HARDCORE. 1979, Paul Schrader

A mediados de los años setenta, Paul Schrader logra destacar como uno de los guionistas más prometedores del nuevo Hollywood por su trabajo en películas de Pollack, De Palma y Scorsese, especialmente tras haber colaborado con este último en Taxi Driver. Es entonces cuando Schrader decide lanzarse a la dirección, inaugurando una carrera llena de cimas y valles que dura hasta el presente. El segundo título de su filmografía es Hardcore, la cual contiene algunas de las características del mejor cine de la época: un tema controvertido, una puesta en escena vigorosa y un afán de realismo en las interpretaciones y en los escenarios.

Schrader narra la búsqueda de una joven desaparecida por parte de su padre, a través de los bajos fondos de diferentes ciudades de los Estados Unidos. Este detonante de la acción, ya de por sí dramático, se agrava con la contradicción entre la estricta moral del personaje interpretado por George C. Scott y el mundo de la pornografía al que conducen las pistas. Una sucesión de garitos, moteles y establecimientos oscuros donde el director adentra la cámara con la voluntad de mostrar lugares poco frecuentados por el cine convencional, rincones vedados a la sociedad biempensante que ilustran la cara oculta del sueño americano. Así pues, el atractivo de Hardcore reside en la antinomia de contemplar a un personaje fuera de su elemento, algo que el director y el actor protagonista logran desarrollar con convicción y energía, en una labor de creación conjunta que hace que la película trascienda la condición de thriller para adultos. Es también una parábola tenebrosa sobre la pérdida de la inocencia de una sociedad entregada al mercantilismo, la indefensión del individuo dentro de un sistema cada vez menos humano, así como la lucha de las viejas costumbres por su subsistencia.

Para representar estos conceptos, Schrader moldea personajes ambiguos bien interpretados por Season Hubley y por el carismático Peter Boyle, entre otros. Además, el director se rodea de profesionales muy representativos del momento: Jack Nitzsche en la composición musical, Tom Rolf en el montaje y Michael Chapman en la fotografía, quien dota de carácter al film gracias al empleo de colores densos y contrastes lumínicos. Hardcore posee el aroma del cine de su tiempo y ejerce una fascinación de la que es difícil sustraerse, a pesar de las turbiedades que revela la pantalla.

Se trata, en definitiva, de una de las películas más interesantes de Paul Schrader, aunque no sea de las más conocidas. Hardcore exhibe las cualidades de un estilo que no busca agradar al espectador, sino todo lo contrario: el director plantea cuestiones incómodas y sitúa al público en la piel del torturado protagonista encarnado con talento por George C. Scott. Él es el guía perfecto para visitar los sótanos del estado del bienestar, una excursión temible y a la vez tentadora.

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DUNE. 2021, Denis Villeneuve

Después de Blade Runner 2049, Denis Villeneuve vuelve a retomar otro icono de la ciencia ficción de los años 80, nada menos que Dune. Un proyecto abordado antes por dos directores de fuerte personalidad, Alejandro Jodorowsky y David Lynch, quienes encontraron múltiples dificultades debido a la envergadura de la producción. Villeneuve exhibe un perfil muy distinto al de sus antecesores: además de ser un director curtido, es un inteligente hombre de negocios y un cineasta inquieto que no busca expresarse como artista, sino como profesional al servicio de la película que tiene entre manos. A priori, estas parecen ser las mejores condiciones para afrontar el reto de trasladar a la pantalla la novela homónima de Frank Herbert, el inicio de una saga interplanetaria con aires de ópera y tragedia clásica. La densidad narrativa del film hace que se divida en dos partes de extensa duración, financiadas con capital de cuatro países diferentes y la responsabilidad del estudio Legendary, una de las piezas que ha hecho girar la maquinaria mainstream de Hollywood durante las últimas dos décadas.

