FIRST COW. 2019, Kelly Reichardt

De manera discreta y perseverante, Kelly Reichardt ha ido desarrollando una filmografía al margen de los grandes estudios con títulos que observan la condición humana desde una perspectiva íntima de idealismo contenido. First cow es el séptimo largometraje de la directora y el que le proporciona relevancia internacional, sin abandonar las señas de identidad de sus anteriores trabajos. Al igual que en Old joy, vuelve a retratar una relación de amistad entre dos hombres. También regresa a la época de los pioneros de Meek's cutoff y, como sucede varias veces en su obra, el argumento sucede en el estado de Oregón. Estos y otros puntos en común dan idea de la coherencia del cine de Reichardt y del afán por mantener un estilo de tintes naturalistas.

Ella y Jonathan Raymond, su guionista habitual, adaptan la novela escrita por este último, una historia enmarcada en las primeras comunidades de colonos blancos que empezaron a poblar el Este de los Estados Unidos en el siglo XIX. Allí subsiste un cocinero que trata de encontrar su futuro en compañía de un inmigrante chino, con quien emprende un negocio que les obligará a transgredir la ley para prosperar. First cow es una parábola que expone conflictos éticos en medio de un territorio hostil donde cunde la desigualdad, circunstancia que Reichardt aprovecha para señalar realidades que continúan vigentes todavía hoy (la mala distribución de la riqueza, las dificultades de los desfavorecidos para medrar, el agotamiento de los recursos naturales). Todo ello sin emplear sermones ni lecciones paternalistas, desde la serenidad y la economía de medios.

La directora se toma el tiempo necesario para desarrollar la trama, deteniéndose en los detalles. Así, las acciones cobran importancia: cocinar, cortar leña, zurcir un calcetín... es la contemplación de lo cotidiano como parte del paisaje, fundamental en First cow. El entorno fluvial adquiere protagonismo desde la primera escena, cuando una joven anónima del presente se topa con los restos de quienes serán los personajes principales interpretados por John Magaro y Orion Lee. Este prólogo se convierte en premonición y marca el destino trágico de los dos amigos. Aún así, la película contiene momentos de comedia que aligeran el drama y un aire de fábula que no incurre en la gratuidad de sentimientos y conserva la austeridad hasta el último fotograma.

El carácter de cuento realista que imprime Reichardt se materializa en encuadres precisos compuestos en formato de 4/3 y una fotografía granulada obra de Christopher Blauvelt, colaborador frecuente de la directora. Las imágenes de tonalidades frías y apagadas de First cow transmiten la humedad del lugar y cierta atmósfera de melancolía que aleja el conjunto de los cánones clásicos del western. Predominan los planos fijos y la sencillez formal, lo cual no equivale a simplicidad. Kelly Reichardt es concisa en el lenguaje cinematográfico que emplea para contar la historia, evitando los alardes innecesarios y cualquier elemento que distraiga la atención de lo esencial. Que no es otra cosa que la evolución de los personajes, dando prioridad al trabajo de los actores. Después de ver First cow, resulta muy difícil olvidar el gesto cargado de autenticidad de John Magaro, la voz de Orion Lee, los ademanes de Toby Jones... en suma, el valioso contenido humano que atesora el film y que lo hace merecedor de ser tenido en cuenta.

A continuación, uno de los temas compuestos por William Tyler para la banda sonora. El músico de Nashville encuentra en los escenarios rurales de la película el recipiente perfecto para verter sus evocaciones sonoras en modo acústico y eléctrico. Relájense y disfruten:

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SOUL. 2020, Pete Docter y Kemp Powers

Aunque las grandes compañías como Disney y Pixar tienden a diluir la autoría de los directores en favor de proyectos de marca que siguen una línea en común, de vez en cuando surgen nombres cuyos méritos son reconocibles. Pete Docter es uno de ellos, ya que se encuentra detrás de algunos de los títulos más notables de Pixar: Monstruos S.AUp y Del revés. Lo que une a estas tres películas es su afán por abordar cuestiones delicadas que suelen rehuir la mayoría de las producciones orientadas al público familiar (los miedos infantiles, la viudedad, las contradicciones de la personalidad) para presentarlas de manera atractiva, como también sucede en Soul.

Otra semejanza entre Soul y Del revés es la creación de universos que ilustran cuestiones complejas del ser humano como son el alma (en el primer caso) y los sentimientos (en el segundo). Son representaciones de estética amable y muy cuidada que tratan de materializar en la pantalla conceptos de naturaleza espiritual y trascendente, dándoles accesibilidad mediante historias con moraleja. El protagonista de Soul es un profesor de música que por fin ve cumplirse su sueño de entrar a formar parte de un prestigioso cuarteto de jazz, justo cuando fallece de manera repentina. No es habitual que el personaje principal de un film de animación se muera en el planteamiento, y menos aún que su misión sea volver a recuperar la forma corpórea al tiempo que se relaciona con otras almas y seres abstractos del más allá. Pete Docter y Kemp Powers logran no solo evitar la sensiblería y la ampulosidad que suelen padecer esta clase de relatos, sino que lo dotan de un humor muy vitalista, valga la paradoja.

La película insiste en el recurso cómico del gag que comienza en el presente y se completa en el pasado, a modo de chiste retroactivo, propio del medio audiovisual (muy empleado en la serie de televisión Los Simpson). Es un efecto que acelera el ritmo ya de por sí bastante rápido, puesto que las escenas se suceden bien trenzadas unas con otras sin que el conjunto acuse la abundante carga de información que, no obstante, puede despistar a los espectadores más jóvenes. Soul pertenece a la categoría de películas que tal vez conecte mejor con los adultos, lo cual no aminora su capacidad de fascinar a todos por igual gracias al acabado visual y a la técnica impecable que lucen las imágenes. Pixar sigue siendo un referente en cuanto al diseño de la animación y, sobre todo, a su aplicación narrativa para hacer que la historia crezca hasta límites pocas veces vistos antes. Soul es un magnífico ejemplo que supone, además, un emocionante homenaje al mundo de la música en general y del jazz en particular.

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INVASORES DE MARTE. "Invaders from Mars" 1953, William Cameron Menzies

Todo un clásico de la ciencia ficción de serie B, dirigido por el especialista William Cameron Menzies. Se trata del último título del cineasta norteamericano, quien ha pasado a la historia por su labor como decorador y diseñador de producción, un oficio que él ayudó a consolidar tanto en sus propias películas como en las que trabajó para los grandes estudios. El mérito de Invasores de Marte consiste en desarrollar este talento para la escenografía con un presupuesto ajustado, empleando la imaginación y los efectos especiales artesanales.

El guion narra una invasión alienígena en un pequeño pueblo de los Estados Unidos donde los vecinos son persuadidos por oscuras fuerzas capaces de doblegar sus mentes. El primero en darse cuenta es un niño aficionado a la astrología que tratará con esfuerzo de convencer a los adultos del peligro que les amenaza. Es en esta parte inicial cuando la película muestra sus mayores virtudes, tanto en el desarrollo de la acción como en la atmósfera tensa que despliegan las imágenes bellamente fotografiadas en color. El asedio que sufre el chico se transmite al espectador mediante la inclusión en el montaje de primeros planos de los humanos bajo el influjo extraterrestre, lo cual proporciona los mejores momentos del film.

Es una lástima que todos estos logros se desperdicien en la segunda parte, con la pérdida de protagonismo del niño y la irrupción del ejército en la trama. Cameron Menzies se dedica a filmar el despliegue de las fuerzas armadas que acuden a socorrer a la población con largas escenas de paradas militares y toma de posiciones que interrumpen el ritmo hasta entonces trepidante. A partir de aquí, los personajes se vuelven intrascendentes y la modestia de la producción se empieza a percibir como un lastre y no como una oportunidad para el ingenio. El desenlace de Invasores de Marte acumula generosas dosis de humor no intencionado, ya que los marcianos abandonan la forma humana y dejan de inspirar temor para resultar ridículos en sus caracterizaciones. La pobreza de medios se refleja también en los decorados y en la constante repetición de planos para alimentar el montaje. Solo la condescendencia del público perdonará estas debilidades a cambio de disfrutar del encanto y la ingenuidad que transmite el conjunto.

No en vano, Invasores de Marte ha alcanzado la categoría de icono de ese tipo de cine que pretende deslumbrar con pocos recursos, a fuerza de buscar soluciones formales creativas. En este sentido cabe destacar las secuencias en la comisaría, un escenario desnudo con paneles claros y diáfanos en los que intervienen unos pocos elementos de mobiliario para significar el espacio... y que consiguen una gran fuerza expresiva gracias al minimalismo. El decorado más recordado es el de la pequeña colina donde se producen las desapariciones, de una teatralidad tan evidente que encaja muy bien con la mirada infantil del protagonista. En suma, son aciertos que corresponden a William Cameron Menzies y que dan relieve a esta película irregular y deliciosa, no tan memorable como se anuncia en el primer acto pero capaz de conceder un placer despreocupado y ligero.

A continuación, el tema principal de la película compuesto por Raoul Kraushaar. La emoción y el misterio conducen la partitura en la que los coros manifiestan la presencia marciana. Relájense y disfruten:

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EL ÚLTIMO VALS. "The last waltz" 1978, Martin Scorsese

Una película que comienza advirtiendo que debe escucharse a todo volumen, garantiza sin duda momentos de gran emoción. Este es el principal ingrediente de El último vals, película en la que Martin Scorsese recoge los conciertos de despedida de The Band en compañía de ilustres invitados como Neil Young, Muddy Waters, Eric Clapton, Van Morrison o Joni Mitchell, entre otros. Un acontecimiento musical al que Scorsese sabe dotar de identidad cinematográfica, para que no se trate solo de la grabación de un concierto. Es mucho más, ya que supone el retrato de una generación de artistas que se despiden de una época gloriosa antes del cambio de paradigma de los ochenta.

Unos años después de haber pertenecido al amplio equipo de montaje del film Woodstock, Scorsese inicia una trayectoria en el documental en paralelo a sus películas de ficción que le permite desarrollar en la pantalla su pasión por la música retratando a Bob Dylan, George Harrison o los Rolling Stones. El primero de estos trabajos es El último vals, el cual se integra dentro de la modalidad de actuaciones filmadas con intervenciones a cámara de los artistas entre canción y canción. Ambas partes se complementan con naturalidad en una estructura que contiene la poderosa energía de la música en directo y la información que proporcionan los integrantes de The Band, tan cercana que en ocasiones adopta la categoría de confesión. El propio Scorsese realiza las entrevistas y sabe crear el ambiente adecuado para que los músicos se sientan cómodos, teniendo en cuenta que se encontraban al borde de la disolución. Tal vez porque eran conscientes de que se trataba de sus últimos momentos tocando juntos, la película adquiere una relevancia difícil de igualar, unida a la majestuosidad del evento.

La escenografía remite a un elegante salón donde se oficia la ceremonia de despedida de una de las grandes formaciones de su tiempo, con una iluminación que favorece la calidad cinematográfica, al contrario de lo que suele suceder en otros documentales semejantes. No en vano, la dirección de fotografía está en manos de profesionales del calibre de Michael Chapman, László Kovács y Vilmos Zsigmond, además de otros nombres que completan una producción muy ambiciosa para los cánones empleados hasta entonces. El resultado no desmerece en absoluto, y todavía hoy sigue sorprendiendo por el acabado técnico tanto de la imagen como del sonido y por la precisión narrativa de Scorsese. El espectador no necesita ser admirador de The Band para sentirse concernido por lo que muestra El último vals, un ejercicio virtuoso de cine que se hermana con el rock para ofrecer un espectáculo contundente, gozoso y que constata, además, que no hay nada como un director melómano para fijar en los fotogramas de una película la magia y el misterio inasible que posee la música en vivo.

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SALVAJE INOCENCIA. "Sauvage innocence" 2001, Philippe Garrel

Algunas películas de Philippe Garrel transmiten la sensación de viajar en el tiempo y asistir al cine de otra época, cuando directores como Jean Eustache y Éric Rohmer empleaban el naturalismo como fuente de modernidad y método de exploración. Las semejanzas no son solo estéticas sino también de planteamientos, puesto que Salvaje inocencia captura los gestos cotidianos de personajes que viven dentro de una fábula, en este caso con reminiscencias del mito de Orfeo.

