Song to song. 2017, Terrence Malick

El reparto de actores que integran Song to song haría palidecer a cualquier director de casting. Nada menos que Ryan Gosling, Rooney Mara, Michael Fassbender, Natalie Portman y Cate Blanchett... sin embargo, la película no ha sido estrenada en España. La razón se llama Terrence Malick. El cineasta norteamericano cierra con este film la etapa más experimental de su carrera, iniciada en 2011 con El árbol de la vida, a la que siguieron To the wonder en 2012 y Knight of cups en 2015. Se trata de un cine cercano a la improvisación, sin guión establecido y con una estructura narrativa que se crea durante el proceso de montaje. Un modus operandi cuyos resultados han concitado el desprecio casi unánime de la crítica, la indiferencia de los exhibidores y la incomprensión del público. ¿Cómo entonces consigue Malick reclutar a semejantes estrellas del cine, quienes aceptan reducir sus honorarios para trabajar con él, y obtener además la fidelidad de Emmanuel Lubezki, uno de los directores de fotografía más importantes de los últimos tiempos? La respuesta es sencilla: para los profesionales acostumbrados al control milimétrico que se impone en Hollywood, supone un estímulo y un reto trabajar con un director capaz de filmar deprisa y que les empuja a elaborar ellos mismos la película mientras se está rodando. Una vez que el metraje abandona la mesa de edición es cuando revela ante todos su naturaleza, producto de un acto colectivo de creatividad. Así, Terrence Malick debe ser reconocido como un artista en el sentido real del término, una condición que no encuentra acomodo en el actual sistema que rige en la industria.
Más allá de estas circunstancias, se hace difícil hablar de Song to song (y de los últimos films de Malick) fuera del ámbito personal. Porque en realidad, no hay una única forma de aproximarse a la película sino tantas como espectadores se atrevan a desentrañarla. El argumento está siempre en construcción y depende de la complicidad del público, de su experiencia vital y su manera de entender las relaciones humanas. Se trata de un modo de ver el cine semejante al de la lectura de algunos poemas: está lo que el autor quiere expresar, pero también lo que el espectador aporta desde su propia identidad. En Song to song vuelven a aparecer las obsesiones de Malick respecto a la religión, el vacío existencial y el artificio de las sociedades modernas, pero en lugar de hacerlo mediante escenas en las que estos asuntos se plantean, evolucionan y terminan por resolverse, lo que propone Malick son evocaciones visuales y sonoras (a través de voces en off) que sugieren muchas más preguntas que respuestas.
Para plasmar todas estas consideraciones en la pantalla, Malick ha desarrollado un estilo que aúna los recursos técnicos y artísticos. El director tejano hace que la cámara sea una presencia más en la película, un trasunto del espectador cuya mirada acompaña el deambular de los actores por las imágenes captadas con lentes de gran angular. Estas ópticas, propias de la filmación de paisajes, permiten la celeridad porque su gran profundidad de campo evita los problemas de foco (aunque también provoca ciertas distorsiones visuales), a la vez que establece una intensa asociación entre los personajes y el entorno. Ya sean espacios naturales, urbanos o interiores, los decorados en los que Malick enmarca a sus criaturas son una prolongación de sus personalidades, a veces en armonía y otras veces en conflicto.
Otro aspecto fundamental es el sonoro, en consonancia siempre con lo visual. Ambos términos persiguen elaborar un lenguaje común cuya finalidad no es sólo la belleza estética (presente en las películas de Malick), sino la espiritualidad y la trascendencia. Es por eso que la interacción entre música e imagen aspira a alcanzar una dimensión narrativa que puede resultar algo abstracta para el público desprevenido pero que, en verdad, es básica y directa. Las músicas que elige Malick dicen tanto como los diálogos, con una variada selección de sonidos que incluyen el clasicismo, el blues, el jazz latino, el punk, el pop... Cabe destacar la participación no sólo musical de algunas figuras como Patti Smith o Iggy Pop, quienes aparecen en el film para aportar también algunas reflexiones personales.
En suma, Song to song puede constituir un cierre de etapa dentro de la cinematografía de Terrence Malick, un autor libre como pocos que, en su última obra, aborda también cuestiones referidas a la dificultad del amor, la insatisfacción del poder material y su remedio emocional. Podría definirse sin complejos como cine místico, no apto para todos los paladares, que posee la capacidad de reportar a una minoría de espectadores el placer de encontrarse con algo radicalmente diferente y lleno de emociones.
A continuación, un interesante vídeo-ensayo que muestra algunas de las constantes formales que Malick ha mantenido en sus últimas películas. Que lo disfruten:

LEER MÁS

Harold y Maude. 1971, Hal Ashby

Un niño rico trata de combatir el aburrimiento de su vida acomodada asistiendo a funerales y fingiendo todas las formas posibles de suicidio. Su obsesión por la muerte empieza a tambalearse cuando conoce a una anciana vitalista con la que entabla una peculiar relación. Esta premisa, ideada por el debutante Colin Higgins, sirvió para que Hal Ashby emprendiese su segundo largometraje como director después de haber adquirido relevancia montando algunas de las películas de Norman Jewison. Tal vez estas circunstancias expliquen el amateurismo de Harold y Maude, una comedia cuya originalidad y voluntad de transgresión quedan amortiguadas por la falta de pericia de sus responsables.
Los problemas empiezan ya desde el guión, convertido en una sucesión de gags que al principio pueden sorprender (las muertes simuladas de Harold, las carreras en coche de Maude), pero que van perdiendo impacto según se repiten en sucesivas escenas. Los recursos cómicos resultan, por otro lado, bastante simples e ingenuos, incluso cuando se cuestionan algunos de los estamentos que rigen el sistema, encarnados en los personajes del militar, el cura y el psicólogo. Los diálogos carecen de naturalidad, especialmente las sentencias que recita la entrañable Maude, un compendio de palabras lúcidas y sabias que parecen extraídas de algún manual de auto-ayuda. Y este es otro de los problemas de la película, el didactismo que desprende su moraleja y el humor infantil que Ashby pretende hacer pasar por provocador y que, en realidad, lo es tanto como una pedorreta entre colegiales.
Tampoco el director se muestra inspirado en la puesta en escena ni en la planificación. Si acaso, algunos encuadres de composiciones geométricas en los interiores de la mansión consiguen salvar el conjunto de la apatía visual, agravada por los característicos desenfoques y zooms ópticos de la época. Y es que Harold y Maude es una película producto de su tiempo, con un final impregnado de filosofía hippy, una banda sonora repleta de canciones de Cat Stevens que entran y salen a machetazos, y una interpretación por parte de Bud Cort que parece una versión aniñada de Malcolm McDowell. Mejor suerte corre Ruth Gordon, su compañera de reparto, quien llena de humanidad al personaje de Maude. Ambos cargan con todo el peso de este film que hubiese sido un estupendo cortometraje, y que se va estirando a fuerza de repetir sus hallazgos para adoptar la forma de película.

