COFFY. 1973, Jack Hill

De los cuatro largometrajes que unieron al director Jack Hill y la actriz Pam Grier, Coffy ocupa el tercer lugar y es el que supuso la consagración de la estrella femenina de la serie B. No es de extrañar, porque la fuerza y la personalidad con que Prier dotó a su personaje la ensalzaron como un icono contracultural de los años setenta, una categoría que pervive hasta hoy en la memoria de los aficionados al blaxploitation. La película contiene todos los ingredientes para ser considerada una referencia dentro del género: tema controvertido, orgullo de raza, lucha de clases, groovedrogas, violencia, sexo... una mezcla bien elaborada por Hill, quien sabe aprovechar hasta el último centavo del escaso presupuesto financiado por American International Productions, hogar de un sinfín de títulos tan baratos como imaginativos.

El personaje interpretado por Grier da nombre a la película, una enfermera que dedica sus horas libres a vengar a su hermana pequeña, enferma a consecuencia de las adicciones. Coffy aprovecha su poder de seducción para acercarse a traficantes y camellos, a los que no duda en escarmentar a tiros, si es necesario. Hill se encarga de urdir en el guion una sucesión de escenas donde fluyen con buen ritmo la acción, el humor, los diálogos y el erotismo, con un tono que mezcla los estilemas propios de la ficción con apuntes de realismo social. Todo bien dosificado para que el conjunto resulte entretenido y satisfaga a los amantes de este cine que nunca obtuvo la atención de los críticos, pero que logró algo muy difícil: conseguir el fervor popular a la vez que contribuía a las reivindicaciones raciales y de género de su tiempo, sin adoptar forma de panfleto. Coffy abrió la senda para otras heroínas negras como Cleopatra Jones y Foxy Brown (esta también encarnada por Grier) en una década en la que los hombres lucían virilidad y protagonizaban las grandes producciones. Es por eso que cabe valorar Coffy como el inicio de una excepción y la respuesta feminista a los modelos fijados por Shaft, Super FlyBlack Caesar... películas donde la mujer representaba el papel de víctima o era el complemento del personaje principal. Jack Hill se preocupa de subvertir los clichés y diseña una plataforma perfecta para presentar a Pam Grier como una de las mujeres más poderosas y atractivas que han desfilado por la pantalla.

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FINIS TERRAE. 1929, Jean Epstein

En los años veinte del siglo pasado, Jean Epstein descubre la Bretaña francesa y enseguida se convierte en uno de los escenarios habituales de su imaginario creativo. Sobre todo la costa y las islas, donde filma una serie de películas que tienen como protagonistas a marineros, pescadores y gente del mar enfrentada al reto de sobrevivir en condiciones adversas. La primera de ellas es Finis Terrae, un drama que comienza siendo minimalista al retratar el trabajo de cuatro pescadores de algas en la solitaria isla de Bannec, y que adopta dimensiones épicas al extenderse hasta el pueblo de donde provienen, con el médico erigido como héroe local. Una historia sencilla que adquiere poder gracias a las imágenes, en las que Epstein lleva a la práctica las influencias obtenidas del cine ruso, el expresionismo alemán y el impresionismo francés.

Este confluir de referencias son el resultado del análisis fílmico llevado a cabo por el director a lo largo de su trayectoria, una reflexión del lenguaje que se materializa en un estilo depurado y poético, que emplea como recursos expresivos los ralentizados, la planificación y el montaje. Al mismo tiempo, Epstein se aproxima al documental rodando en escenarios naturales con actores no profesionales, tratando de fijar en la pantalla la esencia del lugar en el que transcurre la historia. Esta mezcla de sofisticación y realismo confiere a Finis Terrae una aureola muy especial que la emparenta con otros títulos de etnoficción de Flaherty (Hombres de Arán) o Grierson (Drifters). El elemento diferenciador es que Epstein hace convivir la observación de las situaciones cotidianas (las secuencias del trabajo de los pescadores, por ejemplo) con los ejercicios de vanguardia (el delirio del protagonista enfermo), lo cual refuerza el carácter simbólico del film. Basta contemplar las frecuentes imágenes de las olas batiendo en las rocas como un recordatorio de la amenaza de la naturaleza y la reclusión en la que viven los personajes.

Realizada en la época tardía del cine mudo, Finis Terrae posee una modernidad de gran fuerza estética que mantiene intacto su poder de fascinación. La composición de los planos, la plasticidad de la fotografía en blanco y negro, el ritmo que se imprime en la narración... todos los elementos funcionan en favor del conjunto, hasta completar una de las obras más significativas dentro de su género. Jean Epstein exhibe su magisterio a lo largo de ochenta minutos de pura emoción y arrebatadora belleza.

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STARSHIP TROOPERS. 1997, Paul Verhoeven

A mediados de los años ochenta, Paul Verhoeven llega a Estados Unidos después de haber obtenido algunos éxitos comerciales y cierta repercusión crítica en los Países Bajos. Aunque trabajar para los estudios de Hollywood supone ceder el control creativo y un recorte en sus libertades como autor, a cambio puede disponer de presupuestos generosos y el acceso a un público amplio que no siempre entiende bien la intención crítica que subyace en sus películas. Detrás del espectáculo y el entretenimiento hay denuncias al sistema norteamericano en cuanto a la obsesión por la seguridad (Robocop), el puritanismo (Instinto básico) o la competitividad (Showgirls), todo revestido con calculadas dosis de violencia y sexo. Para disfrutar de este cine y comprender su alcance es conveniente no tomárselo demasiado en serio, ya que Verhoeven aplica una visión ácida, casi esperpéntica, sobre los géneros de la ficción que se multiplica en Starship Troopers, adaptación de la novela de ciencia ficción escrita por Robert A. Heinlein en la década de los cincuenta.

Si bien Verhoeven ya tenía experiencia en escenarios futuristas con Desafío total, es ahora cuando decide potenciar las posibilidades políticas e ideológicas que ofrece la fantasía como representación de ciertas realidades históricas, en este caso, el surgimiento y la implantación del fascismo en Europa durante el siglo XX. Starship Troopers comienza como una versión galáctica de Sin novedad en el frente, en la que una generación de jóvenes se alista en el ejército siguiendo las soflamas patrióticas de un régimen amenazado por unos seres monstruosos provenientes del espacio exterior. Verhoeven no se anda con sutilezas ni segundas lecturas y se deja llevar por el exceso, tanto en el contenido como en las formas. El ardor guerrero que mueve a los personajes es tan infantil que solo puede ser visto como una sátira de los valores castrenses, capaces de contaminar a la sociedad civil con el pretexto del enemigo común. El guion está repleto de diálogos delirantes, frases maniqueas y declaraciones de amor que producirían sonrojo si no fuera porque están dichas por actores igualmente exagerados: Casper Van Dien, Denise Richards, Dina Meyer... más que actores, son modelos que posan en vez de interpretar y cuya capacidad de expresión carece de credibilidad alguna, bonitas fisonomías sin un gramo de latinidad, a pesar de que sus personajes proceden de Argentina. Pero, ¿quién necesita coherencia, pudiendo regocijarse con el pastiche de referencias y clichés? Es fácil encontrar en el metraje alusiones a La chaqueta metálica y Top Gun, por ejemplo, aunque la mayoría de las situaciones en las que se ven envueltos los protagonistas responden a mecánicas tan básicas que en unas ocasiones recuerdan a las sitcom para adolescentes tipo Beverly Hills, 90210, y en otras a los tebeos de Hazañas bélicas.

El guion podría pertenecer a cualquier vieja película de serie B, con la diferencia de que Paul Verhoeven cuenta con una producción de clase A. Los efectos especiales consumen una buena parte de los recursos financieros, sobre todo la recreación digital de las criaturas antagonistas, que son el plato fuerte del film. Más allá de esto, Starship Troopers luce una apariencia visual que dota de energía y dinamismo a las escenas de acción (reforzadas por la música épica de Basil Poledouris) y una planificación bastante convencional en los diálogos que intercala, no obstante, algunos movimientos de cámara elegantes a la hora de abrir secuencias, de intención descriptiva e influencia clásica. Para ello, el director vuelve a contar con Jost Vacano, quien aplica en la fotografía una estética luminosa que confiere irrealidad a los decorados de interior, como si quisiera dejar constancia de su artificio. Y es que cada elemento del conjunto remite a otra cosa vista antes, en su mayoría derivadas de la cultura pop, fuera de los márgenes de la gran industria (el cómic, la novela pulp, el cine de sesión doble, el camp y la iconicidad del fetiche gay...) En suma, un divertido conglomerado tan absurdo como aparatoso, que tiene la virtud de poner en ridículo la estrategia beligerante de los Estados Unidos empleando su propio discurso inmaduro y fascistoide.

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CREATURA. 2023, Elena Martín

Un lustro después de debutar en la dirección con Júlia Ist, Elena Martín asume en su segundo largometraje un reto lleno de complicaciones: abordar el deseo femenino en diversas edades, a partir del trauma de una mujer que siente que los impulsos de su cuerpo no se corresponden con los automatismos de una sociedad constrictiva. Creatura explora a través del personaje de Mila, interpretado por tres actrices distintas, los desajustes entre el sexo y las normas de un sistema diseñado para moldear el comportamiento afectivo de una joven en su etapa infantil, adolescente y adulta. Esta última adopta los rasgos de la propia Martín, quien enfrenta la realización de la película con un tono próximo a la abstracción y la poética, aplicando la mesura, sin dejarse llevar por el morbo ni por la pretenciosidad a la que hubiera sido fácil abocarse. Al contrario, Martín se muestra contenida y a la vez honesta en el retrato de la protagonista, sobre la que posa una mirada respetuosa y atenta, que no omite las ambigüedades. Tampoco los detalles dolorosos, porque Creatura tiene algo de examen de conciencia generacional que evita ser complaciente y sitúa al público en terrenos incómodos.

El guion escrito por Martín junto a Clara Roquet alterna diferentes tiempos dentro del escenario de una casa en la costa del Maresme catalán. Allí confluyen las experiencias de Mila durante el pasado y el presente, los momentos del despertar a los sentidos, la búsqueda y la experimentación, las relaciones, la disfunción que se manifiesta en la piel... todo ello sin necesidad de explicar la raíz del problema o ese motivo determinado tan común en las películas con afán de psicoanálisis. En lugar de acudir a fórmulas preconcebidas, la directora opta por desplegar una sucesión de fragmentos narrativos que obtienen sentido en el conjunto, como las piezas de un mosaico. Hay secuencias de diálogo resueltas de modo poco convencional (con una elección de planos que atiende a las palabras tanto como a las reacciones), recursos audiovisuales que potencian la subjetividad (los ralentizados en los que solo se escucha música) e instantes que se adentran en el subconsciente de la protagonista mediante la representación de sus sueños, entre otras herramientas cinematográficas que convierten el visionado de Creatura en un ejercicio estimulante.

Martín se rodea de un buen plantel de actores entre los que brilla Àlex Brendemühl, y un equipo de técnicos que dan entidad a la película, como sucede con la fotografía de Alana Mejía González. La luz del Mediterráneo se filtra en las imágenes y adquiere misterio en los ojos de la directora, capaz de escenificar temas complejos y revestir de humanidad el discurso valiente, casi temerario, que tiene entre manos. Creatura debe ser valorada por su capacidad de riesgo y por la sensibilidad en tratar asuntos difíciles que el cine suele esquivar. Pero hay más: el texto que no alecciona y su estructura entrecruzada, la dirección que sabe filmar las acciones mostrando lo necesario sin acceder a gratuidades, la interpretación entregada y convincente... aspectos en los que se involucra hasta el final Elena Martín, una de las creadoras actuales más interesantes del panorama español.

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LOS QUE SE QUEDAN. "The holdovers" 2023, Alexander Payne

Poco a poco y película tras película, Alexander Payne se ha ido convirtiendo en uno de los narradores más interesantes del Hollywood contemporáneo. Títulos como Election, Los descendientes o Nebraska demuestran el cuidado que pone en las historias y en el desarrollo de los personajes, por medio de un lenguaje cinematográfico eficaz y conciso, que remite a las formas clásicas. Los que se quedan es una comedia melancólica ambientada en un internado para estudiantes durante la navidad de 1970, época que se recrea no solo desde el diseño de producción sino también en el estilo visual, con una fotografía de bajo contraste y colores suavizados por parte de Eigil Bryld.

Payne evidencia su habilidad para envolver al espectador en atmósferas muy precisas que determinan el relato, lo cual sucede ya desde los créditos iniciales. Los que se quedan transmite la sensación de frío invernal y de tiempo detenido en el que viven los protagonistas, un profesor arisco que se ve obligado a pasar el periodo vacacional en compañía de un alumno y la cocinera del centro, ambos con problemas emocionales. El peculiar trío está interpretado por Paul Giamatti, quien coincide con Payne dos décadas después de Entre copas, el debutante Dominic Sessa y Da'Vine Joy Randolph, cada uno perfecto en el papel de seres damnificados por el pasado.

El guion de David Hemingson posee la inteligencia de relacionar todos los elementos, hasta los más pequeños, de modo que el conjunto adquiere unidad dramática, sin dejar de ser nunca divertido. Payne se encarga de dosificar las emociones y de calibrar bien el tono para no caer en sensiblerías, un defecto común en este tipo de películas con "buenas intenciones". Además de aplicar la contención, el director sabe mantener la distancia adecuada para no interferir en las acciones, sin encuadres forzados ni movimientos de cámara gratuitos... incluso cuando emplea algún anacronismo óptico (el zoom del profesor que busca al alumno en el exterior del colegio) lo hace como recurso humorístico, de acuerdo a la estética del film. Lo más importante de Los que se quedan es la evolución de la trama y los personajes, tal y como ocurría en el cine al que Payne rinde tributo de manera respetuosa pero no servil, porque en el fluir de las imágenes y en la hondura de la película late su sello de autor.

A continuación, uno de los temas que integran la banda sonora compuesta por Mark Orton. El músico norteamericano se reencuentra con Alexander Payne tras haber trabajado juntos en Nebraska, un nuevo ejemplo de la sintonía que les une a la hora de conducir los estados anímicos del público. Relájense y disfruten:

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DEJAR EL MUNDO ATRÁS. "Leave the world behind" 2023, Sam Esmail

Después de realizar diferentes series para la televisión, Sam Esmail dirige su segundo largometraje en una década, esta vez con un presupuesto generoso y al amparo de la plataforma Netflix. Dejar el mundo atrás adapta la novela homónima de Rumaan Alam, un thriller distópico que narra el fin del mundo desde la distancia, en el entorno de una familia que transcurre sus vacaciones en una casa apartada en mitad de la naturaleza. Si bien el argumento podría recordar a Sacrificio de Tarkovski, ya que ambas películas tratan el vacío existencial y la desazón ante el colapso, Esmail opta por un tono que mezcla la intriga con la ironía, además de emplear una retórica audiovisual amanerada que cae en ciertas gratuidades efectistas.

Dado que el apocalipsis queda fuera del plano, da la sensación de que el director quiere epatar mediante una estética juguetona, que emplea trucos y movimientos imposibles de cámara para subrayar la gravedad del asunto que trata. Hay un punto de vista omnisciente que dirige la mirada del espectador de un piso a otro de la estancia, que sobrevuela el espacio para después regresar a la tierra, atraviesa las rendijas de un techo para tomar perspectiva... son piruetas ópticas que distraen los ojos sin aportar nada al relato, sostenido por las interpretaciones de los actores. Y es que la virtud de Dejar el mundo atrás está en el reparto, con Julia Roberts, Ethan Hawke y Mahershala Ali a la cabeza. Todos ellos solventes y capaces de imponer el factor humano al alarde técnico, dando verosimilitud a lo que les sucede.

Es verdad que algunos diálogos resultan explicativos (sobre todo en la parte final) y que la película acumula muchas digresiones en torno a las desigualdades económicas, sociales, raciales... tantas que a veces da la impresión de que le cuesta fijar el foco en algo en concreto y se pierde en generalidades, pero también es cierto que Esmail posee un sentido del ritmo y de la intriga que hacen que la narración se siga con interés y que el conjunto sea provechoso. La película funciona mejor cuando confía en las posibilidades del guion, también firmado por Esmail, que cuando se entrega al manierismo formal, con algunos efectos digitales que no están bien resueltos (los flamencos de la piscina o los ciervos que acosan a los personajes de Roberts y Myha'la, por ejemplo). Por eso conviene valorarla por las reflexiones que plantea: la crítica al sistema capitalista que convierte los ideales en productos de consumo (hay referencias a marcas como Tesla o Starbucks), la pirámide social (estupenda la escena con Kevin Bacon) y la dependencia generada por las nuevas tecnologías, con algunas metáforas ingeniosas (la serie Friends como paradigma de una utopía feliz en un contexto cada vez menos amistoso). Son cuestiones oportunas que forman parte de una agenda supuestamente progresista, no en vano figuran como productores ejecutivos Barack y Michelle Obama. Otra cosa es que la película se ocupe de señalar los peligros que nos acechan sin ofrecer solución alguna, una visión pesimista muy acorde a las ficciones postmodernas que han fructificado en los últimos tiempos y que transmutan la política en espectáculo y la militancia en entretenimiento. Así, el público es bienvenido al Juicio Final como si fuese un circo de tres pistas que tiene a Sam Esmail de maestro de ceremonias, una cámara saltimbanqui y un grupo de actores conocidos que ponen cara de desconcierto y recitan pasajes de Aaron Sorkin.

A continuación, pueden escuchar una de las piezas que integran la música compuesta por Mac Quayle. El piano ejerce de solista en medio de una atmósfera de cuerdas que transmiten emoción y misterio, acorde al ambiente tenso que se respira durante gran parte del film. Que lo disfruten:

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JÚLIA IST. 2017, Elena Martín

La actriz Elena Martín debuta en la dirección adoptando las claves del mumblecore, ese género de películas independientes hechas con muy poco presupuesto que convierten la inmediatez y la naturalidad en rasgos de estilo no solo estéticos, también éticos. De hecho, Júlia Ist nace como trabajo de final de carrera de unos estudiantes de Comunicación Audiovisual encabezados por Martín, quien ya acumulaba experiencia tras haber participado en un título de cualidades parecidas, Las amigas de Ágata. En ambos casos se trata de cine pegado a la realidad, con un fuerte componente autobiográfico y que busca intervenir lo menos posible en los lugares donde se filma, aprovechando las condiciones de cada escenario.

Martín toma como inspiración su propio curso de Erasmus en Berlín para escribir el guion de Júlia Ist, personaje que da nombre a una estudiante de arquitectura de Barcelona que marcha a la capital germana dejando atrás a amigos, familiares y un novio con el que no se atreve a romper. La difícil adaptación y el descubrimiento de nuevas realidades definen un hilo argumental bastante sencillo, en el que la directora centra la atención en los detalles y en los gestos. La cámara en mano cierra el encuadre sobre los dispositivos que mueven la intimidad de la protagonista: la expresión, la mirada, la conversación, el silencio... son herramientas con las que Martín construye su cine. No hace falta nada más, y tampoco nada menos. El hecho de que la técnica pueda lucir una apariencia algo amateur no supone un problema, al contrario: dota a las imágenes de la calidad de lo cercano y de ausencia de artificio. Algo que se traslada también a la interpretación de los actores y al tono general de Júlia Ist, una estimulante opera prima que tiene su mayor virtud en la falta de pretensiones.

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