Van Gogh, a las puertas de la eternidad. "At eternity's gate" 2018, Julian Schnabel

¿Qué tienen en común Fritz Lang, Jean Cocteau, Takeshi Kitano y David Lynch? Además de directores de cine, todos ellos han practicado la pintura y compaginado el empleo de la cámara con el pincel. Una sinergia que suele dar resultados apasionantes, pero que conviene calibrar para que ninguna de estas expresiones artísticas devore a la otra cuando se encuentran en el mismo espacio. Algo así le sucede a Julian Schnabel, cineasta  y pintor cuyas vocaciones se enfrentan en Van Gogh, a las puertas de la eternidad, en lugar de sumarse.
A Schnabel le atraen las personalidades fuertes y autodestructivas, no en vano, su debut en el cine se produjo en 1996 con el retrato del artista Jean-Michel Basquiat. Dos décadas después le toca el turno Vincent Van Gogh, tal vez el autor más veces representado en el cine, en cuyo universo lírico y atormentado se adentra Schnabel adoptando algunas decisiones cuestionables. La más evidente es estética, ya que para contar el relato en primera persona, el director opta por la sobreabundancia de planos subjetivos rodados con cámara en mano, con angulaciones extremas y movimientos muy toscos que muestran el desequilibrio del pintor. Si esto ya de por sí no fuera lo suficientemente obvio, Schnabel emplea además una lente que distorsiona la mitad inferior de la imagen, dando la idea de visión perturbada y de alteración de la realidad. Una opción digna de un principiante que busca llamar la atención mediante procedimientos que pueden parecer artísticos, pero que en verdad se antojan bastante infantiles. Es admirable la voluntad de Schnabel por querer ahondar en la psique de Van Gogh, pero los métodos visuales que emplea son algo burdos, a veces incluso llegan a rozar el ridículo, como las evocaciones new age del pintor en contacto con la naturaleza, flotando entre las espigas o impregnándose el rostro con tierra. Por fortuna, hay otros recursos que funcionan mucho mejor a la hora de señalar los padecimientos del personaje, como son las repeticiones sonoras de los diálogos en los momentos de crisis.
Y es que Van Gogh, a las puertas de la eternidad también contiene aciertos, algunos de ellos muy relevantes. El primero de todos es la interpretación del protagonista, un Willem Dafoe en estado de gracia que sostiene la credibilidad del film. Su trabajo es arriesgado y comprometido, intenso y sutil según lo requiere cada escena. Está bien secundado por actores que intervienen de manera episódica pero contundente, entre los que se encuentran nombres tan conocidos como Oscar Isaac, Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner o Mads Mikkelsen. Todos ellos completan el paisaje humano del film, en armonía con el natural, de gran importancia en la trama. Schnabel pone el foco en la relación del artista con el entorno, lo que dota a la película de un componente místico y a la vez muy humano. Esta mezcla de realismo y trascendencia supone el principal valor del film, dos elementos que no siempre conjugan en la pantalla (al contrario de lo conseguido por Pasolini en El evangelio según San Mateo, por ejemplo), pero cuando sucede la alquimia, Schnabel anuncia la gran película que hubiera podido lograr de no haberse empeñado en dejar su impronta de auteur en las imágenes. El quinto largometraje del director ilustra la manera en que el contenido puede ser devorado por los recursos formales, dejando en la pantalla un relato deslavazado y de difícil comprensión para los espectadores ajenos a la biografía del pintor neerlandés.
En suma, Van Gogh, a las puertas de la eternidad está lastrada por unas pretensiones que comienzan ya desde el propio título, una película que fracasa cuando pretende ser tan artística como la obra del protagonista, y que cobra interés al pisar el suelo. Además de la esforzada labor de Willem Dafoe, otro aspecto a destacar es la hermosa música compuesta por Tatiana Lisovskaya, con poca presencia de instrumentos pero de gran calibre emocional. Pueden escuchar un ejemplo a continuación: