UTOYA. 22 DE JULIO. Erik Poppe, 2018

Habrá que ver si, dentro de unos años, se recuerda la época presente como aquella en la que las películas pugnaban por contener el plano secuencia más largo y complejo de los filmados hasta la fecha. Una competición razonable siempre y cuando la propia naturaleza del plano esté justificada, es decir, que tenga sentido narrativo y mejore la ficción. Algo que se cumple en Utoya. 22 de julio.
El título de la película hace referencia a la pequeña isla situada en el sur de Noruega y la fecha en la que sucedieron dos atentados terroristas que conmovieron al país. El primero fue en Oslo y tuvo como objetivo un distrito de edificios gubernamentales, dañados tras la explosión de la furgoneta bomba colocada por Anders Breivik, un fanático de extrema derecha que actuaba en solitario. Dos horas después, el mismo individuo llega a un campamento juvenil organizado por el partido laborista en Utoya. Allí ejecuta una masacre indiscriminada, disparando a todo lo que se mueve hasta que es detenido por la policía. El resultado son 77 víctimas, 99 heridos graves y más de 300 afectados por traumas psicológicos de consideración. Ambos ataques son retratados por el director Erik Poppe de diferente manera. En el primero se emplean grabaciones provenientes de distintas cámaras de seguridad, sin más intervención que la del montaje. Una escena que sirve como prólogo para lo que vendrá después, el segundo ataque descrito en un único plano secuencia, con actores que recrean los hechos en tiempo real a lo largo de los 72 angustiosos minutos que duró la matanza.
Dejando a un lado las consideraciones políticas y sociales que suscita el film, y centrando los argumentos en lo estrictamente cinematográfico, hay que destacar Utoya. 22 de julio por su valentía a la hora de asumir las dificultades tecnológicas y por la implicación de los actores que interpretan a unos personajes inspirados en personas de carne y hueso. Poppe elige a una de ellas como protagonista para que el espectador tenga con quien identificarse y sienta la empatía necesaria, una responsabilidad que asume la debutante Andrea Berntzen. La entrega y el esfuerzo realizados por la actriz resultan encomiables, de una credibilidad estremecedora. Al inicio del plano secuencia, ella entra en imagen y durante un par de segundos mira de frente a la cámara, un gesto que declara al público que en adelante compartirán el mismo punto de vista. Este instante de reconocimiento con la pantalla de por medio condiciona el resto del metraje, ya que la incertidumbre y los padecimientos de la joven serán vividos por la audiencia de forma directa y sin concesiones, lo que convierte la película en una experiencia de enorme intensidad. Basta mencionar que el asesino que provoca el terror no aparece más que unos pocos fotogramas en la distancia, aunque su presencia se siente en todo momento mediante el ruido de los disparos y el pánico que invade a los acampados.
El plano secuencia es la herramienta perfecta para transmitir la inmediatez y el verismo de la acción in situ, sin la intervención de los cortes y las elipsis del montaje. Por supuesto, hay un montaje interno que el director sabe planificar para que pase desapercibido y fluya de manera natural, validando que el propio recurso del plano secuencia no caiga en el artificio ni distraiga la atención de lo importante: mostrar el horror en su forma más primaria y la incomprensión que surge del odio ciego. Aquí no hay cortes disimulados como en Birdman o 1917, todo acontece tal y como se ve en la pantalla, una hazaña que Erik Poppe consigue completar gracias a su experiencia como corresponsal de guerra en zonas de conflicto. En este caso, el virtuosismo técnico y la magnífica fotografía cuya luz evoluciona al igual que la película, no están diseñados para proporcionar placer, ni siquiera a los cinéfilos.
Hay que advertir que Utoya. 22 de julio no se puede contemplar con distancia ni ver con pasividad. Es una película que se sufre y que proporciona una constante sensación de congoja que tampoco se amortigua con la llegada del final. Los créditos que cierran el film advierten del auge de los extremismos de derechas que amenazan a Europa, algo que podemos identificar todos en el entorno. Esa es la gran virtud de la película, vivir la tragedia como propia y no adoptar la postura condescendiente de quien abre un periódico o contempla con asepsia un noticiario. Por eso, Utoya. 22 de julio puede ser considerada la perfecta película de terror, y una de las más espeluznantes jamás filmadas.