Por otro lado está el romance existencial de una pareja que se reúne para tratar de avivar los rescoldos de su relación. Esta parte respira la influencia de Bergman y es mucho más literaria que la otra, está cargada de diálogo y metáforas de simbolismo visual. La interpretan los dos únicos actores acreditados del reparto, Philippe Noiret y Silvia Monfort, quienes dan sus primeros pasos como protagonistas en el cine, provenientes del teatro. El estilo empleado por Varda para este segmento gana en manierismo y en movimientos de cámara, con algunas soluciones formales que buscan envolver al espectador en un universo de palabras e imágenes sugerentes, al ritmo de las composiciones musicales de Pierre Barbaud.
El reto de La Pointe Courte es lograr que las dos partes dialoguen entre sí y no se imponga la una sobre la otra, puesto que se desarrollan de manera intercalada a lo largo del metraje, compartiendo el mismo escenario sin mezclarse salvo en unas pocas escenas. El montaje de Alain Resnais consigue articular de modo natural ambas historias y que conviva el costumbrismo con la profundidad de los sentimientos, lo cual genera una atmósfera muy especial, reforzada por la elección de las localizaciones y la bella fotografía en blanco y negro. Los escenarios de cada secuencia están siempre al servicio de la acción y, en ocasiones, también la redefinen, como en el caso del interior de la barcaza donde conversan los personajes de Noiret y Monfort. Hay otros momentos en los que la película entra en el terreno del documental, como la justa acuática que congrega a cientos de asistentes en la parte final.
Estos rasgos convierten a La Pointe Courte en uno de los debuts en la dirección más estimulantes de la década. Agnès Varda se revela como una cineasta singular, con una mirada atenta sobre los comportamientos humanos y la voluntad de aunar imagen, pensamiento y poesía. El arranque de lo que ella misma bautizó tiempo después como cinescritura, la voz propia filtrada a través de la cámara, el impulso de contar y de contarse.