LEER MÁS

Mother! 2017, Darren Aronofsky

Darren Aronofsky es el perfecto guía para adentrarse en territorios alejados de la comodidad y el sosiego. Sus películas sitúan a los personajes frente a los límites que separan la razón de la locura, el bien del mal, lo real de lo imaginario... Ya sea la bailarina cegada por la ambición de Cisne negro, el veterano protagonista que busca redimirse en El luchador, o el matemático aquejado de lucidez de Pi, todos ellos comparten un dolor sobrehumano que les enfrenta a sus propios fantasmas y del que saldrán purificados (aunque no necesariamente vivos). El último jalón de este tortuoso camino lo representa Mother!, una de las películas más arriesgadas y que mejor ilustra el universo de Aronofsky.
El guión original del film rinde tributo a un género de películas que supusieron un revulsivo en el cine de los años sesenta y setenta, auténticos zarpazos para los espectadores bienpensantes como Perros de paja, La jauría humana, El quimérico inquilino y, sobre todo, La semilla del diablo. Estos dos últimos títulos, firmados por Polanski, ejercen una gran influencia sobre Mother! en cuanto a la percepción de la comunidad como algo extraño y peligroso (lo que explica la alienación de los personajes principales), y el reconocimiento del subconsciente como una guarida que termina convirtiéndose en amenaza. La historia tiene un planteamiento teatral por su unidad de espacio: una casa rehabilitada en medio del campo, y de personajes: un matrimonio con cierta diferencia de edad. Ella se dedica a reformar la vivienda, según sus propias palabras "a construir un paraíso". Él también se encuentra en mitad de una construcción, la de su obra poética alabada por los lectores pero paralizada por el bloqueo creativo. La relación entre ambos es tensa y fría, hasta que una noche reciben la visita inesperada de un cirujano que no encuentra donde alojarse. La irrupción de este extraño alterará para siempre la convivencia en la casa, un escenario que guarda, por otra parte, una particular simbiosis con sus habitantes. Mother! es un drama de terror con connotaciones del teatro de la crueldad de Artaud y de las películas pertenecientes al subgénero de casas encantadas, ingredientes que deparan una experiencia más que intensa, sobrecogedora.
Conviene no revelar demasiado de la trama, porque Mother! cuenta con importantes giros narrativos y efectos sorpresa que Aronofsky resuelve apelando a la complicidad del público. Hay que advertir que no se trata de una película que pueda complacer con facilidad, al contrario, el director persigue remover en sus butacas a los espectadores incautos, incluso molestarles. El hecho de que lo consiga constata las virtudes de una película con vocación kamikaze, que juega con el simbolismo y que lo apuesta todo a la interpretación de los actores. La pareja encarnada por Jenniffer Lawrence y Javier Bardem extrae oro puro de unos personajes de enorme dificultad, los cuales deben amortiguar los excesos que contiene el relato mediante recursos gestuales y una humanidad a priori imposible. Lawrence carga con mayor responsabilidad, ya que Mother! adopta el punto de vista de su personaje, una prueba de fuego que la actriz desarrolla con virtuosismo y que se ve amplificada por sus compañeros de reparto, entre los que destacan los veteranos Ed Harris y Michelle Pfeiffer.
Mother! también luce sus aciertos técnicos con inspiración y sentido de la plasticidad, adaptando las herramientas técnicas a las exigencias narrativas. Aronofsky vuelve a contar con Matthew Libatique, su director de fotografía habitual, para crear la atmósfera adecuada en todo momento y dotar de vida el decorado único de la casa. Sólo cabe lamentar cierto abuso de los trucos digitales para las escenas más oníricas, lo cual a veces disipa el aroma retro que pretende evocar el conjunto. Pero si hay un aspecto que sobresale de manera evidente es el diseño sonoro, un auténtico festín para los oídos atentos que podrán apreciar los matices como si fuesen las notas de una melodía. Tanto el montaje de imagen como el de sonido están cuidados con detalle y hacen de Mother! una experiencia que, si bien no resulta apta para todos los paladares, seducirá a los amantes de las emociones intensas y a todos aquellos espectadores que sepan atender la propuesta valiente, casi suicida, del indomable Darren Aronofsky. Ojalá que más allá de las extravagancias que desfilan por la pantalla, sepan discernir la alegoría del proceso creativo que envuelve al personaje de Bardem y las incertidumbres del amor y de la vida en pareja que subyacen en el argumento. Para bien o para mal, Mother! es una película inolvidable.

