SORRY WE MISSED YOU. 2019, Ken Loach

El cine de Ken Loach tiene la virtud de poner caras y nombres a las cifras que aparecen en los informativos. Así los números no son solo números, son personas como Billy Casper, Maggie Conlan, Joe Kavanagh, Daniel Blake... a los que se une Ricky Turner, protagonista de Sorry we missed you y figura catalizadora que sirve a Loach para señalar los desajustes del sistema socioeconómico británico (que son, por extensión, los de buena parte de Europa). Ricky es repartidor en una empresa de paquetería y transporte, un oficio cada vez más presente en el actual modelo de consumo, quien resulta víctima de esa práctica consistente en hacer pasar a los empleados por "falsos autónomos", infringida por algunas agencias cuyo margen de beneficios es inversamente proporcional al de sus escrúpulos.
Loach ilustra en su cine la idea de que la política tiene incidencia en lo colectivo pero también en el individuo, mostrando las consecuencias que las desigualdades laborales acarrean a una familia de clase obrera. La denuncia se conjuga con el drama y gana efectividad, el documental se convierte en ficción en manos del guionista Paul Laverty para obtener una reacción que conmueve al público desde la sobriedad, sin recurrir a trucos impactantes. Los personajes de Sorry we missed you forman parte de un ecosistema que lucha día a día para llegar a fin de mes: la mujer que ejerce de cuidadora en domicilios de personas dependientes, el hijo adolescente que no encuentra estímulos a su creatividad en los estudios, la hija siempre sola a la espera de que sus padres puedan conciliar el trabajo con la vida doméstica... La acusación que practica Loach no se queda solo en el ámbito privado sino que se expande indirectamente a las legislaciones públicas que posibilitan estos desmanes y a los gobernantes que los amparan con su inacción. Es, por lo tanto, cine combativo y militante, como sucede con toda la obra del director.
Para que estos argumentos se sostengan hace falta credibilidad, algo que Sorry we missed you posee gracias a las interpretaciones de los actores no profesionales, capaces de una naturalidad que atraviesa la pantalla y hace mella en el espectador. La empatía es el efecto especial que luce la película y que permite que el público no se sienta agraviado por las desdichas filmadas por Loach, dueño de un estilo comedido y funcional que se sitúa a la altura de los personajes, sin retórica visual ni imágenes que no busquen otra cosa que reflejar cada situación de forma realista. Este es el propósito de los elementos técnicos y artísticos que integran el conjunto, y el máximo valor que ofrecen para dar testimonio de los desastres de una época que Ken Loach reprueba con su cámara incisiva. Quienes no quieran verlo, que dejen descansar sus conciencias y miren hacia otro lado.

