SURO. 2022, Mikel Gurrea

La vitalidad de una cinematografía se mide, entre otras cosas, por la capacidad de prestar atención a las cuestiones del presente y de reflejar en la pantalla los distintos ángulos de la realidad. El cine español reciente cuenta con numerosos ejemplos, muchos de ellos son primeras películas como El aguaCinco lobitos o Cerdita, estrenadas en 2022. El hecho de que estos títulos hayan inaugurado las carreras de sus respectivas directoras no implica inseguridad ni titubeo, al contrario: son trabajos que exhiben confianza y a menudo demuestran una larga experiencia adquirida en diversos medios, como es el caso de Suro. Su autor, Mikel Gurrea, llega curtido tras una extensa labor en el cortometraje y la publicidad, lo cual le lleva a asumir retos como es filmar en cuatro idiomas diferentes en pleno entorno natural del Alto Ampurdán, en Girona.

Aunque el guion que escribe junto a Francisco Kosterlitz adopta hechuras de género, tiene un trasfondo social que habla de preocupaciones actuales como son las condiciones del sector agrario, la inmigración irregular, la recuperación del patrimonio rural en zonas despobladas... y sobre todo, las relaciones de poder en el ámbito profesional y en el privado. Todo ello a través de una pareja de urbanitas interpretada por Vicky Luengo y Pol López, que decide trasladarse a una propiedad heredada en mitad de un alcornocal. Los temas expuestos en Suro (que significa corcho en catalán) nunca caen en la evidencia y esquivan las moralejas fáciles, pues los conflictos humanos que afectan a los personajes se plantean bajo las claves del thriller dramático. También en la puesta en escena.

Gurrea emplea un estilo visual dinámico que da importancia a los detalles, con una planificación rica en ángulos y tamaños, siempre al servicio de la narración. El ritmo preciso que Ariadna Ribas imprime en el montaje y las imágenes fotografiadas por Julián Elizalde conducen el relato aportando identidad a la película, lo cual se agradece. Suro no pretende inventar el cine pero sí distinguirse de otros films semejantes, gracias a la fragmentación del tiempo y del espacio que lleva a cabo Mikel Gurrea.

Basta ver las elipsis que marcan el paso del tiempo como la manera de representar determinadas situaciones, mediante planos cortos que eluden mostrar la acción en su totalidad (el sacrificio del burro, el accidente en el bosque), para percibir la mirada selectiva del director. Muchas veces queda en manos del público juzgar el comportamiento de los personajes, cuya ambigüedad se hace efectiva gracias a la afinada labor de los actores. Así, los méritos artísticos de Suro se suman a los técnicos hasta culminar en un desenlace inspirado y lúcido, capaz de abrir puertas a otro film que sucede en la mente del espectador después de los títulos de crédito. Es lo mejor que se puede decir de esta opera prima que maneja con destreza los pocos elementos de los que dispone y que, sin duda, hubiera merecido mayor atención de la prestada.

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UNA CIUDAD EN SU ADOLESCENCIA: INFORME SOBRE CHICAGO "Chicago. Weltstadt in flegeljahren" 1931, Heinrich Hauser

Al igual que muchos otros intelectuales alemanes, Heinrich Hauser se vio obligado a abandonar su país a finales de los años treinta a causa del régimen nazi. Aunque principalmente fue conocido como escritor y periodista, también tuvo un fuerte vínculo con el cine al intervenir en numerosas producciones como actor, si bien su principal aportación fue haber dirigido Una ciudad en su adolescencia: informe sobre Chicago. Se trata de una de las sinfonías urbanas que fructificaron en aquellos tiempos por parte de autores europeos con capacidad de observación, interés etnográfico y ganas de experimentar. Hauser captura con su cámara la energía de la gran metrópoli de Illinois, y lo hace con la mirada propia de un cineasta y la elocuencia de un literato.

