LA HIJA DE UN LADRÓN. 2019, Belén Funes

Cuatro años después de haber realizado el cortometraje Sara a la fuga, la directora Belén Funes retoma a los mismos personajes y les hace evolucionar en una película de marcado carácter realista. Una realidad que no se vuelca solo en el contenido del relato, sino también en el parentesco que une a los actores protagonistas, Greta Fernández y Eduard Fernández. Ambos encarnan a los personajes del título, dos seres heridos por un pasado que nunca llega a mostrarse en imágenes pero que emerge de manera inevitable en cada secuencia. Por eso, La hija de un ladrón exige la participación del público, el cual asiste al día a día de Sara en su lucha por construir una familia de la que siempre ha carecido. La originalidad de la propuesta consiste en reflejar un momento determinado de su vida, durante el reencuentro con su padre recién salido se prisión. La historia que les une ha comenzado mucho antes del inicio del film y continuará después del final, lo que puede provocar desconcierto en más de un espectador... pero la directora catalana decide arriesgarse y contar la experiencia de Sara de manera fragmentada pero muy cercana, siguiendo sus pasos a través de trabajos precarios, pequeños triunfos, grandes fracasos y personas que vienen y van.
De hecho, Funes y su coguionista Marçal Cebrian evitan amoldarse a la estructura narrativa clásica de los tres actos y desarrollan la trama mediante una sucesión de escenas que muestran detalles en apariencia insignificantes, pero que aportan una cualidad dramática a la rutina, casi a modo de documental vivencial. De ahí que resulte inevitable recordar el cine de los hermanos Dardenne o Ken Loach cuando se contempla La hija de un ladrón. La directora recurre a algunas de las herramientas habituales en este género de películas, como son la cámara en mano, los planos largos y la búsqueda de verosimilitud en la iluminación y el sonido. Un estilo muy directo que alcanza el mayor grado de verdad con los actores, todos de enorme eficacia, un reparto en el que brillan el padre y la hija protagonistas. La película se mueve y respira a través de ellos, en especial de Greta Fernández, que tiene una presencia constante en la pantalla. No hay asomo de fingimiento en la interpretación de esta actriz que sostiene el peso del film sobre su mirada hastiada y su gesto áspero, como si no hubiera diferencia entre la persona y el personaje. La química que se establece con Eduard Fernández y con los demás actores insufla aliento a esta película de hondo calado humano, que reivindica sin hacer apologías y que denuncia sin emplear pancartas.
La hija de un ladrón retrata a esa población sumergida por las circunstancias económicas y sociales que trata de salir a flote a pesar de los inconvenientes, algunos de ellos de índole personal, que el público debe deducir según avanzan los hechos. Esta no es una película cómoda ni de fácil digestión, pero es necesaria. Porque pone rostro a las estadísticas y deja testimonio de una realidad que está ahí, a pie de calle, en una ciudad como Barcelona y en un tiempo como el de ahora mismo.

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RETRATO DE UN MUJER EN LLAMAS. "Portrait de la jeune fille en feu" 2019, Céline Sciamma

La directora Céline Sciamma retrocede al pasado para abordar desde una perspectiva diferente a sus anteriores películas el tema de la identidad sexual y las relaciones sentimentales entre mujeres. Aunque Retrato de una mujer en llamas trata el amor homosexual, el idilio que describe interpela a cualquier persona que en algún momento haya amado a otra, al margen de su género y orientación. Es un drama romántico en el que sus protagonistas experimentan una fascinación mutua, dificultada por los imperativos de la sociedad que entonces reprimía la condición lesbiana. La virtud de Sciamma es la de domesticar el torrente de emociones que contiene el film mediante la contención y la austeridad, sin por ello amortiguar su carácter de cuento.
La historia de Marianne y Héloïse acontece en el siglo XVIII, en la costa de la Bretaña francesa. Una época y un lugar que despiertan el imaginario pictórico y literario de Sciamma, quien a lo largo del metraje despliega referencias que van desde los cuadros de Camille Corot a las novelas de George Sand, con el objeto de crear una ficción de carácter cinematográfico. La habilidad de la directora para imprimir el ritmo adecuado a cada escena y situar al espectador en el punto de vista de Marianne, interpretada por Noémie Merlant, resulta sorprendente teniendo en cuenta que Retrato de una mujer en llamas huye del efectismo. Incluso cuando la película juega con lo irreal (las apariciones de Héloïse con el vestido blanco, el coro que canta junto a la hoguera), nunca se abandona la serenidad ni la armonía. Sciamma realiza un trabajo cuyos recursos expresivos y formales están medidos con exactitud, sin renunciar a la belleza, al contrario: el comedimiento general dota de credibilidad a la pasión que despierta el personaje encarnado por Adèle Haenel. Ella y Merlant componen dos personajes cuyas complejidades resuelven con economía gestual, dando especial importancia a las miradas y los diálogos.
Estos motivos, unidos al acabado técnico y al artístico, hacen de Retrato de una mujer en llamas un punto de inflexión en la filmografía de Céline Sciamma. Una directora empeñada en normalizar al colectivo LGTB en la pantalla, mediante unos códigos que incluyen la expresión sin complejos de los sentimientos, la crítica a una sociedad hipócrita (aquí representada en la madre que interpreta Valeria Golino) y la reivindicación del arte como una búsqueda de la libertad individual en comunión con la naturaleza. El hecho de que el personaje protagonista sea una pintora está hablando también de la función como cineasta de Sciamma. Su atención por los detalles se asemeja a las pinceladas firmes y meditadas de un cuadro en el que la suma de las partes completa el conjunto. Una obra que contribuye a la voluntad feminista de recuperar a las autoras que fueron ignoradas por la hegemonía masculina en el arte y que supone, además, un ejercicio íntimo de amplio alcance. En definitiva, se trata una película tocada por el lirismo, la sensualidad y el misterio en sus justas proporciones, persiguiendo un equilibrio perfecto que la directora alcanza con oficio y creatividad.

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HISTORIA DE UN MATRIMONIO. "Marriage story" 2019, Noah Baumbach

Al igual que los buenos libros y las buenas canciones, las buenas películas tienen la capacidad de contarnos las mismas cosas de siempre como si fuesen nuevas. ¿Cuántas ficciones de amor y desamor se han narrado en el cine? ¿Miles, millones? Sin embargo, Noah Baumbach consigue en Historia de un matrimonio que parezca la primera vez que asistimos a la crisis de una pareja, gracias al tono y al realismo de las situaciones interpretadas por Scarlett Johansson y Adam Driver. Y también al punto de vista elegido por Baumbach, a la vez director, guionista y productor del film. Su mirada adopta la distancia adecuada y dosifica las emociones cuando son necesarias, sin agredir al espectador con las argucias habituales en este tipo de dramas. Al contrario, la tragedia doméstica que refleja Baumbach se aparta de la ortodoxia y se deja contaminar por la comedia, a modo de alivio para el público. Comedia triste, pero comedia al fin y al cabo.
La virtud de Historia de un matrimonio respecto a otras películas de argumento semejante (Kramer contra Kramer), reside en la aparente ligereza con la que se narran los hechos. La película comienza con dos escenas consecutivas en las se presenta a los protagonistas, al estilo de Jean-Pierre Jeunet, mediante el montaje de acciones diversas y una voz en off. Un arranque que define la figura principal de la película: el binomio, la dualidad. Este concepto permanecerá presente a lo largo del metraje mediante el humor y la amargura, lo abrupto y lo sutil, lo personal y lo laboral... Una dicotomía que también se expresa a nivel formal, con diferentes tonalidades para representar los escenarios urbanos de Nueva York y Los Ángeles. Robbie Ryan emplea una fotografía más cruda y fría en el primer caso, y más luminosa y cálida en el segundo, lo cual se traslada al carácter de la pareja protagonista. Baumbach consigue que el conjunto alcance la unidad y la coherencia gracias a un guión que convierte los actos cotidianos (como cerrar la puerta exterior de una casa) en algo trascendente, con la implicación de un reparto de actores entre los que se encuentran Laura Dern, Alan Alda y Ray Liotta, nombres felizmente aquí recuperados.
El trabajo del director en cuanto a planificación y tempo narrativo también resulta esencial a la hora de valorar Historia de un matrimonio. Baumbach elige siempre emplazamientos de cámara acordes a su función en el relato y a la evolución de los personajes, sin intromisiones ni evidencias en el montaje, buscando convertir al espectador en testigo mudo de cada escena. Hay una gran fluidez en el conjunto, incluso cuando se intercalan secuencias extrañas y sublimes, como la canción en el pub o el momento en el que el personaje de Nicole elige la comida de Charlie en la mesa que comparten con los abogados. Sirvan estos ejemplos para explicar el arriesgado equilibrio que mantiene Historias de un matrimonio, mezclando entonaciones y actitudes en apariencia contradictorias, que Noah Baumbach conjuga para obtener un resultado compacto y emocionante. La capacidad del director para fijar ciertos detalles denota observación y delicadeza, dos cualidades que resumen bien esta producción de Netflix llamada a perpetuarse en la memoria del espectador. Una película que depara sensaciones intensas desde la intimidad, un torrente de sentimientos alejado del sentimentalismo, y que contiene además un tesoro musical en su banda sonora compuesta por Randy Newman. A continuación pueden escuchar un ejemplo. Relájense y disfruten:

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DIEZ NEGRITOS. "And then there were none" 1945, René Clair

Las novelas de Agatha Christie suponen un reto para los directores que deciden llevarlas a la pantalla. Suelen reunir varios personajes en unos pocos escenarios, con gran importancia de las conversaciones, lo cual provoca que el resultado sea más teatral que cinematográfico. Pero hay honrosas excepciones. La adaptación de Diez negritos por parte de René Clair es de las más destacadas gracias a su dominio de la puesta en escena, del tempo de la narración y del ingenio visual que exhiben muchas de sus imágenes.
Basta ver el inicio de la película, cuando los personajes se acercan en bote a la isla donde sucederá la acción. Sin necesidad de expresar palabras, los protagonistas son presentados mediante planos en los que los gestos y las actitudes resultan fundamentales, y es que los actores aportan buena parte de los méritos que contiene el film. Un grupo de nombres que habitualmente ocupan las segundas líneas de los repartos: Barry Fitzgerald, Aubrey Smith, Judith Anderson, Mischa Auer... todos ellos excepcionales y muy bien conjuntados, en compañía de otros intérpretes entre los que brilla el genial Walter Huston. Es un gozo ver a semejantes profesionales compartiendo encuadre y pronunciando los ocurrentes diálogos escritos por el guionista Dudley Nichols.
Diez negritos es el quinto largometraje de Clair realizado en los Estados Unidos después de sus trabajos en Francia e Inglaterra, la mayoría comedias y musicales, en los cuales el director ha ido perfeccionando su sentido del ritmo y su capacidad para alternar situaciones con fluidez y viveza. Así pues, nos encontramos ante la exhibición de un maestro en pleno uso de sus facultades, una película brillante en los apartados técnicos y artísticos (atención a la escena de las cerraduras) que depara casi cien minutos de disfrute ininterrumpido. Teniendo en cuenta la ligereza a la que aspira el film y su vocación de sano entretenimiento, René Clair no solo cumple el objetivo de Diez negritos, sino que lo supera con creces.

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ROJOS. "Reds" 1981, Warren Beatty

Al igual que otras estrellas de Hollywood como Paul Newman y Robert Redford, el actor Warren Beatty emprende a finales de la década de los setenta una trayectoria en la dirección mediante títulos que le permiten trascender su imagen de galán y le revelan como un autor con inquietudes diversas. El mejor ejemplo dentro de su escasa filmografía es Rojos, película que le otorga un inesperado prestigio a causa del aluvión de premios. No es para menos. Se trata de una costosa producción de época con localizaciones en diferentes países y multitud de figurantes, al estilo de las epopeyas rodadas unos años atrás por los grandes estudios.
Aunque la historia que cuenta Rojos está ambientada a principios del siglo XX, con el auge de las revoluciones soviéticas y la implantación del socialismo en Norteamérica, no se puede obviar el momento en el que Paramount Pictures decide financiar el segundo largometraje dirigido por Beatty. Nada menos que en el inicio de la era Reagan, un periodo conservador con continuidad de gobiernos republicanos que bien podrían sentir recelos ante un proyecto cuyo título ya parece una provocación. Además de dirigir Rojos, el propio Beatty produce e interpreta al personaje protagonista, John Reed, un carismático periodista que saltó a la fama tras escribir Diez días que estremecieron el mundo, la crónica de su estancia en Rusia como testigo de la Revolución de octubre de 1917. El acierto del film y a la vez su pasaporte a las carteleras de medio mundo es que no resulta maniquea ni hace propaganda. Beatty lanza dardos a todos los estamentos y, lo que en principio parece una oda al ideario de izquierdas, poco a poco se va convirtiendo en una crítica al aparato que primero impulsó el movimiento y luego terminó ahogándolo entre dogmas, burocracias y depuraciones, hasta tergiversar su naturaleza progresista. Es el mismo recorrido ideológico y vital que atraviesa Reed, víctima de aquella utopía imposible de aplicar por los guardianes de unas ideas transformadas en preceptos.
El peso político del argumento es importante, pero también su carácter humano. Por eso Beatty comparte responsabilidad con Diane Keaton, la otra mirada que contempla la historia y permite que el espectador establezca distancia con la figura principal. El hecho de que buena parte de la acción siga los pasos de la periodista y escritora Louise Bryant, evita la tentación de caer en la idolatría que hubiera podido despertar la figura de Reed, poseedora de un atractivo y una fascinación que pocos nombres como Warren Beatty dotarían de credibilidad. Los dos forman una pareja con grietas y fortalezas, en la que se cruzan los personajes del dramaturgo Eugene O'Neill y la activista Emma Goldman, ambos interpretados por Jack Nicholson y Maureen Stapleton. Todos los actores están magníficos y consiguen desprender a sus personajes de la aureola mítica que les otorga la Historia, mostrándoles más terrenales y cercanos.
El diseño de producción es otro de los puntos fuertes de Rojos. Hay una labor muy cuidada en los decorados, el vestuario y los demás elementos que integran la escena, con una mención especial para quien sin duda es el artífice de que las imágenes de Rojos sean dignas de análisis hoy en día. La fotografía de Vittorio Storaro engrandece la película y la llena de belleza, no con el fin de acariciar los ojos del público mediante recursos estéticos, sino de crear las atmósferas adecuadas para que la narración evolucione al mismo tiempo que los personajes. La luz y la paleta de colores empleadas por Storaro ilustran los sentimientos de quienes aparecen en el encuadre, a la manera de los pintores clásicos, poniendo atención en los matices y en la profundidad de campo. Por eso, es justo reconocer al italiano como co-creador de la envoltura visual que hace de Rojos una película destacable.
Así pues, la película conjuga bien las vertientes dramáticas e históricas a lo largo de un metraje que sobrepasa las tres horas de duración, gracias al buen hacer de los actores (en especial de Keaton, extraordinaria) y a la verosimilitud con la que Beatty expone los hechos. Que no es lo mismo que realismo, ya que Rojos está narrada con el lenguaje depurado de la ficción, sin excluir en determinados momentos el estilo documental. Resulta muy llamativo el recurso de intercalar entre distintos bloques de escenas los testimonios de personas que conocieron a los verdaderos protagonistas, testigos ya ancianos de los acontecimientos, lo cual otorga al conjunto un marchamo de autenticidad. Esta decisión arriesgada dota de identidad a Rojos, la película más ambiciosa y redonda de la breve e irregular filmografía Warren Beatty como director.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Stephen Sondheim. Una melodía de corte romántico que evoca la relación de la pareja representada por el piano y la flauta, sobre un fondo de instrumentos de cuerda pulsada. Relájense y disfruten:

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OKJA. 2017, Bong Joon-ho

Las películas de Bong Joon-ho siempre tienden a la fábula, más allá del género y el estilo que adopten. Prueba de ello es Okja, un alegato en favor de la naturaleza que el director presenta como un imaginativo divertimento repleto de aventura y emoción, ideal para ser disfrutado en familia. La película narra la relación entre una niña que vive en las montañas surcoreanas y un gigantesco cerdo modificado genéticamente por una ambiciosa compañía que reclama la propiedad del animal. Además de algunas referencias inevitables como King Kong o Tarzán, lo cierto es que Okja parece atravesada en todo momento por el espíritu de Hayao Miyazaki, como si el maestro del anime hubiera decidido realizar una película de imagen real. De hecho, hay situaciones y personajes (atención al interpretado por Jake Gyllenhaal) más propios de la animación, lo que da cuenta de la importancia del diseño de producción y los efectos especiales en esta obra financiada por los Estados Unidos y Corea del Sur bajo el auspicio de Netflix.
Como es habitual, Joon-ho despliega sus habilidades como narrador visual mediante una planificación rica y eficaz que imprime ritmo al relato, sin descuidar por ello el desarrollo argumental de Okja ni sus ambiciones dramáticas. Porque bajo su apariencia de espectáculo sencillo y directo, la película milita en contra de las corporaciones que anteponen los intereses comerciales al sostenimiento del planeta y que no demuestran escrúpulos a la hora de manipular sus mensajes para obtener beneficios. Para ello, el director recurre en el tercer acto a imágenes de gran impacto que dejan clara la intención de denuncia. Es fantasía, pero con una traslación fácil a realidades pasadas y presentes.
Además del perfecto acabado técnico, en Okja también hay motivos artísticos a tener en cuenta, como el reparto que congrega a actores de distintas nacionalidades. Acompañando a Gyllenhaal se encuentran otros nombres conocidos como Tilda Swinton y Paul Dano, todos ellos componiendo personajes carismáticos y reforzando el carácter de cuento que posee el film. Bong Joon-ho realiza aquí su película más accesible hasta la fecha, lo que no le resta méritos como cineasta, al contrario: los grandes autores también se miden cuando les toca compadecer ante audiencias masivas sin tergiversar su estilo ni su lenguaje. Él no solo sale indemne de la prueba (al igual que en Snowpiercer, su película anterior), sino que también es capaz de incorporar al público joven y de transmitirle ciertos mensajes que resultan hoy más oportunos que nunca.

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PARÁSITOS. "Gisaengchung" 2019, Bong Joon-ho

Resulta difícil hablar de Parásitos sin desvelar sus sorpresas. Bong Joon-ho juega en todo momento al despiste con las expectativas del espectador, introduciendo giros en la trama y cambiando el género en los momentos más inesperados. Todo ello dentro de una alegoría que retrata a la sociedad surcoreana por medio de dos familias, una que vive en la miseria y otra en la opulencia. El vínculo que se establece entre ambas ilustra las desigualdades económicas del país y se atreve a desdibujar los papeles de víctimas y verdugos, ofreciendo una moraleja de carácter subversivo. El logro que alcanza Parásitos consiste en hacer una proclama revolucionaria a través de una ficción divertida y emocionante, con capacidad para repercutir en el gran público.
Tanto el guión como la puesta en escena están elaborados con meticulosidad, buscando siempre el dinamismo. El hecho de que gran parte de la acción suceda en el escenario de una casa podría haber dotado a la película de un aire teatral que el director convierte en puro cine mediante la planificación, el montaje y todos los recursos visuales a su alcance. Joon-ho escruta las situaciones con garra y un depurado sentido del ritmo, poniendo atención en los personajes y en su relación con el entorno. Y es que la casa, construida ex profeso para la película, tiene en cuenta las dimensiones y, sobre todo, las alturas, como un escalafón que sitúa a los protagonistas en estamentos opuestos, una metáfora espacial que se repite también en las localizaciones de exterior. Parásitos contiene multitud de símbolos que convierten el visionado en un ejercicio estimulante sin rozar nunca lo críptico, más bien al contrario. Joon-ho maneja a la perfección los resortes de la comedia en su modalidad más negra y mordaz, soltando bilis en cada secuencia, pero con una elegancia obtenida de haber trazado con tiralíneas las imágenes y el desarrollo narrativo del film.
Sería reiterativo enumerar los aciertos técnicos y artísticos que contiene Parásitos: la labor de los actores, la música, la fotografía... en suma, el trabajo de un equipo perfectamente conjuntado bajo las directrices de un director, Bong Joon-ho, que vuelve a tocar la gloria con una película destinada a perdurar. El placer que proporciona Parásitos solo es comparable a la inquietud que genera esta historia en la que nada es lo que parece hasta que se demuestra lo contrario.
A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Jung Jaeil. Música interpretada por instrumentos de cuerda con una clara influencia clásica, que no desentonaría en ningún auditorio:

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EL IRLANDÉS. "The Irishman" 2019, Martin Scorsese

Martin Scorsese sabe que cualquier nueva película puede ser la última. Desde su atalaya de leyenda viva del cine, el director es respetado por sus fieles seguidores y también por las nuevas generaciones de espectadores que le han descubierto como referencia de películas actuales. Su estilo visual y narrativo ha influido en cineastas tan destacados como Paul Thomas Anderson o Wes Anderson, quienes han sabido traducir las señas de identidad de Scorsese y adaptarlas a su propio lenguaje. Pero hay que tener cuidado. El reconocimiento de las claves de cualquier autor enciende las alarmas que avisan de la ausencia de novedades y la reiteración de fórmulas, o lo que es igual: la copia de uno mismo. En el caso de Martin Scorsese, este peligro es real ya que El irlandés supone el regreso al universo desarrollado en títulos como Malas CallesUno de los nuestros y Casino, pero en esta ocasión se busca un broche de oro a toda esta saga, un cierre calmado y sereno, acorde a las circunstancias biológicas y profesionales de Scorsese. Así que las comparaciones con las anteriores referencias resultan inevitables, además de incómodas. Porque El irlandés tiene motivos suficientes para ser considerada una gran obra, siempre y cuando no se la sitúe en el mismo escalafón que Uno de los nuestros, verdadera opus magna del director.
Lo primero que llama la atención es el extenso metraje de la película, tres horas y media. Bien es verdad que la trama se expande a lo largo de cuatro décadas en la vida de Frank Sheeran, un transportista que se introduce en el mundo de la mafia y que asciende con el tiempo hasta una posición relevante dentro del crimen organizado. En las relaciones que establece el protagonista (con el líder sindical Jimmy Hoffa y el resto de los cabecillas de la organización) confluyen algunos de los intereses de Scorsese: la lealtad, los códigos de honor, la adquisición de responsabilidades y la identidad personal frente a las exigencias de pertenecer a un grupo. Como es natural, también se tratan los temas de la madurez y el paso del tiempo (explorados antes en Toro salvaje y El color del dinero, entre otros títulos). En definitiva, Scorsese vuelve a pisar terrenos ya transitados, pero esta vez con un paso más reflexivo y atento. ¿Justifica esto la larga duración del film? Teniendo en cuenta los antecedentes y otras alusiones inevitables (El padrino), la respuesta es que no.
El problema principal de El irlandés es que parece una miniserie reunida en una sola película. Incluso la estructura dramática creada por Steven Zaillian a partir de la novela de Charles Brandt se corresponde más con el formato televisivo que con el largometraje, por la división en actos y por su evolución en el conjunto. Scorsese demuestra su habilidad para filmar conversaciones y crear grandes escenas, sin embargo, aquí las acciones son menos importantes que los personajes. El film prima la literatura sobre el cine, lo que da como resultado una película en exceso discursiva, que acumula mucha información no siempre necesaria para hacer avanzar la trama. Los encargados de gestionarla son los actores, un elenco que reúne a intérpretes tan significativos en la filmografía de Scorsese como Robert de Niro, Joe Pesci y Harvey Keitel, los dos primeros magníficos y el tercero desaprovechado por su poca intervención en la pantalla. La sobriedad de sus personajes contrasta con la energía siempre a punto de estallar que encarna Al Pacino, quien termina de completar un cuadro compacto y equilibrado. El placer que depara contemplar juntos a estos profesionales es difícil de repetir, a pesar de los efectos digitales aplicados sobre sus rostros para simular las diferentes edades que atraviesan. Lo que normalmente se resuelve con maquillaje o con actores más jóvenes, aquí está trucado mediante tecnología avanzada que incide en el rostro pero no en el movimiento del cuerpo, lo que a veces provoca desajustes extraños.
Incidencias aparte, El irlandés cuenta con una planificación fluida y eficaz, que consigue dar dinamismo a los abundantes diálogos y generar tensión mediante procedimientos visuales. Aunque la forma que exhibe el film es menor enérgica y llamativa de lo habitual en Scorsese, hay hallazgos ingeniosos como los rótulos con los que se presenta a los personajes, en los cuales se informa no sólo del nombre sino también de la fecha y la causa de su muerte, siempre como consecuencia de un ajuste entre rivales. Además hay otros recursos en forma de ralentizados, acercamientos de cámara con grúa o los planos inserto, tan característicos del director desde sus inicios. Basta asomarse a unas pocas imágenes de la película para percibir que se trata del trabajo de un maestro en la plenitud del oficio, beneficiado por el montaje de Thelma Schoonmaker y la fotografía de Rodrigo Prieto. Dos nombres que engrandecen el acabado de la película junto a los responsables de la ambientación, el vestuario, el diseño de sonido... El irlandés es una gran producción en todos los sentidos que supone un punto de inflexión para la plataforma de contenidos Netflix.
Dentro de la filmografía de Martin Scorsese tiene, además, un carácter testimonial de final de ciclo que le confirma como el perfecto cronista de la mafia estadounidense. Él ha definido a lo largo de los años el prototipo del gánster moderno, una continuación del arquetipo fijado por Coppola, que después ha encontrado eco en los personajes de Tarantino o de la serie televisiva Los Soprano. La aportación de Scorsese es la de retomar el espíritu de las antiguas películas criminales de Fritz Lang y Howard Hawks y actualizarlas con su personal punto de vista, en el que tienen prioridad la música, la presencia de la cámara y el conflicto interior de los personajes. No como elementos separados, sino como una misma sustancia que fluye a través de su cine. Buen ejemplo de ello es El irlandés, que no es la mejor película de Scorsese dentro del género, pero hubiera podido serlo con una mayor capacidad de síntesis y la asunción de riesgos que templasen el resultado, frío como el protagonista al que se refiere el título. El hieratismo que representa De Niro termina contagiando al tono general de la película, lo que afecta al desarrollo de algunas líneas narrativas que exigían mayores dosis de emoción, como la relación de Sheeran con su familia y, en especial, con su hija. Sólo el tiempo dictaminará el valor de esta película ambiciosa que tiene la virtud de reflejar los contextos sociales y políticos de una parte del siglo XX, a través de la mirada descarnada, lúcida y aquí demasiado exhaustiva de Martin Scorsese.

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