Conviene tener en cuenta estos elementos para valorar la nueva adaptación de Dune. No porque condicionen el resultado, sino porque dan coherencia a lo que se muestra en la pantalla: un espectáculo dirigido al gran público que aporta una visión más adulta que la ofrecida en la franquicia de Star Wars, por buscar un ejemplo de temática similar (ambas sagas contienen traumas familiares heredados de padres a hijos, conflictos políticos entre civilizaciones que derivan en enfrentamientos militares, la hegemonía de un sistema imperial en contraposición a quienes representan la libertad y la justicia). Al igual que sucede en la creación de Georges Lucas, es fácil adivinar en Dune las connotaciones religiosas en general y bíblicas en particular que alimentan la trama, además de ciertos patrones de la narración antigua que tienen que ver con el advenimiento de un héroe destinado a guiar los pasos de un pueblo oprimido por fuerzas superiores. Villeneuve y el guionista Eric Roth siguen a pies juntillas las pautas de estos relatos que ensalzan los valores del honor, la responsabilidad, la fraternidad... impregnados de un tono muy oscuro que añade solemnidad al conjunto. En su intento por aproximarse a un tipo de espectador más exigente del que suele consumir estas grandes producciones, Villeneuve construye la película con gravedad y un enfriamiento premeditado de las acciones, que se demoran con un ritmo más pausado de lo común. Las pasiones laten en Dune de manera siempre contenida, sin que los personajes se dejen arrastrar por los arquetipos que representan.

El largo plantel de actores contribuye a dar credibilidad al film, con nombres que reúnen a estrellas del nuevo firmamento (Timothée Chalamet, Zendaya), intérpretes consagrados (Oscar Isaac, Josh Brolin) y figuras europeas de prestigio (Charlotte Rampling, Stellan Skarsgård, Javier Bardem). Entre todos ellos cabe destacar a Rebecca Ferguson, quien carga con el mayor peso dramático. Su rostro y el de los demás dibujan el paisaje humano de una película que da especial valor a los espacios abiertos y a la naturaleza del desierto como escenario no solo físico, también trascendental. La fotografía de Greig Fraser tiene personalidad y saca el máximo partido de los escenarios y el vestuario, elementos muy cuidados que conviven bien con los numerosos efectos especiales. Dune luce un diseño artístico que suma aciertos a las versiones anteriores y transporta al público a un mundo sugestivo y rico en ideas visuales. Lo mismo vale decir del apartado sonoro y de la música de Hans Zimmer, que mezcla con inspiración abundantes texturas y referencias, aunque en ocasiones adquiere demasiada presencia.

Habrá que ver la segunda parte de Dune para hacer una valoración completa de esta obra cinematográfica ambiciosa y exuberante, que está a punto de desfallecer en algunos momentos sepultada por la grandilocuencia, pero que la prevención y el pulso firme de Denis Villeneuve saben conducir a buen término. Puestos a señalar alguna debilidad, si acaso la misma que aqueja al cine contemporáneo predominante: la sobresaturación de planos en el montaje, que provoca un empobrecimiento del lenguaje en lugar de la riqueza que se quiere hacer ver, porque desprecia la intuición del espectador y explica más de lo necesario... así, cada plano tiene siempre su contraplano y cada acción su reacción, desatendiendo el significado que dan a la escena. 

A continuación, pueden escuchar uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Zimmer. El autor alemán despliega su paleta de sonidos majestuosos, agravados por la intensidad emocional de las voces y la mezcla de instrumentos arcaicos y electrónicos. Que lo disfruten:

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THE DEVIL AND DANIEL JOHNSTON. 2005, Jeff Feuerzeig

La vida de Daniel Johnston contiene material suficiente para alimentar una película, un libro o cualquier ficción que se precie. Al igual que otros artistas como Van Gogh, Glenn Gould o Alejandra Pizarnik, en la figura de Johnston se concitan la creatividad innata y el trastorno mental, una combinación que aleja al personaje de las convenciones predominantes en el entorno conservador donde creció. Sin duda, este carácter excepcional parece el mejor punto de partida para un documental, pero también existe el riesgo de dejarse arrastrar por el torrente de sensaciones que sugiere el protagonista y no encontrar el tono preciso para escapar del sensacionalismo y la superficialidad tan comunes en este tipo de producciones. El director Jeff Feuerzeig resuelve el reto y logra un film exhaustivo y emocionante, gracias a su capacidad para canalizar los múltiples elementos que se extienden en la trayectoria vital y artística de Johnston: unos padres cristianos ortodoxos, la efervescencia cultural de Austin en los años ochenta, su experimentación con el cine y las grabaciones caseras, el consumo de sustancias lisérgicas, los amores no correspondidos, los delirios religiosos... todo cabe en The Devil and Daniel Johnston.

La estructura argumental coincide con la mayoría de biopics sobre personalidades célebres, y a la vez es la misma odisea que atraviesan los héroes clásicos desde la antigüedad: el despertar de la conciencia y la encomienda de una misión, seguida de la etapa de madurez y la consecución de éxitos, antes de la caída final y el proceso de redención en el desenlace. Daniel Johnston sigue cada uno de estos pasos a lo largo de la trama, salvando los sucesivos contratiempos. La particularidad es que el antagonista de esta historia reside dentro de él, ya que desde temprana edad padeció brotes maníaco depresivos que se fueron agravando y condicionaron su existencia en todos los ámbitos. Una circunstancia que ha situado al personaje dentro de la más radical independencia y le ha elevado a la categoría de culto, no solo por sus canciones sino también por las ilustraciones de naturaleza naif que se exponen en las galerías de arte.

Feuerzeig muestra gran habilidad para manejar con soltura el ingente material acumulado del pasado y el presente, con imágenes recuperadas, entrevistas, dibujos, actuaciones... son fragmentos de un collage cuyo resultado es apasionante. El director imprime fluidez en el montaje y vigor narrativo sin dar tregua al espectador, quien puede terminar sobrecargado de información y estímulos. Hay urgencia en The Devil and Daniel Johnston, al igual que la hubo en la experiencia propia del personaje. Por lo tanto, la premura y el dinamismo que expresa el director no son fruto del capricho, sino la manera más acorde de introducirse en la mente de Johnston sin abandonar la fidelidad a los hechos. Feuerzeig encuentra soluciones imaginativas para visualizar conversaciones a través de planos cortos de casetes en funcionamiento, así como la recreación de situaciones mediante planos subjetivos filmados en escenarios reales.

En conjunto, se podría decir que Jeff Feuerzeig da con la fórmula adecuada para narrar la excepcional peripecia de Daniel Johnston. Un cantautor atípico que necesitaba un exorcismo como este documental para obtener el reconocimiento definitivo, ya que le sirvió como lanzadera para encarar la última etapa de su carrera, más controlada y serena que las anteriores. The Devil and Daniel Johnston propone también una lúcida reflexión sobre los mecanismos de la creación que permiten que una persona sea capaz de expresar emociones y compartirlas con los demás, incluso aunque su percepción de la realidad esté alterada. O tal vez precisamente por ello.


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ANNETTE. 2021, Leos Carax

A pesar de que Holy Motors y Annette están separadas por casi una década, es fácil establecer una continuidad que une el final de una con el principio de otra. En ambos casos, el director Leos Carax aparece en pantalla asumiendo el papel de espectador que contempla la ficción con la extrañeza de quien está a punto de desvelar un misterio. Nada de lo que sucede antes y después encaja dentro de los márgenes convencionales ni de los cánones de un género determinado. Así, el prólogo de Annette se completa con una canción interpretada por los personajes protagonistas en compañía de Sparks, el dúo encargado de componer la banda sonora. Sin embargo, que nadie espere una película musical al uso. El sexto largometraje de Carax es una tragedia clásica narrada en clave de ópera moderna, con personajes que se expresan mediante diálogos cantados y composiciones pop que verbalizan sentimientos o puntualizan acciones. No hay danza, porque el propio movimiento de los actores y de la cámara traduce la puesta en escena en términos musicales. Y es que todos los elementos que integran Annette (el ritmo, las interpretaciones, los decorados...) introducen al espectador en un mundo irreal que estiliza el drama de una pareja marcada por la fatalidad del destino.

Como cabe esperar, Carax corre riesgos que bordean lo imprudente. Uno de los más llamativos es el carácter del protagonista encarnado por Adam Driver, tan arisco que impide cualquier posibilidad de empatía. Sin embargo, permanece casi siempre presente y esto provoca que la película mantenga una tensión incómoda, incluso en los momentos que buscan la sensibilidad. Tanto él como su amada, a quien da vida Marion Cotillard, trabajan expuestos al público: son, respectivamente, un comediante que pierde la capacidad de hacer reír y una cantante lírica en pleno éxito. En torno a ambos gravita la idea de la muerte, ya sea en los argumentos de sus espectáculos como en la manera de enfrentar las pasiones, lo cual influye en la atmósfera que Carax va preparando para la llegada del otro gran riesgo y, a la vez, sorpresa que depara Annette. El título del film se corresponde con el nombre de la hija de la pareja, quien nace sin forma humana a ojos del espectador (no así de los personajes), adoptando la apariencia de una figura articulada de madera que va creciendo como lo haría si fuese de carne y hueso. Más que una versión turbadora y sombría de Pinocho, se trata de una representación alegórica cuya intención es identificar a la pequeña con un objeto al que se le ha robado la humanidad y que es explotado por el padre, ciego de ambición ante el milagroso don para cantar que posee la niña. No será hasta la llegada del desenlace cuando ella sea interpretada por una actriz y logre emanciparse del padre, devolviéndole el odio sembrado durante tanto tiempo.

Los espectadores capaces de asimilar estos retos encontrarán allanado el camino para adentrarse en la película. Solo entonces se podrá disfrutar de las propuestas que plantea Carax a nivel narrativo y estético: la colorida fotografía de Caroline Champetier, las melodías de los hermanos Mael, las secuencias que intercalan lo onírico, lo dramático y lo cómico... son ingredientes de un auténtico festín para los degustadores de rarezas. Annette luce orgullosa su condición excepcional, aunque se acusen ciertos detalles que convierten la auto-consciencia en auto-indulgencia. En concreto, durante la conclusión del film. El personaje al que da vida Adam Driver se enfrenta en la cárcel a los conflictos que dividen el amor y el simulacro de afecto, el interés y la manipulación, la libertad y la condena... dilemas que afectan a Leos Carax como autor. Ha pasado el tiempo y el rostro de Driver se muestra demacrado, el maquillaje y la caracterización han transformado sus rasgos y ahora se parece sospechosamente al propio Carax. Las dudas se disipan cuando en la espalda de su uniforme de presidiario puede leerse LLXXX, las letras que abren y cierran el nombre del director. Semejante autoreferencia en un momento tan decisivo hace pensar que Carax se impone sobre su creación y establece analogías que distraen de la trama principal. ¿Acaso Carax trata de atribuirse el papel de víctima de un sistema que no le comprende? ¿O trata de resolver en la ficción sus asuntos personales? (la película está dedicada a su hija Nastya, que comparte plano con él al inicio). En cualquier caso, se antoja como un gesto narcisista que tal vez denota la megalomanía necesaria para sacar adelante un proyecto como Annette. Y es que películas así no se hacen todos los días, para bien y para mal. Ningún público está preparado para recibir con asiduidad este derroche de inspiración y esta exuberancia de sentimientos al compás de una música que en vez de amansar a las fieras, puede estimularlas.

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TRAFIC. 1971, Jacques Tati

El último largometraje para el cine de Jacques Tati es también la despedida de monsieur Hulot, el personaje al que dio vida en tres títulos anteriores. La melancolía que conlleva este hecho se suma a la decepción de constatar que Trafic no es una buena película, y que desde luego no está a la altura de sus precedentes. La cualidad intemporal que hasta entonces ha poseído el cine de Tati se deteriora en la década de los setenta, ofreciendo un anacronismo que trata de preservar su naturaleza original adaptándose al presente. ¿Cómo? Pues de la manera más fácil: introduciendo personajes contemporáneos (hippies de guardarropa, chicas yeyé) y electrificando la música. Lo cual no es suficiente para revitalizar una fórmula que parece agotada. Hay un imperativo biológico, Tati tiene sesenta y tres años y en este final de carrera se hace evidente que su época es otra, aunque esta desubicación sea precisamente el núcleo argumental de su cine.

Tati retoma la idea de Hulot como personaje que intenta mantener su humanidad en un mundo que avanza a gran velocidad. Sus películas muestran fascinación por el movimiento y otorgan importancia a los medios de transporte, con especial énfasis de los coches. Trafic es el máximo ejemplo de esta obsesión. La trama gira en torno a una feria automovilística que se celebra en Ámsterdam y a la que intentan acudir los representantes de una marca francesa para presentar un nuevo modelo. Entre ellos está Hulot, quien tratará de sortear junto a sus compañeros los mil contratiempos que les esperan en el recorrido. Se trata de una road movie llena de gags que no siempre funcionan, y este es el problema principal de una comedia que aspira a hacer reír. El humor aquí desgranado por Tati pierde fuerza y se antoja demasiado simplón, casi infantil. Pero además hay otros inconvenientes que impiden que el conjunto adquiera cierto peso: hasta la llegada del tercer acto, los personajes resultan irrelevantes y demasiado funcionales, además de que por primera vez en la filmografía del director, Trafic desvela torpezas en el montaje y una planificación menos inspirada y concisa. Solo la bella fotografía en color es capaz de dar entidad visual a la película, proporcionando a los ojos el placer que no se puede obtener por otros medios.

Es una lástima que Trafic no cierre como sería deseable la obra cinematográfica de Jacques Tati, pero también es verdad que existen pocos directores (Huston, Bergman, Ozu) que han conservado hasta el final de sus carreras el brillo de sus mejores momentos. Aún así, el resultado irregular que ofrece Trafic no debería empañar el genio de un cineasta inolvidable y único como Jacques Tati.

A continuación, uno de los temas musicales que suenan en la película. Es una de las pocas composiciones que hizo para el cine Charles Dumont, autor de referencia en la última etapa de la cantante Edith Piaf, que en Trafic demuestra saber incluir los sonidos de la época en el universo de Tati. Relájense y disfruten:

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LA NOCHE DE LOS MUERTOS VIVIENTES. "Night of the living dead" 1968, George A. Romero

En 1967, George A. Romero reúne un poco de capital y algunos socios para fundar una productora independiente con la que poder realizar su primer largometraje. Tomando como referencia Soy leyenda, la novela de Richard Matheson y su posterior adaptación al cine, Romero escribe, dirige, fotografía y monta La noche de los muertos vivientes, la cual ha fijado para la posteridad el modelo de película de zombis.

Aunque hoy está considerada un clásico incontestable, La noche de los muertos vivientes sigue manteniendo el espíritu iconoclasta y provocador que ha agitado en sus butacas al público de diferentes generaciones. Romero fue capaz de generar una atmósfera inquietante obtenida de la mezcla de tres factores en apariencia dispares: por un lado las imágenes estilizadas que beben del expresionismo y del cómic de horror norteamericano, con angulaciones de plano y contrastes muy marcados de luces y sombras mediante la fotografía en blanco y negro. Por otro lado, también está presente la inmediatez y la energía propias del cine underground de la época, con el empleo de la cámara en mano y de movimientos bruscos que subrayan la violencia de las acciones. Y por fin, el realismo de los informativos que se recrean en las escenas en las que se avisa a la población del ataque de los muertos vivientes. Esta amalgama de estilos da como resultado un film extraño y perturbador, cuya carestía económica no es un inconveniente sino un acicate para buscar soluciones imaginativas.

Es verdad que, con la excepción de los protagonistas Duane Jones y Judith O'Dea, los demás actores se mueven entre el exceso y la frialdad en sus interpretaciones. El hecho de que todos ellos debuten aquí denota la naturaleza amateur del proyecto, si bien la película exhibe fuerza en la expresividad de los planos y el montaje. El director sabe desconcertar al espectador mediante giros inesperados en la trama y el aumento de la tensión que deriva en un desenlace demoledor, cuya moraleja iguala el peligro que suponen los zombis con el de los hombres.