LEER MÁS

Isla de perros. "Isle of dogs" 2018, Wes Anderson

Casi una década después de Fantástico Sr. Fox, el cineasta Wes Anderson dirige su segunda película de animación empleando la técnica de stop motion. Una opción laboriosa y artesanal que guarda plena coherencia con la figura que representa Anderson dentro de la industria: el artista concienzudo que se sitúa al margen de los cánones de Hollywood y es capaz de embarcar a las celebridades en sus personalísimas obras de autor.
La clave es que semejante forma de hacer cine ha conseguido conectar con una legión de seguidores que aplauden su originalidad y resistencia a dejarse domesticar, manteniendo el sello inconfundible de sus películas y ampliando el espectro de su imaginario. Dentro de las múltiples referencias que maneja el director, esta vez su mirada se posa en el lejano Oriente, un escenario que se adapta a la perfección a las composiciones geométricas de sus encuadres y a las angulaciones tan características de la cámara. Pero el decorado principal es la Isla de perros que da título al film, un territorio inventado que se suma al universo andersoniano tan fértil al humor y la aventura.
Esta vez, el texto parte de una idea propia de Anderson en compañía de algunos de sus colaboradores habituales (Roman Coppola, Jason Schwartzman). Lo primero que llama la atención es que se trata de una película más adulta y oscura que Fantástico Sr. Fox. Ambas entonan cantos a la libertad individual y colectiva, son alegorías de un estado represor que puede ser derrotado con valor e ingenio. Pero en el caso de Isla de perros, la fábula es más evidente puesto que el personaje antagonista es el presidente corrupto de un gobierno autoritario. Conviene detenerse en este aspecto poco explorado del cine de Anderson, ya que el empaque visual y el influjo estético de sus películas suelen sepultar cualquier posible lectura política o social.
Por eso, más allá del humor absurdo y de las referencias culturales, se debe reconocer a Wes Anderson como un humanista cuyos personajes mantienen con firmeza sus códigos éticos y recuperan mitos como el de Edipo para explicar la relación entre el niño protagonista y su padre. Isla de perros plantea también una diáspora canina que se transporta con facilidad a la actual coyuntura de los inmigrantes dentro y fuera de los Estados Unidos. Elementos que se integran en la trama con naturalidad y sentido del ritmo, provocando situaciones de comedia y acción.
Tal y como cabía esperar, la animación de la película resulta deslumbrante. La plasticidad y el dinamismo de las imágenes, el uso del color y la fotografía de Tristan Oliver (todo un especialista en iluminar en stop motion, como prueban sus trabajos en los estudios Aardman y Laika), dotan de vida a la amplia multitud de personajes, ya sean humanos o animales. Estos atributos y otros más hacen de Isla de perros un gozoso espectáculo de enorme belleza y contenido aleccionador que, no obstante, despistará a los espectadores más pequeños El motivo es que la narración está salpicada de repentinos saltos en el tiempo y que numerosas escenas están habladas en japonés, decisiones acordes con el relato pero que terminan por enfriar las pretensiones comerciales de la película. Nada de esto afecta a su calidad, tan exigente como el resto de la filmografía de Wes Anderson.
A continuación, una breve explicación del proceso creativo con el que las marionetas cobran vida en la pantalla. Un ejemplo del potencial de la tecnología aplicada al arte y la narración:

LEER MÁS

Psiconautas. 2015, Pedro Rivero y Alberto Vázquez

Al igual que sucede en otros países, en España se va estrechando la relación entre el cine de animación y la novela gráfica. Un binomio que cuenta con ejemplos recientes (Chico y Rita, Arrugas) y otros venideros (Buñuel en el laberinto de las tortugas, Memorias de un hombre en pijama). Entre medias se sitúa Psiconautas, una de las películas más sorprendentes hechas en cualquier formato o género, y que cuenta con diferentes fases: en 2006 nace representada en viñetas, cuatro años después adopta la forma de cortometraje con el título de Birdboy, y en 2015 expande su fantástico universo para convertirse en largometraje. Alberto Vázquez es el autor de la obra durante todo el proceso, en cuya parte cinematográfica está acompañado por Pedro Rivero.
Poco se puede contar sin desvelar el misterio de este film hermoso y perturbador. La historia está llena de personajes inesperados, capaces de reflejar las miserias y las grandezas del ser humano bajo una apariencia irreal. Son animales antropomorfos, seres increíbles diseñados con una gran economía de trazos y que resultan enternecedores y terribles según la naturaleza del cuento. Porque Psiconautas es, ante todo, una fábula oscura acerca de la superación y del peso de los estigmas, de la capacidad de enfrentar las dificultades y de la fatalidad que se cierne sobre los individuos desechados por la sociedad. Hay que advertirlo: no es una película para todos los públicos. La belleza de las imágenes no impide que el visionado reporte sensaciones incómodas e incluso amargas, en este contraste reside la excepcionalidad de la película. El horror de la distopía estilizado con diseños coloristas e hipnóticos.
Los directores consiguen desarrollar toda la inventiva visual que ofrece el relato e imprimen el ritmo adecuado para provocar fascinación y entretenimiento. En suma, se trata de una de las joyas más deslumbrantes del cine de animación elaborado en España. Un país que hace pocos años no figuraba en ningún recuento de largometrajes destacables y que, por fin, empieza a desgranar una filmografía exigente y adulta gracias a operas primas como Psiconautas.

LEER MÁS