Han Solo. "Solo: A Star Wars Story" 2018, Ron Howard

Todo parecía prever que la segunda de las películas complementarias dentro de la nueva saga de Star Wars sería un desastre: cambio de nombres en la silla de director una vez iniciado el rodaje, conflicto con los guionistas, problemas de producción... y sobre todo, la decisión kamikaze de recuperar a un personaje icónico de la serie interpretado por otro actor mucho más joven para representar su pasado. Sin embargo, el resultado es mucho mejor de lo que cabía esperar, hasta el punto de que Han Solo: Una historia de Star Wars puede ser considerada la más interesante de las últimas entregas de la epopeya galáctica.
Antes de valorar ningún aspecto de la película, es importante delimitar el contexto: se trata de un producto facturado por la compañía Disney con el objeto de perpetuar el negocio de la franquicia y, como tal, pretende atraer al público más numeroso posible a la taquilla y al máximo número de clientes a sus múltiples ramificaciones comerciales. En otras palabras, que está prohibido el riesgo, los experimentos y cualquier sorpresa que implique salirse de la línea marcada por los financieros que dirigen el estudio. Esto ha provocado que la última media docena de películas de la marca luzcan un cuerpo vigoroso pero carezcan de alma, y terminen por asemejarse a mecánicas piezas de fábrica ensambladas para completar un conjunto llamativo pero impersonal, cuyo calculado artificio es capaz de congregar a los seguidores nostálgicos y a los conversos recientes. Semejante estrategia de mercado no ha impedido que asomen, aquí y allá, momentos de emoción en las diferentes películas y detalles que muestran rasgos de humanidad, pero la sensación final es que esos logros son solo excepciones que confirman la regla. Es por ello que Han Solo no solo supera el objetivo para el que ha sido ideada, que es el de proporcionar un simple y llano entretenimiento, sino que además lo hace de manera honrosa y mostrando respeto por la tradición acumulada. No podía ser de otro modo, ya que Lawrence Kasdan y Jonathan Kasdan firman el guión. El progenitor de los Kasdan interviene en la serie desde hace años, y en esta ocasión evita uno de los principales escollos para el espectador neófito: la excesiva auto-referencia y el intrincado laberinto de tramas y subtramas que enredan el universo de Star Wars, evitando así los diálogos explicativos y farragosos que lastran la trama. Han Solo es un divertimento directo y sin aristas, que muchos seguidores pueden culpar de intrascendente, pero que acierta al desechar esa supuesta profundidad que otras veces termina cayendo en el ridículo.
La misma voluntad es compartida por Ron Howard desde la dirección. El veterano cineasta fue contratado como bombero para apagar el incendio que amenazaba con chamuscar el proyecto, y fiel en su condición de no interferir con los planes de la compañía y en presentar un producto limpio y pulido, cumple la misión encomendada. Han Solo no depara grandes momentos cinematográficos, pero tampoco parece pretenderlo. La planificación es funcional y muy dinámica, acorde a lo que se espera, capaz de mantener el vertiginoso ritmo del guión sin que se acuse el desorden ni la incoherencia. Todo está donde debe estar, gracias al oficio de Howard y a un equipo técnico tan profesional como obediente. Solamente la fotografía de Bradford Young se sale de lo común. El cineasta fuerza la sensibilidad de la imagen para crear escenas de baja intensidad lumínica, con abundantes contraluces y una paleta de tonos apagados en consonancia con el cine que le ha dado reconocimiento (La llegada, El año más violento, Ain't them bodies saints) pero muy lejos de la estética habitual que impera en las producciones comerciales. El resultado a veces desconcierta, sobre todo cuando la acción sucede en escenarios interiores, aunque se debe valorar el aire añejo y la estética retro que sitúa a la película en el orden cronológico de la saga.
Otro punto a favor de Han Solo es el reparto. Parecía imposible poner cara al protagonista con unos rasgos que no fuesen los de Harrison Ford, sin embargo, los responsables del film han adoptado la decisión de no escoger a un actor similar sino de reinterpretar al personaje partiendo del mismo carácter pero en versión embrionaria, con su propia personalidad. Es lo mismo que hizo Spielberg en Indiana Jones y la última cruzada, cuando rejuveneció a Ford en las facciones de River Phoenix, y que ahora sucede con Alden Ehrenreich. Ambos actores imitan determinados gestos y actitudes, pero sin llegar a la pantomima ni a la caricatura, lo que hubiera resultado grotesco. Los compañeros de Ehrenreich cumplen con igual eficacia. Emilia Clarke, Donald Glover y Woody Harrelson imprimen carisma a sus personajes, además de los secundarios destinados a dar el contrapunto cómico como el ya mítico Chewbacca y la robot L3, un hallazgo que roba la atención en las escena donde aparece.
En definitiva, Han Solo logra bruñir la última de las piezas del engranaje de Star Wars aunando el rigor y la gracia. La película no pasará a la historia del cine, ni siquiera brillará dentro del género, pero por lo menos se eleva por encima de la media en cuanto a grandes producciones de ciencia ficción y consigue deparar dos horas y cuarto de distracción libres de remordimiento. Tal y como lucen los escaparates, no se puede pedir mucho más.

