Los idus de marzo. "The ides of march" 2011, George Clooney

Además de un actor selectivo, George Clooney es un riguroso director y una celebridad comprometida, tres facetas que aúna en "Los idus de marzo". A partir de la obra teatral de Beau Willimon, Clooney airea las miserias de unas elecciones primarias sin dejar títere con cabeza: candidatos, consejeros, periodistas, becarios... todos son víctimas y verdugos de un sistema que los engulle entre sus fauces, eliminando todo atisbo de honestidad y decencia. Lo fácil hubiese sido elegir como diana de todos los dardos al partido republicano, sin embargo Clooney, demócrata peleón, hace la crítica desde dentro. El hecho de que sitúe las intrigas y luchas por el poder en las filas demócratas evita las sospechas de propaganda y maniqueísmo, dos   lastres demasiado comunes en este tipo de películas. Aquí no hay buenos ni malos, consejos ni sermones, cada pieza del puzle ejemplifica a la clase política estadounidense en su conjunto. Al igual que hicieron Robert Rossen en "El político" y Otto Preminger en "Tempestad sobre Washington", George Clooney demuestra en su cuarto largometraje que el emperador en realidad está desnudo, y que los candidatos a sucederle deben dejar su alma por el camino para alcanzar la meta. 
En "Los idus de marzo", Clooney confirma su sentido del ritmo y su capacidad para dotar de dinamismo el impecable estilo clásico de la narración. Tan vigorosa como elegante, la película extrae el máximo partido de su abultado plantel de actores: Ryan Gosling, Philip Seymour Hoffman, Paul Giamatti, Evan Rachel Wood... cada uno haciendo suyos los diálogos del guión y atento a las réplicas de sus compañeros. Porque la acción de "Los idus de marzo" está en las palabras y en las intenciones que encierran. Así con todo, se trata de un rotundo ejercicio cinematográfico que hace olvidar su origen teatral y que funciona como la llamada de atención a la conciencia de un público demasiadas veces manipulado, tantas como elecciones se conocen. Porque la política es el arte del engaño, esa es la moraleja que Clooney deja traslucir en este film que tiene la contundencia de un mazazo implacable, doloroso, necesario.
Como los fabricantes de trailers se han empeñado en desvelar todas las tramas posibles, mejor conviene detenerse a escuchar la banda sonora del prolífico Alexandre Desplat. Una partitura donde confluyen el thriller y la tensión dramática, efectiva y sobria como las imágenes a las que acompaña:

  
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Honeydripper. 2007, John Sayles

La habilidad de John Sayles para zambullirse en épocas y lugares diferentes va construyendo, película tras película, una filmografía rica y heterogénea, un collage de historias con un denominador común: el interés por el ser humano. De la costa irlandesa de "El secreto de la isla de las focas" a la Alaska salvaje de "Limbo", pasando por las profundidades texanas de "Lone Star" o esa Sudamérica indeterminada de "Hombres armados" y "Casa de los Babys", el periplo cinematográfico de Sayles recala en "Honeydripper" en la Alabama de los años 50.
Las peripecias que el propietario de un ruinoso tugurio debe llevar a cabo para no perder su negocio, sirve a Sayles para desplegar uno de los retratos corales que tan buenos resultados le proporcionaron en "La tierra prometida" o "Silver City", con un extenso reparto que gira en torno al personaje interpretado por Danny Glover, el dueño del establecimiento que da título al film.
Lejos de comportarse como un turista, Sayles funde su cámara con el paisaje adaptando el relato a las circunstancias del entorno, un lugar donde confluyen tipismos y folclore, tradiciones y el eco literario de John Steinbeck. Pero sobre todo, "Honeydripper" es un sincero homenaje a la cultura del blues, a los bares que lo alimentaron y a la gente que mantuvo viva su llama. Blues honesto, primitivo, blues que sale de la tierra y llega hasta la boca de los que entonaron su lamento arcaico. El blues hecho de sangre y de barro es el que Sayles reivindica en esta película que, no obstante, termina con el advenimiento de ese nuevo blues rejuvenecido que habría de llegar, electrificado y mestizo.
"Honeydripper" recoge los últimos días de una generación de artistas que mezclaba con naturalidad realidad con sortilegio, profecía con supervivencia. En definitiva, el vasto imaginario popular del Sur de los Estados Unidos comprimido en la sencillez de un cuento. Sayles realiza un notable ejercicio de concreción narrativa, empleando como herramienta la mesura y su característico estilo clásico. Película pulcra e impecable, sin aristas visibles y con un particular tempo ajustado a los compases del blues más rural y añejo, el guión de "Honeydripper" pone especial cuidado en los diálogos. Uno de los personajes dice en determinado momento: Yo pasé una noche en la cárcel, y fue en un pueblo llamado Libertad. Alguien capaz de escribir cosas así sabe lo que es el blues. John Sayles demuestra haber acudido a un cruce de caminos y de haberle vendido su alma al diablo, porque "Honeydripper" exuda blues por cada uno de sus fotogramas.
A continuación, la gran Mable Jhon en el show televisivo de Jools Holland, interpretando una de las canciones que ella misma canta en la película. Que la disfruten:

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El ilusionista. "L´illusionniste" 2010, Sylvain Chomet

El cine tiene esa rara habilidad de mezclar realidad e imaginación, difuminando la frontera entre ambos términos. Por eso es fácil confundir la historia que hay detrás de algunas películas, los vericuetos del rodaje, con los de la propia trama. "El ilusionista" es un hermoso ejemplo.
Cuenta la leyenda que el remordimiento hizo Jacques Tati nunca llegase a filmar esta película. La realización de memorables comedias como "Día de fiesta" o "Mi tío", la promoción y la búsqueda de financiación para cada proyecto le habían mantenido fuera de casa y apartado de Sophie Tatischeff, su hija. Así que de alguna manera, el argumento de que Tati escribió sobre un mago de segunda categoría que acoge a una muchacha provinciana era lo más parecido a un acto de resarcimiento, el ajuste de cuentas con un pasado tal vez demasiado doloroso para ser trasladado a la pantalla. Tati murió sin haber realizado este proyecto. 
Pasados los años, una Tatischeff ya anciana asistía a un pase de "Bienvenidos a Belleville", reconociendo en Sylvain Chomet al director adecuado para retomar "El ilusionista". Al igual que hacía Tati, Chomet cuenta historias con imágenes, sin necesidad de recurrir a la palabra, y tiene un afilado sentido del gag visual y de la puesta en escena. Tatischeff no imaginaba a ningún actor interpretando el papel de su padre, lo que convertía a Chomet en el director perfecto: el único capaz de realizar la película de animación que Tati hubiese hecho. Hay otras coincidencias importantes: el gusto por lo retro, la confusión entre lo cotidiano y lo extravagante, y cierta tendencia a la melancolía que en el caso de Chomet se vuelve refinamiento. Así, "El ilusionista" no es sólo la traducción fiel del universo de Tati llevado a los dibujos animados, sino un homenaje sincero, una carta de amor escrita en celuloide.
Con su segundo largometraje, Sylvain Chomet continua fiel a su estilo claro y directo, de líneas sencillas, que hace de la pantalla un lienzo en el que los decorados, el diseño de personajes y la recreación de ambientes adoptan el carácter de ilustración antigua. Este estilo visual remite a algunos clásicos de Disney como "Los 101 dálmatas", y consigue dotar a las imágenes de una atemporalidad a prueba de modas y avances tecnológicos.
Además de la adaptación del texto y de la planificación, Chomet ha sabido componer una banda sonora que es el espíritu mismo del film: cristalina, evocadora, emotiva y apabullante en su aparente sencillez. Pero que nadie espere bálsamos ni vehículos dulzones para la nostalgia: "El ilusionista" es una película fundamentalmente triste. Conserva el aliento vivaz de Tati, pero su amargura se pega al paladar días después de haberla visto. El mensaje es demoledor: los magos no existen. Aquí no hay finales amables ni sonrisas redentoras, sin embargo, Chomet contradice su propio desenlace mediante el mayor de los trucos de magia: resucitar a un genio del cine, Jacques Tati, y evidenciar su talento en esta pequeña fábula que es más que grande, una película inmensa.
A continuación, el único trabajo de Sylvain Chomet rodado hasta la fecha con actores de carne y hueso. Se trata de un cortometraje incluido en la película "Paris je t´aime", del año 2006, en el que Chomet traslada los principios de la animación a la imagen real. Que lo disfruten:  

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Un amour de jeunesse. 2011, Mia Hansen-Løve

Algunos títulos hacen saltar todas las alarmas, más teniendo en cuenta la sobredosis de almíbar con la que el cine ha contemplado los amores tempranos. Terreno siempre proclive a la evocación nostálgica, el amor de juventud que Mia Hansen-Love retrata en su tercer largometraje  funciona más como la crónica fría y rigurosa de un amour fou que como la perenne oda al romanticismo. “Un amour de jeunesse” es, felizmente, poco ruido y muchas nueces.

