Rodada en
blanco y negro y sin estrellas en el reparto, "Nebraska" se erige ya
como el manual de la perfecta película independiente. De acuerdo, poca
independencia puede haber cuando se tiene detrás a un gran estudio como
Paramount. Pero si observamos el cine independiente bajo una lente más ética
que monetaria, desde luego "Nebraska" participa de ese espíritu y lo
hace con todos su riesgos y consecuencias. Tiene la complejidad que sólo las
películas sencillas saben tener. Es directa y contundente como un puñetazo,
suave y cálida como una caricia. Sobre todo, es un tratado de humanidad
comprimido en apenas dos horas en las que se cuenta la relación entre un padre
y su hijo. El espectador no llega a saber mucho sobre ellos ni sobre el resto
de la familia, en realidad poco importan los detalles. Se percibe que han
estado mucho tiempo distantes y que ahora buscan cualquier excusa para estar
juntos, por ejemplo, emprender un viaje para ir a recoger un absurdo premio.
Como tantas otras veces, el premio será el propio viaje.
Pero
"Nebraska" no es una road movie
convencional, en parte por el guión escrito por Bob Nelson y en parte por el
trabajo de los actores. No se sabe bien dónde termina uno y dónde comienza el
otro, en qué momento la palabra escrita incide sobre los intérpretes y
viceversa. Hay tanta credibilidad y tanta química, que la autoría de
"Nebraska" está bien repartida: Bruce Dern y Will Forte consiguen
introducir sus personajes debajo de la piel, hasta el punto que cuesta creer
que están representando una ficción. Lo mismo sucede con sus compañeros de
reparto, figuras enmarcadas en un paisaje poco habitual en el cine.
El retrato que
hace Payne de la América profunda que resiste como puede los embates del
desempleo y la precarización de una economía mermada, aparece en
"Nebraska" con toda su crudeza. El director evita la tentación de
incidir en las desgracias o de esterilizarlas bajo el filtro de la cámara de
cine. Como en anteriores películas, aquí también el humor se convierte en el
catalizador de las tristes vidas de los personajes y hace tolerable sus
soledades. Es un humor agridulce, que lo mismo convoca la risa que la congela
un instante después.
Lo divertido
de las situaciones contrasta con lo amargo de las imágenes, y esta dicotomía es
una de las señas de identidad del film. Frío y calor, blanco y negro, comedia y
drama. Elementos que se conjugan bien en la película, como la fotografía de
Phedon Papamichael y la música de Mark Orton. Ambos respiran el mismo aire,
contribuyen a construir el estilo de la película que Payne basa en la
ocultación. La cámara permanece la mayoría de las veces a la altura de los
personajes, sin efectos ópticos ni movimientos innecesarios, atenta únicamente
a lo que tiene delante: el espectáculo del ser humano, con sus grandezas y sus
miserias. Eso es honestidad, lo que también puede ser un estilo.
Se diría que Payne recorre el camino inverso al de tantos cineastas, y en lugar de
prolongar sus aciertos o de enriquecer un estilo, lo depura hasta el límite
haciendo suya la máxima de que menos es
más. Lo que para muchos directores es un problema: la escasez
presupuestaria y la necesidad de aprovechar los mínimos recursos, para Payne
resulta ser un estímulo, casi un reto. Aquí no hay retórica ni coartadas que
valgan, se impone el cine en crudo, sin aditivos ni colorantes.
A continuación, una de las composiciones de Mark Orton que suenan en la banda sonora del film. Música de raíces con aroma a tierra y a asfalto, a vida vivida y a vida por vivir. Relájense y disfruten: