Tierra firme. 2017, Carlos Marques-Marcet

Segundo largometraje dirigido para la gran pantalla por Carlos Marques-Marcet, tras debutar en 2012 con 10.000 Km. Apenas tres años separan ambas películas en las que el cineasta catalán confirma su interés por tratar las relaciones de pareja en sus diferentes dimensiones. Al igual que aquella, Tierra firme aborda las dificultades de construir un futuro en común cuando los pronósticos difieren, un problema que se materializa superada la treintena y el reloj biológico activa su función de cuenta atrás.
Como es de esperar, la película pone peso en los diálogos y en el desarrollo de los personajes, mediante unos actores comprometidos que marcan el tono de la narración. Natalia Tena y David Verdaguer repiten con el director, a los que se suma Oona Chaplin en un trío compacto que transmite verosimilitud y cercanía. También interviene en un pequeño pero jugoso papel Geraldine Chaplin, madre en la realidad y en la ficción de Oona. La veterana actriz aporta junto a Verdaguer los mejores momentos de comedia del film, y es que lo más llamativo de Tierra firme es el carácter humorístico que adopta el relato, en contraste con las situaciones trascendentales que afrontan los protagonistas.
Esta hibridación de géneros dota a la película de una personalidad propia que vuelve hipnótico su visionado, sin necesidad de recurrir a trampas de guión ni golpes de efecto. Es el triunfo de una sencillez que parte ya desde el texto, escrito por Marques-Marcet y Jules Nurrish, y que alcanza la pantalla pleno de humanidad y realismo. Sensaciones que se concretan en imágenes mediante la cámara atenta y el estilo conciso y depurado del director. Una manera de hacer cine donde también cabe la inspiración: basta ver el plano que abre la película, con el barco saliendo del túnel y la luz revelando el rostro de la pareja protagonista, o la secuencia de la elipsis acuática en la que el devenir de los acontecimientos se transforma.
En definitiva, Tierra firme es un ejemplo muy estimulante de cómo manejar material sensible y contenido dramático de manera ligera, inteligente y respetuosa con el espectador. La constatación de que Carlos Marques-Marcet es un autor que sabe lo que quiere contar y cómo contarlo, con la complicidad de unos actores entregados. Una película que ofrece un soplo de aire fresco y que merece más atención de la que obtuvo en su momento.

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Mal genio. "Le redoutable" 2017, Michel Hazanavicius

Seis años después de haber alcanzado el reconocimiento con The artist, el director galo Michel Hazanavicius vuelve a hacer un ejercicio de metacine mirando al pasado. Si entonces rememoraba el ocaso del cine mudo y el advenimiento de las películas sonoras, en Mal genio evoca la nouvelle vague a través de uno de sus autores más representativos: Jean-Luc Godard. Por suerte no se trata de un biopic, sino de la historia de su relación con Anne Wiazemsky durante los dos años que duró el idilio entre el cineasta y la actriz.
Hazanavicius no ofrece un retrato condescendiente. Más bien al contrario, Mal genio destila sorna y voluntad de bajar de los altares al formidable artista al que se alude en el título original, un Godard que a partir de 1967 se zambulle en los postulados del maoísmo y que antecede con La Chinoise la revolución del mayo francés. Las convulsiones de aquellos días tienen su reflejo en la pantalla gracias a un diseño de producción que saca partido del ajustado presupuesto, y a la recreación visual que consigue el director de fotografía Guillaume Schiffman. Tanto la iluminación como la paleta cromática son semejantes a las empleadas por Godard en la época, lo que refuerza la credibilidad del film y la sensación entrañable que, sin duda, reportará a los cinéfilos con pedigrí.
Pero donde verdaderamente se la juega una película como Mal genio es en la elección de los actores, ya que sus personajes resultan del todo reconocibles y es muy delgada la línea que separa la interpretación de la imitación o la caricatura. Louis Garrel logra encarnar al icono Godard (con sus desplantes, su superioridad moral y su dogmatismo intelectual) y también al hombre (con sus inseguridades, su miedo a la soledad y su dependencia emocional). Semejante amalgama adquiere consistencia mediante el tono de comedia que Hanazavicius imprime en el relato y que Garrel humaniza caminando sin pisar los extremos, pero bordeándolos con soltura. Más contenida, la actriz Stacy Martin ilumina el film con su fotogenia dando vida a Wiazemsky, segunda mujer de Godard e integrante del catálogo de musas que alimentaron su inspiración. La película adopta el punto de vista del personaje femenino, por eso no deja de ser llamativo que uno de los episodios más celebres de la mitología godardiana (la renuncia a participar en el festival de Cannes del 68 y el boicot que llevó a cabo junto a otros heroicos directores) no aparezca representado en el metraje, más allá de una narración radiofónica que la protagonista escucha desde la placidez de la costa azul.
Después de todo lo dicho, lo mejor de Mal genio es su habilidad para no tomarse en serio a sí misma. Teniendo en cuenta que Godard sigue siendo una de las vacas sagradas del cine de autor moderno, es de agradecer el carácter desenfadado e incluso paródico que adopta el film como herramienta para quebrar el granito en torno a uno de los cineastas más revolucionarios que hayan existido. Por eso, además del humor y la mordacidad de las situaciones (con gags tan afortunados como el de la rotura de las gafas), la película adquiere el valor del documento. Un testimonio cinematográfico que gustará a la parroquia de adeptos, pero que puede dejar indiferente a los profanos. Ellos se lo pierden.

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Jackie. 2016, Pablo Larraín

Tras la buena aceptación en los festivales internacionales de las películas El club y Neruda, el director chileno Pablo Larraín emprende la aventura norteamericana retratando a un icono social del establishment estadounidense, Jacqueline Kennedy.
Al contrario que otros acercamientos cinematográficos a figuras de relieve (La dama de hierro, Diana), la visión de Larraín no incurre en los clichés del biopic, sino que traza el perfil íntimo de una primera dama en un momento de desesperación, el asesinato de su marido John F. Kennedy y los tres días transcurridos hasta el entierro del presidente. El hilo conductor es una entrevista que la protagonista concede después y que vertebra la superposición de los diferentes planos temporales en los que sucede la acción, un mosaico donde se mezcla el drama personal y el acontecimiento histórico.
En lugar de hacer un seguimiento pormenorizado de los hechos, el guion de Noah Oppenheim refleja el punto de vista de Jackie y los diversos estados de ánimo que atraviesa en su calvario particular: miedo, rabia, incertidumbre, desamparo, vanidad... todo un catálogo de sensaciones ilustradas musicalmente por la partitura de Mica Levi y que Larraín atrapa con la lente de la cámara. La planificación de Jackie permanece siempre acorde con el relato y, además, exhibe inspiración y destreza, una simbiosis apoyada por el excelente montaje y por la fotografía de Stéphane Fontaine. El metraje está salpicado de imágenes de archivo muy bien integradas, que refuerzan la veracidad y la recreación de la época. Pero todas las virtudes técnicas y artísticas del film no valen de nada sin una actriz capaz de ponerse al frente y adoptar la responsabilidad que exige el personaje.
Natalie Portman vuelve a dar un recital interpretativo, una prueba de fuerza al alcance solo de los artistas más exigentes. Su recreación de Jackie da aliento a la película e impregna cada fotograma de una emoción sin aspavientos, que surge a medias del estudio metódico y de la creatividad visceral. Por esto, contemplar la película es asistir a una lección magistral de cómo debe comportase una actriz frente a la cámara y, sobre todo, de cómo resolver un reto casi imposible: el de reinventar a una figura icónica no desde la imitación ni la habilidad gestual, sino desde el interior del personaje, en una exploración que va desde las entrañas hasta la entonación de cada sílaba del diálogo. Solo por esto, Jackie debería ser tenida en cuenta. Pero hay muchos más motivos, que el espectador descubrirá en las imágenes de esta película bella y rotunda.

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Wonder Women y el profesor Marston. "Professor Marston & the Wonder Women" 2017, Angela Robinson

Al igual que sucede con la industria del automóvil, la textil o cualquier otra de cierta envergadura, el cine proveniente de Hollywood se rige por las estrictas leyes del mercado: a mayor precio del producto, mayor inversión y menor riesgo en la venta. Esto provoca que tantas y tantas películas se parezcan unas a otras, que cuenten historias diseñadas para satisfacer al espectador (sin hacerle pensar demasiado con incómodas preguntas o ejercicios de introspección) y que se atengan a fórmulas narrativas seguras que eviten los sobresaltos. Aunque esta práctica ha existido siempre, se acentuó a partir de los años ochenta, cuando las majors fueron absorbidas por las grandes corporaciones y los nuevos inversores aplicaron sus conocimientos empresariales y financieros al sistema tradicional, dando carta de legitimidad a lo que desde entonces se denomina como cine comercial. Por supuesto, dentro de este sólido mercado también surgen grietas por las que de vez en cuando se cuela alguna excepción en forma de película valiente y distinta a las demás, pero lo normal es que cualquier producto con ciertas veleidades artísticas o un tema espinoso sea elaborado por una compañía independiente o una filial de los grandes estudios. Un buen ejemplo de esto se encuentra en Wonder Women y el profesor Marston.
La película comienza con el consabido rótulo de basada en hechos reales, un motivo para mantenerse alerta, ya que el profesor Marston del título es el creador de un personaje de cómic en auge: Wonder Woman. Debido a que la superheroína ha sido recientemente llevada al cine con una oportuna campaña de promoción que alaba sus virtudes feministas, cabe sospechar que el largometraje dirigido por Angela Robinson trate de beatificar al autor y de dar coartada a su peculiar modo de vida: convive con dos mujeres, inventa el detector de mentiras, estudia la relación entre el comportamiento humano y la práctica sexual del bondage... en definitiva, William Marston era lo que en los años cincuenta se consideraba un individuo peligroso, el terror de los moralistas y los biempensantes. Semejante material daba para crear una película de vocación subversiva y provocadora, sin embargo, eso hubiese eliminado sus posibilidades comerciales y su acceso al gran público. Así que los productores de Annapurna Pictures no se la han jugado y han limado las asperezas hasta obtener un producto limpio, suave y brillante. Una película calibrada para no molestar a nadie, rebajando la transgresión del planteamiento inicial. ¿De qué manera? Pues recurriendo a la tranquilidad que proporcionan los lugares comunes.
Es decir: una planificación funcional y plana, una música que subraya las emociones, unas interpretaciones afectadas por parte de los actores... y eso que Luke Evans, Rebecca Hall y Bella Heathcote hacen esfuerzos por dar credibilidad a sus personajes, pero lo hacen desde el tic gestual y la pose ensayada. Se podría decir que Wonder Women y el profesor Marston tiene el espíritu de una pequeña fiera domesticada para enseñar los dientes sin morder, que transmite belleza, armonía, entretenimiento... pero a la que le faltan garras y energía para conseguir ser relevante.
Cabe destacar algunas secuencias de montaje (el paralelismo entre la ficción y la realidad cuando las viñetas ilustran los fetichismos del profesor Marston), además de algunos aciertos visuales (la transmutación del personaje de Olive en Wonder Woman, la entrada de las dos mujeres en la habitación de hospital). Apenas unos apuntes de por dónde tendría que haber transitado el film para alcanzar mayor impacto emocional, pero Robinson termina siendo demasiado prudente, o tal vez sus productores, quien sabe... En cualquier caso, Wonder Women y el profesor Marston tiene la virtud de atreverse con un argumento controvertido que hará reflexionar al gran público, pero que puede decepcionar las expectativas de quienes esperaban adentrarse en el universo complejo y fascinante de sus protagonistas.

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Chavela. 2017, Catherine Gund y Daresha Kyi

La vida de Chavela Vargas está llena de paradojas. Nacida en Costa Rica, llegó a convertirse en un emblema de la canción mexicana, aunque fue en España donde resucitó al final de su carrera. Con estas credenciales, no es extraño que el primer documental serio que retrata su figura tenga procedencia estadounidense.
Chavela recoge la vida y milagros de la cantante que llevó la ranchera de las cantinas a los grandes escenarios, siguiendo tres líneas narrativas principales: su trayectoria como artista, su condición de mujer lesbiana y su convivencia con el alcoholismo. Las directoras Catherine Gund y Daresha Kyi refuerzan el discurso feminista del personaje rescatando entrevistas, fotografías y grabaciones de jugoso contenido, un material que incluye luces y también algunas zonas de sombra. Porque Chavela no era una santa (ni falta que le hacía), y el film tiene la virtud de saber esquivar las tentaciones hagiográficas para aproximarse al perfil de una mujer compleja, cuyo talento consiguió sobrevivir a todos los excesos.
El fuerte carácter de la protagonista permite que el documental trascienda la convencionalidad del conjunto, salvando la película del producto destinado a la televisión al que a veces tiende a parecerse. El resultado es correcto, incluso demasiado, lo que motiva a echar en falta algo más de la garra y la inspiración propias de Chavela... Un mal menor que no impedirá disfrutar a sus admiradores ni a aquellos que se asomen por primera vez al abismo insondable de su arte.