Como sucede en otros títulos de Garrel, la historia está ambientada en el mundo del cine. El director habla de lo que conoce: los límites entre la realidad y la ficción, y la complejidad de los sentimientos. Pero en este periodo de su carrera lo hace con una sencillez extrema y una depuración que se puede confundir con dejadez, si bien es verdad que responde a un ejercicio de síntesis que elimina los elementos accesorios del relato.

El guion describe los esfuerzos de un director de cine por llevar a cabo una película en contra de la droga. Su propósito proviene de la pérdida de su pareja a causa de una sobredosis, circunstancia que pretende llevar a la pantalla con la financiación de un moderno Mefistófeles en forma de empresario envuelto en negocios oscuros. Garrel desarrolla la trama con su habitual estilo contenido que mantiene siempre la distancia y parece no intervenir en la narración. En realidad, la omisión de un punto de vista determinado supone también un punto de vista que se suele denominar neutro, el cual posee intenciones menos evidentes de lo común pero que están ahí, agazapadas bajo imágenes que rechazan el ornamento. Para un público desprevenido se podría confundir con cine de la contemplación, cine equidistante. Pero con poco que se observe, es fácil darse cuenta de que detrás de los tiempos muertos y los silencios hay una voluntad clara por parte del director de asentar la ficción sobre una base de cotidianidad que hace que la película sea verosímil, cercana y carezca de los ataduras de las producciones convencionales.

La puesta en escena y la interpretación de los actores debutantes Mehdi Belhaj Kacem y Julia Faure contribuyen a fijar el tono general de austeridad, con abundantes planos cortos que invitan a descubrir la psicología de los personajes o retratan sus acciones de manera a veces funcional. Tanto Garrel como su equipo son conscientes de que cargar con sentimentalismos una historia ya de por sí dramática hubiera diluido la vocación honesta del film, y aunque Salvaje inocencia en ocasiones pueda incurrir en cierta ingenuidad, forma parte del conjunto: lo que aquí se propone es un cuento frío en blanco y negro, una parábola de final amargo. Es difícil tratar cuestiones humanas de manera simple como lo hace Philippe Garrel.

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DAVID LYNCH: THE ART LIFE. 2016, Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm

Si en las últimas décadas hay un director con derecho a ostentar la condición de autor, es sin duda David Lynch. Sus películas son de inmediato reconocibles en la forma y tienen el mérito de haber universalizado un discurso alejado de las convenciones, que tiene poco que ver con el cine predominante y se aproxima a la vanguardia y la experimentación. Así lleva siendo desde sus primeros cortometrajes, pero ¿cómo era Lynch en su juventud, antes de adoptar la cámara como herramienta de expresión? El documental David Lynch: The art life responde a esta pregunta y permite al espectador asomarse al complejo universo del cineasta norteamericano.

Rick Barnes y Jon Nguyen asumen la tarea de retratar el proceso creativo y las ideas de Lynch, con la decisiva aportación de Olivia Neergaard-Holm, quien se encarga de montar el film. Los tres realizan una labor encomiable al lograr que Lynch resulte cercano sin difuminar su misterio, ya que a menudo la aureola mística que ha envuelto al personaje ha ocultado a la persona, proyectando su figura como una prolongación de su cine. Lo que revela este documental es a un artista veterano con plena conciencia de su trabajo y dueño de un discurso lúcido y sereno, que él mismo expone a modo de temprana autobiografía. Las anécdotas familiares se intercalan con los recuerdos de infancia, mucho más plácidos de lo esperado, las frustrantes experiencias como estudiante y su primer matrimonio, hasta el momento en el que obtiene una beca del American Film Institute. El relato termina antes del estreno de Cabeza borradora y su irrupción en la industria del cine, algo que hoy solo parece posible en aquellos lejanos años setenta.