En suma, la película posee las virtudes que definen una buena opera prima: la pasión por filmar y la voluntad de contar las cosas de manera distinta, con un punto de vista original. George A. Romero despliega un abanico de comportamientos humanos y perfiles psicológicos que hacen que La noche de los muertos vivientes no sea un simple entretenimiento de terror, sino un ejercicio de músculo cinematográfico dotado también de inteligencia, que el director irá desarrollando en mayor o en menor medida en su cine posterior.

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CLÉO DE 5 A 7. 1962, Agnès Varda

Una década después de haber debutado con La Pointe Courte, Agnès Varda realiza el segundo largometraje de su larga trayectoria. No son diez años de inactividad, puesto que la directora experimenta en algunos cortometrajes con el lenguaje cinematográfico y prueba diferentes vías de expresión que culminan en Cléo de 5 a 7, título capital de su filmografía. Varda se declara autodidacta y los conocimientos que adquiere durante este tiempo son, más que técnicos, experiencias y reflexiones que completan su formación ética, social e intelectual. Es por eso que las películas de Varda revelan aspectos de su vida de manera más o menos velada, como si fueran capítulos de una autobiografía que a veces entran en lo personal y a veces en las circunstancias que la rodean. Cléo de 5 a 7 trata sobre la emancipación de una mujer de arrebatadora presencia, que comienza mostrándose superficial y arbitraria, y termina asumiendo una realidad adversa. Este proceso de madurez dura apenas dos horas en las que Cléo, la protagonista interpretada de modo magistral por Corinne Marchand, se cruza con diversos personajes en la ciudad de París a la espera de un diagnóstico médico: su asistenta, dos compañeros de profesión, el amante, una amiga... cada uno de ellos añade un matiz al carácter de Cléo y enriquece su punto de vista.

Varda sigue los pasos de su heroína a veces desde la cercanía de los planos cortos y a veces desde la distancia, filmándola en su deambular por la calle sin que los viandantes se den cuenta. La película adquiere entonces un cariz documental que sirve como crónica de la realidad del momento, denunciando el machismo (los hombres miran a Cléo sin disimulo) y mostrando la efervescencia de una ciudad viva, con historias en cada rincón que se verbalizan mediante fragmentos de diálogos. Estas secuencias se intercalan con alardes de cine muy imaginativos y constantes movimientos de cámara que pueden ser caprichosos (el balancear del columpio) o estar llenos de expresión (el alejamiento final del taxi), además de los múltiples juegos con el montaje. El lenguaje visual que articula Varda trata de traducir en imágenes las inquietudes de la protagonista, sus pensamientos y sensaciones, siempre con gran elocuencia y creatividad. La fotografía en blanco y negro de Jean Rabier y el montaje de Janine Verneau influyen mucho en el resultado del film, impregnado en cada fotograma de la personalidad singular de Agnès Varda.

La narración está dividida en episodios que van cubriendo los minutos según avanzan, dando a entender que los acontecimientos transcurren en tiempo real. Hay relojes que van señalando esta progresión, y un movimiento imparable de personajes y medios de transporte, como si la película pretendiera capturar el aquí y el ahora de una mujer en plena crisis emocional. Varda logra semejante proeza con una naturalidad y una energía que hacen que Cléo de 5 a 7 siga siendo radicalmente moderna, un ejercicio de cine en estado puro ante el que resulta imposible permanecer indiferente. No solo es una las películas más representativas de su directora, sino también de la nouvelle vague y, por extensión, del cine europeo realizado durante el pasado siglo. Una joya rebosante de humanidad que contiene innumerables lecciones de cine.