La película guarda semejanzas y diferencias respecto a otras del mismo género. Por ejemplo, tiene en común con Berlín, sinfonía de una ciudad o En primavera la fascinación por el movimiento y lo mecánico, las masas de gente, las composiciones geométricas de los encuadres y el montaje. Una ciudad en su adolescencia narra en primera persona las impresiones del director al visitar la ciudad, desde que llega en barco surcando el Mississippi hasta el retrato de las personas que posan frente a su cámara antes de marcharse. El elemento humano aparece siempre representado en relación al espacio, hay una búsqueda constante de explicar los lugares a partir de la vida y el trabajo de los habitantes de la urbe. Pero Hauser no se detiene en la contemplación e insufla su discurso de un aliento poético no exento de contradicciones, ya que su visión alterna el amor y el odio. Como buen viajero, se cuestiona el significado de lo que ve aplicando la extrañeza y el descubrimiento permanente. Sin embargo, hay algo que Hauser introduce (puede que por primera vez) en esta clase de películas, y es el lado menos amable de la ciudad. Es habitual que las sinfonías urbanas exhiban los avances de las sociedades modernas y que incluso desprendan entusiasmo por lo que filman hasta el punto de idealizarlo. Esta es la actitud que mantiene Hauser al principio, cuando es seducido por los medios de transporte y el vigor industrial, pero poco a poco va adentrándose en las entrañas de Chicago y pone el foco en los barrios arrasados por la Gran Depresión. Así, se fija en los borrachos que adormecen sus penurias con líquido anticongelante, los desempleados y los que tratan de vender cualquier cosa en el mercado... y la población negra, tan rara de ver en las pantallas de aquellos días y aquí tan presente.

Heinrich Hauser observa estas realidades con ojos menos estilizados que sus contemporáneos y una retórica más contenida, que amortigua la fragmentación que suele caracterizar el montaje de las sinfonías urbanas, sin renunciar por ello a sus posibilidades expresivas. En suma, Una ciudad en su adolescencia es un ejemplar bello y accesible dentro de esta modalidad del cine en la que están tan cercanos el arte y el documental.

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CLOSE. 2022, Lukas Dhont

Con apenas dos largometrajes y un puñado de cortos, Lukas Dhont ha demostrado ser un cineasta interesado en explorar las complejidades del género y la identidad. También los problemas asociados a la juventud en su tránsito hacia la madurez, como bien certifica Close. Un drama minimalista que tiene la virtud de estar pegado a la realidad y retratar un dolor común en todas las sociedades, sin recurrir por ello a golpes de efecto ni a los artificios habituales que se emplean para generar emoción. Al contrario, Dhont hace uso del comedimiento y nunca relaja el respeto que siente hacia los personajes, que es el mismo que aplica al espectador.

Conviene no desvelar los aspectos de la trama que hacen de Close una tormenta controlada. Basta decir que los protagonistas son adolescentes que tratan de descubrirse a sí mismos en medio de las imposiciones que les dicta el entorno, son chicos privilegiados (sin carencias afectivas ni materiales, que viven en un lugar favorable a su desarrollo), lo cual, sin embargo, no les protege de los modelos preconcebidos de relación que coartan su libertad. Es una película que trata del sujeto, y por eso el punto de vista no se aparta del personaje principal y todo está filmado tratando de transmitir lo que piensa y siente en cada momento, empleando los recursos de la imagen (planos cerrados, subjetividad) y el sonido (por ejemplo, los efectos que refuerzan su desconcierto en algunas escenas de tensión).

Close está rodada en formato de 4/3, precisamente para ilustrar la estrechez del marco en el que se mueven los personajes, en referencia al título del propio film. La fotografía de Frank van den Eeden es muy sutil en el tratamiento de los colores, las luces y las sombras, creando espacios de intimidad cuando el relato lo requiere, o reflejando los escenarios belgas donde sucede la acción. Pero nada de esto tiene efectividad si delante de la cámara no hay intérpretes capaces de hacer creer al público las inquietudes de Léo y Rémi, los jóvenes protagonistas, acompañados de los actores adultos. En este sentido, Close es uno de esos milagros cinematográficos que se sostienen sobre la labor de unos actores no profesionales que eclosionan en la pantalla y que la impregnan de verdad y frescura, junto a la labor de otros que cuentan con trayectorias reconocidas, como Émilie Dequenne. Ellos son el paisaje humano de esta película que acierta en abordar un tema de plena vigencia, el cuestionamiento de los cánones tradicionales de masculinidad, sin estridencias ni moralejas fáciles. La confirmación de que en Lukas Dhont hay un autor a tener en cuenta dentro del panorama europeo.

A continuación, uno de los temas que integran la música compuesta por Valentin Hadjadj. Al igual que ocurre con el resto de la banda sonora, los sonidos de cuerda conducen la narración, aunque en esta pieza el oboe adopta un papel destacado, como representación del personaje de Rémi. Relájense y disfruten:

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SINTIÉNDOLO MUCHO. Fernando León, 2022

Para hacer un documental interesante sobre una persona interesante no basta solo con situarla delante de la cámara y ponerse a filmar. Es necesario buscar una forma de narrar el relato que se salga de lo preconcebido, encontrar los puntos de tensión y de distensión, escuchar a las voces adecuadas para recabar información, elegir el punto de vista y contrastarlo con otros... en suma, huir del retrato amable destinado a convencer a los ya convencidos. El cineasta Fernando León ha grabado al cantautor Joaquín Sabina durante periodos dispersos a lo largo de trece años, sin una meta marcada más que la del acompañamiento. Al final, da la sensación de que se han juntado partes del material recopilado, se han montado con cierta coherencia y se han presentado como una película titulada Sintiéndolo mucho sin que se adivine pasión en el resultado.

Lo cual es decepcionante, porque no se trata del primer documental que dirige León, aunque sí es el primero que tiene un claro carácter personalista. En sus anteriores películas de no ficción, cobraba gran importancia el contexto y el dibujo de un paisaje social que influía en los detalles. Aquí, sin embargo, todo está contemplado bajo el mismo foco y se transmite la sensación de ser un trabajo protocolario, terminado con desgana y antes de que reincidan los problemas de salud que han afectado al protagonista en los últimos tiempos. Y es que el septuagenario Sabina ha vivido un importante deterioro a causa de los excesos acumulados, la enfermedad y los accidentes, algo que queda patente en el documental. El retrato que se ofrece de él es el de un señor avejentado (mucho más que Serrat, compinche y hermano mayor en el escenario) que parece empujar a León a dibujar un perfil complaciente y algo lastimero, al borde del patetismo. La diferencia que se aprecia entre las imágenes del presente y las de apenas una década atrás subraya el estado precario del protagonista, quien trata de mantener el tipo entre ocurrencias ingeniosas, tragos de licor y bocanadas de humo... es Sabina haciendo de Sabina, pero en estado de derribo anticipado.

Sus numerosos seguidores quedarán complacidos con la película, mientras que el resto del público es probable que se sienta indiferente ante lo que muestra la pantalla. León divide la narración en diversos bloques (el recuerdo del famoso concierto del 86 en el Teatro Salamanca, el homenaje en Úbeda, los nervios antes de actuar, la caída del escenario en el Wizink de Madrid...) que se suceden sin orden cronológico formando una especie de mosaico que completa la figura del personaje. Al menos, ese parece ser el propósito. Pero hay tanto de lo que no se habla, que la selección de escenas que integran el montaje se antoja sesgada y condescendiente, como queriendo evitar pisar cualquier charco. Apenas se menciona nada de composición musical ni de proceso artístico, de filiaciones políticas ni de compañeros de viaje, de depresión... es evidente que Fernando León no ha querido contar la biografía completa de Joaquín Sabina sino capturar la fotografía de un instante, la etapa final de un creador con una larga carrera a sus espaldas.

Así, Sintiéndolo mucho tiene algo de oportunidad perdida. Ni siquiera la presencia del director en la película ofrece ningún estímulo, ya que no interviene más que como oyente que asiente a las palabras de Sabina, una especie de convidado de piedra que no trasluce la complicidad que se presupone detrás de la cámara. León carece del carácter expansivo y locuaz de un Michael Moore, por ejemplo, ni falta que le hace... pero cuesta entender su decisión de figurar en el plano sin contribuir con ello a la trama. Es una lástima, y tal vez una relación más constatable entre León y Sabina (al estilo de lo que hicieron Wenders y Ray en Relámpago sobre agua) hubiera podido reflotar el pesado barco que es Sintiéndolo mucho para navegar ligero y llegar a mejor puerto.

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TÁR. 2022, Todd Field

Dieciséis años han tenido que pasar para que Todd Field vuelva a dirigir una película después de aquel fogonazo deslumbrante que fue Little children. Tal vez sea demasiado tiempo, o tal vez es que hay obras que evolucionan a su ritmo, sin ceder a las presiones de la industria y el mercado. Lo que es evidente es que no se alcanza con facilidad un nivel de sofisticación y un dominio de la puesta en escena como el que luce Tár, tercer largometraje de Field en un periodo de dos décadas.

El director continúa indagando en las complejidades de la condición humana, esta vez desde un ámbito distinto al de sus trabajos anteriores. Si In the bedroomLittle children exploraban las contradicciones de la clase media estadounidense, plena de bienes materiales pero insatisfecha en su desarrollo personal, la historia que cuenta Tár está poblada por una élite cultural que parte de una situación privilegiada y se encamina hacia su particular descenso a los infiernos. En especial el personaje principal de Lydia Tár, interpretado con maestría por Cate Blanchett, quien arrastra en su obsesión a todos los que gravitan a su alrededor. La actriz da vida a una reconocida directora de orquesta que afronta una grabación importante en su carrera, es una hembra alfa que se mueve a sus anchas en un mundo muy exigente y competitivo, hasta que la llegada de una joven instrumentista y los trágicos acontecimientos de una relación anterior comienzan a resquebrajar su seguridad y su posición de dominio. El guion escrito por Field incluye agudas reflexiones en torno al arte y su vínculo con las sociedades del pasado y del presente, además de ser un ensayo acerca de las relaciones de poder. Pero sobre todo, Tár es una película que trata sobre la percepción. La protagonista marca el punto de vista del relato y guía al espectador a través los recovecos de una mente en estado de demolición, sin abandonar nunca la subjetividad.

La dificultad que entraña una historia de este calado es que existe la tentación de hacer un retrato efectista del pathos (como hizo Aronofsky en Cisne negro, por ejemplo). En lugar de eso, Field opta por la contención y conduce con mesura tanto el relato como las imágenes. Cada una de sus decisiones mantiene la coherencia narrativa fundiendo fondo y forma, sirva como ejemplo la escena del primer acto en que la protagonista imparte clase: el hecho de que esté filmada en un largo y complejo plano secuencia no equivale a una exhibición visual como sucede con otros directores, porque en el tercer acto se hace alusión a la misma escena, esta vez cortada y manipulada para cambiar su sentido, dando oportunidad al público de contrastar diferentes apreciaciones de un único momento.

Así, algunas de las situaciones más dramáticas que sirven de quiebro (el ataque que sufre Lydia, el personaje de Krista Taylor, la decisión de los accionistas de la Filarmónica de Berlín) suceden fuera de plano y mediante elipsis, lo que convierte a Tár en dos películas que evolucionan en paralelo: una que se muestra en la pantalla y otra que no se ve pero que ocurre en la cabeza del público. La primera es de una calma tensa, mientras que la segunda expande en el subconsciente su violencia soterrada hasta filtrarse en los fotogramas, lo que convierte el visionado del film en un ejercicio apasionante. Hay instantes sonoros (los ruidos nocturnos que desvelan a Lydia, el grito en el parque) que no se concreta si son reales o imaginados, y esa indefinición es lo que hace que resulten estimulantes y no un simple artificio para mantener la atención.

En definitiva, Tár funciona como un volcán humeante que amenaza con erupcionar durante sus ciento sesenta minutos de metraje. Es la representación fría de una Lady Macbeth contemporánea, una mujer cubierta de aristas cuyos demonios son apaciguados por la dirección precisa de Todd Field y la fotografía también comedida de Florian Hoffmeister. Pero Tár es, sobre todo, un recital de Cate Blanchett en estado de gracia, que da soluciones precisas a todos los desafíos que propone el film. Junto a ella brillan Noémie Merlant y Nina Hoss, dentro del reparto internacional de esta producción rodada en su mayor parte en Alemania. El tercer paso de un cineasta que recorre un camino breve pero muy intenso, un recorrido sin atajos que avanza con una determinación y un rigor pocas veces vistos antes.