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Love Story. 1970, Arthur Hiller

La década de los setenta comenzó marcada por la incertidumbre. Los productores de los grandes estudios ignoraban a qué espectadores debían dirigir sus películas, ya que por un lado estaban los jóvenes que se manifestaban en contra de la guerra en Vietnam y que apoyaban las movilizaciones en favor de los derechos civiles, y por otro lado estaban sus padres, la generación que acumulaba el poder adquisitivo y que aspiraba a asumir responsabilidades tras haber procreado el baby boom. Una brecha tan grande que parecía imposible definir las preferencias del público en los Estados Unidos y concitar sensibilidades tan opuestas. Sin embargo, Love Story obtuvo tal éxito que se convirtió en un fenómeno social y extendió su influencia por todo el planeta.
La fórmula parece fácil: una pareja protagonista interpretada por actores con muy poca experiencia y una gran fotogenia, Ali MacGraw y Ryan O'Neal, que seducía a los estudiantes al mismo tiempo que alimentaba su sensación de pertenencia generacional. En el reparto también hay un veterano con capacidad para infundir el respeto de los mayores, Ray Milland, aunque ninguno de ellos tiene personajes sólidos a los que agarrarse. No importa, porque el guión de Erich Segal, quien adapta su propia novela, es de una simplicidad en la que no caben dobleces ni trasfondos, lo cual facilita su alcance mayoritario. Love Story recurre a una fórmula que ha deparado abundantes éxitos (Grease, Dirty DancingTitanic, El diario de Noa) que es la de hacer una versión contemporánea de Romeo y Julieta, cambiando la rivalidad entre castas por la diferencia de clases sociales. En Love Story, la acción se trasladada a un Nueva York invernal, de luz fría y escenarios urbanos. Tal vez el aspecto más atractivo de la película sea este, el retrato a pie de calle de la ciudad sin la estilización habitual de los romances en el cine.
El director Arthur Hiller hace un trabajo irregular, en el que conjuga aciertos visuales (algunos movimientos de cámara que acompañan a los actores) con recursos propios de la época que no han envejecido bien (zooms, secuencias musicales). La célebre partitura de Francis Lai lo embadurna todo de una melaza sentimental que marca la identidad del film, cursi, plañidera y bastante pegajosa. No hay novedades a la vista: el desenlace de Love Story remite al melodrama del Hollywood clásico presente en el cine de Borzage o Sirk, por ejemplo, pero el recuerdo de aquellos amores truncados por la fatalidad se vuelve grotesco cuando es sacado del contexto del pasado y pretende actualizarse mediante el vestuario y las nuevas costumbres, sin reflejar una realidad en plena efervescencia social, cultural y sexual. Tal vez por esta razón, la película resultó un tremendo éxito. Puede que el público acudiese a las salas para evadirse de las complejidades del día a día y disfrutar viendo cómo se sufre en la ficción con problemas mil veces representados antes y en los que el sentimentalismo campa a sus anchas y sin complejos. Es decir, lo mismo que sucede hoy y que seguirá pasando mientras el mundo gire.

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La novia del desierto. 2017, Cecilia Atán y Valeria Pivato

Si hay un dicho popular que define con exactitud el cine es: las apariencias engañan. Buena prueba de ello es que hay películas grandilocuentes cuyas aparatosas imágenes no cuentan nada, y películas modestas capaces de narrar cosas importantes. La novia del desierto pertenece al segundo grupo. Las directoras Cecilia Atán y Valeria Pivato debutan con una producción austera de medios limitados que obtienen, sin embargo, resultados de gran valor.
Para alcanzar este logro, ambas emplean una estrategia que parece sencilla, pero en realidad no lo es. Primero parten de una idea básica y directa: el cambio de vida de una mujer madura que ha permanecido siempre protegida por las mismas costumbres, y que de pronto se ve envuelta en una circunstancia inesperada que le hará replantear sus convicciones. Esta transformación se localiza en un escenario alejado de su rutina en Buenos Aires, como es el paisaje agreste de la provincia de San Juan, en el Oeste de Argentina. Allí se produce el encuentro de Teresa, la mujer protagonista, con un vendedor ambulante al que llaman el Gringo. Los motivos de la disrupción los descubrirá el espectador al principio del film, por eso es importante fijarse en la manera en que las directoras son capaces de desarrollar el planteamiento y generar expectativas acordes al tono y la atmósfera que se respira en La novia del desierto.
La película invita a la participación del público, otorgando a los silencios el mismo grado de elocuencia que los diálogos, así como la intrahistoria adquiere el mismo nivel dramático que la historia. Durante el primer acto, Atán y Pivato cuentan el pasado reciente de la protagonista mediante flashbacks que se intercalan con el presente. Una vez que se afianza la relación entre Teresa y el Gringo, la trama transcurre de manera lineal a los acontecimientos, lo que señala el punto de inflexión que supone este vínculo para Teresa.
Todos estos recursos narrativos encuentran su reflejo en la pantalla. Así, las directoras emplean elementos ópticos como el desenfoque para aislar a Teresa del entorno, además de la dimensión sonora, muy cuidada y expresiva (sirva como ejemplo la escena inicial en la que Teresa deambula por el mercado, cuando se avecina la tormenta). La novia del desierto mantiene la concordancia entre el fondo y la forma sin olvidar, ante todo, los sentimientos que mueven a los personajes. Sus motivaciones eluden el artificio y la evidencia, gracias a las interpretaciones rebosantes de credibilidad de Paulina García y Claudio Rissi, quienes manejan con destreza todas las herramientas a su alcance (mirada, voz, gesto...) Sus distintos caracteres se complementan a la perfección y llenan de humanidad el encuadre, provocando momentos de una emotividad contenida y sutil. Estas dos cualidades definen bien el trabajo de Cecilia Atán y Valeria Pivato, cineastas que con su primera película labran una pequeña joya que merece la pena descubrir.

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Anastasia. 1956, Anatole Litvak

A principios de los años cincuenta, todavía estaba lejos de certificarse el destino de la familia del zar ruso Nicolás II. Las sospechas de que algunos de sus miembros hubieran podido sobrevivir al ataque por parte de las fuerzas revolucionarias se centraron en la figura de la duquesa Anastasia, un hecho que inspiró a la dramaturga Marcelle Maurette para escribir una obra de teatro que obtuvo gran éxito. La compra de los derechos por parte de los ejecutivos de Twentieth Century Fox no se hizo esperar y, para trasladar el texto a la pantalla, contaron con un director de origen eslavo que pudiera dar credibilidad al proyecto. Anatole Litvak ofrecía también garantías por su dominio de la puesta en escena y su elegancia a la hora de mover la cámara, sin embargo, los ojos de todo Hollywood estaban puestos en la actriz encargada de dar vida a la protagonista, ya que la elección de Ingrid Bergman suponía su regreso tras haber sido repudiada por su relación con Roberto Rossellini en Italia.
Así pues, la adaptación cinematográfica de Anastasia tenía todos los ingredientes para suscitar el interés tanto del público como de la industria. El resultado no defraudó a nadie. La película aúna el contexto histórico con la reflexión acerca de la identidad, todo narrado con un sentido del entretenimiento carente de complejos. Litvak adapta con destreza el ritmo a cada escena según su intención dramática, cómica o romántica, y siempre poniendo en relieve la evolución del relato. Tanto el cuidado diseño de producción como la música, la fotografía y el montaje están perfectamente calibrados para provocar emociones en el público, pero sobre todo, son las interpretaciones las que insuflan vida a la película.
Ingrid Bergman está soberbia, capaz de resolver las complejidades de su personaje con oficio e inspiración. La actriz sueca abarca un amplio arco de sentimientos que van de la incertidumbre a la entereza, pasando por la vulnerabilidad, la seducción, el arrojo... siempre con la verosimilitud y la entrega que le caracterizan. Yul Brynner, Helen Hayes, Akim Tamiroff y los demás compañeros de reparto encarnan con precisión a los miembros de la aristocracia y a los aspirantes a ingresar en ella. Una fauna ataviada con detalle y que esgrime maneras muy teatrales, acordes a la atmósfera que se respira en el film. Y es que Anastasia adopta la apariencia de opereta, de gran guiñol en el que Anatole Litvak deja evidencia de su habilidad para articular el movimiento interno y externo del plano (sirva la escena en el ballet como ejemplo), y para componer imágenes que perduran en la memoria. Su nombre no figura en el panteón de los grandes cineastas, ni falta que le hace. Porque su triunfo fue crear divertimentos de acabado digno y pulcro, practicar un cine de expectativas comerciales sin abandonar la calidad ni el respeto por el público.
A continuación, el tema principal de la banda sonora compuesta por Alfred Newman. Música con una orquestación poderosa y el romanticismo que requiere la historia de Anastasia. Que lo disfruten:

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Van Gogh, a las puertas de la eternidad. "At eternity's gate" 2018, Julian Schnabel

¿Qué tienen en común Fritz Lang, Jean Cocteau, Takeshi Kitano y David Lynch? Además de directores de cine, todos ellos han practicado la pintura y compaginado el empleo de la cámara con el pincel. Una sinergia que suele dar resultados apasionantes, pero que conviene calibrar para que ninguna de estas expresiones artísticas devore a la otra cuando se encuentran en el mismo espacio. Algo así le sucede a Julian Schnabel, cineasta  y pintor cuyas vocaciones se enfrentan en Van Gogh, a las puertas de la eternidad, en lugar de sumarse.
A Schnabel le atraen las personalidades fuertes y autodestructivas, no en vano, su debut en el cine se produjo en 1996 con el retrato del artista Jean-Michel Basquiat. Dos décadas después le toca el turno Vincent Van Gogh, tal vez el autor más veces representado en el cine, en cuyo universo lírico y atormentado se adentra Schnabel adoptando algunas decisiones cuestionables. La más evidente es estética, ya que para contar el relato en primera persona, el director opta por la sobreabundancia de planos subjetivos rodados con cámara en mano, con angulaciones extremas y movimientos muy toscos que muestran el desequilibrio del pintor. Si esto ya de por sí no fuera lo suficientemente obvio, Schnabel emplea además una lente que distorsiona la mitad inferior de la imagen, dando la idea de visión perturbada y de alteración de la realidad. Una opción digna de un principiante que busca llamar la atención mediante procedimientos que pueden parecer artísticos, pero que en verdad se antojan bastante infantiles. Es admirable la voluntad de Schnabel por querer ahondar en la psique de Van Gogh, pero los métodos visuales que emplea son algo burdos, a veces incluso llegan a rozar el ridículo, como las evocaciones new age del pintor en contacto con la naturaleza, flotando entre las espigas o impregnándose el rostro con tierra. Por fortuna, hay otros recursos que funcionan mucho mejor a la hora de señalar los padecimientos del personaje, como son las repeticiones sonoras de los diálogos en los momentos de crisis.
Y es que Van Gogh, a las puertas de la eternidad también contiene aciertos, algunos de ellos muy relevantes. El primero de todos es la interpretación del protagonista, un Willem Dafoe en estado de gracia que sostiene la credibilidad del film. Su trabajo es arriesgado y comprometido, intenso y sutil según lo requiere cada escena. Está bien secundado por actores que intervienen de manera episódica pero contundente, entre los que se encuentran nombres tan conocidos como Oscar Isaac, Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner o Mads Mikkelsen. Todos ellos completan el paisaje humano del film, en armonía con el natural, de gran importancia en la trama. Schnabel pone el foco en la relación del artista con el entorno, lo que dota a la película de un componente místico y a la vez muy humano. Esta mezcla de realismo y trascendencia supone el principal valor del film, dos elementos que no siempre conjugan en la pantalla (al contrario de lo conseguido por Pasolini en El evangelio según San Mateo, por ejemplo), pero cuando sucede la alquimia, Schnabel anuncia la gran película que hubiera podido lograr de no haberse empeñado en dejar su impronta de auteur en las imágenes. El quinto largometraje del director ilustra la manera en que el contenido puede ser devorado por los recursos formales, dejando en la pantalla un relato deslavazado y de difícil comprensión para los espectadores ajenos a la biografía del pintor neerlandés.
En suma, Van Gogh, a las puertas de la eternidad está lastrada por unas pretensiones que comienzan ya desde el propio título, una película que fracasa cuando pretende ser tan artística como la obra del protagonista, y que cobra interés al pisar el suelo. Además de la esforzada labor de Willem Dafoe, otro aspecto a destacar es la hermosa música compuesta por Tatiana Lisovskaya, con poca presencia de instrumentos pero de gran calibre emocional. Pueden escuchar un ejemplo a continuación:

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Disobedience. 2017, Sebastián Lelio

Justo después de alcanzar el éxito en el panorama internacional gracias a Una mujer fantástica, el cineasta Sebastián Lelio estrena Disobedience, su primer trabajo rodado fuera de su Chile natal. La película también añade otras novedades destacables, como la de partir de una fuente literaria y trabajar con un guionista distinto de Gonzalo Maza, su colaborador habitual. En esta ocasión, Lelio se hace acompañar por Rebecca Lenkiewicz para adaptar la novela homónima de Naomi Alderman, un texto que relata los intentos de dos mujeres por reavivar su antigua relación en contra de las difíciles circunstancias que las rodean. Se trata de un drama de sentimientos que es, a la vez, un alegato en favor de la libertad personal en medio de un entorno marcado por los prejuicios y las tradiciones.
La acción se sitúa en Londres, en el seno de una comunidad de judíos hortodoxos a la que regresa Ronit, interpretada por Rachel Weisz. El motivo de su vuelta es el fallecimiento de su padre, un rabino venerado por todos, de quien ella se distanció años atrás. El tono gris y melancólico que se imprime en estas primeras escenas marcará el resto del metraje, gracias a la frialdad con la que Danny Cohen trata la fotografía y al calculado distanciamiento que Lelio mantiene con los personajes. Las pasiones que contiene Disobedience están soterradas bajo capas de mesura y contención, sin duda la mejor manera de que el espectador se involucre en la trama y sienta incertidumbre por el desenlace. Lelio sabe que la exhibición de sentimientos puede causar impacto en un momento determinado, pero termina cansando y perdiendo credibilidad a largo plazo. Por eso opta por mantener un tono discreto, acorde al idilio que viven las protagonistas.
La pareja de Ronit es Esti, encarnada por Rachel McAdams, a su vez la esposa del personaje representado por Alessandro Nivola. Los tres actores componen un triángulo perfectamente equilibrado y capaz de traslucir las tormentas que guardan bajo la piel sin necesidad de realizar aspavientos ni gestos recurrentes: todo en ellos proyecta verosimilitud, así como las situaciones en las que se ven envueltos. Los sonidos atmosféricos que Matthew Herbert incluye en la música aportan la espiritualidad y el carácter íntimo que hacen de Disobedience una película especial, emotiva y sugerente, la prueba de que Sebastián Lelio es un cineasta con muchas cosas que contar dentro y fuera de su país de origen.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Herbert. Una pieza evocadora de ejecución minimalista y cuerdas cuya emoción se describe en el título. Que la disfruten:

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