LEER MÁS

DONNIE DARKO. 2001, Richard Kelly

Tal vez fuera fruto de la casualidad o tal vez una tendencia, el caso es que a principios del presente siglo se estrenaron varias películas destacables cuya temática giraba en torno a las paradojas del espacio-tiempo. Títulos como Memento, Las horas, Olvídate de mí o La ciencia del sueño, a los que se suma Donnie Darko. Todos ellos comparten entre sí el riesgo y la complejidad de sus tramas laberínticas, además, buena parte comulgan con el cine independiente, si no en términos financieros, al menos en personalidad y carácter. Donnie Darko es un buen ejemplo.
Se trata del primer largometraje dirigido por Richard Kelly, autor también del guion, que trata la difícil relación de un joven con la realidad que le rodea, debido a que sufre brotes de esquizofrenia. Sus visiones están protagonizadas por un extraño ser con apariencia de conejo, quien le incita a cometer actos agresivos y le anuncia la fecha del fin del mundo. Esta situación sucede al principio de la película, de ahí en adelante la narración se convierte en una cuenta atrás en la que el chico lucha contra su subconsciente y trata de desvelar ciertos misterios que acontecen en el pueblo donde vive. Donnie Darko sumerge al espectador en una espiral de lucidez y locura que se va acrecentando según avanza la acción, en un combate en el que se contraponen conceptos muy enraizados en la cultura estadounidense como la inocencia y la culpabilidad, la libertad y la represión, el éxito y el fracaso.
El acierto de Kelly consiste en manejar todos estos elementos con agilidad, envolviendo la historia en una atmósfera muy determinada para generar tensión y suspense. Su condición de debutante no le impide realizar una labor sólida e inspirada, ya que Donnie Darko posee una magnífica dirección que desarrolla las posibilidades del encuadre, mantiene el ritmo y en ocasiones se exhibe con planos bastante complicados y trucos de acelerado y ralentizado de imágenes. No son efectos gratuitos: la distorsión del tiempo da sentido a la trama y la siembra de detalles a los que prestar atención. Algunos de estos detalles tienen que ver con el argumento (el agente de la compañía de aviación que aparece de forma esporádica para vigilar a Donnie) y otros con el cuidado diseño de producción y la recreación de una época, finales de los años ochenta, en la que se ambienta el film. Kelly rinde tributo a las películas de su niñez mediante referencias que el público puede identificar con facilidad y convoca en Donnie Darko el espíritu de aquel cine, incluso en sus excesos, lo que aporta al conjunto un aire de diversión que conjuga bien con los géneros del fantástico, el terror y el drama psicológico.
Otra virtud de la película es la de añadir numerosos personajes alrededor del protagonista encarnado por Jake Gyllenhaal. De esta manera se evita que Donnie Darko sea solo el retrato de una discapacidad mental y expanda su foco a una comunidad a la que se mira con actitud crítica: padres, profesores, vecinos, amigos... todos tienen importancia y completan el paisaje humano integrado por actores conocidos como Maggie Gyllenhaal, Mary McDonnell, Drew Barrymore o Patrick Swayze, junto a otros menos populares pero igual de eficaces. La bifurcación de los puntos de vista termina favoreciendo el papel de Jake Gyllenhaal, que no es tan matizado como debería y resulta algo tosco y pobre, lejos todavía de las grandes interpretaciones de las que hará gala el actor.
Erigida hoy a la categoría de película de culto, lo cierto es que Donnie Darko debe ser tenida en cuenta por su originalidad y su ingenio efervescente, capaz de abrir huecos en el relato para que el espectador los rellene con su propio criterio. Y es que detrás de su aspecto de película para adolescentes, la opera prima de Richard Kelly contiene cargas de profundidad camufladas por el humor y la falta de complejos, lo que la convierte en una rareza dotada de una inesperada sensibilidad gracias, entre otras cosas, a la música compuesta por Andrew Peters. A continuación pueden escuchar una muestra:

LEER MÁS

¿QUIÉN PUEDE MATAR A UN NIÑO? 1976, Narciso Ibáñez Serrador

Hay muchas formas de contar una misma historia, con variantes que van desde la versión oficial hasta la leyenda urbana. También en el caso de Chicho Ibáñez Serrador y los motivos de su temprano abandono del cine, tras haber dirigido dos largometrajes que lograron el éxito. Por lo común se acepta que prefirió la seguridad que le ofrecía trabajar en televisión antes que la eterna ingratitud del cine producido en España, el cual no le garantizaba el reconocimiento ni la estabilidad que ya desde los años sesenta le proporcionaba la pequeña pantalla. Esta decisión, respetable y legítima, se puede complementar con otros puntos de vista derivados de la observación de su filmografía. Una obra tan breve como intensa que arroja conclusiones alternativas, por ejemplo, que Ibáñez Serrador no era en realidad un gran creador sino un especialista en fagocitar los aciertos ajenos, ya fueran espectáculos televisivos, seriales de misterio o películas de género. Cada proyecto en el que se embarcaba estaba guiado por la pasión y la necesidad de impactar en el público, lo que le permitió mantener su notoriedad durante muchos años.
El segundo y último largometraje de Ibáñez Serrador, ¿Quién puede matar a un niño?, podría definirse como una operación de estricta cinefilia. El guion, escrito también por el director, parte de la novela El juego de los niños de Juan José Plans, aunque visualmente se presenta como un híbrido perfecto entre Los pájaros de Alfred Hitchcock y El pueblo de los malditos de Wolf Rilla, mezclado con las referencias coetáneas de La semilla del diablo y Perros de paja, entre otros títulos representativos de aquella época. Ibáñez Serrador toma de ellos la violencia soterrada que emerge en medio de un entorno en apariencia placentero, donde los protagonistas reciben un castigo que va destinado a la sociedad, a modo de metáfora perversa: es la venganza de la naturaleza humana contra los desastres del mundo moderno, un combate en el que Ibáñez Serrador enfrenta a niños y adultos, víctimas contra verdugos. Para ilustrar esta rebelión, ¿Quién puede matar a un niño? comienza con una (demasiado) larga escena documental en la que se denuncian los horrores que las sucesivas guerras han infringido a la infancia, una durísima secuencia intercalada con los títulos de crédito que trata de justificar todo lo que acontece después: la historia de un matrimonio extranjero que está esperando el nacimiento de un hijo y que acude a una pequeña isla en pleno verano para descansar. Allí descubren poco a poco que los habitantes más jóvenes han tomado el poder acabando con sus mayores, empujados por una especie de locura colectiva que se transmiten unos a otros mediante influjos sobrenaturales.
Al igual que sucede en el libro original, la película no ahonda en explicaciones porque de lo que se trata es de practicar un ejercicio de tensión narrativa. Así que no conviene tomarse en serio el origen del comportamiento asesino de los niños y hay que centrarse en el suspense y la acción, verdaderos motores de la película. Lo demás es algo tosco, incluso vulgar, sirvan como ejemplo los diálogos que mantiene la pareja protagonista al principio del film, de una simpleza a veces sonrojante. Según avanza el relato, Ibáñez Serrador muestra sus cartas y deja claro que lo importante es que la angustia ascendente que se apodera de los personajes cale en los espectadores, y para ello se vale de una planificación eficaz que gana ritmo en el montaje. El director rueda con nervio e inspiración, generando la atmósfera adecuada para transmitir terror bajo la luz del día y en espacios abiertos, al contrario de lo habitual en el género. Un incipiente José Luis Alcaine dirige la fotografía explotando las posibilidades de la luz solar y con unos medios limitados, ya que ¿Quién puede matar a un niño? es una producción modesta que logra convertir la escasez en virtud.
Hay, sin embargo, algunos elementos que impiden que el resultado alcance la excelencia que roza en ocasiones, y no son detalles pequeños: el más notable es la interpretación del actor protagonista, Lewis Fiander, sin el carisma preciso y con limitaciones que quedan en evidencia cuando se le compara con Prunella Ransome, su compañera de reparto, bastante más certera que él. Más allá de ciertas debilidades concernientes sobre todo a la "racionalización" de la trama y al acabado técnico (esos arreglos musicales tan avejentados), lo que ofrece ¿Quién puede matar a un niño? con la perspectiva de los años es su condición de anomalía dentro de una industria en transformación, recién terminada la dictadura de Franco. La valentía de Narciso Ibáñez Serrador continúa asombrando todavía hoy, así como la película sigue propiciando malestar y terror, que es la finalidad para la que fue ideada. Nunca se sabrá cómo pudo haber evolucionado la carrera de un cineasta que dejó de serlo tan pronto que no le dio tiempo a definir un estilo, por lo que sus dos películas son a la vez una declaración de principios y un testamento, una presentación y una despedida.
Este texto quedaría incompleto sin señalar uno de los factores que otorgan personalidad al conjunto y es la banda sonora compuesta por Waldo de los Ríos. A grandes rasgos, es una partitura irregular que tiende a la dispersión y que lo mismo incluye temas que beben sin disimulo de fuentes demasiado cercanas, junto a hallazgos como el que se puede escuchar a continuación. Que lo disfruten:

LEER MÁS

BLUE VALENTINE. 2010, Derek Cianfrance

Al igual que sucede en los ecosistemas, el cine independiente necesita regenerar su propio suelo de vez en cuando para que prevalezca el ciclo evolutivo de las especies. Así se suceden los nombres de los autores y los técnicos, los títulos de las películas y también los referentes, que van surgiendo según la tendencia o necesidad de cada momento. A este grupo bien podría pertenecer Blue Valentine, el segundo largometraje dirigido por Derek Cianfrance, una película que lleva el apelativo indie en su código genético. Es verdad que en el reparto figuran dos actores que hoy son conocidos pero que entonces eran emergentes, Ryan Gosling y Michelle Williams, en todo lo demás el film se adhiere a ese cine situado en los márgenes de la gran industria.
A nivel financiero, Blue Valentine está producida por un conglomerado de estudios pequeños y entidades privadas, lo cual le permitió entrar en el circuito de festivales y obtener cierta repercusión gracias a su pareja protagonista, llegando incluso a ser candidata para algunos premios de relumbrón. No es un dato anecdótico, ya que la película es fiel a sus principios y cuida mantener su personalidad en cada escena. Lo primero que llama la atención es la estética que imprime la fotografía de Andrij Parekh, con reminiscencias de los años setenta: luces fuertes sobreexpuestas, sombras con ruido y colores cuyo tono y densidad cambian según la intención dramática. Cianfrance aplica una estética que transmite cercanía, ya que de lo que se trata es de adentrarse en la intimidad de un matrimonio en plena descomposición. El guion mezcla dos tiempos en paralelo: el pasado, en el que la pareja se conoce y entabla relación, y el presente, en el que todo se destruye. Ambas épocas se solapan completándose y contrariándose la una a la otra, en un diálogo devastador que no hace concesiones a la lágrima fácil.
El acierto de Cianfrance es mantener el equilibrio sin caer en el exceso. Blue Valentine narra una historia de emociones que brotan con intensidad, pero lo hace desde la mesura, sin añadir leña al fuego. Para ello, el director cuenta con la complicidad de Gosling y Williams, ambos magníficos en los sucesivos cambios de registro y en la credibilidad que exigen sus personajes. La película deposita en ellos una importante responsabilidad, hasta el punto de que determinan el resultado y lo elevan a la categoría de tragedia romántica. No confundir con los numerosos títulos que han emponzoñado el género, puesto que lo que aquí se calibra es cine que extrae oro del carbón, brillantez de la oscuridad. Blue Valentine es un film doloroso e incómodo de ver, que hace reconocibles nuestras peores miserias y que consigue construir la atmósfera adecuada gracias, entre otras cosas, a una acertada banda sonora integrada por canciones que participan de la trama y temas compuestos por la banda neoyorquina Grizzly Bear.
En resumen, cabe destacar Blue Valentine como el ejemplo perfecto de lo que puede lograr un director como Derek Cianfrance, consciente de la oportunidad que le ofrece esta película para dar continuidad a su carrera en el cine, al frente de un equipo implicado y unos actores en estado de gracia. Sin mucho presupuesto y con un objetivo claro que consiste en apelar a los sentimientos del público sin agraviar su sensibilidad y damnificando la memoria colectiva de toda persona que haya tenido pareja alguna vez.

