Un mundo de fantasía. "Willy Wonka and the Chocolate Factory" 1971, Mel Stuart

Aunque hoy cueste creerlo, durante buena parte del siglo XX los estudios de cine y televisión contaron en sus plantillas con un importante número de escritores reconocidos que compaginaban el mundo de la literatura con el del espectáculo. Nombres como los de Ernest Hemingway, Arthur Miller, Scott Fitzgerald o William Faulkner se dejaron seducir por los cantos de sirena del éxito y por la seguridad que les reportaba un sueldo a final de mes. Uno de ellos fue Roald Dahl, quien rubricó con su firma la adaptación de textos ajenos (Sólo se vive dos vecesChitty Chitty Bang Bang) y también propios como Charlie y la Fábrica de Chocolate, uno de sus cuentos más celebrados.
El exuberante imaginario de Dahl encuentra su perfecta traslación a la pantalla en Un mundo de fantasía, dirigida sin alardes por Mel Stuart. No es una crítica: la película invierte todo su esfuerzo en el diseño de producción, cuya belleza y plasticidad recrea las ilustraciones originales de Quentin Blake. Se trata de un divertimento de gran atractivo visual que no elude por ello la acidez propia del escritor, presente en la denuncia a la sociedad de consumo y a la superficialidad de las relaciones humanas. La historia es bien conocida: los niños del mundo entero sueñan con cruzar las puertas de la maravillosa Fábrica de Chocolates Wonka. Su misterioso dueño, Willy Wonka, oculta en cinco tabletas los únicos tickets dorados que permitirán el acceso a la fábrica, una oportunidad excepcional para que los pocos niños afortunados demuestren si realmente merecen estar allí. La película conserva la misma estructura narrativa del cuento y la adapta al lenguaje cinematográfico, con algunos cambios obligados por la técnica (las ardillas peladoras de nueces son sustituidas por los gansos que ponen huevos dorados) y la incorporación de canciones que salpican la trama. Son pequeños números sin apenas coreografía que ayudan a definir el carácter de los personajes y a completar algunas situaciones, obra del letrista Leslie Bricusse y del compositor Anthony Newley.
Un mundo de fantasía tiene sus más ilustres precedentes en El Mago de OzLos 5000 dedos del Dr. T, películas con las que comparte un particular concepto de la fantasía con tintes freudianos (los tres protagonistas buscan un referente dominador que les libere de sus propios temores), en un escenario idílico asociado al subconsciente que depara, no obstante, numerosos peligros. Tanto Victor Fleming como Roy Rowland y Mel Stuart trazan el mapa de los terrores infantiles representado con extrema belleza, como si la saturación de color ocultase las sombras de gente infeliz. Esa es la clave que define a Willy Wonka, interpretado con convicción y meticulosidad por Gene Wilder. Un personaje extraño a quien deseamos conocer y tememos a partes iguales.
Tres décadas después, el cineasta Tim Burton aplastó con su cacharrería todas las sutilezas intertextuales de la obra de Dahl para levantar un circo excesivo y gritón, que daba rienda suelta al histrionismo de Johnny Depp. Es una lástima que artistas tan competentes no supieran leer entre líneas un cuento que mantiene intacta su vigencia, como hizo Mel Stuart de forma artesanal, sencilla y, sobre todo, honesta.

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Star Wars: El despertar de la fuerza. "Star Wars episode VII: The force awakens", 2015. J.J. Abrams

Para entender la magnitud del fenómeno Star Wars hay que trascender los márgenes del cine, mirar con perspectiva. Y hacer un poco de memoria. La generación de niños que asistió al nacimiento de la saga tiene hoy entre treinta y cinco y cincuenta años, un margen de edad por lo habitual con la economía saneada, que combate el estigma de la madurez con las armas de la sociedad de consumo. Así, durante los últimos años ha habido un resurgir de la nostalgia que se manifiesta en la recuperación de modas, músicas y películas icónicas de la década de los ochenta. Poltergeist, Mad Max, Pesadilla en Elm Street, Robocop, Cazafantasmas... vuelven a la cartelera apelando a la añoranza. La implantación de los términos remake, reboot, spin off, precuela o secuela, son en realidad la constatación de que Hollywood no quiere o no consigue crear nuevos fenómenos. El motivo se debe a un público mayoritariamente conservador que insiste en consumir una y otra vez los mismos productos, por pereza intelectual y para perpetuar la ilusión de la infancia.
Estos ingredientes han sido digeridos por la compañía Disney, propietaria de la franquicia Star Wars desde el año 2012 y experta en grandes campañas de promoción. El estudio ha atendido las demandas de una legión de admiradores decepcionados por la deriva en la que George Lucas había encaminado la saga, lejos de su espíritu original. El encargado de cicatrizar las heridas abiertas es J.J. Abrams, director crecido bajo la influencia de Amblin, con experiencia en reflotar epopeyas galácticas como Star Trek. También se ha contratado a uno de los guionistas involucrados en los episodios IV y V de Star Wars, Lawrence Kasdan. La incorporación de estos dos nombres deja clara las intenciones de Disney: reverdecer los viejos laureles y dar protagonismo a los cineastas, más que a los inversores. Treinta y tres años después de El retorno del Jedi se estrena el siguiente episodio en continuidad narrativa, El despertar de la fuerza, mientras millones de seguidores se muerden las uñas deseando olvidar los últimos tropiezos. A partir de aquí, la película ofrece todo lo que promete.
Los esfuerzos de la producción se han volcado en recrear la línea estética de las primeras películas de Star Wars, seña de identidad de la serie. El despertar de la fuerza recupera así el encanto de las imágenes motrices, ese retro-futurismo que mezcla innovación y diseño añejo, tecnología y primitivismo. Tanto los decoradores como los encargados del vestuario han respetado el concepto ideado en su día por Lucas y ahora perpetuado con vocación intemporal. La película está llena de efectos especiales, pero sin llegar a sepultar la trama. Se ha mantenido la correlación entre la ficción y el espectáculo, entre el conflicto que mueve a los personajes y la cacharrería digital. No en vano, la saga de Star Wars está considerada como una ópera galáctica al ritmo de la batuta de John Williams, quien vuelve a estremecer los oídos de la platea con melodías que forman parte del imaginario popular.
Si los ojos de los fans se sienten reconfortados al reconocer la iconografía familiar de El despertar de la fuerza, lo mismo sucede con el contenido. La película sigue a pie juntillas el argumento de Una nueva esperanza, el episodio IV con el que se inició la saga, adaptándolo a los tiempos actuales (protagonista femenina, antagonista con trasfondo, variedad étnica). Con esta primera parte de la nueva trilogía, Abrams no busca transformar la idea original sino renovarla, hacer un guiño de complicidad a los espectadores veteranos y saludar a los que se incorporan al universo de Star Wars. De esta manera, la película exhibe una vocación de experiencia compartida, de intercambio generacional que se materializa desde el mismo elenco. El despertar de la fuerza recupera los rostros de Harrison Ford, Carrie Fisher y Mark Hamill, y añade los de Daisy Ridley, John Boyega, Oscar Isaac y Adam Driver. Un buen plantel que conjuga veteranía y juventud de forma compacta y coherente con lo que se está contando, que es ni más ni menos que un cuento. Emocionante, divertido, trágico, vibrante... pero siempre un cuento en el sentido clásico del término.
El despertar de la fuerza no solo es un ejemplo perfecto de cine de acción y aventuras, sino que además ilustra como ningún otro film de Star Wars el carácter de la serie y su capacidad para conectar con el público de todas las edades. Porque sabe situarse entre dos épocas y reconciliar al padre (Una nueva esperanza) con el hijo, porque es un derroche de ciencia ficción que dignifica el género, y porque una vez que se ha cerrado el círculo argumental deja todas las propuestas abiertas. En este sentido, J.J. Abrams filma un ajuste de cuentas con el pasado, deja los contadores a cero y abre vías que permiten soñar con prometedoras continuaciones. En definitiva, El despertar de la fuerza defraudará a quien espere una revolución del concepto, y satisfará a casi todos los demás. Sobra decir que los segundos son más numerosos.
A continuación, la música que John Williams ha compuesto para el personaje de Rey dentro de la banda sonora de la película. Una vez más, el viejo maestro vuelve a crear melodías que definen el carácter de los protagonistas, verdaderas radiografías musicales. Relájense y disfruten:

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Sicario. 2015, Denis Villeneuve

La segunda película de Denis Villeneuve en Hollywood supone toda una prueba de fuerza. El guión de Sicario contiene personajes carismáticos, escenas de acción y un argumento comprometido que plantea la pregunta: ¿Hasta dónde se puede llegar para construir un mundo más seguro? La ética y el entretenimiento se dan la mano con un doble objetivo, plantear el debate entre el público y al mismo tiempo ofrecer espectáculo. Villeneuve consigue ambas cosas luciendo músculo como director sin caer en la trivialidad ni en el discurso paternalista, errores en los que suele incurrir el cine cuando aborda la lucha contra el narcotráfico.
Sicario es una gran producción de estudio, por mucho que detrás de la cámara se encuentre un autor concienzudo y exigente. Villeneuve sabe jugar sus cartas y aprovecha el respaldo económico para levantar un poderoso ejercicio de estilo en el que la cámara y los medios técnicos van siempre en favor de la narración. El director canadiense imprime nervio a las imágenes, sabe trasladar la tensión y el desasosiego que requiere la historia sin recurrir por ello a los trucos fáciles ni a la confusión predominante en el cine de acción de los últimos tiempos. El espectador puede hacerse una idea de la guerra secreta que se libra entre los cárteles de la droga y los cuerpos de seguridad en la frontera entre México y Estados Unidos. Confrontaciones de carácter bélico que el público descubre a través de los ojos asombrados de una agente recién incorporada a la zona, interpretada con precisión y credibilidad por Emily Blunt.
Los demás actores también convencen. Josh Brolin y Benicio del Toro elaboran personajes contundentes, de los que no se olvidan con facilidad. El gesto expansivo del primero contrasta bien con la introversión del segundo, sus diálogos suenan veraces, ambos son el contrapunto perfecto a la interpretación más realista de Blunt. El paisaje humano que presenta Sicario cuenta con un amplio elenco de actores bien dirigido por Villeneuve, dando vida a policías corruptos, mercenarios, soldados de élite, capos sin escrúpulos... en definitiva, distintos bandos con semejantes métodos.
El director de fotografía Roger Deakins sabe capturar la luz directa y cruda de la frontera, lo que aporta realismo a la atmósfera del film, mientras que la crispación corre a cuenta del montaje y de la partitura inquietante de Jóhann Jóhannsson. Como cabe esperar, Sicario exhibe una impecable factura técnica que da consistencia al relato. Un trabajo con el que Denis Villeneuve dignifica el cine de acción y se erige como uno de los más destacados narradores dentro de la actual industria de Hollywood. Tan solo cabe achacar cierta premiosidad al principio de la película, que raya en lo morboso, cuando se descubren los cadáveres ocultos tras los tabiques de una casa y los agentes implicados salen a vomitar... escenas que de alguna manera tratan de justificar lo que sucederá después, poniendo al público de parte de los protagonistas, pero que denotan gratuidad por su insistencia. Esta misma sensación se repite algunas veces, lo que demuestra que Villeneuve es un director con talento, pero con una tendencia a aumentar el metraje mediante secuencias de impacto. ¿Concesión a la taquilla? Más bien parece la adaptación de un estilo, como el cuerpo que tuviera que vigorizarse para encajar en un traje nuevo. Así con todo, Sicario marca un punto de referencia dentro del género y la consagración popular de un cineasta llamado a realizar grandes proyectos.
A continuación, el cortometraje de 2008 Next floor, que dio a conocer en los festivales internacionales el nombre de Denis Villeneuve y su capacidad para visualizar situaciones fuera de lo común. Que lo disfruten:

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Que el cielo la juzgue. "Leave her to heaven" 1945, John M. Stahl

Después de haber fijado para la posteridad los rasgos de Laura, la actriz Gene Tierney vuelve a encarnar a otro de los personajes fundamentales del género negro en Que el cielo la juzgue. La película no pretende con ello perpetuar ningún estereotipo, ya que no se trata de cine negro al uso. Más bien añade nuevas y emocionantes posibilidades a un género que a mediados de los años cuarenta se encontraba ya plenamente desarrollado. Por aquel entonces, el productor Darryl F. Zanuck sabía que solo un director ajeno al medio podía romper los cánones establecidos para ofrecer una obra diferente, tarea que recayó en el especialista en dramas estilizados John M. Stahl. El resultado fue una película cruel y bella, perturbadora y poética. Cine negro en glorioso technicolor.
Que el cielo la juzgue es una obra de difícil catalogación. Participa del drama psicológico tan en boga durante los años cuarenta, pero también del film noir y de la vertiente romántica del cine de suspense. Stahl es capaz de conjugar distintos ingredientes para crear una obra intensa y compacta, una película que no se parece a ninguna otra, pero que imprimirá su huella en cineastas como Douglas Sirk, Jean Negulesco o Nicholas Ray. El guión adapta la novela homónima de Ben Ames Williams en la que se relata la obsesión enfermiza de una mujer por su reciente marido, una historia gobernada por los celos y el desequilibrio emocional. La belleza extrema de Tierney oculta un pozo de maldad en el que se van sumergiendo cuantos personajes hay a su alrededor, todo narrado con un dominio perfecto del tempo cinematográfico, capaz de dosificar la tensión interna del relato y manipular las emociones del espectador sin que éste se sienta contrariado.
John M. Stahl realiza un contundente trabajo de planificación y puesta en escena, que ensalza las cualidades de la producción respecto a los decorados, el vestuario, la ambientación... Pero sobre todo, hay un aspecto que cobra especial relevancia y que construye la fascinación estética que proporciona el film, y es la fotografía de Leon Shamroy. Al contrario de lo que solía ser habitual en la época, Que el cielo la juzgue prescinde del blanco y negro, la iluminación tenebrista y los paisajes urbanos. La naturaleza se revela aquí como un escenario propicio para el crimen, donde el asesinato sucede a plena luz del día y en medio de un entorno asociado tradicionalmente al esplendor y la serenidad. La dicotomía entre lo bello y lo terrible, representada tanto en el personaje de Tierney como en los espacios en los que sucede la acción, distingue a la película de otras del mismo género.
En suma, Que el cielo la juzgue se revela como un sofisticado ejercicio de estilo en el que John M. Stahl trabaja la pantalla a modo de lienzo. La composición de las imágenes es siempre precisa, las pinceladas finas y coloristas, la luz exuberante. El autor superpone multitud de capas y sitúa siempre en el centro, brillando sobre el conjunto, la presencia magnética y turbadora de Gene Tierney. Parece mentira que una obra tan acabada y perfecta pueda albergar tanto misterio.

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Puro vicio. "Inherent vice" 2014, Paul Thomas Anderson

Paul Thomas Anderson tiene el dudoso honor de haber sido el primero en trasladar a la pantalla el universo literario de Thomas Pynchon, una hazaña a la que ningún otro director se había atrevido hasta el momento. No es de extrañar. La prosa compleja y alucinada de Pynchon tiene difícil adaptación al cine, un reto que Thomas Anderson asume con su habitual audacia. Es una lástima que el resultado no sea el esperado.
Puro vicio es el intento de hibridar el cine negro con la comedia lisérgica, un género que tiene su más ilustre antecedente en El gran Lebowski de los hermanos Coen. A diferencia de ésta, la película de Thomas Anderson es demasiado intrincada, demasiado seria y demasiado larga. Tres lastres que el film arrastra hasta desfallecer sin remedio. Después de una trayectoria brillante con media docena de películas en las que el director norteamericano ha volcado su torrencial talento, llega el momento de la decepción. Puro vicio es una película fallida desde su mismo planteamiento. El guión es tan enrevesado que cuesta seguir la multitud de situaciones y personajes que rodean al protagonista, un investigador privado con afición por los paraísos artificiales que una noche recibe la visita de su antigua novia. Ella será el hilo que le enredará en una madeja de corrupción, tramas secretas y tráfico de drogas. Todo impregnado de un humor surrealista cuya eficacia depende de la complicidad del espectador.
El problema principal es la saturación de diálogos durante todo el metraje. Las cosas no suceden, sino que son contadas. Falta acción y dinamismo, momentos de respiro entre tanta palabrería enlatada. Y eso que los actores hacen verdaderos esfuerzos por dar credibilidad a sus personajes. Joaquin Phoenix encarna al detective hippy que conduce la trama, en una interpretación certera y siempre al borde del exceso. Su mirada ebria y su actitud indolente se ven acompañadas por un desfile de caras conocidas: Josh Brolin, Reese Witherspoon, Owen Wilson, Benicio del Toro, Eric Roberts... artistas invitados a una fiesta plagada de momentos absurdos, amenizada por la banda sonora de Jonny Greenwood y un buen número de canciones de la época.
La película cuenta con un esmerado diseño de producción, que recrea magníficamente el ambiente de los años setenta en los que transcurre la historia, muy bien apoyada por la fotografía colorista y evocadora de Robert Elswit. El mejor de los envoltorios posibles para una obra de contenido imperfecto. Las habilidades como cineasta de Paul Thomas Anderson no traslucen en Puro vicio, ni en el desarrollo del argumento ni en su puesta en escena. Habrá que esperar mejor ocasión para reencontrarse con el genio de este autor ecléctico y valiente, esta vez demasiado. A continuación, un apasionante retrato cortesía del canal TCM:

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El último concierto. "A late quartet" 2012, Yaron Zilberman

A la hora de valorar una película conviene no dejarse arrastrar por las buenas intenciones. El último concierto contiene ideas importantes como la amistad, el compromiso, el paso del tiempo y la experiencia del arte. Sin embargo, después de un inicio prometedor la película se va descosiendo a fuerza de no encontrar el tono adecuado. Da la sensación de que Yaron Zilberman ha querido comprimir demasiado material en su primer film como director, un error común entre los que tienen prisa por demostrar su talento. Y Zilberman lo tiene: es elegante en la forma, sensible en el contenido y pulcro con el conjunto. Pero estas cualidades no bastan. Hace falta también cierta chispa, ingenio, frescura... un poco de riesgo, que insufle vida en las depuradas imágenes del film.
La paradoja es que éste es precisamente uno de los aspectos que reivindica El último concierto: la pasión como motor creativo y la fuerza de la inspiración. La película narra la relación entre los músicos que integran un veterano cuarteto de cuerda. Su trayectoria está jalonada de éxitos, aunque sus vínculos personales se resquebrajan en el momento en el que uno de ellos anuncia su retirada. Este sugestivo punto de partida se ve sobrepasado por las ambiciones narrativas del director, que incluye en la trama un adulterio, una enfermedad degenerativa, la rivalidad por el liderazgo y evocaciones a Edipo, Pigmalión y Platón, entre otros. Demasiada pólvora para quemar en una producción modesta de apenas cien minutos. El resultado es una película emotiva que ofrece menos de lo que promete y a la que le falta credibilidad. Zilberman podría haber definido mejor el carácter del conjunto, aligerando el drama y potenciando la comedia que asoma con timidez en algunas escenas. No se trata de restarle seriedad al argumento, sino de permitir que respire con mayor libertad. Y es que El último concierto parece encorsetada por la prudencia y el temor a dar un mal paso.
Como suele suceder en las películas de personajes, los actores terminan por socorrer las carencias del film. Philip Seymour Hoffman, Catherine Keener, Mark Ivanir y Christopher Walken interpretan con convicción a los músicos protagonistas, a pesar del esquematismo de los personajes. El que sale peor parado es el que encarna Imogen Poots, joven actriz que apenas puede justificar la presencia demasiado ortopédica de su personaje en el guión. Aún así, el trabajo de los cuatro veteranos permite que la película se siga con interés y provoque las mayores satisfacciones.
Las imágenes de El último concierto están iluminadas con belleza por Frederick Elmes, quien logra capturar en la pantalla el invierno de Nueva York. El director de fotografía retrata con delicadeza los escenarios interiores y exteriores, estableciendo un diálogo visual entre el realismo urbano y el drama de sentimientos. Una atractiva envoltura para un contenido a veces deslavazado. En definitiva, la opera prima de Yaron Zilberman es el anuncio de un cineasta cuya voz está todavía por definir, capaz de reportar una sensación agradable aunque se le note en exceso su voluntad de agradar. Y esto, como sucede con las personas, no siempre es bueno.