Teniendo en cuenta que la primera vocación de Lynch fue la pintura y que nunca ha dejado de practicarla, hay que advertir que el contenido del documental gira en torno a la obra plástica del director, más que a la cinematográfica. Esta ocupa solo la última parte, lo cual hace que el conjunto gane valor por su originalidad. La película ofrece un amplio catálogo de cuadros que se complementan bien con los títulos que Lynch ha realizado para la pantalla, un arte desarrollado en dos soportes que dialogan entre ellos y comparten la misma búsqueda de las aristas y las sombras del ser humano. David Lynch: The art life muestra al protagonista en el estudio de su casa pintando, reflexionando y fumando. Un septuagenario en paz consigo mismo que regala al público su memoria y sus reflexiones, ambas con interés suficiente para convocar a los seguidores. Pero no solo a ellos. También puede mantener la atención de los aficionados al arte moderno y los procesos artísticos, puesto que se trata de un documental narrado con pulso, bien estructurado, muy cuidado en el aspecto sonoro y visual y con un montaje brillante. En suma: buen cine para hablar de un buen cineasta.

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EL PADRE. "The father" 2020, Florian Zeller

Tras el éxito obtenido con la obra de teatro El padre, es el propio autor Florian Zeller quien se encarga de llevarla al cine con la ayuda de Christopher Hampton en la escritura del guion. El reto cobra relevancia porque se trata del debut en la dirección del dramaturgo francés y por la particularidad narrativa del proyecto, ya que muestra el punto de vista de un hombre en el deterioro de sus facultades mentales. No es fácil contar en primera persona la historia de una enfermedad sin caer en el melodrama plañidero ni en el patetismo, algo que Zeller consigue esquivar sosteniendo el film sobre tres pilares: la construcción dramática, los actores y la escenografía.

Del primer aspecto cabe destacar el transcurso de la acción, con elementos que se van tergiversando según involuciona la memoria del protagonista. Los rostros a su alrededor se confunden en un ingenioso juego de montaje en el que se repiten escenas y frases de diálogo, sumando variaciones que añaden confusión al padre encarnado por Anthony Hopkins. Los intérpretes aportan un enorme valor al resultado, manteniendo el tono preciso entre la emoción y la credibilidad. El octogenario actor aparece acompañado por Olivia Colman, Imogen Poots, Rufus Sewell, Olivia Williams y Mark Gatiss, todos matizados y convincentes. El escenario donde convive el elenco está en continua transformación, es un espacio cambiante que mantiene, no obstante, el orden arquitectónico con mobiliario, atrezzo y otros detalles que van adaptando su forma y colores al desarrollo de la trama. Esto obliga al espectador a enfrentarse a las mismas sensaciones que experimenta el padre, en un ejercicio de empatía que unifica los recursos del teatro y el cine.

En resumen, Zeller consigue trasladar las virtudes del texto original del escenario a la pantalla, logrando una película sorprendente y virtuosa, casi un truco de prestidigitación. ¿Por qué, sin embargo, el resultado no termina de alcanzar la excelencia? El problema es que la genialidad que exhibe El padre es demasiado evidente y en la primera mitad ya ha agotado sus posibilidades, incurriendo en la reiteración. Una vez que se aprecia el complejo armazón narrativo que sustenta el conjunto, parece como si Zeller se regodeara en sus aciertos e insistiese en prolongarlos hasta completar la duración estándar de la película. Tal vez sea una actitud premeditada que tiene como objeto introducir al público en la misma sensación repetitiva que vive el personaje principal... o tal vez no. En cualquier caso, es justo valorar la opera prima de Florian Zeller por sus evidentes aciertos, aunque el subrayado de los mismos sea también su debilidad.



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EL AGENTE TOPO. 2020, Maite Alberdi

Siempre es espinoso tratar el tema de la vejez en el cine, ya que cae con demasiada facilidad en la sensiblería y la condescendencia. La directora Maite Alberdi lo ha abordado con anterioridad en La once y en el cortometraje Yo no soy de aquí, el cual coincide con El agente topo en situar la acción en una residencia de ancianos. Este último título mezcla el documental con la ficción mediante un género tan pautado como es la comedia de espías, un divertido híbrido no exento de emoción y de crítica al abandono que sufren los mayores por parte de sus familias. El resultado es una película insólita que tiene el valor de lo universal y que encuentra el equilibrio preciso entre la ligereza y la profundidad, gracias al punto de visto adoptado por Alberdi y a la elección del personaje protagonista: un octogenario que acaba de enviudar y busca estímulos ingresando en un asilo para cumplir una misión de vigilancia.

