Call me by your name. 2017, Luca Guadagnino

Los amores iniciáticos que suceden en verano son un género en sí mismo dentro de la literatura y el cine. En ambas disciplinas ha brillado durante la última temporada Call me by your name, la novela de André Aciman adaptada por el veterano James Ivory y convertida en película por Luca Guadagnino, quien cierra así su denominada trilogía del deseo tras Yo soy el amor y Cegados por el sol. Al igual que aquellas, Call me by your name se sitúa en Italia, el escenario perfecto donde se enmarcan las pasiones de los personajes al calor del estío y el relajamiento de costumbres.
Ambientada en los años ochenta, la película es un ejemplo perfecto de la importancia que tiene cada elemento de la producción para contar una historia: las localizaciones, el diseño de vestuario, la elección del reparto... todo juega a favor de la narración sin excesos ni alardes de creatividad, porque no son necesarios. Call me by your name es un ejercicio de naturalismo que a veces remite a Rohmer, otras veces a Zurlini y otras al propio Ivory, manteniendo un carácter profundamente europeo.  De hecho, el argumento retrata la particular relación entre el viejo continente y los Estados Unidos, representada en sus dos protagonistas, quienes llegan a intercalar en los diálogos tres idiomas diferentes (al que se suma el alemán que recita la madre en una conmovedora escena). La película parece diseñada para los amantes de la cultura y de la tradición clásica (hay alusiones a Antonia Pozzi, la escultura grecorromana, el Heptamerón, la música de Ravel...) sin caer en la pedantería ni en lo críptico, al contrario: Call me by your name es un film accesible, hedonista y fresco, capaz de seducir a un público amplio, al margen de su orientación sexual. Es importante recalcar este punto, ya que la película tiene como temas principales la construcción de una dependencia emocional, el descubrimiento de la identidad propia y la fugacidad de la felicidad, asuntos que afectan por igual a la condición humana. El hecho de que se trate de una relación homosexual incide lo mismo que la diferencia de edad entre Elio y Oliver, la pareja protagonista, es decir: añade el concepto de la transgresión que les obliga a esconderse, el desafío de cruzar los límites que impone la moral predominante.
Así pues, los contenidos de la película aparecen representados con exactitud en la pantalla mediante una hibridación de los recursos descriptivos, narrativos y dramáticos. De ahí la trascendencia del entorno en el que habitan los personajes (y la presencia del agua, en alusión a las teorías de Heráclito), así como la intimidad que Guadagnino filma mediante acciones concretas (la escena del melocotón) o implícitas (las miradas y los gestos que intercambian los personajes). El director manipula el ritmo de las secuencias para generar sensaciones a través del montaje y de la puesta en escena, con movimientos de cámara y angulaciones que buscan muchas veces contar más de lo que parece. En Call me by your name, Luca Guadagnino modera su tendencia a la retórica visual y realiza un trabajo más contenido que sus anteriores largometrajes, de gran belleza estética pero sin caer en la afectación ni en el artificio. Lo mismo ocurre con la fotografía de Sayombhu Mukdeeprom, quien escapa de la tentación postalista para capturar con detalle la luz y los colores de la Italia septentrional.
También es decisivo el cuidado con el que está seleccionada la banda sonora, pero si hay algo que asienta la película en la excelencia es la interpretación de los actores Timothée Chalamet y Armie Hammer. Ambos aportan gran corporeidad a los personajes y logran que resulten creíbles, resolviendo con soltura tanto los primeros planos como las escenas más físicas. A ellos se suma con su talento habitual Michael Stuhlbarg, quien deja para la posteridad un monólogo digno de recuerdo.
En suma, Call me by your name significa un salto evolutivo en la filmografía de Luca Guadagnino, director que realiza aquí su película más asequible hasta la fecha. No en vano es la que ha obtenido un alcance mayor, y la que supone al mismo tiempo la depuración de un estilo basado en la sensualidad y en el vínculo de los personajes con su contexto, en cómo influye lo exterior (la naturaleza) en lo interior (la psicología de los protagonistas). En el término medio se encuentra esta película erigida ya como referencia.