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El clan. 2015, Pablo Trapero

Pablo Trapero no es un director al que le guste acariciar los ojos del espectador. Sus películas son duras porque el mundo que retratan también lo es, y lejos de querer llamar la atención o de buscar el morbo fácil, subyace una intención crítica. Sabe que la pantalla es el espejo donde el público puede ver reflejados los males de la sociedad, un acicate para reaccionar y querer cambiar las cosas. Avaricia, corrupción, desigualdad, falta de valores... nada escapa a lente de su cámara, ni siquiera el horror de una época pasada como en El clan.
A partir de los hechos sucedidos durante los años ochenta en torno a la familia Puccio, el cineasta argentino resquebraja los pilares de las clases acomodadas que prosperaron tras la dictadura de Pinochet perpetuando sus mismas prácticas criminales. Profesionales del terror incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos y con demasiada sangre en las manos. Arquímedes Puccio es un veterano agente del servicio de inteligencia del estado, un vecino respetable y un padre ejemplar que vive entregado a su prole. Al menos eso es lo que parece. Entre las paredes de su vivienda sobrevive la víctima de algún secuestro reciente, el verdadero negocio que sostiene la economía familiar. El retrato de lo cotidiano que filma Trapero contrasta con las terribles prácticas delictivas con las que comparte escenario, ese es el juego que propone El clan: unir en el mismo ámbito lo común y lo excepcional, la normalidad y el espanto.
La receta no es fácil, hace falta calibrar el tono con cuidado para no caer en la apatía ni en el exceso, además de contar con un buen plantel de actores capaces de poner piel a semejantes personajes. El clan alcanza estos y otros logros. Hubiese sido fácil cargar las tintas del drama mediante persecuciones, golpes de efecto y diálogos tensos. En su lugar, Trapero opta por la contención y el verismo, sin dejar de hacer una película profundamente emocionante. No es una emoción impostada, de las que se olvidan al poco de la proyección, sino de las que se cuecen a fuego lento desde el primer fotograma. El guión alterna las escenas costumbristas con los momentos de tensión, convirtiéndolas en las dos caras de la misma moneda. Y es que la película transmite una sensación sólida y compacta, de unidad narrativa que consigue trenzar los hilos que se van extendiendo durante el metraje.
Por otro lado, referirse a El clan es hacerlo de sus actores. Guillermo Francella encabeza un reparto ecléctico, donde conviven debutantes, algunos rostros televisivos y la irrupción de un sorprendente Peter Lanzani. La juventud de éste y la veteranía de Francella dibujan el arco generacional de una película que encuentra en los actores su razón de ser. Al igual que en otras películas de Trapero, los intérpretes de El clan son también creadores, ellos conducen el relato y dotan de humanidad a unos personajes no exentos de dificultad. La labor de Francella es sintética en su complejidad y exuberante en su sencillez, dos cualidades al alcance de los artistas con talento.
En el aspecto técnico, El clan cuenta con las virtudes propias del cine de Pablo Trapero: un montaje efectivo, que recuerda a Scorsese en el empleo de las canciones (suenan The Kinks, Ella Fitzgerald, Creedence Clearwater Revival) y a Coppola en las secuencias en paralelo (como la escena del coito en el coche contrapuesta a uno de los secuestros). La fotografía y el diseño de producción consiguen recrear la atmósfera de una época felizmente superada, cuyos fantasmas convoca Trapero para que no vuelvan. Por eso su cine camina entre la realidad y la ficción, entre la crónica de sucesos y el film de género. Para no perdonar lo imperdonable y no sepultar en el olvido historias como la que narra El clan.
A continuación, Nómade, el cortometraje que Trapero filmó en 2010 poniendo en práctica una de sus señas de identidad: el plano secuencia. Se trata de un ejercicio de virtuosismo que el director ha seguido desarrollando en mayor o en menor medida a lo largo de su filmografía, con resultados tan estimulantes como este:

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