Melancolía. “Melancholia” 2011, Lars von Trier

Lars von Trier rinde tributo a uno de sus maestros declarados, Andréi Tarkovski, al tiempo que recupera en “Melancolía” algunas señas de identidad antiguas y nuevas dentro de su filmografía.
El film arranca con un estilizado prólogo de imágenes ralentizadas, al igual que “Anticristo”, con la diferencia de que aquí sirve como vaticinio de lo que vendrá después, un relato en dos partes que insiste en la estructura episódica de “Rompiendo las olas”, a modo de ópera en dos actos. El primer acto es el del coro, los invitados de una boda que se reúnen en torno al personaje interpretado por Kirsten Dunst. Esta novia melancólica representa uno de los arquetipos predilectos de von Trier, el de la mujer inocente y pura que es corrompida por los que le rodean. “Bailar en la oscuridad” o “Los idiotas” son referentes de este modelo de víctima que se ofrece en sacrificio y que es empleado por el director para desarrollar sus excepcionales dotes melodramáticas. Al igual que en “Dogville” o en “Manderlay”, aquí la colectividad es el verdugo que ejemplifica algunas de las obsesiones de von Trier: el egoísmo, la ambición, el poder.
En el segundo acto, donde el peso de la trama recae sobre la hermana de la recién casada, interpretada por Charlotte Gainsbourg, “Melancolía” gana en simbolismo explotando las numerosas referencias pictóricas y culturales que pueblan sus imágenes. Von Trier despliega así un poder de evocación que se emparenta con “El elemento del crimen” en cuanto a que es el espectador el que toma las riendas del film, haciendo trabajar a su subconsciente. A estas alturas del relato, no es tanto la trama lo más importante como lo que sucede debajo de ella. “Melancolía” ya camina sola para adentrarse en las habitaciones de “Sacrificio”, la película de Tarkovski cuyos ecos aquí reverberan, cambiando la sobriedad y elegancia de los encuadres del director ruso por la cámara inquieta y obsesiva del danés, rememorando las formas bruscas del Dogma 95. Que este estilo falsamente amateur envuelva con coherencia el contenido cargado de referencias artísticas e intelectuales de “Melancolía” es una opción arriesgada, digna del kamikaze que lleva dentro Lars von Trier. Si lo que se busca es verismo y sensación de inmediatez, la planificación nerviosa y aparentemente descuidada lo consigue con creces. Durante el primer acto de “Melancolía”, el espectador se hunde en el pozo de la atormentada mente de Justine, el personaje interpretado por Dunst, adoptando una condición de testigo del desastre, de turista en la capital de la tristeza. Para cuando llega el segundo acto, el espectador ya conoce lo suficientemente a Justine como para romper las barreras de la subjetividad y participar activamente en la trama. Entonces se adopta el punto de vista de Claire, el personaje de la hermana, permitiendo que la película cobre una trascendencia que hasta entonces parecía simulada, fabricada a conciencia, y que el aliento romántico del film sabe reformular con sobrecogedora emoción. Las referencias a las que alude “Melancolía” tienen que ver con la fatalidad y con el anhelo imposible del ser amado, con el diálogo violento entre el hombre y la naturaleza, con la premonición de lo inevitable, la muerte. En otras palabras, la claves del romanticismo clásico. Von Trier demuestra conocerlas bien y las readapta a su estilo insobornable, el mismo que le ha convertido en un autor reconocible y amante de los riesgos, felizmente recuperado tras dos películas fallidas (“El jefe de todo esto” y “Anticristo”).
Su capacidad para extraer de los actores las mejores interpretaciones se hace patente en “Melancolía”, una hermosa oda a la tristeza y un tributo a la gran cultura europea, de la que también participa Richard Wagner. Las notas de su “Tristán e Isolda” no pueden ser más ajustadas al espíritu de la película, provocando que música e imágenes se congreguen en la pantalla para crear un espectáculo íntimo y lacónico, doloroso y emotivo como es “Melancolía”.
A continuación, el fascinante prólogo de la película.

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Nader y Simin, una separación. “Jodaeiye Nader az Simin” 2011, Asghar Farhadi

Dos películas han bastado para que el nombre de Asghar Farhadi se haya impuesto como una de las referencias a tener en cuenta dentro del panorama cinematográfico internacional. Aunque su filmografía abarca hasta la fecha cinco títulos, el estreno en 2009 de “A propósito de Elly” y su posterior difusión ha permitido descubrir una mirada nueva respecto a problemas antiguos en Oriente Medio, al tiempo que derrumbaba tópicos sobre el cine iraní. El tan manido cliché de cine contemplativo y parsimonioso, apto para críticos entregados y un público intelectual, queda en entredicho gracias a las películas de Farhadi, cine vibrante que no deja tregua al espectador aún cuando permanece profundamente enraizado en la tierra y en las gentes a las que retrata.
“Nader y Simin, una separación” insiste en las líneas maestras desplegadas en “A propósito de Elly”, en desarrollar una situación cotidiana que deriva en drama, lo que sirve a Farhadi para hacer un minucioso estudio sobre los personajes que puede ser interpretado como el espejo de una sociedad y sus contradicciones. Porque Farhadi tiene la virtud de no señalar ni de poner altavoces en los temas que le preocupan, sino que los ejemplifica mediante situaciones reconocibles, implicando a espectadores de cualquier rincón del planeta. Es decir, en el caso de “Nader y Simin, una separación” el hecho de la ruptura de la pareja protagonista sirve para ilustrar la separación entre el sector tradicional y el aperturista, entre el religioso y el laico, entre los roles masculinos y femeninos. Para ello Farhadi emplea recursos que conoce bien y que administra como pocos otros directores: el uso de la tensión, del sentido del drama, para atrapar al espectador y colocarle en la incómoda posición del voyeur que asiste a los desastres que suceden en la pantalla con el distanciamiento necesario para que, consciente de su condición de testigo mudo, se vea obligado a juzgar a los personajes, algo que Farhadi esquiva premeditadamente. A esto contribuye también el inteligente escamoteo de informaciones y el juego con la elipsis, lo que depara más de una sorpresa.
Por último y no menos importante, lo que hace de esta película un abrumador ejercicio de realidad tenso y desasosegante es la interpretación, magnífica, de todos los actores, desde los principales hasta los que cuentan con una sola frase. Farhadi hace de ellos el vehículo perfecto de identificación con el espectador, y confirma su virtuosismo a la hora de manejar las emociones, con la lucidez y la capacidad de observación propias del gran humanista que es.