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SIN NOVEDAD EN EL FRENTE. "Im westen nichts neues" 2022, Edward Berger

Dentro de los géneros cinematográficos, hay un tipo de drama que ha fructificado de un tiempo a esta parte y que se podría denominar experiencial, consistente en hace vivir al espectador las calamidades que sufre el o la protagonista. Los medios para conseguirlo son la subjetividad del punto de vista y el empleo de herramientas visuales y sonoras que provocan la sensación de estar en el lugar y en el momento de la ficción. De ahí que abunde el plano secuencia y se explote la noción de movimiento, ya que son películas en las que la acción evoluciona durante el recorrido del espacio físico. Basta observar la cartelera de la última década para encontrar diversos ejemplos: GravityEl renacido, Victoria, Utoya. 22 de julio1917... en concordancia con este último título, se podría sumar a la lista Sin novedad en el frente, una epopeya bélica situada en la I Guerra Mundial que adapta la novela de Erich Maria Remarque.

Hay atrevimiento en la decisión de retomar dicha obra literaria, ya que existe una versión previa de 1930 que es una de las cimas del género, un monumento fílmico dirigido con maestría por Lewis Milestone. Más de noventa años después, es Edward Berger quien se encarga de actualizar el relato a los nuevos tiempos. ¿En qué consiste esta renovación? Básicamente, en multiplicar la violencia y en hacer explícito el horror del combate. Berger potencia los elementos trágicos hasta casi borrar los atisbos de humanidad que servían de contrapeso en la película anterior, lo que convierte a la nueva Sin novedad en el frente en un derroche de fluidos corporales mezclados con el barro del campo de batalla. Hay quien podría llamar a esto realismo, y no estaría equivocado, si no fuera porque la verosimilitud no se adquiere solo a través de lo representado. También están las decisiones de la representación, es decir: la elección de los emplazamientos de cámara, los encuadres, la iluminación, el montaje... aquí es donde Berger toma partido y repite los tópicos que suelen simplificar a esta clase de películas, basados en subrayar la perfidia de los personajes malos y el candor de los buenos.

Vayamos primero a las evidencias. Es evidente el desprecio que inspiran los altos cargos militares que no ensucian nunca sus uniformes y que arrojan a los perros la comida que les sobra, del mismo modo que es evidente la compasión que inspiran el hambre y el sufrimiento de los soldados rasos que son enviados al frente para morir. Incluso si estos forman parte del ejército invasor, porque son apenas críos embaucados por las soflamas patrióticas de una estrategia política que no comprenden. Y puesto que ambos perfiles son evidentes (lo cuenta la historia, lo muestra la pantalla) no es necesario acentuarlo mediante el énfasis de las imágenes, a menos que se quiera practicar el ejercicio manierista o el panfleto ideológico, ambos contrarios al naturalismo. Así, Edward Berger embellece el estilo visual de Sin novedad en el frente mediante angulaciones y distancias focales que no tienen otro fin que el estético, lo que termina por banalizar un conjunto que busca trascender.

A pesar de sus debilidades, es justo reconocer los logros de esta ambiciosa producción alemana, cofinanciada con capital norteamericano y distribuida a nivel internacional por Netflix. La película brilla en los apartados técnicos y llega a asumir algún riesgo, como es la música anacrónica que potencia la tensión de muchas escenas. Sin embargo, las altas aspiraciones del director terminan por ahogar las posibilidades narrativas de la película, puesto que se invierte menos esfuerzo en desarrollar el guion que en crear situaciones de impacto. Es una lástima que uno de los aspectos más interesantes del film, como son las negociaciones por el armisticio, no tenga mayor fuerza y quede supeditado a la función de contrapunto para reforzar la perspectiva histórica. Y es que la adaptación remozada de Sin novedad en el frente se presenta como un testimonio del pasado que adquiere nuevos ecos en el presente, debido a los conflictos armados que asolan Europa y el mundo entero. La prueba irrefutable de que el ser humano posee la extraña obsesión de repetir sus errores, tal vez para perfeccionarlos.