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El estrangulador de Rillington Place. "10 Rillington Place" 1971, Richard Fleischer

Tres años después de dirigir El estrangulador de Boston, Richard Fleischer retoma la figura del asesino de mujeres que se enmascara bajo una apariencia de normalidad para cometer sus crímenes. Al igual que aquella, El estrangulador de Rillington Place se basa en hechos reales, pero esta vez la acción se sitúa en un Reino Unido aquejado por la posguerra de los años cuarenta, lo que permite establecer una comparación entre la podredumbre moral del protagonista y las dificultades económicas del lugar que da título al film.
El estrangulador de Rillington Place es una producción más íntima y modesta que su antecesora, no solo en términos financieros, sino también en el propio carácter del argumento. La mayor parte del metraje sucede en decorados de interior que transmiten una sensación claustrofóbica y de deterioro, acorde al objetivo que persigue Fleischer, que no es otro que causar desasosiego al espectador. Una tensión serena, que se dilata en el tiempo y prescinde de los golpes de efecto pero que siempre está ahí, agazapada tras las lentes del Sr. Christie. Es por eso que no hay un límite preciso que distinga al personaje interpretado por Richard Attenborough del escenario que habita, son dos partes de un mismo ente esquinado y oscuro.
El guión parte del libro escrito por Ludovic Kennedy en el que se analiza el caso varios años después, y tiene como principal acierto no pretender narrar la carrera homicida del protagonista, sino más bien centrarse en una víctima en concreto y en los acontecimientos derivados de su muerte. La película comienza con un asesinato en el que se descubre el modus operandi del estrangulador, un recurso narrativo muy inteligente que mantiene alerta al público con la llegada a la casa de la joven encarnada por Judy Geeson. En adelante, la atención se centra en saber cómo y cuándo acontecerá el siguiente homicidio. Pero la mujer no viene sola. Tiene una niña pequeña y un marido al que da vida John Hurt, perfecto en su papel de pobre ignorante con ínfulas de superioridad. La relación que se establece en el triángulo de personajes (al que se suma en el tercer acto la esposa del protagonista) marca el desarrollo de la narración, por encima de las pesquisas policiales y de otros protocolos de la ficción. Hay una escena judicial de gran eficacia dramática, pero el resto del film se enmarca dentro del espectro psicológico de los personajes, de sus acciones y sus reacciones guiadas por el instinto.
Es por estos motivos que El estrangulador de Rillington Place supone un ejercicio de cine que pone a prueba a Fleischer como director (lástima de los zooms, tan en boga en la época), y a Attenborough y Hurt como actores. No son los únicos nombres a destacar, ya que es justo reconocer también la labor fotográfica de Denys Coop, quien suma su talento para la luz y el color a un equipo en plenitud de facultades. La película vuelve a demostrar la versatilidad de Richard Fleischer y su pasión por afrontar retos diferentes, lo que ha dado como resultado una carrera un tanto irregular en la que brillan algunas gemas como El estrangulador de Rillington Place.

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El primer hombre. "First man" 2018, Damian Chazelle

Tras el éxito obtenido con La La Land, el director Damian Chazelle recibe el encargo de llevar a la pantalla la novela escrita por James R. Hansen que narra el viaje a la luna realizado en 1969 por la tripulación del Apolo 11. Al contrario que otras gestas espaciales, El primer hombre carece de la épica y la propaganda habituales y adopta un tono contenido, que algunos acusan de frío y aséptico, pero que tiene plena coherencia con el carácter del protagonista. Tal y como refleja la película, Neil Armstrong tuvo que enfrentarse a una doble misión: una pública y profesional referida a la conquista del satélite por parte de la Nasa, y otra personal y privada, en la que el astronauta debió superar una tragedia familiar que sucede al principio del film. Ambas tareas rivalizan en complejidad y mezclan la intimidad con el acontecimiento histórico, el drama del recuerdo con el porvenir.
Chazelle consigue que estas dos líneas narrativas se entrelacen con naturalidad, sin olvidar los momentos de tensión en los que tienen gran importancia los efectos visuales y sonoros. La destreza técnica y el diseño de producción (en el cual Spielberg ejerce labores ejecutivas) dotan a El primer hombre de un impresionante realismo, gracias a herramientas propias del documental (la cámara en mano) o la profusión de detalles en la banda sonora, entre otros elementos. También la fotografía de Linus Sandgren contribuye a situar el relato dentro de una época determinada, mediante los colores y el granulado de la imagen, recursos expresivos que conviven con la música compuesta por Justin Hurwitz para generar emociones sin arrebatos, acorde al sentido de la medida que gobierna el cine de Chazelle.
Otro nombre que repite con el director es Ryan Gosling, perfecto en su recreación determinada y metódica del personaje de Armstrong. La actriz Claire Foy le da la réplica en compañía de un plantel de buenos intérpretes, con apenas algún rostro conocido pero todos ellos de sobrada solvencia. Son, en conjunto, el ingrediente humano de la película, lo que hace que El primer hombre trascienda la altura del hito y se sitúe en un lugar mucho más cercano: la piel del espectador.
El cuarto largometraje de Damien Chazelle supone un viraje en su carrera que, por primera vez, no tiene un argumento relacionado con la música. Sin embargo, se conservan sus temas recurrentes como son la integridad, la libertad personal frente al deber impuesto o el compromiso dentro de las relaciones sentimentales. Por todos estos motivos, El primer hombre es una película que demuestra la madurez y el eclecticismo de un director llamado a tener peso en el cine de los próximos años.
A continuación, una de las músicas compuestas por Hurwitz que definen el espíritu de la película con pocos instrumentos, belleza y precisión. Que la disfruten:

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Infiltrado en el KKKlan. "BlacKkKlansman" 2018, Spike Lee

Hay directores combativos que nunca separan el compromiso de la ficción. Nombres como Ken Loach, Jafar Panahi o los hermanos Dardenne, además de otros que lo hacen desde la industria de Hollywood como Spike Lee. Lo que diferencia a este último de los anteriores es la ausencia de naturalismo y su inmersión en diferentes géneros, tal y como sucede en Infiltrado en el KKKlan. En esta ocasión, Lee se sirve de un hecho sorprendentemente real adaptado de la novela autobiográfica de Ron Stallworth, un oficial de policía que logró contactar y establecer confianza con el Ku Kux Klan de Colorado Springs a principios de los años setenta. Lo excepcional es que se trata de un detective de raza negra, algo que sus interlocutores ignoran y que da lugar a situaciones narradas en tono de sátira caricaturesca.
El protagonista está interpretado con convencimiento por John David Washington, quien se acompaña del siempre eficaz Adam Driver y de un buen número de actores siempre al borde del exceso. La película pertenece al género de la comedia policíaca, lo que exige simulación y cierta impustura que el director sabe controlar mediante recursos argumentales y estéticos. Lee muestra sus habilidades en la planificación, buscando puntos de vista estimulantes y de riqueza visual que se articulan en el montaje de Barry Alexander Brown. Los ejemplos más llamativos se encuentran en la escena del discurso de Kwame Touré o en algunos travelling característicos de Spike Lee, como el del final en el pasillo.
La película tiene una producción meticulosa y un acabado que exhibe personalidad, lo que queda patente en la fotografía de Chayse Irvin y en la música de Terence Blanchard. El primero utiliza una evocadora paleta de tonalidades ocres, mientras que el segundo, colaborador habitual de Lee, conjuga los sonidos setenteros con orquestaciones suntuosas. A pesar del espíritu irreverente y ligero que posee Infiltrado en el KKKlan, en sus imágenes resuena la denuncia de Spike Lee en contra de las desigualdades raciales y la arbitrariedad de un sistema que no protege a las minorías. El director cuenta con un aliado en la causa y es Jordan Peele, quien ejerce aquí de productor ayudando a completar un conjunto divertido y vibrante, capaz de desvelar la naturaleza de un monstruo cuyos tentáculos amenazan todavía hoy, como se ve en las secuencias de los informativos que cierran el film. Un epílogo que permite contraponer la realidad y su representación, la farsa con la terrible verdad de un racismo que continúa vigente y auspiciado por los estamentos del poder conservador.

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Burning. Noches de rock and roll. 2018, Fernando Colomo

Corría el año 1978 cuando Fernando Colomo dirigió su segundo largometraje con la participación de Burning, una de las bandas más icónicas de la movida madrileña. La película adoptaba el título de la canción ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?, dando inicio a una colaboración que vuelve a retomarse cuatro décadas después en forma de documental. Burning. Noches de rock and roll hace recuento del tiempo transcurrido y de las glorias y miserias que supone dedicarse a la música en España.
La narración comienza en el presente, con los preparativos de la banda para el concierto de su 40 aniversario. Es un momento importante en la trayectoria del grupo, los invitados acuden a la celebración y Johnny Cifuentes, el líder de Burning, se deja querer por un equipo entregado. Entonces el argumento retrocede al pasado, hasta los inicios musicales de estética glam y de ensayos en pisos compartidos. La trama avanza con el testimonio de familiares, profesionales del sector y compañeros de viaje (Loquillo, Rosendo, Josele Santiago...) en un recorrido cronológico que abarca las buenas rachas y las malas. Incluso las peores: Burning pertenece a esa triste lista de bandas que han tenido que sobrevivir a la muerte de su cantante y continuar sin perder la identidad ni devaluar el repertorio.
A pesar del interés con el que se sigue el documental, hay algunas decisiones cuestionables, como la de dejar incompleto el círculo abierto al inicio del film. Colomo no regresa en el desenlace al concierto con el que Burning celebra su cumpleaños y que integra el proyecto del homenaje, una opción que resta coherencia al conjunto y le confiere un desarrollo algo errático. Burning. Noches de rock and roll es un producto diseñado para satisfacer a los seguidores de la banda y que arroja luz sobre una época hoy reivindicada por una generación de nostálgicos. El resultado es aceptable sin llegar a la excelencia, en buena parte debido el aire televisivo que respira el documental, lo cual le impide aspirar a una mayor hondura y un mejor acabado. Esto es algo de lo que suele adolecer la filmografía de Fernando Colomo, en cambio, sus películas (y esta en particular) reportan cercanía y frescura, dos cualidades que se adscriben a la filosofía de los Burning.

