LAS CRIATURAS. "Les créatures" 1966, Agnès Varda

Tras unos primeros títulos que son bien acogidos en los festivales por parte de la crítica especializada, Agnès Varda se enfrenta al rechazo mayoritario que suscita Las criaturas, su cuarto largometraje. No hay un único motivo que explique el final de esta luna de miel. Tal vez el principal de ellos se deba al alejamiento de la directora del cine practicado hasta entonces, con una película que apuesta abiertamente por la experimentación formal y narrativa. Es cierto que el guion resulta alambicado en exceso y que el humor absurdo no es la especialidad de Varda, sin embargo, hay que reconocer su capacidad de riesgo y la voluntad de transitar por caminos distintos a los habituales.

Puestos a buscar alguna asociación, Las criaturas recuerda al teatro de Ionesco y Pirandello, por el sentido caústico de la historia y el juego de meta-ficción. Lo cual no resta peso cinematográfico al conjunto, ya que Varda continúa cuidando el aspecto visual y empleando movimientos de cámara complejos y continuados para seguir el avance de los personajes. El matrimonio protagonista está interpretado por Michel Piccoli y Catherine Deneuve, retirados a la isla de Noirmoutier después de sufrir un accidente automovilístico a causa de la imprudencia de él. La película está contada desde su punto de vista, es un viaje a la mente de un escritor que trabaja en una novela inspirada por los personajes y acontecimientos que están a su alrededor, y que le lleva incluso a hablar con los animales. Varda construye un relato en torno a los mecanismos que mueven la inspiración, valiéndose de símbolos (las mareas, los cangrejos), recursos visuales (la presencia del tablero de ajedrez, los virados a color de las imágenes en blanco y negro), referencias literarias (los libros que aparecen en pantalla) y otros elementos más o menos ocultos en las múltiples capas que acumula el film.

Todo ello puede parecer a veces forzado y con una intencionalidad evidente, como si Varda pretendiera ingresar en el club de los intelectuales donde militaban Godard y Resnais, renunciando a la cercanía de sus anteriores películas. Las criaturas es más críptica y está dotada de significados que funcionan por semejanza (el alumbramiento del hijo y de la novela) y por oposición (el terreno de la palabra que ocupa el hombre y el del silencio de la mujer). El tercer acto donde se describe la partida entre el protagonista y el antagonista está basado en una idea brillante muy bien resuelta en imágenes, pero que resulta autocomplaciente y se alarga más de lo necesario. Se podría decir que en Las criaturas, Varda es víctima de su propio afán por innovar y por construir un artefacto que deslumbre al espectador. Algo que sucede a veces, hasta que el andamiaje que sostiene el conjunto sale al descubierto y el artificio se impone por encima de la verosimilitud que se exige a cualquier cuento, por fantástico que sea.

En definitiva, Las criaturas no es una película representativa de Agnès Varda, y por eso mismo debe ser tenida en cuenta. Su condición de rara avis viene reforzada por la atmósfera extraña y turbadora que proviene de la música de Pierre Barbaud y el montaje de Janine Verneau, colaboradores en aquel tiempo de la cineasta. Ella misma purgó el atrevimiento de haber realizado una extravagancia como esta en otro proyecto que llamó Ma Cabane de l'Échec (Mi cabaña del fracaso), una instalación artística del año 2006 en la que reutilizaba los negativos en desuso del film. Como buena espigadora, Varda añade nuevos significados en su itinerario como creadora, siempre atenta a los límites que separan la realidad y la invención.

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TARÁNTULA. 1955, Jack Arnold

A raíz del éxito que supuso la película Them!, la cual presentaba el ataque contra la humanidad de una invasión de hormigas gigantes, se produjo durante los años cincuenta un reguero de títulos que mostraban la amenaza de toda clase de insectos de tamaños desproporcionados: escorpiones, moscas, mantis religiosas... Uno de los ejemplos más destacados de este subgénero es Tarántula, ideada y dirigida por Jack Arnold, experto en sacar adelante films de tema fantástico con presupuestos ajustados.

Aunque Tarántula está respaldada por un gran estudio como Universal, se trata de una de esas películas elaboradas para completar los programas dobles en autocines y salas de segunda categoría. Esto quiere decir que ni el guion ni la interpretación de los actores son una prioridad, en favor de los efectos especiales, la gran baza del conjunto. Los trucos ópticos que hacen posible la sobredimensión de la tarántula son un despliegue de artesanía y creatividad que depara los mejores momentos del film, y son su razón de ser. Por lo tanto, no caben los prejuicios a la hora de evaluar la voluntad puramente escapista y de entretenimiento ejercitada por Arnold en esta película que le sirve como banco de pruebas para practicar la técnica que perfeccionará después en El increíble hombre menguante, el trabajo más memorable de su trayectoria.

Dando por hecho que el atractivo de Tarántula reside en las escenas de acción y en las imágenes de la araña que va aumentando su volumen como consecuencia de un experimento científico, Jack Arnold dosifica la tensión y va preparando el terreno hasta la llegada del tercer acto, en el que se concentran las mayores dosis de espectacularidad. Es una lástima que, como es habitual en este tipo de producciones, el desenlace dependa de la intervención del ejército, lo que termina convirtiendo el film en una alabanza al poder militar y a su capacidad de resolver cualquier contratiempo posible. Tarántula se estrena en la década en que los Estados Unidos afianzan su liderazgo del bloque occidental y esto impregna a la cultura del espectáculo, en particular a los productos dirigidos al público joven, como es el caso. Por una carambola del destino, resulta que el piloto encargado de torpedear al monstruo está interpretado por el entonces desconocido Clint Eastwood, adalid del individualismo norteamericano y guardián de muchas de las esencias de la nación.

Paradojas aparte, Tarántula debe ser tenida en cuenta por su relevancia dentro de un subgénero popular en aquella época y como prueba de la eficacia de un director, Jack Arnold, que demostró en varias ocasiones ser capaz de ofrecer un resultado digno a partir de materiales ideados para satisfacer a espectadores poco exigentes.

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LA FELICIDAD. "Le bonheur" 1965, Agnès Varda

Dentro de la literatura francesa, existe una tradición del relato libertino que prospera en el siglo XVIII y que describe una situación de infidelidad en el ambiente de la burguesía. Son historias consagradas al placer de los protagonistas, de moralidad laxa y que se recrean en los detalles para generar una atmósfera dominada por los sentidos: los interiores palaciegos, los jardines y la naturaleza en su conjunto son escenarios proclives al romance, ilustrados con gran refinamiento por los artistas de la época.

Angès Varda recupera este esquema narrativo y lo actualiza en su tercer largometraje con un título que juega con la ambigüedad: La felicidad. Bien sea por exceso o por defecto, el concepto de felicidad es cuestionado por la directora belga en una película que adopta la estructura de un círculo. Las escenas de inicio y de final muestran a una familia dichosa que pasea por el bosque, en el primer caso sucede en primavera y con las personas acercándose de frente, en el segundo caso en otoño y con un alejamiento de espaldas. Se trata de la misma familia, salvo que durante el metraje ha cambiado uno de los miembros, la mujer. Varda convierte a la esposa y madre en beneficiaria de la felicidad propia y en víctima de la felicidad ajena, semejante a la idea de libertad expresada por Sartre ("mi libertad acaba donde empieza la de los demás"). La felicidad representada por Varda se adapta al moderno estado del bienestar que exige ciertos sacrificios: el trabajo, el respeto por las costumbres y el acatamiento de las normas. Por supuesto, este modelo es doblemente exigente con las féminas.