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EL AGUA. 2022, Elena López Riera

Con pasos firmes y atentos, la directora Elena López Riera va recorriendo a través de su cine el mapa físico y mental de su tierra, Orihuela. Esta población de la provincia de Alicante ha aparecido en sus anteriores cortometrajes y vuelve a ser el escenario de El agua, su primera película larga, que consigue sacar adelante gracias a un programa de colaboración europeo que implica a España, Francia y Suiza. No deja de ser curioso que la alianza económica y artística de estos tres países dé como resultado una obra tan arraigada al lugar donde ha sido filmada y con una idiosincrasia de fuerte carácter local. Lo cual prueba que el cine en sí mismo es un espacio común donde convergen ideas y relatos, da igual su procedencia. El agua está en plenitud de las dos cosas.

Lo primero que llama la atención de la película es la convivencia orgánica entre realidad y ficción. López Riera y su coguionista Philippe Azoury (quien también interpreta un papel en el film) inventan una leyenda que relaciona a las mujeres oriolanas con el fenómeno de las riadas que cada cierto tiempo anegan el territorio. El mito y la naturaleza se funden en la trama y condicionan la forma de la película, a medio camino entre el costumbrismo documental y la fantasía esotérica. La directora consigue que este híbrido de géneros y de estéticas se materialice en la pantalla sin que parezca forzado y bajo una sencillez solo aparente, ya que conlleva un gran trabajo de observación que se manifiesta en los detalles. El agua muestra ritos de fe (la cura del mal de ojo, la vigilia de la Virgen) y ritos paganos (la competición de palomos, la rave de música electrónica) que se alternan con fluidez y marcan el día a día de los personajes, en mitad de un verano carente de estímulos.

El paisaje que dibuja López Riera evita la postal mediterránea y se fija en esos rincones que suelen pasar desapercibidos: bares de carretera, gasolineras, polígonos industriales, calles abandonadas por vecinos que se pueden permitir viajar a la playa... sin embargo, la directora y Giuseppe Truppi, el responsable de la fotografía, consiguen crear una identidad visual a través de los encuadres, la luz y el montaje (que firma Raphaël Lefèvre) y dotan a las imágenes de un carácter misterioso y al mismo tiempo cercano. Hay escenas como la del regreso nocturno a través del palmeral o el baño de la abuela que son un buen ejemplo. Estos momentos de intimidad se intercalan con otros que adoptan el lenguaje del documental, con la participación de personas del pueblo que ofrecen su testimonio a cámara y la inclusión de material de archivo, proveniente de la televisión y de grabaciones amateur de dispositivos móviles. López Riera suma así una mirada antropológica a la fábula que tiene entre manos, un reflejo directo de los usos y costumbres de un emplazamiento físico que, además, es humano, ya que la película incluye un buen número de actores nativos no profesionales.

Pero sobre todo, El agua es un alegato que defiende el derecho de las mujeres de la zona a mantener su libertad y vivir su deseo sexual sin ser juzgadas. Bárbara Lennie, Nieve de Medina y la debutante Luna Pamiés son actrices de diferentes generaciones que encarnan a una familia sin hombres y sobre la que pesa una especie de maldición en el pueblo. Son brujas contemporáneas y orgullosas, que dan vida al discurso feminista que Elena López Riera despliega de manera sutil hasta la llegada del final. Solo entonces, la joven protagonista mira a cámara y su voz en off interpela al público para que tome partido. El drama que ha ido fluyendo a lo largo del metraje se vierte en un desenlace abierto, que es también una proclama y una declaración de intenciones. El agua se solidifica así en una de las operas prima más estimulantes y prometedoras del reciente cine español, que revela la visión propia de una autora en ciernes, a la que habrá que seguir muy de cerca.

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