El inicio de El agente topo sigue los tópicos de las películas de espionaje, con la exposición de los hechos y la encomienda que el héroe debe llevar a cabo. Poco a poco, la realidad se va imponiendo sin abandonar nunca ciertos clichés (los cachivaches tecnológicos, los informes secretos) hasta desembocar en la denuncia de la situación que viven muchas personas de la tercera edad, aparcadas durante el fin de sus días a la espera de visitas familiares cada vez menos frecuentes. Se trata de una acusación sin acritud, puesto que el tono que emplea Alberdi es casi siempre amable y está iluminado con claridad por Pablo Valdés, su fiel director de fotografía.

Aunque el trasfondo es realista, El agente topo está narrada con una estética y una planificación que aluden en todo momento al cine de género. Como es habitual, Maite Alberdi emplea un estilo depurado y una técnica impecable en la que los elementos que articulan el lenguaje cinematográfico (la música, el montaje) se aproximan al de cualquier título de ficción. De la misma manera, la directora obtiene reacciones de los personajes que bien se podrían confundir con interpretaciones de actores profesionales, lo cual a veces otorga al conjunto cierta sensación de artificio que, lejos de ser un problema, supone el atractivo del film. Este juego entre realidad y simulación permite que un asunto que en principio podría parecer ingrato, termine amplificando las intenciones de El agente topo y obteniendo un alcance mucho más amplio.

A continuación pueden ver Yo no soy de aquí, el cortometraje de 2016 en el que Maite Alberdi anticipa algunos de los aciertos que desarrollará después en El agente topo. Relájense y disfruten:

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LAS TRES CARAS DEL MIEDO. "I tre volti della paura" 1963, Mario Bava

A partir de los años cincuenta abundan en Italia las películas de episodios, formadas por pequeños segmentos que mantienen algún elemento en común. Una tendencia a la que no se sustrae casi ningún director, incluido Mario Bava, quien filma Las tres caras del miedo adaptando cuentos de Ivan Chekhov, Alekséi Tolstói y Guy de Maupassant. Aquí la constante es el terror y el suspense, un terreno que el director conoce a la perfección y que desarrolla en formato breve con su personal estilo.

La película comienza con una introducción por parte de Boris Karloff, maestro de ceremonias y a la vez intérprete del episodio central. Al contrario de lo que suele suceder con este tipo de films compilatorios, en Las tres caras del miedo no se acusa irregularidad ni descompensación: las tres partes resultan eficaces, equilibradas y con capacidad de sobra para hacer las delicias del aficionado al género. Bava exhibe su dominio de la puesta en escena recurriendo a algunos tópicos de la imaginería gótica (caserones decadentes, bosques lúgubres, damas en apuros) que el director italiano representa con su característico empleo del color y las sombras. La película hace gala de un artificio deliberado que encaja bien con el espíritu de las historias, una ausencia de naturalismo que se manifiesta en el uso de la cámara (con abundantes movimientos y zooms) y en un epílogo que desvela los trucajes empleados por el equipo de filmación. Es verdad que, en ocasiones, estas simulaciones se antojan demasiado evidentes (el cadáver del tercer relato) pero en conjunto se alcanza una atmósfera irreal y una tendencia al guiñol que hacen que el visionado sea muy disfrutable.

Si bien las películas de Mario Bava se desarrollan en metrajes escuetos y con presupuestos modestos, Las tres caras del miedo posee la habilidad del director para manejarse en la narración corta con personajes que no precisan de un tratamiento exhaustivo y finales que se quedan abiertos, buscando la implicación del público. Bava ofrece aquí tres dosis de su talento para generar tensión en uno de los títulos destacados de su etapa más creativa. En suma, una apuesta segura para los amantes del horror clásico.

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