LEER MÁS

QUIÉN LO IMPIDE. 2018, Jonás Trueba

Después de dirigir La reconquista, Jonás Trueba continúa explorando el mundo de los adolescentes en un formato hasta ahora inédito en su filmografía, un proyecto audiovisual que lleva por título Quién lo impide y que abarca cuatro películas a medio camino entre el documental y la ficción. Cada parte de este retablo cinematográfico tiene conexión con las demás pero funciona de manera independiente, sin un orden establecido ni continuidad argumental. Es una obra en construcción que es enriquecida con nuevas incorporaciones basadas en un objetivo en común: desmontar los tópicos en torno a un segmento de la población que suele ser estigmatizado, así como ofrecer una visión positiva de aquellos que están llamados a tomar las riendas del país en un futuro no demasiado lejano.
Aunque pueda sonar ambicioso, en realidad Jonás Trueba lleva a cabo este propósito desde la cercanía y la sencillez, contando con la implicación plena de los protagonistas y con un tono alejado de todo paternalismo y adoctrinamiento. Al contrario, los jóvenes que aparecen en pantalla determinan con sus palabras y actitudes el resultado, integran un mosaico diverso en el que se repiten algunas caras para permitir que el público pueda identificarse y el relato mantenga un hilo conductor, lo que otorga coherencia al conjunto. No se trata de piezas dispersas sino de posibilidades narrativas que se van abriendo según avanza el proyecto y va ganando en profundidad social y antropológica. Así, los distintos films evolucionan del documental con testimonios de Tú también lo has vivido a la ficción naturalista de Principiantes, pasando por los segmentos Sólo somos y Si vamos 28, volvemos 28, situados entre ambos términos.
El espectador debe saber que, aunque no es necesario conocer las circunstancias que rodean el proyecto, sí es enriquecedor situarlo en su contexto para comprender su verdadera dimensión. Jonás Trueba sabe que el cine es también todo lo que rodea el cine, que es un medio permeable a cuanto sucede mientras se elabora y que los elementos externos se pueden volver internos si hay un equipo sensible y creativo capaz de favorecerlo. No en vano, durante los últimos años Trueba ha participado en experiencias didácticas, charlas y formaciones que sostienen la base de Quién lo impide y se materializan en sus imágenes, tal vez en eso resida el gran acierto del cineasta: en hacer que el contenido teórico se convierta en práctica y que la reflexión se vuelva acción. De ahí que su nombre no figure en los créditos como director, sino ejerciendo la función de "puesta en situación". Es una más de las anomalías que hacen tan especial el proyecto, además de por su forma poliédrica y, sobre todo, por tratar de transformar la mirada que la sociedad en general y el cine en particular arrojan tradicionalmente sobre la adolescencia. Nada más (y nada menos) que por esto merece la pena tener en cuenta Quién lo impide, tetralogía que lleva impresa su vocación de desafío ya desde el mismo nombre.

LEER MÁS

KINETTA. 2005, Yorgos Lanthimos

Cuatro años antes del reconocimiento que significó Canino, el director Yorgos Lanthimos experimentaba en los márgenes del cine con historias y formatos que ponían a prueba su incipiente lenguaje narrativo. A esta primera etapa pertenece Kinetta, su debut en solitario y un ejemplo de los riesgos que ya desde temprano comenzó a asumir Lanthimos en condiciones bastante precarias. La película está filmada en 16 mm. con unos pocos personajes y en escasos escenarios, el principal es un hotel deshabitado en la costa, a la espera de que se reanude la temporada de turistas. Una camarera de pisos se ocupa de mantener las habitaciones en orden y se relaciona con los otros dos protagonistas del film: un operador de cámara que asume encargos de todo tipo, algunos de ellos de naturaleza extraña, y un agente de policía que se sirve de su autoridad para cometer ciertos abusos. En realidad, este planteamiento nunca es explícito y se intuye por lo que sucede en la pantalla, al igual que el desarrollo y el desenlace de la trama. Kinetta se aleja premeditadamente de toda narración convencional para plantear situaciones aisladas que el público debe conectar y dotar de significado, si es que lo precisan. Porque no es necesario hacer una interpretación racional de la película: aquí de lo que se trata es de dar forma visual a las sensaciones que han interesado a Yorgos Lanthimos desde el inicio de su trayectoria: la soledad, el desarraigo, el poder y la sumisión, la dificultad para unirse a otras personas, la incomunicación.
Es importante que el espectador sepa lo que va a ver para no sentirse decepcionado: Kinetta es la indagación de un cineasta ensayando con las imágenes, en torno a algunas influencias pasadas y recientes. Entre las primeras se adivina un recuerdo a Faces de John Cassavetes (la escena del intento de suicidio frustrado en el cuarto de baño), y entre las segundas queda todavía cercana la referencia al movimiento Dogma 95, cuyo lenguaje es similar al empleado por Lanthimos: cámara en mano, iluminación natural, inmediatez y crudeza en los encuadres. El montaje alterna los planos abiertos de situación con otros muy cerrados que se pegan a los personajes, forzando el foco y la paciencia de los espectadores con claustrofobia. Es como si el director quisiera violentar el ojo del que mira y a los propios actores, para obtener de ellos determinadas reacciones. Sus personajes carecen de nombre y los escasos diálogos no tienen relevancia en el conjunto, ya que Kinetta es más una consecución de fragmentos que un todo, una experiencia parecida a la de mirar a través de un cristal esmerilado.
Por supuesto, no es una película que busque el consenso ni el público fácil, acaso tampoco el difícil. Kinetta se busca a sí misma en el misterio que encierran sus fotogramas, un reto solo apto para los degustadores de rarezas y aquellos que disfruten asomándose a las esquinas que suelen evitar las películas mayoritarias: los tiempos muertos, la representación fuera de la norma de las relaciones afectivas y sexuales, el silencio como discurso cinematográfico... en fin, todo lo que entraña riesgo para un artista como Yorgos Lanthimos, en una opera prima tan desconcertante como merece su filmografía.

LEER MÁS

EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO. "The killing of a sacred deer" 2017, Yorgos Lanthimos

El cine de Yorgos Lanthimos continúa evolucionando y, por primera vez, deja de lado la parábola simbólica para hacer una incursión en el género de terror. Un terror que el director filtra a través de su personal estilo para elaborar un ejercicio de tensión contenida en El sacrificio de un ciervo sagrado, película que denota en algunos aspectos la influencia Stanley Kubrick. Hay dos títulos en concreto del maestro norteamericano cuyo recuerdo sobrevuela el quinto largometraje de Lanthimos: El resplandor y Eyes wide shut. Bien sea por los planos en movimiento (hay numerosos avances de cámara acompañando al protagonista por los pasillos de un gran hospital), como por la atmósfera (de falsa calma que oculta un peligro), además de la presencia de Nicole Kidman, interpretando a la esposa de un matrimonio aparentemente perfecto que debe enfrentarse a sus demonios internos y externos. El marido está encarnado por Colin Farrell, quien repite con Lanthimos después de Langosta, encadenando así una de sus mejores etapas profesionales.
La película demuestra el bagaje acumulado por el director y la ampliación de sus recursos expresivos, cada vez más dinámicos, al utilizar el zoom y los desplazamientos de cámara para envolver la historia en una sensación de expectativa e inestabilidad constantes. Esto mantiene alerta al espectador en todo momento, ya que el horror que contiene el film carece de sustos y de trucos fáciles, es un temor que permanece agazapado en el subconsciente de los personajes hasta que finalmente se materializa (al igual que en El resplandor) y adopta forma sonora en la acertada selección de músicas que suenan en el film. De nuevo, el guion de Yorgos Lanthimos y Efthymis Filippou busca inquietar al público con recursos dramáticos de impacto seco y contundente, en esta ocasión sin el alivio de la comedia negra que caracteriza la obra del director. Lo más curioso es que la trama toma como referencia el mito griego del rey Agamenón, quien ante la diosa Artemisa hubo de llevar a cabo el sacrificio que da nombre al film. De esta manera, Lanthimos recrea la cultura clásica ligada a su origen, mientras que introduce en ella connotaciones religiosas y dilemas morales que mantienen su vigencia todavía hoy.
La importancia de la puesta en escena y la creación de la atmósfera adecuada son determinantes para que El sacrificio de un ciervo sagrado desarrolle sus propuestas de partida, algo a lo que contribuye la fotografía de Thimios Bakatatakis con el talento acostumbrado. Tal y como exige la naturaleza del relato, Lanthimos hace crecer la ficción desde dentro hacia fuera en los dos primeros actos, dosificando la información y alternando los puntos de vista de los distintos personajes para, llegado el tercer acto, hacer creíble la resolución. Es entonces cuando la película completa su capacidad de hipnosis y la consabida reflexión en torno al bien y el mal, la inocencia y la culpabilidad, el perdón y el castigo. Un ejemplo de los códigos visuales que maneja el director es la persistencia de los techos en muchas imágenes para representar la presión y el desasosiego que se cierne sobre los protagonistas, además de otros elementos que transmiten agitación como son los ventiladores, siempre en funcionamiento.
 El sacrificio de un ciervo sagrado supone un paso más en la trayectoria de un cineasta que nunca elige el camino fácil y que trata de sorprender transformando sus propias fórmulas. En resumen: una de las películas de terror más estimulantes de los últimos años, producida, filmada e interpretada con inspiración e inteligencia.

LEER MÁS

LANGOSTA. "The lobster" 2015, Yorgos Lanthimos

La primera de las películas rodadas por Yorgos Lanthimos fuera de Grecia y en régimen de coproducción supone un cambio en su filmografía. No solo en términos geográficos (está rodada en Irlanda) o financieros (que aumentan exponencialmente) sino, sobre todo, porque Langosta añade elementos formales a un estilo que permanece fiel a sus convicciones temáticas. El tándem formado por Lanthimos y Efthymis Filippou continúa espoleando al público por medio de una historia que cuestiona los modelos tradicionales de las relaciones humanas, esta vez centradas en la pareja.
El ámbito en el que se mueven las películas de Lanthimos se va expandiendo desde el escenario doméstico de Canino hasta alcanzar aquí lo global, por lo que la parábola adquiere tintes de premonición: un individuo llega a un hotel donde se lleva a cabo un programa para que las personas solteras entablen relación, ya que el orden social les considera inadaptados. Fuera, en medio de la naturaleza, opera una agrupación rebelde que se sitúa en el extremo opuesto y prohíbe la expresión de sentimientos entre sus miembros. Aunque ambos bandos permanecen en guerra, coinciden en la actitud dogmática y en la violencia para resolver sus respectivas faltas de disciplina, lo cual empuja a los integrantes de una parte y de otra a adoptar comportamientos artificiales y alienantes. El espectador de Langosta puede extraer lecturas éticas, políticas o filosóficas del argumento, todas con aplicación a la época reciente que Lanthimos denuncia con sus armas habituales: el distanciamiento y el humor negro.
Por muy terrible que pueda parecer lo que se muestra en pantalla, el director expone los hechos y las reacciones de los personajes bajo el prisma del cinismo e incluso el sarcasmo. Unos recursos expresivos que, como bien se sabe, no son percibidos por igual por todos los espectadores, así que habrá quien encuentre la película como una metáfora incisiva de nuestras deficiencias comunes, mientras que otros tengan dificultades para participar en el retorcido juego que propone el director. Y es que Langosta incurre en numerosos riesgos, el más notable es el cambio de tono que se produce a mitad del film, con un relajamiento del ritmo y una narración menos exuberante que en la primera parte. En ambos casos, Yorgos Lanthimos ejerce de director manierista, cada vez más alejando de la austeridad de sus anteriores títulos y con un método que se va enriqueciendo de elementos, situaciones y personajes. Prueba de ello es el extenso reparto en el que se pueden encontrar los nombres de Colin Farrell, Rachel Weisz, Léa Seydoux y John C. Reilly, además de Aggeliki Papoulia y Ariane Labed, quienes repiten con el director después de Alps. Todos ellos magníficos y con la capacidad de resolver el rasgo característico que define a sus personajes, ya sea físico (la cojera, el ceceo, la cabellera rubia) como de personalidad (la frialdad, la desesperación, la servidumbre).
Estas y otras cualidades hacen de Langosta una película atípica, que se parece a muy pocas. Lanthimos hace evolucionar su planificación y puesta en escena para abarcar los componentes del relato, que son muchos y funcionan a distintos niveles, desde el simbolismo lírico a la acción (cuya dinámica se altera mediante el ralentizado de las imágenes). El recurso de la cámara lenta es empleado por el director con el fin de aislar del conjunto algunos momentos determinados, re-significando su sentido original para dotarlo de una nueva dimensión, ya sea en secuencias decisivas como en otras en apariencia intrascendentes. Lanthimos añade esta herramienta a su lenguaje visual de aquí en adelante, un lenguaje que gana elocuencia en el montaje y que vuelve a contar con la fotografía del siempre inspirado Thimios Bakatatakis.
En definitiva, Langosta es un ejercicio muy estimulante de cine de autor, menos hermético que las películas antecesoras de Yorgos Lanthimos, pero igual de valiente. Sus hallazgos formales no deberían ocultar la advertencia que lanza la película, y es que en una sociedad donde rige la apariencia y avanza el conservadurismo, se corre el peligro de acabar siendo víctima de unos prejuicios adquiridos por herencia cultural. Algo que nos concierne a todos y que Langosta disfraza de distopía para analizar el presente.

LEER MÁS

LOS DÍAS QUE VENDRÁN. 2019, Carlos Marques-Marcet

El director Carlos Marques-Marcet continúa explorando las luces y las sombras de las relaciones de pareja, en esta ocasión a través de la experiencia de un embarazo. Para ello se vale de un proceso de gestación real, el de la actriz Maria Rodríguez Soto y su pareja, el actor David Verdaguer, quienes se prestan a interpretar una ficción condicionada por las circunstancias verídicas que envuelven el proyecto. En Los días que vendrán, Marques-Marcet realiza un ejercicio de naturalismo directo y nada complaciente del conocido como "estado de buena esperanza", tantas veces idealizado y que muestra aquí su cara menos amable, capaz de revelar el drama íntimo pero también el retrato social y de costumbres de una generación que debe afrontar muchas dudas antes de decidirse a tener un hijo.
Como cabe esperar, el punto fuerte de la película reside en el desarrollo de los personajes y en la labor de los actores protagonistas. Ellos conducen la trama y definen el tono expresivo de cada secuencia, por lo que el trabajo del director está siempre encaminado a lograr la identificación con el público mediante los recursos propios de la imagen. Abundan los primeros planos y los planos medios, ya que los diálogos son habituales y buena parte de la película transcurre en el apartamento de la pareja. Las salidas a los demás escenarios están plenamente justificadas y adoptan un carácter narrativo, además de describir un entorno determinado como es la ciudad de Barcelona en su vertiente más próxima y cotidiana, sin caer en la tentación del embellecimiento postal. La cámara se sitúa en todo momento cerca de los personajes y prioriza el punto de vista de la futura madre, no en vano, Marques-Marcet escribe el guion junto a Coral Cruz y Clara Roquet (con quien ya había colaborado antes en 10.000 Km.)
En definitiva, el tercer largometraje de Carlos Marques-Marcet es una película sencilla en su forma pero de cierta complejidad temática, ya que se atreve a abordar el hecho de la procreación sin los consabidos edulcorantes. Lo que no significa que no haya momentos de interés visual, tanto en la planificación como en el montaje, puesto que Marques-Marcet es un cineasta conciso y atento que se adapta a las necesidades de la historia y despliega un estilo que, si bien no suele resultar evidente, sí ayuda a revelar en la pantalla el interior de los personajes. Esta es la principal virtud de Los días que vendrán y el motivo por el cual debería ser tenida en cuenta ahora y en el futuro, cuando sea oportuno buscar explicaciones a los bajos índices de natalidad y a los conflictos derivados de la vida en pareja.

LEER MÁS