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80 egunean. 2010, Jon Garaño y José Mari Goneaga

Hay muchas formas de contar una historia de amor, aunque en el fondo todas sean la misma. El cine se ha nutrido de ellas desde el principio, y obviando experimentos más o menos llamativos, la fórmula se ha mantenido inalterable empleando las constantes del encuentro/desencuentro/reencuentro como factores cuyo orden no altera el producto. Sólo los guionistas con tendencia a la melancolía se han atrevido a jugar con el último término, el del reencuentro, para conseguir relatos más acordes a la realidad. Siempre es el narrador, en última instancia, el responsable de que la historia suene con megáfono o con sordina, que sea triste o alegre, blanca o negra, de metal o de madera…
Los directores Jon Garaño y José Mari Goneaga han optado en “80 egunean” por el cuento sencillo y directo, eligiendo una estructura episódica y una narrativa que va dando saltos en el tiempo, aprovechando el transcurrir de diferentes días entre los que el número ochenta, al que hace referencia el título del film, se convierte en el momento álgido. La película está por lo tanto cosida a retazos, fabricada con los instantes que comparte la pareja protagonista y con otros que ayudan a completar el paisaje social que “80 egunean” retrata con acierto, a modo de crónica de una realidad que todavía en demasiados sectores continúa siendo tabú: el amor entre mujeres.
Los directores demuestran la suficiente inteligencia como para no convertir el relato íntimo en alegato reivindicativo, haciendo cómplice al espectador de los encuentros y desencuentros de las dos protagonistas. El tono agridulce de la narración y especialmente la química que se establece entre las actrices Itziar Aizpuru y Mariasun Pagoaga elevan la catadura fílmica de “80 egunean” permitiendo que, más allá de la curiosidad que supone dentro del cine español, la película resulte emotiva y sincera, divertida y triste, hermosa y fresca como una bocanada de aire que sale de la pantalla y llega hasta el espectador sin imposturas ni aspavientos. En definitiva, un ejercicio de honestidad bien escrito, bien realizado y bien interpretado que hurga en la yaga de ciertos prejuicios todavía por erradicar.

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La invención de Hugo. “Hugo” 2011, Martin Scorsese

Es de sobra conocida la cinefilia militante de Martin Scorsese: ha realizado documentales sobre cine italiano y norteamericano, ha participado activamente en la recuperación de viejas películas y pertenece, al igual que Coppola, Spielberg o Allen, a esa generación de cineastas que se curtieron venerando a los clásicos e hicieron de las salas de cine sus particulares escuelas. En las películas de Scorsese abundan las referencias cinéfilas, y por eso no es raro que después de cuarenta años de carrera se decida a rendir pleitesía a uno de los pioneros del cine, al mago por excelencia de la imagen Georges Méliès. Para ello se sirve de la adaptación de una novela de Brian Selznick en lo que supone su primera incursión en el cine familiar, antiguo concepto con el que se denominaba a aquellas películas en las que los adultos podían acompañar a los niños sin padecer somnolencia o sonrojo. De eso trata “La invención de Hugo”, de un tránsito hacia la niñez, con sus glorias y sus miserias, para recuperar el espacio de los sueños que aquí representa el Cine. Cine con mayúsculas, Cine redentor, mágico, misterioso, atemporal. El Cine de Méliès.
“La invención de Hugo” adopta las formas de un cuento cargado de ilustraciones elaboradísimas y fascinantes, haciendo que la ambientación de la película, la puesta en escena, cada detalle de la producción resulte un derroche de imaginería visual y de belleza plástica. Scorsese exhibe su nervio con la cámara potenciando las posibilidades de las tres dimensiones para sumir al espectador en algo parecido a un estado de hipnosis, gracias a la estilización de los recursos técnicos y a la partitura de Howard Shore.
Habrá quien acuse a esta película de afectación, de cierto histrionismo, y no le faltará razón. Lo que “La invención de Hugo” propone es un arriesgado juego de prestidigitación en el que el cuento tradicional se reviste del envoltorio más aparatoso, dicotomía que hechizará a unos espectadores y fatigará a otros. Esto es algo que se encuentra en buena parte de la filmografía de Scorsese, pero nunca parece tan justificado como en este caso, yendo incluso un paso más allá, por el sentido de la fabulación que persiguen sus cuidadas imágenes.
Como en la mayoría de los cuentos, en “La invención de Hugo” también existe un trasfondo triste y unos personajes devastados que encontrarán su salvación a través de la imaginación, del influjo del cine primigenio al que Martin Scorsese rinde homenaje con emoción y espectáculo. El último truco de Méliès, aquí bajo los acertados rasgos de Ben Kingsley. Voilá.

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