En lugar de burgueses, los personajes de Varda pertenecen a la clase media. Los entornos son cotidianos y se celebra la vida de provincias, todo estilizado con esmero en imágenes que beben del impresionismo y la ilustración. La felicidad es la primera película en color de la cineasta, un estallido cromático que desborda la pantalla y emborracha las pupilas del espectador. Las secuencias se suceden con fundidos en colores primarios que anuncian los tonos dominantes en cada ocasión, un trabajo portentoso del director de fotografía Jean Rabier en perfecta sintonía con los departamentos de decoración y vestuario.

Jean-Claude Drouot debuta como actor rodeado de su familia real, la actriz Claire Drouot y sus hijos. El tercer vértice del triángulo lo interpreta Marie-France Boyer, quien encarna el papel de mujer que sigue los pasos de su antecesora. La crítica de Agnès Varda, velada y nunca evidente, consiste en denunciar la funcionalidad de la mujer en un sistema que hace de ella una pieza destinada a emparejarse, procrear y, por lo tanto, puede ser sustituida. La directora no duda en incluir momentos de cortejo y de intimidad sexual, de cuidado y de amamantamiento, de boda y de rutina conyugal... ritos necesarios para perpetuar la especie y que ponen a prueba el ideal de felicidad, siempre tan relativo.

Agnès Varda logra proponer estas y otras reflexiones en menos de ochenta minutos que dura La felicidad, gracias a la concisión y la sencillez aparente del conjunto. Janine Verneau realiza un montaje que a veces potencia la fluidez de los movimientos de cámara y a veces resulta disruptivo, según la sensación que se quiere provocar en el público. Bajo la apariencia de cuento moral al estilo de Rohmer, Varda incluye experimentos formales que sitúan la película en su tiempo y que, vistos hoy, siguen sorprendiendo. En definitiva, La felicidad es un ejercicio de estilo cargado de contenido, un film que proporciona el gozo estético de una pintura en movimiento al compás de la música de Mozart y que, aunque parezca un sueño, oculta en su interior una pesadilla.

A continuación, un ilustrativo reportaje cortesía de la Filmoteca de Sant Joan d'Alacant. Que lo disfruten:

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1997: RESCATE EN NUEVA YORK. "Escape from New York" 1981, John Carpenter

Los primeros años de Jonh Carpenter como director resultan muy provechosos: después de formular el canon del género slasher y de labrar su nombre como especialista en terror, realiza en la década de los 80 sus películas más ambiciosas. El título que permite que los grandes estudios se fijen en él para financiar sus futuros proyectos es 1997: Rescate en Nueva York, todavía producido con escasos medios, aunque supone un avance importante respecto a anteriores trabajos.

El argumento se sitúa en un futuro distópico en el que los criminales son relegados a la ciudad de Nueva York, convertida en una gran cárcel urbana flanqueada por un muro imposible de atravesar. Una facción rebelde al gobierno logra secuestrar al presidente de los EEUU y adentrarle en aquel peligroso confín, donde mandan internarse a un excombatiente a cambio de conmutar las penas que le acusan como criminal. El personaje está interpretado por Kurt Russell y posee un aura legendaria dentro y fuera de la pantalla, erigido en icono del cine de ciencia ficción con el nombre de Snake. Es el prototipo de tipo duro sin principios ni moral, la cara visible de un film que también ha adquirido la categoría de culto, debido a su carácter macarra y su falta de complejos.

Porque analizada con rigor y distancia, 1997: Rescate en Nueva York muestra carencias evidentes: el guion simplificado en exceso retoma situaciones aparecidas en películas de género bélico, los actores adoptan roles casi caricaturescos, la música compuesta por el propio Carpenter está desprovista de la fuerza necesaria, los efectos especiales son pura artesanía y adolecen de recursos suficientes... sin embargo, estas debilidades son el máximo atractivo del conjunto. Carpenter recrea el encanto de las revistas pulp de ciencia ficción y las películas de serie B que consiste en la ausencia de refinamiento y en la primacía del cómo sobre el qué. Para disfrutar plenamente de un producto así, conviene dejar la lógica aparte y abandonarse al entretenimiento genuino y despreocupado, si bien Carpenter aprovecha para filtrar ciertas críticas a la deriva conservadora y autoritaria de la nación (no por casualidad el guion fue escrito un lustro atrás, mientras Nixon abandonaba el poder asediado por el escándalo Watergate).