Película directa que esquiva lo banal y lo complaciente, "Un amour de jeunesse" consigue la emoción sin apelar a los trucos fáciles, muy al contrario: la directora francesa realiza un ejercicio de concreción narrativa en el que cuenta solo lo imprescindible, con los mínimos personajes, para que el relato no se distraiga sino en lo necesario: la disparidad del amor, los deseos insatisfechos, la improbable simetría entre los amantes.

"Un amour de jeunesse" supone también la confirmación de una deuda con los directores de la nouvelle vague. Hansen-Love exprime los frutos de Truffaut, Rohmer o Malle, y los filtra a través de su propia mirada, mezcla de fabulación y experiencia. El guión es escueto y exhaustivo al mismo tiempo: se cuentan muchas cosas, pero de manera sencilla, casi como por inercia. Para alcanzar este efecto solo aparente es necesario un armazón sólido, un texto depurado en el que los detalles trascienden la mera anécdota para convertirse en detonantes del drama. Así, el roce de una mano o un sombrero arrastrado por la corriente subvierten la trama, la redimensionan. En este sentido, el trabajo de Hansen-Love es un ejemplo de naturalismo aplicado a los personajes: sus palabras, sus miradas permanecen siempre a ras de cámara, son escudriñados mediante una realización tan poco aparatosa como estimulante, a la que el montaje  imprime nervio.

Lola Créton y Sebastian Urzendowski prestan sus rostros a la pareja de amantes condenada al desencuentro, en esta película sensible que logra la proeza de no resultar sensiblera. “Un amour de jeunesse” es, en definitiva, un paso más en el camino de Mia Hansen-Love por los vericuetos del alma humana, siempre desde la honestidad y el respeto por sus personajes que es, por extensión, respeto por los espectadores de cine.

Como aliciente, suenan un par de canciones en la banda sonora de la gran Violeta Parra:

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El buen amor. 1963, Francisco Regueiro

Francisco Regueiro engrosó las filas del denominado Nuevo Cine Español con la realización de su primer largometraje, “El buen amor”. Se trataba de insuflar el aire fresco proveniente de otras cinematografías al apolillado panorama nacional, un objetivo común que en la década de los sesenta persiguieron nuevos directores como Carlos Saura, Miguel Picazo o Basilio Martín Patino. Algunos de estos debutantes compartieron señas de identidad, como el uso del blanco y negro para reforzar el verismo de unas historias que jugaban también con lo simbólico, en su forma de eludir a la censura.
Buen ejemplo de ello es “El buen amor”, una película que contiene las virtudes y los defectos característicos de una ópera prima. En sus imágenes se congregan la espontaneidad y la frescura, los balbuceos y la torpeza de un director que desborda pulsión por hacer cine y que no pone cuidado en disimularlo.
A partir de una breve anécdota, en la que una pareja de jóvenes estudiantes deciden pasar un día en la ciudad de Toledo, Regueiro construye la alegoría de una sociedad cruel y ensimismada, embrutecida e inerme. Como tantos otros directores, Regueiro hubo de escamotear su protesta a la censura, a través de un grito sordo que no se escucha pero que está ahí, detrás de cada fotograma, entreverado en unos diálogos que rebosan naturalismo, en las actitudes de la pareja interpretada por Simón Andreu y Marta del Val.
El retrato de aquella España de sacristía y pandereta encuentra su reflejo perfecto en las calles de Toledo, ciudad imperial congelada en el tiempo, cuyas glorias pasadas se conservan en naftalina y alcohol de taberna. Un escenario de guardias civiles y de modistillas, de camareros con chaqueta, de medias por la rodilla y de curas cabreados. Toledo es un personaje más en esta historia y sirve para completar el triángulo, es el testigo mudo de los encuentros y desencuentros de los amantes célibes que, en medio de tan vetusto decorado, se sienten fuera de lugar. La ciudad es el continente de sus deseos y frustraciones, recogidos por Regueiro con una cámara inquieta que busca y rebusca, que juega y se recrea en los rincones donde transcurre el relato. 
El precio por la valentía y por el vigor de la realización es una descompensación en el ritmo y cierta tendencia al capricho que, más que perjudicar a la película, la enrarecen. En "El buen amor" se respira la premura de un rodaje barato y la urgencia por hacer cine, por capturar cuanto sucede frente a la cámara. Por ello la lente de Regueiro se explaya en puntos de vista no siempre justificados, abre huecos en la narración, pasa de la precipitación a lo contemplativo sin solución de continuidad. Con estas piruetas, Regueiro transforma los errores de su película en aciertos, en chispazos de vitalidad que esbozan un estilo heredero de Rohmer, Godard, Rossellini, Tony Richardson o el inevitable Buñuel.
Por estos motivos merece la pena rescatar "El buen amor" del olvido a la que ha sido postergada, aunque solo sea por reivindicar la necesidad de un director por capturar el entorno y por narrar una historia que ha sido la de todos. Un tiempo no demasiado lejano en el que el horizonte y las gentes que lo poblaban eran en blanco y negro.

        
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Entusiasmo. Sinfonía del Donbass. “Entuziazm: Simfoniya Donbassa” 1931, Dziga Vértov

Hubo una época en que películas como “Entusiasmo” eran consideradas armas de acción política, instrumentos para alentar a las masas. Eran días de vanguardias, cuando la propaganda y la experimentación servían a un mismo fin. Los líderes rusos de la Revolución supieron aprovechar mejor que ningún otro régimen las posibilidades del cine como medio de difusión y adoctrinamiento, reclutando como voceros de sus consignas a los cineastas de mayor talento: Eisenstein, Pudovkin, Kuleshov o Vértov.

“Entusiasmo”, de Dziga Vértov, se inscribe en este movimiento de películas al servicio de unos ideales políticos, y supone la incorporación del director al recientemente creado cine sonoro. Siempre ajeno a las convenciones, Vértov hace uso de las nuevas tecnologías a su peculiar manera. Si hasta entonces había desarrollado los conceptos teóricos del Cine-Ojo en una serie de películas de marcado carácter rupturista, ahora haría lo mismo con el sonido en el denominado Radio-Ojo.

Los ejercicios visuales, el empleo del montaje y la imagen alegórica se ven redimensionados por una banda sonora que incluye músicas y efectos sonoros, con el objetivo de crear una sinfonía conceptual en la que identificación y contraposición, textura y tempo cumplen papeles fundamentales. Esta es la novedad que contiene “Entusiasmo” respecto a la filmografía previa de Vértov, los demás elementos permanecen intactos: las imágenes conservan su cualidad hipnótica, la soflama es bella y poderosa como un hechizo convertido en celuloide.

Muchos coetáneos no supieron entender a Vértov, en cierta manera sus películas continúan siendo insondables. Se le acusó de ser demasiado lírico, de que sus rompedoras propuestas ahogaban el discurso político. Dziga Vértov fue un iconoclasta vocacional, un dinamitero que calló rendido por las arengas y las trompetas de los que un día le auparon al Olimpo para después empujarle al ostracismo. Sus provocaciones habían perdido interés, por lo que fue relegado a la tarea de montar informativos, la misma que desempeñó al inicio de su carrera. Como tantas otras veces, fueron los jóvenes cineastas franceses de la nouvelle vague los que vendrían a rescatar su legado y a erigirle en lo que es hoy: un poeta transgresor de la imagen, un documentalista que quiso fabricar la realidad con pedazos de sueños.



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The girlfriend experience. 2009, Steven Soderbergh


Si hay un caso agudo de bipolaridad cinematográfica, ese es sin duda el de Steven Soderbergh. Pocos directores pueden transitar con tanta naturalidad del cine más comercial al de arte y ensayo, por recuperar un término ya en desuso. Tras ganar en 1989 una tempranísima Palma de Oro en Cannes con “Sexo, mentiras y cintas de vídeo”, su carrera ha sido un constante devenir entre los productos perfectamente empaquetados para su fácil digestión (“Magic Mike”, la saga de “Ocean´s eleven”) y los ejercicios de estilo (“Full frontal”, “Bubble”), hasta el punto de que las ganancias de los primeros han servido para cubrir con holgura los costes de los segundos.

Hay quien podría pensar que películas como “El halcón inglés” o “The girlfriend experience” son caprichos de un director que lava así su conciencia de autor inquieto y exigente. O que se trata de bancos de prueba, depuraciones de un estilo que se ve coartado en películas más convencionales. En cualquier caso, Soderbergh ha demostrado ser a lo largo de los años un cineasta tan prolífico en creatividad como parco en prejuicios, capaz de realizar de cuando en cuando pequeñas películas arriesgadas como “The girlfriend experience”.

Rodada en apenas veinte días y con una actriz debutante que proviene del porno, Sasha Grey, “The girlfriend experience” es el enésimo acercamiento del cine al mundo de la prostitución, con la diferencia de que el morbo y la sordidez habituales dejan paso aquí al retrato de lo cotidiano. Bien es verdad que cotidianidad es un término relativo tras la lente de Soderbergh, que poco tiene que ver con el naturalismo. La frialdad del relato y la observación de entomólogo que Soderbergh aplica sobre su  criatura enrarece cada una de las situaciones, generando una suerte de extrañamiento alucinatorio, de ensoñación. Esto provoca que el público siga los pasos de la prostituta de lujo desde la distancia, sin posibilidad de implicarse.

La mirada fragmentada de Soderbergh solapa los rostros y las voces en un mosaico de piezas dispersas, formando un dibujo que sólo al final consigue vislumbrarse en su totalidad. Por eso “The girlfriend experience” es un film de sensaciones más que de acciones, un esbozo impresionista construido de retazos que se van alternando en un estado de hipnosis permanente. Algunos espectadores pueden juzgar semejante collage narrativo como un truco para enmascarar un argumento vacío: se trata precisamente de eso. Soderbergh retrata la vacuidad de una mujer de excepcional belleza, y lo hace revistiendo la asepsia de las imágenes con un montaje elaboradísimo que refuerza el contraste. Las diferentes capas espacio-temporales ejercen como contrapunto a la banalidad del contenido, escamoteando cualquier intento por parte de Soderbergh de repartir consejos y moralinas.

Buñuel, Godard, Ripstein, Demy… larga es la lista de directores que se han valido de la prostitución para exponer su particulares conceptos de la libertad en el amor y de la instrumentalización del sexo. Soderbergh huye de las sentencias otorgando al público autonomía para formar su opinión. Muestra sus cartas encima de la mesa, pero las deja tan desordenadas que debe ser el espectador quien las coloque y tome partido. Por eso se podría considerar “The girlfriend experience” como un artificioso juego capaz de garantizar la diversión en unos casos o la irritación en otros. En estos tiempos de cine masticado y digerido, lo estimulante de la propuesta bien merece interés.

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Sinuhé el egipcio. “The egyptian” 1954, Michael Curtiz

La larguísima trayectoria de Michael Curtiz es un ejemplo de eclecticismo y de adaptabilidad al medio. Al igual que Walsh o Lang, Curtiz era uno de esos directores cuya eficacia quedaba garantizada en cualquier género, ya fuera drama, western, aventura o bélico. Los productores le consideraban un valor seguro, un artesano sin un estilo demasiado definido, lo que le alejaba de los riesgos y sobresaltos de los directores-autores. Esto no le impidió realizar películas memorables como “Ángeles con caras sucias”, “El capitán Blood” o “El trompetista”, además de su obra maestra “Casablanca”.
Con estas credenciales, Curtiz acometió el proyecto de llevar a la pantalla la monumental novela de Mika Waltari “Sinuhé el egipcio”, siguiendo la estela de exitosas producciones anteriores de temática histórica como “La túnica sagrada” o “Quo Vadis”. De esta manera, la Fox trataba de lucir músculo y exhibir el poderío de un estudio que empezaba a asistir al lento pero inevitable declive de un sistema hasta entonces infalible. El réquiem llegaría una década después con otra película ambientada en el antiguo Egipto: “Cleopatra” de Joseph L. Mankiewicz.
Como cabe esperar, el diseño de producción de “Sinuhé el egipcio” resulta apabullante: los decorados, el vestuario, la puesta en escena… todos los elementos juegan a favor de una historia que contiene material suficiente como para nutrir varias películas. Este es el motivo por el cual el film, siendo destacable y todo un paradigma en su género, no consigue alcanzar grandes resultados. La sobreabundancia de contenido dramático lastra la credibilidad de una película que cae, por otro lado, en la apología religiosa habitual en este tipo de producciones. Curtiz debe condensar demasiadas tramas en un guión que se sustenta sobre los pilares de la reconstrucción histórica, el drama romántico y la intriga por el poder. El aspecto historicista es el que sale mejor parado, gracias al amplio presupuesto y al exigente trabajo de documentación. El romance entre Sinuhé y Nefer, la cortesana de Babilonia, aparece sin embargo falto de verosimilitud y de desarrollo. Otro tanto sucede en el último tercio del film, donde el mensaje religioso ahoga las conspiraciones palaciegas y se prioriza el rigor teológico sobre el argumental.
Un problema no pequeño es el del actor protagonista, Edmund Purdom. Su ausencia de carisma y de recursos interpretativos resta profundidad al personaje de Sinuhé, ensombrecido por compañeros de reparto como Peter Ustinov o Victor Mature.
Estos elementos hacen que “Sinuhé el egipcio” no culmine en la gran obra que aspiraba ser. A pesar de todo, la película se sigue con mucho interés y reporta un espectáculo intenso, casi extenuante. Es el mejor ejemplo de una época en la que Hollywood trataba de recuperar al público robado por la televisión, reviviendo  grandilocuentes epopeyas del pasado que se proyectaban en pantallas cuyo tamaño crecía proporcionalmente a la magnitud de los argumentos. A grandes rasgos, esos eran los objetivos de “Sinuhé el egipcio” vistos con perspectiva.

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Esto no es una película. "In film nist" 2011, Jafar Panahi y Mojtaba Mirtahmasb

Jafar Panahi es un cineasta interesado por la condición humana y un humanista apasionado por el cine, lo que le ha costado la cárcel y el arresto domiciliario. Acusado por las autoridades iraníes de hacer propaganda en contra del gobierno, Panahi reflexiona delante de la cámara sobre su situación, cuenta la película que no puede rodar, habla con los que le rodean. Todo ello entre las paredes de su casa convertida en prisión, y con una sencillez y honestidad que desarman al espectador. Panahi no implora justicia ni llora su suerte, solamente espera las evoluciones de un juicio que se retrasa y sueña con los proyectos frustrados por la censura. ¿Es una película? Es un alegato tranquilo, una reivindicación sobria e infalible que recoge las horas de un recluso en su celda de cristal. Es un drama con ecos políticos y sociales, un homenaje a la necesidad del creador por expresarse. Es, claro que sí, una película. Emocionante, triste, irónica.
Las circunstancias obligan a que muchas de las cosas que no aparecen en la pantalla tengan presencia en la historia, mediante un inteligente juego de recursos en off visuales y sonoros. La narración está condicionada por la inmediatez, con un guión que se escribe escena a escena y que culmina con la transgresión de Panahi al tomar la cámara y grabar lo que tiene delante: el portero del edificio recogiendo la basura. La prohibición de filmar que pesa sobre el director se ve así superada, en un intercambio entre la realidad y la ficción desarrollado anteriormente en películas como "El globo blanco" o "El espejo".
Con el apoyo de su antiguo ayudante Mojtaba Mirtahmasb, Panahi hace un retrato de sí mismo y de las injusticias de un país castrado por la miseria moral de sus gobernantes. "Esto no es una película" es un documental atípico, un grito en el desierto y, sobre todo, una película necesaria.
A continuación, "El acordeón", cortometraje que Jafar Panahi realizó en el año 2010 con la producción del canal Arte. Una pequeña fábula donde se congregan algunas de sus obsesiones: la crítica social, el paisaje de costumbres y la juventud como motor de cambio. Que lo disfruten:


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La guerra de los botones. “La guerre des boutons” 1961, Yves Robert

Adaptar un clásico de la literatura juvenil como es “La guerra de los botones” entraña un doble reto: por un lado, no decepcionar a los numerosos lectores de la novela de Louis Pergaud, por otro lado, dotar a la película de entidad suficiente como para que no se convierta en una mera transcripción en imágenes del texto original. El director Yves Robert supera la prueba con creces al realizar un ejercicio cinematográfico fiel al material de partida, sin perder ni un ápice de frescura ni de inspiración en su paso a la pantalla.
La guerra de los botones” es una película divertida y emocionante, que conserva intacta su condición de parábola del mundo adulto. Al final prevalece un mensaje aleccionador que no cae en moralejas amables: El hombre es un lobo para el hombre, pero también los lobos pueden trabar amistad.
Con una factura técnica impecable, que remite visualmente a la mejor tradición del realismo francés, “La guerra de los botones” es un fabuloso retrato en blanco y negro del entorno rural en la Europa de mediados del siglo XX, un escenario post-bélico que dibuja los vicios y las costumbres de una sociedad reconocible en cualquier esquina del continente.
A través de un magnífico reparto de actores, en su mayoría niños, Robert traza el relato de unos pequeños que juegan a ser mayores, lo que convierte la pantalla en un espejo en el cual los espectadores adultos pueden reconocer, entre sonrisas y divertimentos, la caricatura de su perfil menos favorecedor, más grotesco. Así, “La guerra de los botones” es un reflejo de todas las guerras, un revulsivo tan ligero como eficaz que consigue evitar el adoctrinamiento congelando el último plano del film: aquel que muestra el abrazo de los dos enemigos fuera del campo de batalla.

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Frankenweenie. 2012, Tim Burton

Algunas veces, para avanzar es necesario retroceder unos pasos. Esa parece ser la táctica de Tim Burton a la hora reflotar una carrera que desde hace años viene alternando películas destacables (“Big Fish”, “Sweeney Todd”), con otras anodinas (“Alicia en el País de las Maravillas”, “Sombras tenebrosas”). Con evidentes síntomas de agotamiento creativo y a punto de convertirse en una caricatura de sí mismo, Burton decide mirar por el retrovisor de su filmografía y recuperar uno de los cortometrajes que rodó antes de debutar en el largo, una pequeña obra maestra de 1984 titulada “Frankenweenie”.
Casi treinta años después, Burton readapta su propia idea al formato del largometraje de animación, en esta versión libre del mito de Frankenstein que no solo retoma el espíritu literario de Mary Shelley, sino también la rica vertiente cinematográfica con la que ésta y otras novelas abastecieron las producciones de Universal en los años 30 o de Hammer en los 60. Burton ha reivindicado este legado en casi todas sus películas, a través de un imaginario estético personal y muy reconocible, una amalgama de referencias donde se aglutinan Edward Gorey y David Hockney, los cómics de super-héroes y la novela gótica, los seriales antiguos, Tod Browning, James Whale, Roger Corman… Por eso se puede definir a Tim Burton como un consumado esteta, capaz de asimilar la pasión cochambrosa de Ed Wood y de traducirla en un trabajo pulcro, elegante, muy elaborado. Prueba de ello es “Frankenweenie”, donde Burton hace inventario de su particular universo al tiempo que realiza una de sus películas más redondas. Los motivos son poderosos: una animación en delicioso stop-motion, que no abusa de los efectos por ordenador, y un guión cuyos engranajes giran acordes al torrente de imágenes. Tanto los diálogos y las situaciones como el perfil de los personajes laten al ritmo de una trama que tiene la virtud de condensar elementos de drama y de comedia, terror y fantástico, incluyendo una aguda crítica al norteamericano medio en su desprecio por cuanto ignora y a la cultura de la violencia.
El diseño de los personajes retoma la iconografía burtoniana de “Vincent” y “La novia cadáver”, insistiendo en el contraste de estas criaturas con el entorno pop de “Eduardo Manostijeras” y “Mars Attacks!” El director va un paso más allá y rueda “Frankenweenie” en un glorioso blanco y negro que, más que un recurso visual, supone toda una declaración de principios.
En el tramo final de la película, Burton abre su Enciclopedia de las Referencias Contraculturales por la letra G de “Godzilla”, y remata “Frankenweenie” con un auténtico festín de cine japonés de monstruos, haciendo las delicias de los fans entregados y sorprendiendo al resto de espectadores.
El resultado de semejante coctelera es un film contundente e inspirado, mordaz y sensible, una genialidad cuyo influjo permanece pegado a las retinas tiempo después de haberla visto.
A continuación, el cortometraje original de “Frankenweenie”. Quien no lo haya visto tiene por delante treinta minutos de emoción y uno de los trabajos que consolidaron el talento en ciernes del joven Tim Burton. Quien ya lo conozca, puede repetir una y mil veces. A disfrutar:

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Un rostro en la multitud. “A face in the crowd” 1957, Elia Kazan

Hollywood, años cincuenta. Todavía no se avista el declive del sistema de estudios y muchos de los grandes maestros siguen en activo: Ford, Wilder, Hitchcock… se trata de la última década de esplendor de la industria del cine, sin embargo, detrás de los oropeles y de las estrellas se puede olfatear la podredumbre de lo que se conoció como la caza de brujas, una persecución política producto de la paranoia anticomunista de la Guerra fría y de la moralidad reaccionaria de los censores más influyentes. En aquellos días, un desfile de actores y directores dejan sus testimonios frente a los micrófonos de la Comisión de Actividades Antiamericanas, unos posicionándose a favor (Gary Cooper, Robert Taylor) y otros en contra (Humphrey Bogart, Burt Lancaster). También hay cineastas como Edward Dmytryk o Elia Kazan que testifican señalando a sus antiguos compañeros de partido, un hecho que condicionó sus posteriores carreras introduciendo los temas de la delación, el miedo, el compromiso o la indefensión en los argumentos de sus películas. Los cinéfilos se han preocupado después por establecer paralelismos entre la actitud moral y la cinematográfica dentro de obra de estos dos autores, buscando la doble lectura, el significado oculto detrás de cada imagen.
“Un rostro en la multitud”, dirigida por Kazan en 1957, no se escapa a estas tentaciones. La historia de un vagabundo que es convertido en héroe popular por los medios de comunicación y su perversión paulatina hasta transformarse en un monstruo ególatra y manipulador, le sirve a Kazan como parábola perfecta para ilustrar su visión de una sociedad corrompida por los dueños de la información y los grandes grupos empresariales. Al igual que en “Frankenstein”, Kazan reescribe el mito de Prometeo y lo adapta a sus propias inquietudes, aquellas que tienen que ver con la capacidad de crear ídolos para luego derruirlos, el poder de los gobernantes y la vulnerabilidad de los gobernados. La habilidad del guión es la de no recurrir al panfleto político sino a las leyes de la narración clásica, permitiendo que tanto el contenido social como la ficción de género ocupen su lugar en la trama. De esta forma, La peripecia vital de Lonely Rhodes, el protagonista del film, adopta un carácter universal, porque todas las culturas conocen la vanidad y la ambición. Ese es el acierto de “Un rostro en la multitud”, película que por otro lado logra involucrar al espectador gracias al talento de sus actores, un reparto magníficamente ajustado con Andy Griffith y Patricia Neal en los papeles principales. Kazan los dirige con mano maestra en esta versión oscura de “Juan Nadie”, cambiando el elogio del New Deal de Capra por el alegato social producto del desencanto.
La capacidad de reflexión y de crítica de la película permanece intacta, llegando hasta nuestros días como una llamada de atención de absoluta vigencia, un hallazgo más en la carrera de un director que debería ser juzgado por sus aptitudes profesionales, en lugar de por sus errores personales. Vigorosa e inteligente, “Un rostro en la multitud” es, sobre todo, una película necesaria.


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Blancanieves. 2012, Pablo Berger

El proyecto de “Blancanieves” puede parecer un acto de locura o de lucidez, según se mire. Pablo Berger demuestra tener de las dos cosas al trasladar el cuento tradicional de los hermanos Grimm hasta la España de los años veinte, en una versión muda capaz de azuzar el imaginario cinéfilo del espectador del primero al último plano.
Aquí el caserón es sustituido por un cortijo andaluz, la madrastra aparece tocada con mantilla y peineta, y los enanos forman parte de una compañía de toreros ambulantes. El prodigio es que nada de esto pierde coherencia en su paso a la pantalla, lo que revela que los cuentos se hacen clásicos cuando contienen material a prueba de adaptaciones. El resultado en manos de Berger está lejos del pastiche al que parecía abocado, se trata de una película medida hasta el detalle pero de una inspiración salvaje, un fabuloso salto sin red que logra convocar en sus imágenes el espíritu de Eisenstein y el de Murnau, la España onírica de “Garras humanas” de Tod Browning y el retrato descarnado de “Las Hurdes, tierra sin pan” de Luis Buñuel.
Pero que nadie se lleve a engaños, la propuesta de Berger es menos revisionista y más iconoclasta de lo que parece en un principio: se trata de cine mudo, sí, pero visto desde nuestros días, con el bagaje de largas veladas de cineclub pasadas por el filtro de lo contemporáneo. Así, en “Blancanieves” conviven con naturalidad los intertítulos propios del cine mudo con la steadycam, la opereta y el ademán guiñolesco de los pioneros con los efectos por ordenador. La materia prima es el cuento, condición que el director asume con voluntarismo, aprovechando la libertad y la elocuencia que ofrece el género.
Todos los elementos, conceptuales y formales, se hacen uno bajo la batuta mágica de Alfonso Vilallonga. Su partitura ejerce como el hilo narrativo de una historia acompasada por la emoción y la tristeza, por el gozo y la alegría de una banda sonora que no se conforma con ser un mero fondo musical. Vilallonga y Berger conducen con fluidez el relato y dan aliento a un largo plantel de actores en el que brillan las miradas de Macarena García, Maribel Verdú, Daniel Giménez Cacho o Josep Maria Pou, entre otros. Porque como todas las películas mudas, “Blancanieves” está vertebrada sobre la mirada de sus personajes. Es cine que se regodea en su propio artificio, creando un espectáculo que a algunos les puede resultar extravagante, y a otros hipnótico.
Los angloparlantes ajustaron mucho mejor el término: no es cine mudo, sino silente. El reto consiste en que no se eche en falta el sonido. Berger supera la prueba con éxito gracias al hechizo de la puesta en escena y a la composición de unas imágenes de gran elocuencia.
En suma, “Blancanieves” trasciende su vocación de maravillosa rareza para ofrecer un ejercicio fílmico que esquiva la nostalgia y logra la alquimia de aunar la tradición y el riesgo, el homenaje y lo rabiosamente moderno.

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Arrugas. 2011, Ignacio Ferreras

La vejez es un territorio abonado al sentimentalismo, el cine ha dado buena muestra de ello a lo largo de su historia. Si además incluye la enfermedad entre sus temas y, más concretamente, el Alzheimer, conviene estar precavido ante el previsible derroche de lágrimas. Por eso una película como “Arrugas” debe ser tenida en cuenta con seriedad, como cine adulto y consecuente con lo que relata: el día a día en un asilo a través de los ojos de un anciano que comienza a padecer los síntomas de tan terrible afección.
El espectador puede bajar la guardia, porque no hay en esta película honesta y sencilla -que no simple- atisbo alguno de sensiblería ni de agresión sentimental. Al contrario, la adaptación del cómic de Paco Roca se presenta en la pantalla como un prodigio de contención dramática y de rigor narrativo, sin eludir por ello la comedia ni los apuntes oníricos que, lejos de endulzar la trama, la complementan con lucidez, con inspiración.
Arrugas” aborda la complejidad de la tercera edad valiéndose del microcosmos de una residencia de ancianos, pero lo hace desde la atención y el detalle. Así, el temblor de una hoja en el cristal puede adoptar un carácter simbólico que esquiva las pretensiones. Esa es la grandeza de este film de animación que supone el debut en el largometraje de Ignacio Ferreras, un director que demuestra madurez a la hora de retratar lo cotidiano desde el extrañamiento, lo general desde lo particular.
Los dibujos de “Arrugas” son de una eficaz sencillez, acorde con el tono de la historia, aunque en ocasiones se ven enturbiados por movimientos de cámara mal resueltos. Se trata de un afán innecesario por introducir elementos visuales próximos al cine de imagen real, como son las correcciones de encuadre o cierta desestabilización de la cámara, que aspiran a la verosimilitud pero se quedan en el simulacro, en el artificio mecánico. Esta es la única sombra que se puede arrojar sobre una película que consigue buenos resultados con pocos medios, y que alcanza la emoción desde la sobriedad y el comedimiento. Ojalá no se convierta en una excepción dentro de un panorama, el de la animación en España, que tiene ya en “Arrugas” un referente inevitable.
A continuación, “Cómo enfrentarse a la muerte”, un sorprendente cortometraje de animación del año 2002 en el que Ferreras dejaba patente su interés por los personajes maduros. Que lo disfruten.



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J. Edgar. 2011, Clint Eastwood

Acercamiento a una de las figuras más controvertidas del siglo XX, John Edgar Hoover, director del FBI durante 48 años y moderno Torquemada que ejerció como azote de liberales y progresistas con tanto esmero como dedicación. La habilidad de Clint Eastwood como director consiste en tomar distancia respecto al siniestro personaje y no caer en el ataque ni en la adulación. Esta obviedad resulta poco común en la mayoría de las películas biográficas, ya que muchos cineastas se sienten en la obligación de tomar partido dejándose la equidistancia y el rigor por el camino, para contentar a los admiradores o detractores del protagonista según sus propias intenciones.
Eastwood es capaz de humanizar a un personaje despreciable, mediante rasgos biográficos y elementos dramáticos, sin obviar nunca que su criatura fue partícipe de algunas de las lacras del servicio de inteligencia norteamericano, como la obsesión por la seguridad a costa de la libertad de los ciudadanos, el empleo de la información como arma silenciosa y la manipulación de leyes y normativas con objetivos tácticos. Todo esto se ve reflejado en “J. Edgar”, cuyo guión recurre al anecdotario y a diferentes fuentes, incluida la especulación, en una sobreabundancia de datos que a veces puede desconcertar al espectador ajeno a los acontecimientos. La película condensa una gran cantidad de material narrativo en poco más de dos horas, y para ello se vale de recursos como la voz en off o el montaje en paralelo de distintas secuencias temporales. El hecho de concentrar tantos temas en el mismo metraje hace que muchos de ellos sean referidos tangencialmente, sin posibilidad de desarrollo, convirtiendo a la película en un resumen de los hechos más que en un relato, en una sucesión de grandes titulares. Así, el personaje de Hoover adopta un carácter impresionista, construido de retazos, que logra ampliar la visión del conjunto.
Es una lástima que a medida que pasan los años, Clint Eastwood vaya dejando de lado el estilo clásico y elegante que ha demostrado durante buena parte de su carrera para emplear herramientas que, si bien facilitan el rodaje y agilizan los procesos de filmación, también pueden caer en la vulgaridad por el abuso, como es el uso de la steadycam para dotar de movimiento a casi todos los planos, o la aparatosidad de un montaje que explota las angulaciones y los puntos de vista sin justificación alguna. Estos elementos han terminado por uniformar el cine de Eastwood con el de otras producciones más convencionales, arrebatándole al veterano director su condición de salvaguarda de un estilo del cual era un ilustre representante.
Más allá de la retórica técnica y de posturas ideológicas, “J. Edgar” se sustenta sobre la labor de sus actores, encabezados por Leonardo DiCaprio, que a pesar de la gruesa capa de maquillaje que lleva durante la mitad del film, realiza una interpretación medida y convincente, muy esforzada. Suyo es el mérito de que la película se siga con interés, un proyecto ambicioso que si bien está lejos de ser perfecto, sirve para arrojar luz sobre aspectos de la historia reciente que nunca deberían ser olvidados.



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El quimérico inquilino. “Le locataire” 1976, Roman Polanski

A lo largo de los años, le trayectoria del cineasta Roman Polanski ha derivado desde la experimentación y la ausencia de convenciones de la primera época hasta un estilo más depurado, si acaso domesticado por la práctica, que se mantiene en la actualidad como ejemplo de vigor narrativo y de falta de previsibilidad. La revisitación de los géneros clásicos y las referencias literarias han sido algunas de las constantes de su filmografía, herramientas que el director ha sabido adaptar a su propio carácter buscando nuevas vías de expresión. En este sentido, los setenta fueron tal vez sus años más iconoclastas, en los que se enmarca su traslación a la gran pantalla de la novela de Roland Topor “El quimérico inquilino”.
Polanski bebe de las fuentes del teatro del absurdo, de Inonesco y Beckett, matizados por su refinado sentido de la crueldad y por su habilidad como creador de atmósferas. Porque ésta es, sobre todo, una película de atmósfera, la de una vetusta casona de París cuyos vecinos tratarán de conducir a la locura al nuevo inquilino, magníficamente interpretado por Polanski.
El dominio de los espacios cerrados exhibidos en otros films como “Repulsión” o “La semilla del diablo” se vuelve aquí filigrana, teñido de sucia belleza y de romanticismo decadente gracias al genio de Sven Nykvist, un director de fotografía capaz de dotar a los decorados de una plasticidad que atraviesa la pantalla.
La alquimia de Polanski consiste en convertir la teatralidad del entorno en puro cine, haciendo de las paredes del edificio la frontera entre la razón y el delirio que cruza el protagonista de la historia. El resto de criaturas que pueblan la película conforman una galería de calculada extravagancia que mantiene, no obstante, el equilibrio necesario para que “El quimérico inquilino” resulte perturbadora sin llegar a ser grotesca, en un espectáculo melancólico, mordaz y terrible que juega peligrosamente con sus excesos sin naufragar en ellos.
Planteada como un ejercicio de estilo, “El quimérico inquilino” es una película arriesgada, un salto mortal denostado en su día y erigido hoy como obra de culto. Siempre inquieto e inclasificable, Roman Polanski cuenta con el beneplácito del juez más severo: el tiempo.

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Young adult. 2011, Jason Reitman

Jason Reitman posee una gran habilidad para mezclar el relato cotidiano con la fábula moral, la parábola con lo mundano. Si en “Juno” y en “Up in the air” retrataba a personajes normales enfrentados a circunstancias excepcionales, en “Young adult” invierte la fórmula y elige a un personaje especial que busca desesperadamente la normalidad, desdibujando la frontera entre ambos términos.
Reitman engrosa la larga lista de películas de treintañeros al rescate de su juventud idílica: “Reencuentro”, “Alta fidelidad”, “Beautiful girls”… el mérito consiste en evitar los lugares comunes y las postales nostálgicas, algo de lo que “Young adult” se aleja con acierto gracias a su personaje protagonista. Charlize Theron da vida a una mujer que afronta la crisis de los cuarenta sin haber superado todavía la edad del pavo, un personaje ajeno a la complacencia pero fascinante, magníficamente compuesto e interpretado por la actriz sudafricana.
El guión de Diablo Cody recupera algunos de los rasgos de “Juno” e insiste en el tono de comedia agridulce, realizando un completo dibujo del entorno y de quienes lo habitan, los vecinos de una pequeña población tan común y tan extraña como cualquier otra.
La dirección de Reitman se sitúa en cada secuencia al servicio de la historia, dando como resultado un film lúcido y conciso, una radiografía de los falsos triunfadores que desmiente algunos de los mitos más asentados en Hollywood.
Como el trailer de la película es un auténtico homenaje al spoiler, esta vez añado un clip con el tema central de la banda sonora, compuesta por Rolfe Kent. Sencillez e inspiración en apenas dos minutos:

  

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Un método peligroso. “A dangerous method” 2011, David Cronemberg

David Cronemberg viaja hasta la Europa de principios del siglo XX para seguir las tribulaciones entre el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, y su discípulo más aventajado, Carl Jung. El tercer vértice del triángulo lo compone Sabina Spielrein, primero paciente y después psicoanalista, en un juego de relaciones a tres bandas donde a la idolatría le sucede la rivalidad, y a la estima la pasión y el desengaño.
El trío de personajes contiene el suficiente material dramático como para sostener cualquier película, a pesar de eso, Cronemberg se muestra cauteloso y evita cargar las tintas en escenas que bien se podrían haber prestado a ello. Sorprendentemente, el director canadiense deja de lado su habitual fijación por los aspectos más turbios de la condición humana para realizar un ejercicio de contención formal y dramática, llegando incluso hasta el academicismo y a una cierta frialdad que resta contundencia al relato. Es probable que “Un método peligroso” hubiese precisado mayores riesgos, más apasionamiento a la hora de abordar las tormentas en las que zozobran los protagonistas. Se trata de una obra impecable y muy correcta, tal vez demasiado: se echan en falta dudas, quiebros. En definitiva, faltan errores que hagan más humana esta película. Aún así, se agradece el grado de madurez de un cineasta que vive la etapa más dulce de su carrera, tras haber conseguido el favor del público y de la crítica, lejos ya de los círculos marginales a los que parecía abocado hace unos años. Cronemberg es hoy reconocido como un director de oficio y con una base de suficiente calado autoral, sin embargo, en “Un método peligroso” parece cohibido tal vez por lo abultado del presupuesto, por el plantel de estrellas, por la esmerada producción de época o, simplemente, por el peso de una historia cuyos integrantes son parte indispensable de la evolución intelectual del siglo pasado.
Viggo Mortensen y Michael Fassbender interpretan con convicción a Freud y a Jung respectivamente, aunque las dificultades cargan sobre el personaje femenino de Keira Knightley, en una carrera de fondo que incluye un extenso repertorio de emociones a flor de piel, de las cuales la actriz inglesa sale bien parada a veces. No siempre sabe manejar las cotas de histrionismo y de comedimiento que requiere su personaje, ni tampoco Cronemberg se muestra hábil para modular sus excesos. Este es el lado del triángulo que presenta más aristas, así y todo, “Un método peligroso” se sigue con interés porque está contada con rigor y no se aparta en ningún momento de su línea narrativa, haciendo de la película el retrato respetuoso de unas criaturas fascinantes.
A continuación, el cortometraje “Cámara”, escrito y dirigido por David Cronemberg en el año 2000. Un ejercicio de estilo que conjuga emoción y desasosiego, dos constantes en la trayectoria del cineasta que rinde aquí su particular homenaje al cine como fin y como medio.

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¡Piratas! "The pirates! Band of misfits" 2012, Peter Lord y Jeff Newitt

Los estudios Aardman continúan revisando los géneros clásicos a través de su particular estilo, basado en el preciosismo estético y en el humor desenfrenado. Si en "Chicken Run: Evasión en la granja" abordaron el cine de fugas y prisiones, un lustro después reinterpretaban el thriller de serie B en "Wallace y Gromit: La maldición de las verduras", hasta terminar encontrando en "¡Piratas!" el filón de una cinematografía cuya retórica les permite desarrollar toda su inventiva y llevarla hasta límites gozosos. Corsarios, bucaneros, hidalgos de los mares... y Charles Darwin, en un muestrario de situaciones absurdas inteligentemente diseñadas, con un ritmo vertiginoso y una galería de personajes tan bien compuesta como caracterizada. 
Bajo la apariencia caótica de la comedia más pura late un mecanismo calibrado con esmero, donde la efectividad de los diálogos se suma a la acumulación de gags verbales y visuales,  y al barroquismo de unas imágenes de impecable acabado técnico. No en vano al frente de "¡Piratas!" se encuentra el histórico Peter Lord, maestro de animación en stop-motion que, con la colaboración del director Jeff Newitt, es capaz de construir un divertimento infalible para grandes y pequeños, un despliegue de las virtudes que Aardman ha ido definiendo a lo largo de los años: poderío visual y narrativo, al servicio de la comedia exigente. Nada más y nada menos.
A continuación, el cortometraje “Adán”, dirigido por Peter Lord en 1991 bajo la producción de Aardman. Una muestra del talento de una compañía que ha sabido rodearse siempre de los mejores realizadores para satisfacer a públicos de todas las edades. Que sirva también como homenaje a un tipo de animación, el stop-motion, y a uno de los grandes inventos de la humanidad: la plastilina.

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El misterio de Picasso. “Le mystère Picasso” 1956, Henri-Georges Clouzot

En el año 1956, Heni-Georges Clouzot era un director que había alcanzado la gloria tras el éxito consecutivo de dos películas imperecederas: “El salario del miedo” y “Las diabólicas”. A partir de entonces se sentía libre para acometer cualquier clase de proyecto, decidiéndose para sorpresa de propios y extraños por un documental atípico, revelador: “El misterio de Picasso”.
El hecho de que Pablo Picasso decidiese destruir las pinturas realizadas durante la filmación confiere a la película el carácter de obra artística en sí misma, lo que los modernos llamarían una performance audiovisual. Porque los trabajos que el pintor malagueño llevó a cabo frente a la cámara de Clouzot no pueden apreciarse en museo alguno, sino que han sido hechos en exclusiva para las imágenes de este peculiar documental que, lejos de acomodarse en la contemplación pasiva, recurre a la técnica como herramienta cómplice del pincel.
Por medio de unos lienzos semitransparentes que permiten observar las evoluciones de cada pincelada, en una suerte de animación in situ, Clouzot captura la labor de Picasso en su proceso completo, con las dudas, correcciones y búsquedas propias del acto creativo. En eso se resume “El misterio de Picasso”, por lo que resulta un film de obligada visión para los amantes del pintor, que son muchos y variados, y para los artistas en ciernes, pero que me temo puede aburrir al resto de espectadores. Esto se debe a que Clouzot deposita el interés narrativo exclusivamente sobre el proceso plástico, corriendo el riesgo de que lo excepcional se vuelva monótono.
Hay también unas breves escenas en blanco y negro, rodadas con esmero, en las que queda patente la prodigiosa fotogenia de Picasso y su arrolladora personalidad. Son imágenes bellas y fascinantes, pero que terminan sabiendo a poco. Porque Picasso hizo de sí mismo una obra de arte, y la camaradería que estableció con Clouzot durante el rodaje apunta a una película que, quizás con otro título y en otras circunstancias, hubiese sido el perfecto complemento a ésta. Aún así, conviene observar con detenimiento “El misterio de Picasso” por lo que tiene de homenaje respetuoso y cómplice hacia un autor que se encontraba en su madurez, un gigante que aglutina en sus manos el arte del siglo XX.


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Shame. 2011, Steve McQueen

La banalización del sexo a través del cine corre pareja al grado de permisividad alcanzado con el paso de los años. A mayor apertura y normalidad, menos capacidad de riesgo, menos inventiva e imaginación. Son los síntomas de una sociedad infantilizada, que observa como conquista el haber roto las barreras entre el cine convencional y el pornográfico, al haber adoptado sus defectos (el fingimiento, el histrionismo) en lugar de sus virtudes (la realidad, lo inmediato). ¿Por qué resulta tan complicado para los directores de películas escapar de los lugares comunes, del gesto crispado, la pose acrobática o el jadeo acompasado? Son pocos los cineastas que hayan sabido abordar la experiencia sexual en la pantalla con cierto rigor e inspiración, de tal forma que muchos reyes del escamoteo (Lubitsch, Buñuel, Hitchcock, Sternberg) han terminado conformando un universo mucho más rico y sugerente en términos eróticos que los autoproclamados profesionales del escándalo (Verhoeven, Tinto Brass, Bigas Luna). ¿Es por ello lo explícito menos bueno? Hay ejemplos que lo desmienten: Patrice Chéreau rodó magnífico sexo en “Intimidad”, y Michael Winterbottom hizo lo propio en “Nine songs”, con la inestimable ayuda de Marcel Zyskind.
Todos estos condicionantes deben tenerse en cuenta a la hora de abordar “Shame”, un proyecto que sobre el papel podía haber contado con toneladas de morbo y de truculencia fácil. Carnaza para los devoradores de escándalos, que el director Steve McQueen ha sabido esquivar de la manera más interesante: contrastando lo que ve el espectador con lo que imagina, administrando sabiamente las secuencias eróticas y aplicando más que la mesura, la frialdad que el tema requiere. Porque se trata del descenso a los infiernos de un adicto al sexo que no conoce el placer sino el alivio físico, que se ve incapacitado para el afecto pero necesitado del contacto carnal, del espejismo del deseo.
McQueen retrata a su criatura con una cámara que hace las veces de bisturí, por el acercamiento medido y aséptico, casi clínico, con el que escruta al personaje interpretado por Michael Fassbender. “Shame” es el relato trágico de una compulsión, cuyo drama queda implícito en la mirada herida del actor, en sus palabras y en sus silencios. Su esforzada labor sostiene la película y encuentra la recompensa en los planos largos y persistentes de McQueen, permitiéndole desarrollar situaciones y diálogos en un ejercicio de enriquecimiento mutuo. Fassbender hace grande el trabajo de McQueen y éste le proporciona espacio y libertad para amplificar su talento, lo que hace de “Shame” una de esas obras de autoría compartida en la que cada uno asume sus propios riesgos. McQueen elude los caminos fáciles prescindiendo en muchos casos de contraplanos y reduciendo los puntos de vista, lo que otorga al espectador una condición de voyeur incómodo y ensimismado, testigo del drama que acontece en la pantalla.
La interpretación de Fassbender encuentra el contrapunto perfecto en Carey Mulligan, actriz que realiza un prodigio de vulnerabilidad y patetismo, dando vida a la hermana del protagonista. Para la historia queda su versión de “New York, New York”, tan frágil como desarmante.
Película seca y dura, “Shame” abre en su desenlace una ventana al optimismo por la que se cuela un rayo de esperanza. De nuevo la contención de McQueen evita el final cómodo y aleccionador, aunque sí positivo, que no termina de traicionar el metraje previo pero proporciona un respiro al espectador. Tal vez se trate de una conclusión postiza, impuesta para la conformidad del público, que evita la inmolación del devorador de sexo y de su desdichada hermana. Tal vez McQueen transige así con una concesión que endulza la amargura del conjunto. Tal vez “Shame” termine convirtiéndose en una parábola sobre la redención y la culpa, con una lectura más religiosa y prosaica de lo que su tema hacía prever. Tal vez. En cualquier caso, “Shame” debe ser tenida en cuenta por su capacidad de riesgo, por el trabajo portentoso de sus actores y por su forma de abordar un argumento que bien podía haber chapoteado en el lodo de la vulgaridad. En definitiva, una película valiente y dolorosa. Un hermoso grito de auxilio.