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El prestamista. "The Pawnbroker" 1964, Sidney Lumet

La primera parte de la filmografía de Sidney Lumet se caracteriza por su marcado carácter literario, con numerosas adaptaciones de novelas y obras de teatro de envergadura. Eran los años 50 y 60 y el joven director norteamericano se volcó en trasladar a la pantalla historias intensas y de alto contenido dramático firmadas por Tennessee Williams, Arthur Miller, Eugene O'Neill, Antón Chéjov... A esta época pertenece El prestamista, película que traduce en imágenes la novela homónima de Edward Lewis Wallant.
El film comienza con una idílica escena campestre en la que una familia se dispone a almorzar. La música y los planos ralentizados hacen presagiar que se cierne una amenaza, la cual se concretará más adelante. El recuerdo de este momento se repetirá una y otra vez en la memoria del protagonista, por medio de brevísimos insertos (a modo de fotogramas subliminales) que irrumpirán años después en la vida de Sol Nazerman. Una vida devastada, que entronca directamente con el nihilismo literario de los escritores existencialistas del siglo XX (Kafka, Sartre, Camus). El personaje que da título a la película padece la soledad del superviviente, el horror nazi le arrebató todo cuanto quería y, desde entonces, se comporta como un cadáver encerrado entre los barrotes de su negocio en el Harlem de Nueva York.
La mirada y el gesto derrotado del personaje encuentran su molde perfecto en Rod Steiger, actor que realiza aquí una de sus más notables interpretaciones. Imbuido por el método del Actors Studio, Steiger se transmuta en un Nazerman doliente y cabizbajo, la viva personificación de la desgracia. Sus compañeros de reparto ejercen el contrapunto necesario de humanidad y cumplen con la misma eficacia que Steiger, completando la pequeña fauna urbana que frecuenta su tienda de empeños: gente que acude en busca de conversación, que ofrecen sobre el mostrador sus enseres personales o que regresan para recuperar aquello de lo que se desprendieron durante una mala racha.
El prestamista tiene un marcado espíritu independiente y algunos destellos de vanguardia que se evidencian, sobre todo, mediante el montaje. Lumet reviste el ambiente de una estética expresionista, gracias a la fotografía en blanco y negro de Boris Kaufman, y a una puesta en escena que saca el máximo partido de los decorados. La cámara se mueve redefiniendo los encuadres y articulando un lenguaje de escalas y ángulos de imagen, siempre al servicio de la trama. El vía crucis ordinario que atraviesa el personaje está salpicado de secuencias de exteriores muy realistas, filmadas en plena calle a modo de documental, que desvelan el lado hostil y descarnado de la ciudad. Lumet consigue crear una atmósfera que envuelve la película con ayuda de Quincy Jones, cuya música alterna temas de jazz vigoroso con composiciones introspectivas, según lo exige el relato.
Sidney Lumet logra eso tan complejo que es impactar sin ser explícito, y dejar huella en el espectador esquivando las evidencias. No son necesarias. El director sabe que los explosivos de profundidad causan mayor daño que los de superficie, y que la realidad del holocausto y los campos de concentración supera cualquier horror de la ficción. Aunque ver El prestamista resulte una experiencia árida y desasosegante, merece la pena tomarla como ejemplo de las habilidades de su director, un joven Lumet en estado de gracia que hace girar todos los elementos de la película en torno al guión y al magnífico trabajo del actor principal. A continuación, unas palabras en su propia voz acerca del estilo y la naturaleza de su cine:

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