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Personal shopper. 2016, Olivier Assayas

Olivier Assayas es un director al que le gusta asumir riesgos. Por eso su trayectoria es una serie de envites que a veces salen bien y otras no tanto, como es el caso de Personal shopper. El principal reto que afronta el cineasta francés, ya desde el propio guión de la película, es conjugar el drama sobrenatural con el thriller psicológico y el retrato costumbrista de las élites sociales, una mezcla que a priori se antoja imposible y que, en efecto, termina por no concretarse. La indefinición es el gran problema que afecta al film y que impide que algunas de sus líneas narrativas se desarrollen con el interés que parecían prever.
A pesar de estos inconvenientes, en Personal shopper se trasluce la capacidad de Assayas para generar atmósferas y para articular un lenguaje cinematográfico personal y sugerente. Lo que hace más evidente que las debilidades de la película vienen derivadas del texto, como si el Assayas escritor estuviese en pugna con el director. Sin embargo, hay algo en el film que obliga a mantener la atención y que vuelve fascinante la deshilachada sucesión de escenas. Ese algo es Kristen Stewart, quien aporta al personaje protagonista su habitual indolencia como antesala de un intenso mundo interior. La mirada de la actriz, la voz, la cadencia de sus movimientos... marcan el ritmo de Personal shopper y la salvan del previsible desastre, apelando al influjo de su presencia. Puede que Stewart no sea la mejor intérprete ni tampoco la más bella, sin embargo, posee un magnetismo animal capaz de dotar de carisma a cualquier personaje, incluso cuando no ha sido revestido de coherencia, como es el caso.
Poco más se puede añadir que no redunde en lo anterior. Tan solo lamentar que los esfuerzos del equipo técnico y las temeridades que adopta Personal shopper no encuentren solidez en la pantalla, y que la propuesta de Olivier Assayas no haya fructificado como merecía. Como consuelo queda escuchar las palabras del autor galo, en una sentencia que bien podría figurar en algún manual de cine. Los aprendices de director pueden tomar apuntes:

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Tully. 2018, Jason Reitman

El trío formado por el director Jason Reitman, la guionista Diablo Cody y la actriz Charlize Theron vuelve a reunirse siete años después de Young adult para elaborar una nueva reflexión sobre el paso del tiempo. Tully recupera algunos de los hallazgos de aquella comedia y los amplifica desde una perspectiva más íntima y personal, introduciendo además un componente irreal muy estimulante.
El guión sigue las andanzas de Marlo, una mujer de mediana edad que espera su tercer hijo en medio de una crisis de identidad. La llegada de una joven que se encargará de su bebé por las noches transformará la rutina de Marlo y su percepción de todo lo que le rodea, empezando por ella misma. Se trata de una comedia con regusto amargo, en la que muchas espectadoras se sentirán reconocidas y que conecta oportunamente con las reivindicaciones feministas del presente. Tully expone el catálogo de las sobrecargas que atenazan a tantas mujeres en la misma situación que la protagonista, asediadas por una hiperactividad que les anula como personas. En contra de lo que  suele ser habitual en las producciones de Hollywood, aquí la moraleja no resulta ingenua ni complaciente, pero sí permite salir de la sala con una sonrisa en los labios.
Al igual que las anteriores películas del director, Tully luce una puesta en escena sencilla pero eficaz, que demuestra el pragmatismo de Reitman a la hora de situar la cámara y componer los encuadres. El relato es lo importante, y su evolución dramática queda bien definida por el trabajo de los actores, en especial de una soberbia Charlize Theron. La actriz carga sobre sus hombros con el peso de la película y vuelve a demostrar sus dotes interpretativas mediante una recreación cercana y sobria, que llena de humanidad a su personaje. Además, está magníficamente respaldada por Mackenzie Davis y Ron Livingston entre otros, en un reparto ajustado y compacto que da credibilidad a los diálogos.
Como es habitual, Reitman cuida la selección musical que suena en la película manejando las sensaciones que reportan al público. Que son las de una alegre melancolía con espacios para la reflexión y el simbolismo, como queda representado en las imágenes recurrentes de sirenas que cruzan la mente de Marlo, no como un capricho visual o una licencia poética, sino para establecer una trama invisible que se desvelará solo al final.  Y es que el guión firmado por Cody mantiene la coherencia entre lo que se quiere contar y cómo contarlo, con una atención especial en los detalles y en las relaciones entre los personajes.
En resumen, Tully es una pequeña joya muy necesaria en estos tiempos de concienciación sobre la igualdad de género, que practica la alquimia de los talentos de sus tres creadores: Reitman, Cody y Theron.

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