SOLARIS. 1972, Andréi Tarkovski

El tercer largometraje dirigido por Andréi Tarkovski añade novedades importantes en su filmografía, tanto a nivel de contenido como de forma. En primer lugar, el cineasta ruso abandona las historias pretéritas y se traslada al futuro, esta vez sin partir de un guion original y adaptando una célebre novela de Stanisław Lem. Lo que no implica concesiones, ya que Solaris posee el rigor y la profundidad que caracterizan la obra de Tarkovski, cuyo estilo empieza a ganar en introspección y síntesis. Una evolución narrativa que tiene su reflejo en la estética, con la convivencia de imágenes en blanco y negro y color, además de una mayor experimentación con el sonido.
El título de la película da nombre a un planeta capaz de ejercer extrañas influencias sobre los científicos aislados en una estación espacial cercana. Allí se desplaza un psicólogo encargado de diagnosticar la situación, tarea que reabre heridas de su pasado y pone en riesgo sus convicciones. Tarkovski emplea los conflictos internos del protagonista para representar el enfrentamiento entre la ciencia y la creencia, entre la razón y el instinto, una dicotomía existencial envuelta en un relato de amor de connotaciones surrealistas. Por eso, más que una película, Solaris es una experiencia que conecta al espectador con su propio inconsciente. Al espectador dispuesto, eso sí. Porque como es habitual, el cine de Andréi Tarkovski requiere cierta predisposición que obtiene su recompensa cuando se asimilan las ideas que contiene Solaris. Entonces, la película devuelve con creces la complicidad que demanda del público y su misterio se clarifica de manera mucho más sencilla de lo que aparentaba, algo que se podría resumir en dos máximas: somos esclavos del pasado que no hemos sabido superar, igual que somos vulnerables al combate entre el pensamiento y el sentimiento.
A diferencia de los dos anteriores films del director, en esta ocasión predominan los espacios cerrados, lo que no significa que la cámara se mantenga estática. Al contrario, los planos en movimientos casi siempre horizontales recorren las estancias y los rostros de los personajes, marcando una relación entre ambos que trasciende lo físico. La puesta en escena es parte esencial de la trama, aunque bien es verdad que algunos aspectos resultan confusos (la alternancia del color y el monocromo) o no han envejecido como deberían (los zooms y algunos trucos ópticos). Nada grave que aminore el hechizo que desprende Solaris y su contribución al género de la ciencia ficción, ya en estado adulto gracias al estreno cuatro años antes de 2001. Una odisea en el espacio.
Hay que destacar la labor de los actores, quienes logran resolver las dificultades que entrañan sus personajes con la medida y el tono adecuados, una sensación de control que se traslada al conjunto. Puestos a comparar, es cierto que Tarkovski no cuenta con la producción ni los prodigios técnicos de Kubrick, pero no cabe duda de que posee unas capacidades artísticas e intelectuales que le identifican como un autor mayúsculo, un creador comprometido que plantea siempre retos estimulantes. Cada fotograma de Solaris se ocupa de demostrarlo.