A continuación, un sugerente vídeo-ensayo cortesía del medio Trois Couleurs, acerca de la corporeidad en las películas de Agnès Varda. Relájense y disfruten:

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PLAYTIME. 1967, Jacques Tati

El tema principal en la filmografía de Jacques Tati es la dificultad del individuo por mantener cierto grado de humanidad en un mundo cambiante e hipertecnológico. Un asunto que alcanza el paroxismo en Playtime, el cuarto largometraje del cineasta francés y también el más ambicioso. La producción llevó tres años en los que se construyeron gigantescos decorados que representaban salas de aeropuerto, salones de exposición, oficinas, fachadas de edificios, establecimientos de hostelería... en conjunto, una ciudad artificial bautizada como Tativille, diseñada por el director artístico Eugène Roman. Las deudas contraídas por el abultado presupuesto y la pobre recaudación en taquilla marcaron el declive en la carrera de Tati, quien abandonó el éxito comercial que le había acompañado hasta entonces y ya nunca se pudo sobreponer a las pérdidas económicas.

Viendo Playtime en el presente, es fácil adivinar las razones de este fracaso. El estilo de Tati basado en el gag visual era propio de otra época asociada a Keaton y Chaplin, con difícil encaje en una cartelera en la que triunfaban las comedias mucho más verbales de Billy Wilder o Blake Edwards. En lugar de adaptarse a los nuevos tiempos, Tati extremó todavía más su lenguaje cinematográfico hasta alcanzar una depuración casi abstracta. La película desarrolla seis secuencias independientes unas de otras, con algunos personajes en común, unidas por la crítica a la arquitectura funcional y al urbanismo que termina uniformizando las grandes urbes del planeta. Playtime luce una estética fría y rectilínea, de influencia racionalista, que minimiza el tamaño de los personajes en relación a la magnitud de los espacios mediante planos generales. La cámara yuxtapone diversas acciones en encuadres fijos de gran profundidad, compuestos con precisión para mostrar lugares que ponen en aprietos a monsieur Hulot, la célebre creación de Tati que simboliza el conflicto de la tradición frente a la modernidad y de la naturalidad en contra de la pose. 

Aunque Playtime perpetúa el espíritu de los anteriores films de Tati, no alcanza el mismo nivel de genialidad. El motivo es la falta de un guion capaz de compactar todas las ideas propuestas por el director, que son muchas y complejas, casi un ensayo fílmico en torno al modelo capitalista que anula la particularidad de cada sitio en favor de la economía de mercado, la colonización del idioma y la cultura anglosajona, la despersonalización del sistema, el influjo alienante de la publicidad y de las nuevas tecnologías... además de otras reflexiones que Tati acumula en el metraje de dos horas prolongadas en exceso. El ritmo con el que se desarrolla Playtime es impropio de la sátira (salvo en la larga escena del restaurante, antecedente inmediato de El guateque) y hay situaciones de humor que carecen de impacto o aportan poco al conjunto. Aún así, Tati logra generar una atmósfera muy peculiar, con hallazgos de gran ingenio, si bien algunos de ellos (los apartamentos transparentes y el juego de reacciones entre televisores y televidentes), pierden eficacia a causa de la reiteración, como si el director quisiera subrayar su significado. Este deseo evidente de que el espectador asimile el mensaje es el problema más grave de Playtime, puesto que en ningún momento el film ofrece dudas de sus intenciones. Sin embargo, el público de entonces le dio la espalda: era demasiado intelectual para hacer reír y demasiado ligera para ser tomada en serio.

La sensación que persiste es la de un inmenso artefacto cuyo peso le impide volar. Se echa en falta la ligereza y la falta de pretensiones característica de Jacques Tati, cineasta que consigue, no obstante, una película con una gran fuerza visual y sonora. Lástima que su enormidad termine amortiguando las virtudes de esta película descompensada, a veces lúcida y a veces monótona. Y es que Playtime funciona mejor considerando las escenas aisladas que su totalidad, ya que las singularidades creadas por Tati conforman un mundo con sus propias leyes físicas y narrativas. Es un territorio imaginario que no tiene comparación y que pervive en la memoria del espectador tiempo después de haberlo visitado.

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