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Elefante blanco. 2012, Pablo Trapero

Introducir una cámara de cine en un barrio pobre sin resultar sensacionalista o condescendiente es tanto o más complicado que rodar una película de religiosos sin caer en el adoctrinamiento. Pablo Trapero sale indemne de estos dos retos y demuestra su versatilidad en “Elefante blanco”, un drama de fuerte contenido social que asienta su arquitectura narrativa sobre cimientos políticos.
Filmada con honestidad, consigue no tropezar en los lugares comunes (“La ciudad de la alegría”, “Ciudad de Dios”) ni derivar en el panfleto o en la militancia ciega, sino en el compromiso con los personajes y sus acciones. La historia de un pequeño grupo de curas y de una asistente social en su lucha por la dignidad dentro de una de las barriadas más conflictivas de Buenos Aires, adquiere tintes documentales por un lado y dramáticos por otro.
La parte documental retrata una realidad que no explota sus miserias en beneficio de la ficción ni tampoco las edulcora, permitiendo que la cámara de Trapero se funda y se confunda con el ambiente, de la que es testigo privilegiada y cronista atenta, exhaustiva.
La vertiente dramática aporta trasfondo y profundidad a los personajes interpretados magníficamente por Ricardo Darín, Jérémie Renier y Martina Gusman, aunque quedan inevitablemente diluidos en la frondosidad del conjunto, como figuras difuminadas en el paisaje. La parte real devora a la ficticia, y esto es debido a que la acumulación de situaciones que van tensando los hilos narrativos termina por perder fuerza, provocando que el continente se imponga sobre el contenido. En el último tercio de la película la trama tiende hacia la dispersión, no obstante Trapero recurre a un desenlace con reminiscencias de cine negro que, lejos de caer en moralejas fáciles o aleccionadoras, plantea más preguntas que respuestas: ¿Dónde termina el deber y empieza el compromiso? ¿Tiene cabida la bondad en un mundo injusto? ¿Es lícito el rencor, el deseo, en personas que han renunciado a ello? “Elefante blanco” es una reflexión velada sobre estos y otros temas realizada con brío y energía, que no se queda sólo en las buenas intenciones sino que araña la superficie del problema buscando la raíz, hurgando en las entrañas. Pablo Trapero se mancha las manos y ofrece una película dura y emocionante, un viaje no apto para turistas por los callejones más apartados de la sociedad del bienestar. Una producción argentina hermosa, terrible, pero sobre todo necesaria.


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El ídolo de barro. “Champion” 1949, Mark Robson

Cineasta inquieto y comprometido, Stanley Kramer produjo dramas de contenido social que alentaban el debate y obligaban al espectador a hacerse preguntas. Un ejemplo de ello es “El ídolo de barro”, relato arquetipo ambientado en el mundo del boxeo, que cuenta el ascenso desde la miseria hasta el éxito de un púgil que deberá pagar un precio a cambio de la gloria. La narración clásica norteamericana no tiene, en este caso, un final feliz. Aquí no hay redenciones posibles ni mensaje aleccionador: la crítica al propio deporte como mercancía de ganado humano y a los gerifaltes del negocio plantea cuestiones universales, de tintes shakesperianos. ¿Se puede alcanzar el poder manteniendo la integridad intacta? ¿Tienen los triunfadores las manos limpias? El director Mark Robson responde a estas preguntas con una negación rotunda, fatalista, haciendo de “El ídolo de barro” una parábola cruel y áspera que años después desarrollaría en “Más dura será la caída”, otro alegato que desvela la trastienda de un deporte reducido a espectáculo fraudulento.
Robson inicia la película con un primer acto vitalista que introduce elementos de comedia y funciona como contraste de lo que vendrá a continuación, dos actos cuya negrura se va acrecentando y donde el peso de los diálogos sustituye al de la acción. La narración de la primera parte resulta muy dinámica, casi eléctrica, y es sin duda lo más brillante del film, con un magnífico Kirk Douglas haciendo suyo el personaje del vividor con ambiciones. Después, el guión firmado por Carl Foreman gana en dramatismo y profundidad, pero se echan en falta unos diálogos que estén a la altura, aunque la puesta en escena extrae los mejores resultados de la sobriedad formal y del tenebrismo de la fotografía.
Película dura y sin concesiones, se trata de un relato sobre la deshumanización del éxito que tiene un trasfondo moral más que apreciable, necesario. Uno de los grandes films sobre el boxeo que abrió las vías por donde transitarían películas posteriores como “Marcado por el odio” o “Toro salvaje”, obras superiores pero que mantienen una deuda constante con “El ídolo de barro”.

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Tournée. 2010, Mathieu Amalric

El actor, guionista y director Mathieu Amalric realiza un honesto homenaje al mundo del music-hall retratando sus glorias y sus miserias desde una perspectiva impresionista. El guión de “Tounée” rehúye todos los convencionalismos y construye su argumento a base de retazos, alternando la rutina de una compañía de cabaret en gira por la costa francesa y las andanzas de su promotor a la búsqueda de una sala donde poder actuar en París, la meta soñada e inalcanzable. Tampoco los personajes caen en el tópico ni se limitan a representar un cliché, sino que resultan humanos dentro del extrañamiento que impregna la película.
El tono que adopta “Tournée” es el de un realismo insomne y en tránsito, capaz de reflejar en la pantalla con conmovedora verdad la vida breve de los hoteles de madrugada, el devenir de los trenes, la espera entre bambalinas del próximo número. Los escasos planos del público traslucen la voluntad de Amalric de situar su cámara junto a las chicas del New Burlesque, de seguir sus pasos y adoptar su punto de vista sin distraerse en detalles ni elementos que enturbien el cuadro costumbrista que “Tournée” ofrece.
El espíritu agridulce y melancólico que atraviesa la película evita cualquier atisbo de sensiblería. Amalric tiene buen cuidado de no hacer concesiones y se muestra siempre respetuoso con sus criaturas, dejando patente que a ambos lados de la cámara hay alguien que conoce el oficio de actor. Tan solo se reserva cierta crueldad con su propio personaje, un individuo que acumula integridad y hábitos compulsivos, rabia, desesperación y dulzura. Una encarnación perfecta en la que Amalric se deja la piel y convierte a “Tournée” en un juego de realidad y representación, una película triste y vitalista, hermosa, sincera y brillante como las lentejuelas bajo los focos de un escenario.

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Más fuerte que su amor. “Beyond the rocks” 1922, Sam Wood

Agradable folletín cuyos méritos históricos se superponen a los meramente cinematográficos. El hecho de que esta película supusiese la única reunión en la pantalla de dos de las estrellas del cine mudo, Gloria Swanson y Rodolfo Valentino, y de que no se conservase ninguna copia hasta la recuperada en año 2003 por el Museo del Cine Holandés, dota a “Más fuerte que su amor” de una aureola de mitomanía irreprochable.
El film, más allá de los márgenes históricos, es un correcto drama amoroso prototípico de la época que, al igual que no depara sorpresas, tampoco contiene errores. Los temas del amor imposible y de la diferencia de clases aparecen aquí de nuevo para mayor lucimiento de su pareja protagonista, en un ejemplo de la candidez y del ingenuo romanticismo que fascinaron al público de los años veinte.
Cabe lamentar un exceso de literalidad y una dependencia de los textos para seguir la trama que resta frescura a la película, dirigida con escasa entidad por un Sam Wood que contaba con una importante producción. “Más fuerte que su amor” es, en definitiva, un añejo y encantador viaje al pasado de la mano de dos de sus grandes celebridades.
A continuación, un interesante vídeo sobre el proceso de restauración de la película:


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