El mayor
placer para un espectador es olvidarse de serlo. Trascender su condición de
testigo apoltronado en una butaca y sentirse implicado por lo que sucede en la
pantalla. La inmediatez de los estímulos visuales que recibimos es de tal
magnitud, que hemos perdido la paciencia para detenernos a observar y
preferimos que nos proporcionen el entretenimiento previamente masticado y
digerido. Por eso una película como "Caníbal" parece tan radical.
El argumento
podría haber dado lugar al enésimo psico-thriller
sobre un asesino en serie. En vez de eso, Manuel Martín Cuenca elabora un
retrato costumbrista en el que lo que se oculta cobra la misma importancia que
lo que se muestra. La novela de Humberto Arenal sirve como base para un guión
lleno de huecos que el espectador debe rellenar haciéndose copartícipe de la
trama. Esta opción narrativa otorga igual peso dramático a los terribles
asesinatos del protagonista que a sus actos cotidianos: trabajar en la
sastrería, revisar los papeles, visitar a su hermana... En suma, la vida
cotidiana de un monstruo. Pero como todas las historias son historias de amor,
llega el día en que se cruza con una mujer que, en realidad, son dos mujeres.
La dualidad entre las dos hermanas es semejante a la doble vida que debe llevar
el homicida si no quiere ser descubierto, es el vaso comunicante por el que
permanecen unidos. El contraste entre las interpretaciones de Antonio de la
Torre y Olimpia Melinte da sentido al film y permite que se cuele algo de aire
por sus fotogramas, aliviando el clima asfixiante. Ambos encarnan al verdugo y
a la víctima en esta particular versión del cuento de la bella y la bestia que
Martín Cuenca reinterpreta a través de su mirada. Una mirada cuya serenidad
esconde torrentes de drama.
Como ya
hiciera Jaime Rosales en "Las horas del día", Martín Cuenca despoja
el relato del asesino de concesiones y golpes de efecto, haciendo de la
película un producto no apto para espectadores impacientes. El manejo de las
elipsis y de los silencios, la quietud como herramienta para contener el drama
es empleada por el director con el fin de alcanzar el trance tranquilo que vive
el protagonista en medio del horror. A ello contribuye la magnífica labor de
los actores y la factura técnica de la película, realmente admirable en su
sencillez y en su frialdad casi quirúrgica. La austeridad narrativa y el punto
de vista siempre distante emparentan a Martín Cuenca con otro director experto
en terrores cotidianos, Michael Haneke, cuyo cine tiende puentes de
comunicación con "Caníbal". Pero si a alguien se parece Martín Cuenca
es a sí mismo: en su anterior largometraje, "La mitad de Óscar", la
naturaleza era percibida como un entorno de tensión y de encuentro, donde los
conflictos derivaban en fatalidad. Esta idea persiste en "Caníbal" y
se refuerza con el ideal romántico del paisaje como escenario para la muerte.
Una carretera en mitad del campo, una playa o una montaña nevada son lugares
donde el asesino puede saciar su hambre de víctimas. A partir de ahí, todo
entraña peligro.
Cine
serio, en definitiva. Gran cine hecho con pocos recursos y mucho talento puede
encontrarse en las imágenes de esta película sugerente y perturbadora, muy
elocuente dentro de su discurso parco en palabras y rico en ideas.