente banda sonora que Bruno Alexiu compuso para el documental:

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The tribe. "Plemya" 2014, Miroslav Slaboshpitsky

La Historia del Cine está marcada, por un lado, por los avances técnicos (la incorporación del sonido, las imágenes en color, los diferentes formatos...) y por las películas que se convierten en acontecimientos (Ciudadano Kane, Lo que el viento se llevó, Titanic...) La ópera prima del director ucraniano Miroslav Slaboshpitsky no cuenta con credenciales para figurar en ninguna de estas dos categorías, sin embargo, The tribe tiene méritos para alcanzar la trascendencia. La novedad consiste en ser el primer largometraje hablado íntegramente en lenguaje de signos. Esto no es un avance técnico, pero condiciona en todo momento la trama y altera la forma en que el espectador percibe la película. Al contrario de lo que se entiende como cine mudo, aquí no hay textos explicativos ni transcripciones de diálogos en boca de actores que mueven los labios. Hay un código de signos que el público mayoritario no domina, pero que tampoco resulta necesario para comprender el argumento. Lo que conduce directamente al segundo punto, y es que The tribe es cine en estado puro, una película rotunda, una especie de milagro. Conviene agotar los superlativos al principio para poder hablar de ella con serenidad y juicio.
Slaboshpitsky retoma la experiencia que supuso en 2010 el cortometraje Deafness, situado en el exterior de un centro para sordomudos. En esta pequeña obra se describía, a través de un único plano de diez minutos, una situación de violencia en la que se veían involucrados un agente de policía y uno de los jóvenes internos. Al igual que en sus otros cortometrajes, el director demostraba un temprano interés por las realidades difíciles y los personajes en conflicto. Dos aspectos que desarrolla en The tribe forzando los límites de lo políticamente correcto.
Hay que advertir que la película es dura, muy dura. En lugar de estilizar la brutalidad con golpes de efecto o trucos de montaje, incurriendo en la pornografía de la violencia que tanto ha practicado el cine de acción durante los últimos años, Slaboshpitsky decide situar la cámara a una distancia prudencial para que ni la sangre ni las lágrimas salpiquen al espectador. Esta frialdad que se aprecia también en las escenas de sexo ahuyenta cualquier indicio de morbo, colocando al público en la incómoda posición de juzgar lo que ve sin recurrir al bálsamo de las emociones fingidas. Es el viejo recurso bretchtiano que el director emplea para agudizar la crítica a una sociedad confrontada y a un sistema en descomposición. Una actitud ética y estética que Slaboshpitsky practicó de manera más radical en el cortometraje de 2012 Nuclear waste.
The tribe perfecciona la fórmula de su autor siguiendo una evolución lógica y narrativa: ahora la historia es más rica, más compleja, hay mayor número de personajes y crece el peso dramático. Slaboshpitsky ha hecho del plano secuencia su herramienta predilecta. La concordancia entre tiempo y acción en la pantalla refuerza la sensación de realismo y emparenta al cineasta con nombres como los de Arturo Ripstein o Andréi Tarkovski, virtuosos del encuadre en movimiento. Muchas de las composiciones visuales de The tribe exhiben una geometría pulcra y cartesiana, en contraposición a los horrores que se retratan. Esta dualidad entre el orden/forma y el caos/contenido convierte el visionado del film en una experiencia de lo más estimulante, agrandada por la circunstancia del lenguaje de signos. Al no haber música ni diálogos que distraigan la acción, el espectador debe concentrarse en cuanto sucede en la pantalla, en la interpretación de los actores y en el sonido ambiente. Tres elementos de capital importancia que ejercen un influjo parecido a la hipnosis.
En definitiva, se trata de una película importante que tendría que ser tenida en cuenta como punto de inflexión si se hubiese estrenado en las carteleras españolas. Un hecho que nunca sucedió, para tristeza de los espectadores y vergüenza de las compañías distribuidoras. Porque sin lugar a dudas, The tribe es uno de los films más impactantes de los últimos tiempos.
A continuación, el cortometraje antes mencionado Deafness, germen de The tribe y muestra de la particular mirada de Miroslav Slaboshpitsky como narrador:
          
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