Junto a Russell se encuentran en el reparto ilustres veteranos como Lee Van Cleef, Ernest Borgnine y Donald Pleasence, además del músico reconvertido en actor Isaac Hayes, el siempre eficaz Harry Dean Stanton y Adrienne Barbeau, una de las reinas del género. Todos ellos contribuyen al aire desenfadado que luce 1997: Rescate en Nueva York, una película agraciada por la dirección de fotografía de Dean Cundey, quien por entonces trabaja con Carpenter en varios proyectos. Las imágenes nocturnas de iluminación contrastada y colores vivos revisten el film con una estética muy sugerente, en ocasiones cercana al cómic, lo cual encaja a la perfección con el espíritu irreverente y ligero al que aspira John Carpenter en este clásico de la época. Un título capaz de despertar la nostalgia de una generación que creció divirtiéndose y asustándose por igual con el cine del director norteamericano.

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LA POINTE COURTE. 1955, Agnès Varda

La primera película dirigida por Agnès Varda es, además, el pistoletazo de salida de un movimiento que removerá los cimientos del cine europeo: la nouvelle vague. La joven belga demuestra ya desde el inicio de su trayectoria el afán por experimentar con los elementos que integran la imagen. Así, La Pointe Courte está estructurada como dos películas en una. Comienza como un homenaje al Visconti de La terra trema, mediante la exposición de la vida en el barrio humilde de pescadores que da nombre al film, situado en la ciudad portuaria de Sète. Allí sus habitantes tratan de salir adelante como buenamente pueden: trabajadores asediados por los gendarmes, madres de familias numerosas, padres que tratan de casar a sus hijas... entre ellos no hay actores profesionales, sino gente sencilla recreando su día a día frente a la cámara. La música que suena en este segmento son temas tradicionales de la zona, como corresponde al verismo buscado por Varda. 

Por otro lado está el romance existencial de una pareja que se reúne para tratar de avivar los rescoldos de su relación. Esta parte respira la influencia de Bergman y es mucho más literaria que la otra, está cargada de diálogo y metáforas de simbolismo visual. La interpretan los dos únicos actores acreditados del reparto, Philippe Noiret y Silvia Monfort, quienes dan sus primeros pasos como protagonistas en el cine, provenientes del teatro. El estilo empleado por Varda para este segmento gana en manierismo y en movimientos de cámara, con algunas soluciones formales que buscan envolver al espectador en un universo de palabras e imágenes sugerentes, al ritmo de las composiciones musicales de Pierre Barbaud.

El reto de La Pointe Courte es lograr que las dos partes dialoguen entre sí y no se imponga la una sobre la otra, puesto que se desarrollan de manera intercalada a lo largo del metraje, compartiendo el mismo escenario sin mezclarse salvo en unas pocas escenas. El montaje de Alain Resnais consigue articular de modo natural ambas historias y que conviva el costumbrismo con la profundidad de los sentimientos, lo cual genera una atmósfera muy especial, reforzada por la elección de las localizaciones y la bella fotografía en blanco y negro. Los escenarios de cada secuencia están siempre al servicio de la acción y, en ocasiones, también la redefinen, como en el caso del interior de la barcaza donde conversan los personajes de Noiret y Monfort. Hay otros momentos en los que la película entra en el terreno del documental, como la justa acuática que congrega a cientos de asistentes en la parte final.

Estos rasgos convierten a La Pointe Courte en uno de los debuts en la dirección más estimulantes de la década. Agnès Varda se revela como una cineasta singular, con una mirada atenta sobre los comportamientos humanos y la voluntad de aunar imagen, pensamiento y poesía. El arranque de lo que ella misma bautizó tiempo después como cinescritura, la voz propia filtrada a través de la cámara, el impulso de contar y de contarse.

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